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100 Clásicos de la Literatura

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—Umbopa —contestó el hombre con un tono de voz pausado y profundo.

—Yo te he visto en alguna parte.

—Sí, el inkosi (‘jefe’) vio mi rostro en el lugar de la Pequeña Mano (Isandhlwana), el día antes de la batalla.

Entonces recordé. Yo fui uno de los guías de lord Chelmsford en la desafortunada guerra zulú, y tuve la suerte de abandonar el campamento, al mando de varios carros, el día anterior a la batalla. Mientras esperaba a que aparejasen el ganado, entablé conversación con este hombre, que ejercía cierta autoridad sobre los auxiliares nativos, y me comunicé sus dudas sobre la seguridad del campamento. Entonces le dije que mantuviese la boca cerrada y que dejase estos asuntos a otras mentes más sabias, pero después pensé en sus palabras.

—Lo recuerdo —dije—. ¿Qué es lo que deseas?

—Lo siguiente, Macumazahn —ése es mi nombre en lengua cafre, y significa ‘el hombre que se levanta en mitad de la noche’, o más sencillamente, ‘el que mantiene los ojos abiertos’—: He oído decir que se prepara una gran expedición hacia el norte, con los jefes blancos del otro lado del agua. ¿Son palabras ciertas?

—Sí.

—He oído decir que va a llegar hasta el río Lukanga, a una luna de viaje desde el país de Manika. ¿Es así, Macumazahn?

—¿Por qué preguntas adónde vamos? ¿Qué te importa a ti? —repliqué suspicaz, porque habíamos mantenido el objeto de nuestro viaje en el más estricto secreto.

—Porque si realmente van tan lejos, yo iría con ustedes, oh hombres blancos.

Había una cierta presunción de dignidad en la forma de hablar de aquel hombre, especialmente en la forma de usar la expresión «oh hombres blancos», en lugar de «oh inkosis (`jefes’)», que me sorprendió.

—Olvidas un poco los buenos modales —dije—. No piensas lo que dices. Ésa no es forma de hablar. ¿Cómo te llamas y dónde está tu kraal? Dínoslo, para que sepamos con quién estamos tratando.

—Me llamo Umbopa. Soy del pueblo zulú; pero no soy uno de ellos. Mi tribu está allá lejos, en el norte; fue abandonada cuando los zulúes bajaron aquí «hace mil años», mucho antes de que Chaka reinase en Zululandia. No tengo kraal. He vagado muchos años. Salí del norte cuando era niño y vine a Zululandia. Fui uno de los hombres de Cetywayo en el regimiento de Nkomabakosi, sirviendo a las órdenes del gran capitán Umslopogaasi del Hacha. Hui de Zululandia y vine a Natal porque quería ver las costumbres del hombre blanco. Después luché en la guerra contra Cetywayo. Desde entonces he trabajado en Natal. Ahora estoy cansado y quisiera volver al norte. Mi sitio no está aquí. No quiero dinero, pero soy un hombre valiente, y puedo ganarme mi puesto y mi comida. He dicho.

Este hombre y su forma de hablar me dejaron perplejo. Por su porte, era evidente que, en general, decía la verdad, pero, en cierto sentido, era diferente a los zulúes corrientes, y desconfié de su oferta de venir con nosotros sin recibir paga. Al encontrarme en dificultades, traduje sus palabras a sir Henry y a Good, y les pedí su opinión.

Sir Henry me dijo que le pidiese que se pusiera de pie. Umbopa lo hizo así, desprendiéndose al mismo tiempo del enorme abrigo militar que llevaba, con lo que quedó desnudo, salvo por la moucha que le rodeaba la cintura y un collar de garras de león. Verdaderamente era un hombre de un aspecto magnífico; nunca había visto a un nativo más hermoso. Con una altura de unos seis pies y tres pulgadas, tenía una anchura proporcionada y estaba bien formado. Además, con la luz que había, su piel apenas parecía algo más que oscura, excepto en los lugares en que unas cicatrices negras señalaban antiguas heridas de azagayas. Sir Henry se acercó a él y le miró la cara, hermosa y orgullosa.

—Hacen buena pareja, ¿verdad? —dijo Good—. Son igual de altos.

—Me gusta tu aspecto, Umbopa, y te tomo a mi servicio —dijo sir Henry en inglés.

Evidentemente, Umbopa le entendió, porque contestó en zulú: —Está bien— y añadió, con una mirada apreciativa a la estatura y fortaleza del hombre blanco: —usted y yo somos hombres.

4. La cacería de elefantes

No es mi propósito narrar con detalle todos los incidentes de nuestro largo viaje al kraal de Sitanda, cercano a la confluencia de los ríos Lukanga y Kalukwe, a una distancia de más de mil millas de Durban, de las que tuvimos que recorrer a pie las últimas trescientas, debido a la frecuente presencia de la terrible mosca tsetse, cuya picadura es mortal para todos los animales, excepto para los burros y los hombres.

Salimos de Durban a finales de enero, y en la segunda semana de mayo acampamos cerca del kraal de Sitanda. En el camino, nuestras aventuras fueron muchas y diversas, pero como no son muy distintas de las que suelen acontecer a cualquier cazador africano, no las explicaré aquí —con una excepción que a continuación detallaré—, so pena de que esta historia se haga demasiado aburrida.

En Inyati, la estación comercial y financiera del país de los matabele, cuyo rey es Lobengula (un grandísimo canalla), nos separamos con gran pena de nuestro cómodo carro. Sólo nos quedaban doce bueyes del magnífico tiro de veinte que había comprado en Durban. Perdimos uno por la picadura de una cobra, tres perecieron por la escasez de comida y la falta de agua, uno se perdió, y los otros tres murieron por comer la hierba venenosa llamada «tulipán». Por esta misma causa enfermaron otros cinco, pero logramos curarlos con una infusión a base de hojas de tulipán hervidas. Si se administra a tiempo, resulta un antídoto muy efectivo.

Dejamos el carro y los bueyes a cargo de Goza y Tom, el conductor y el guía, ambos muchachos dignos de confianza, y pedimos a un respetable misionero escocés que vivía en aquel desolado lugar que lo vigilase. Después, acompañados por Umbopa, Khiva, Ventvógel y media docena de porteadores que contratamos allí mismo, partimos a pie hacia nuestro disparatado objetivo. Recuerdo que estábamos todos un poco silenciosos en el momento de la partida, y creo que todos nos preguntábamos si volveríamos a ver el carro; por mi parte, no esperaba que fuese así. Durante un rato caminamos pesadamente y en silencio, hasta que Umbopa, que marchaba en cabeza, inició un cántico zulú sobre unos hombres valientes que, cansados de la vida y de la insipidez de las cosas, partieron hacia lo desconocido para encontrar nuevas cosas o morir, y hete aquí que, cuando se adentraron en aquellas tierras, se encontraron con que no era un lugar salvaje, sino un lugar maravilloso, lleno de mujeres jóvenes y ganado robusto, de animales que cazar y enemigos que matar.

Todos nos echamos a reír y lo tomamos como un buen presagio. Umbopa era un alegre nativo con una gran dignidad, cuando no se sumergía en uno de sus accesos de melancolía, y poseía maravillosos trucos para animarnos. Todos nosotros le tomamos mucho cariño.

Y ahora voy a explayarme en el relato de una aventura, porque me encantan las historias de caza.

A los quince días de salir de Inyati, nos topamos con una bellísima región boscosa con mucha agua. Las laderas de las colinas estaban densamente cubiertas de arbustos, el arbusto idoro, como lo llaman los nativos, y en algunos sitios, de espinos wacht-een-beche (‘espera-un-poco’), y había bellísimos árboles machabell en grandes cantidades, cargados de refrescante fruta amarilla de huesos enormes. Este árbol es el alimento favorito de los elefantes, y no faltaban señales de que las grandes bestias merodearan por allí, porque no sólo se encontraban numerosos rastros, sino que en muchos sitios los árboles estaban rotos, e incluso arrancados de raíz. El elefante destruye para alimentarse.

Una tarde, tras la larga marcha del día, llegamos a un lugar de especial encanto. Al pie de una colina revestida de arbustos se extendía el lecho seco de un río, en el que, no obstante, se encontraban charcas de agua cristalina rodeadas de huellas de carreras de animales. Frente a la colina había una planicie como un parque, en la que crecían grupos de mimosas de copas planas, alternando con árboles machabell de hojas brillantes, todo ello rodeado por el gran mar de la selva silenciosa, sin senderos.

Al adentrarnos en el sendero marcado por el lecho seco del río, asustamos a un grupo de altas jirafas, que huyeron al galope, o más bien volaron, con su extraño modo de andar, las colas arrugadas sobre el lomo, haciendo sonar las pezuñas como castañuelas. Se encontraban a unas trescientas yardas de nosotros, y por tanto, prácticamente fuera de nuestro alcance, pero Good, que marchaba en cabeza y llevaba en las manos un rifle express cargado, no pudo resistir la tentación; apuntó y disparó al animal que iba en última posición, una hembra joven. Por una extraordinaria casualidad, la bala le acertó de lleno en la parte posterior del cuello, y le destrozó la columna vertebral; la jirafa cayó rodando como un conejo. Jamás había visto algo tan curioso.

—¡Maldición! —dijo Good, porque lamento decir que tenía la costumbre de utilizar un lenguaje subido de tono cuando estaba excitado, costumbre adquirida, sin duda, en el curso de su vida marinera—. ¡Maldición! La he matado.

—¡Ou, Bougwan! —exclamaron los cafres—. ¡Ou, ou!

Llamaban a Good «Bougwan» (`ojo de cristal’) por el monóculo.

—¡Ou, Bougwan! —coreamos sir Henry y yo, y desde ese día quedó establecida la reputación de Good como cazador extraordinario, sobre todo entre los cafres. En realidad, era muy malo, pero siempre que fallaba el tiro hacíamos la vista gorda, en recuerdo de la jirafa.

Tras dejar a algunos de los «muchachos» dedicados a la tarea de cortar la mejor parte de la carne de la jirafa, nos pusimos a construir un scherm cerca de unas charcas, a unas cien yardas a la derecha de ésta. El scherm se hace cortando cierta cantidad de espinos y formando con ellos un seto circular. Después, se alisa el espacio interior y, si se puede obtener, se extiende a modo de lecho hierba tambouki seca, y se encienden uno o varios fuegos.

 

Cuando estuvo terminado el scherm empezaba a salir la luna, y ya estaba lista la cena a base de filetes de carne de jirafa y de tuétano asado. ¡Cómo disfrutamos del tuétano, a pesar del trabajo que costaba romper los huesos! No conozco bocado mejor que el tuétano de jirafa, a no ser el de corazón de elefante, que comimos por la mañana. Disfrutamos con aquella sencilla cena, deteniéndonos de vez en cuando para agradecer a Good su extraordinaria puntería, a la luz de la luna llena, y nos pusimos a fumar y a contar historias; debíamos formar un curioso cuadro, todos agazapados en torno al fuego. Sir Henry, con sus bucles rubios, que habían crecido bastante, y yo con mi pelo corto y gris, que se quedaba tieso, formábamos un gran contraste, especialmente porque yo soy delgado, bajo y de piel oscura, y sólo peso cincuenta y ocho kilos, y sir Henry es alto, robusto y rubio, y pesa noventa y ocho. Pero quizá tomando en consideración todas las circunstancias del caso, el que presentaba el aspecto más curioso de todos nosotros era el capitán John Good, oficial de la Marina. Sentado sobre una bolsa de cuero, tenía el aire de venir de una cómoda jornada de caza en un país civilizado, completamente limpio, aseado y bien vestido. Llevaba un traje de caza de mezclilla marrón, con sombrero a juego, y unas polainas impecables. Como de costumbre, iba muy bien afeitado, el monóculo y la dentadura postiza parecían encontrarse en perfecto estado, y además era el hombre más pulcro con que he topado en la selva. Llevaba incluso cuello duro, de los que tenía una buena provisión, de gutapercha blanca.

—Es que pesan muy poco —me dijo con inocencia cuando yo expresé mi asombro ante el hecho—; me gusta vestir siempre como un caballero.

Y así seguimos sentados un buen rato a la maravillosa luz de la luna, contando historias y observando a los cafres, que, a unas cuantas yardas de distancia, fumaban la embriagante daccha en una pipa cuya boquilla estaba hecha de cuero de antílope, hasta que, uno tras otro, se envolvieron en las mantas y se quedaron dormidos junto al fuego, todos menos Umbopa, que estaba un poco separado de ellos (observé que nunca se mezclaba demasiado con los otros cafres), con la barbilla apoyada en una mano, al parecer sumido en profunda meditación.

En ese momento, de las profundidades de los arbustos que había a nuestra espalda brotó un rugido, «¡uof, uof!». —¡Es un león!— exclamé. —Todos nos pusimos de pie de un salto, atentos. Apenas habíamos hecho ese movimiento, cuando se oyó, procedente de la charca, a unas cien yardas, el barritar estridente de un elefante.

—¡Unkungunklovo!, ¡unkungunklovo! (‘¡Elefante!, ¡elefante!’) —murmuraron los cafres. Y al cabo de unos minutos vimos una serie de enormes formas indistintas que se desplazaban lentamente desde el agua hacia los arbustos.

Good dio un brinco, presto para la matanza; quizá pensaba que le iba a resultar tan fácil matar un elefante como lo había sido abatir a la jirafa, pero le cogí por un brazo y le hice bajar el rifle.

—No vale la pena —dije—; déjelos ir.

—Parece que estamos en el paraíso de la caza. Propongo que paremos aquí uno o dos días y probemos suerte —dijo sir Henry.

Me sorprendió, porque hasta entonces sir Henry había sido partidario de avanzar con la mayor rapidez posible, especialmente desde que averiguamos en Inyati que, hacía unos dos años, un inglés llamado Neville había vendido allí su carro y se había dirigido hacia la región del norte; pero supongo que sus instintos de cazador podían más que él.

Good se apresuró a aceptar la idea, porque estaba deseando probar suerte con los elefantes; y, a decir verdad, lo mismo me ocurría a mí, porque me remordía la conciencia dejar escapar una manada semejante sin llevarnos ninguna pieza.

—De acuerdo, muchachos. Creo que queremos un poco de diversión. Y ahora, vamos a recogernos, porque deberíamos partir al alba y quizá los pillemos comiendo antes de que se alejen.

Los otros asintieron y nos pusimos a hacer preparativos. Good se quitó la ropa, la sacudió, metió el monóculo y la dentadura postiza en el bolsillo del pantalón, la dobló cuidadosamente y la colocó a cubierto del rocío, bajo una esquina de su sábana impermeable. Sir Henry y yo nos conformamos con tomar unas medidas más toscas, y al momento estábamos acurrucados en las mantas, sumidos en el pesado sueño que es la recompensa del viajero.

De repente… ¿qué es eso?

Desde donde se encontraba la charca nos llegó el ruido de una violenta pelea, y al instante una sucesión de terribles bramidos nos rompió los oídos. No cabía error posible sobre su procedencia; sólo un león podía hacer semejante ruido. Todos nos levantamos de un salto y miramos hacia el agua, donde vimos una confusa masa, de color amarillo y negro, que se acercaba hacia nosotros tambaleándose y luchando. Cogimos los rifles, nos pusimos rápidamente los veldtschoons (‘zapatos de cuero sin curtir’) y salimos corriendo del scherm; para entonces, la masa había caído al suelo y rodaba de un lado a otro, y cuando llegamos junto a ella, dejó de luchar y se quedó inmóvil.

Era lo siguiente. Sobre la hierba yacía muerto un antílope negro macho —el más hermoso de los antílopes africanos—, y traspasado por sus grandes cuernos curvados, había un magnífico león de melena negra, también muerto. Evidentemente, lo que había ocurrido era lo siguiente: el antílope negro había bajado a beber a la charca, donde el león —sin duda el mismo que habíamos oído rugir— estaba agazapado, al acecho. Mientras el antílope bebía, el león se abalanzó sobre él, pero se topó con los afilados cuernos curvos, que lo traspasaron. Yo ya había visto algo parecido en otra ocasión. El león, incapaz de liberarse, desgarró y mordió el pescuezo del antílope, el cual, enloquecido de terror y dolor, arremetió hasta quedar muerto.

En cuanto hubimos examinado suficientemente las bestias muertas, llamamos a los cafres, y entre todos logramos arrastrar los cadáveres hasta el scherm. A continuación entramos y nos acostamos para no volver a despertarnos hasta el alba.

Estábamos ya levantados con la primera luz del día; hacíamos los preparativos para el combate. Tomamos los tres rifles del ocho, una buena provisión de municiones y las grandes cantimploras, llenas de té frío y poco cargado, que a mí siempre me ha parecido la mejor bebida para ir de caza. Tras tomar a toda prisa un frugal desayuno, nos pusimos en camino, acompañados por Umbopa, Khiva y Ventvógel. Dejamos a los otros cafres con instrucciones de desollar al león y al antílope y de cortar en pedazos a este último.

No tuvimos ninguna dificultad en encontrar el ancho rastro de los elefantes, que, según declaró Ventvógel tras examinarlo, lo habían hecho unos veinte o treinta animales, en su mayoría machos adultos. La manada había avanzado un poco durante la noche; eran las nueve y hacía ya mucho calor cuando descubrimos, por los árboles rotos, las hojas y cortezas magulladas y los excrementos humeantes, que no podíamos estar muy lejos de ellos.

Finalmente avistamos la manada, que estaba formada, como había dicho Ventvógel, por unos veinte o treinta animales, aposentados en una hondonada; agitaban sus grandes orejas tras acabar la comida de la mañana. Era una espléndida vista. Estaban a unas doscientas yardas de nosotros. Tomé un puñado de hierba seca y la lancé al aire para ver la dirección del viento, porque sabía que en cuanto nos olfatearan, escaparían antes de que pudiéramos disparar el primer tiro. Al observar que el viento soplaba desde los elefantes hacia nosotros, avanzamos sigilosamente, y gracias a esto logramos llegar a unas cuarenta yardas de distancia de las grandes bestias. Justo delante de nosotros había tres espléndidos machos de costado, uno de ellos con unos colmillos colosales. Dije a los otros en un susurro que yo me encargaría del de en medio, sir Henry cubriría el de la izquierda y Good el de los colmillos grandes.

—Ahora —susurré.

¡Bum! ¡Bum! ¡Bum!, rugieron los tres pesados rifles, y el elefante de sir Henry se desplomó, muerto, con el corazón atravesado. El mío cayó de rodillas, y pensé que iba a morir, pero al cabo de un momento se levantó y pasó precipitadamente junto a mí. Mientras huía, le disparé por segunda vez en el lomo, lo que le hizo caer definitivamente. Introduje a toda prisa dos cartuchos en el rifle, me acerqué a él, y una bala le atravesó el cerebro, lo que puso fin a los estertores de la pobre bestia. Después me volví para ver cómo le había ido a Good con el elefante grande, al que oí bramar de furor y dolor, al tiempo que daba al mío el golpe de gracia. Al llegar junto al capitán, observé que se hallaba en un estado de gran excitación. Al parecer, al recibir el proyectil, el elefante se dio la vuelta y se precipitó contra su agresor, quien apenas tuvo tiempo de quitarse de en medio, y después pasó a su lado embistiendo, en dirección al campamento. Entretanto, la manada se dispersó aterrorizada en dirección opuesta.

Discutimos durante un rato si debíamos seguir al elefante herido o a la manada, y finalmente nos decidimos por la última alternativa, y nos pusimos en camino pensando que no volveríamos a ver aquellos grandes colmillos. Muchas veces, desde entonces, he deseado que hubiera ocurrido así. Era tarea fácil seguir a los elefantes, porque habían dejado tras ellos un rastro como un camino para carruajes, aplastando los densos arbustos en su enloquecida huida, como si se tratase de hierba tambouki.

Pero encontrarlos era otra cuestión, y pasamos más de dos horas de búsqueda bajo un sol de justicia hasta dar con ellos. Estaban todos agrupados, salvo un macho, y por su inquietud y su forma de elevar continuamente la trompa para examinar el aire deduje que estaban atentos a cualquier indicio de peligro. El elefante macho solitario estaba delante, a unas cincuenta yardas del resto de la manada, a todas luces haciendo guardia para protegerla, y a unas sesenta yardas de nosotros. Como pensábamos que podía vernos y olfatearnos, y que si nos acercábamos se darían a la fuga una vez más, sobre todo teniendo en cuenta que nos hallábamos en espacio abierto, todos apuntamos al macho y disparamos cuando yo susurré «fuego». Los tres disparos dieron en el blanco y el animal cayó muerto. La manada huyó, pero, por desgracia para ellos, a unas cien millas había una mullah, o curso seco de agua, de riberas escarpadas, muy semejante al lugar en que mataron al Príncipe Imperial en Zululandia. Allí quedaron atrapados los elefantes, y cuando llegamos al borde los encontramos luchando en desesperada confusión por alcanzar la otra orilla; llenaban el aire con sus bramidos y barritaban al empujarse unos a otros en su pánico egoísta, como tantos seres humanos. Era nuestra oportunidad, así que disparamos con toda la rapidez con que podíamos recargar la munición, matamos cinco de aquellas pobres bestias, y sin duda habríamos derribado a toda la manada de no ser porque repentinamente abandonaron sus intentos por trepar por la ribera y se precipitaron mullah abajo. Estábamos demasiado cansados para seguirlos, y quizá también hartos de tanta matanza; ocho elefantes era un buen número de piezas para un día de caza.

De modo que, tras haber descansado un rato y después de que los cafres cortaran los corazones de dos elefantes para la cena, iniciamos el camino de vuelta, muy satisfechos de nosotros mismos, y con la decisión de enviar a los porteadores a la mañana siguiente a cortar los colmillos.

Poco después de pasar por el lugar en que Good había herido al elefante patriarcal, nos topamos con una manada de antílopes, pero no disparamos, puesto que ya teníamos suficiente carne. Pasaron cerca de nosotros, al trote, y después se detuvieron detrás de unos pequeños arbustos a unas cien yardas de distancia, y se dieron la vuelta para mirarnos. Como Good ardía en deseos de acercarse a ellos, porque nunca había visto un antílope de cerca, le dio el rifle a Umbopa y, seguido por Khiva, se dirigió tranquilamente hacia los arbustos. Nos sentamos y nos pusimos a esperarlo, sin lamentar la excusa para descansar un poco.

El sol se ocultaba con un esplendor de rojos, y sir Henry y yo admirábamos la preciosa escena, cuando de repente oímos el barritar de un elefante, y vimos su enorme figura que embestía con la trompa y la cola levantadas y recortadas contra el gran globo rojo del sol. Al instante vimos algo más; Good y Khiva corrían precipitadamente hacia nosotros seguidos por el elefante herido (porque de él se trataba). Durante unos momentos no nos atrevimos a disparar —además, de poco hubiera servido a esa distancia—, por temor a alcanzar a los hombres, y a continuación ocurrió algo espantoso: Good fue víctima de su pasión por la ropa civilizada. De haber consentido en deshacerse de los pantalones y las polainas, como habíamos hecho los demás, y cazar con una camisa de franela y unos veldtschoons, todo hubiera ido bien; pero así, los pantalones le estorbaron en aquella carrera desesperada y, cuando estaba a unas sesenta yardas de nosotros, las botas, pulidas por la hierba seca, le hicieron resbalar y cayó al suelo de cabeza justo delante del elefante.

 

Sofocamos un grito, porque sabíamos que iba a morir y corrimos a toda velocidad hacia él. Tres segundos más tarde todo había acabado, pero no como habíamos pensado. Khiva, el muchacho zulú, vio caer a su amo y, como era un chaval valiente, dio media vuelta y lanzó su azagaya a la cabeza del elefante. Se clavó en la trompa.

Con un alarido de dolor, la bestia atrapó al pobre zulú, lo arrojó al suelo y, colocando su enorme pata sobre la cintura del muchacho, le enroscó la trompa en la parte superior del cuerpo y lo rompió en dos.

Nos precipitamos hacia allí, enloquecidos de terror, y volvimos a disparar una y otra vez, hasta que el elefante cayó sobre los despojos del zulú.

Con respecto a Good, se levantó y se retorció las manos, apenado, sobre el cuerpo del valiente muchacho que había dado su vida por salvarlo, y a mí, aunque perro viejo, se me hizo un nudo en la garganta. Umbopa se puso de pie y contempló al enorme elefante muerto y los restos destrozados del pobre Khiva.

—En fin —dijo—; está muerto, pero ha muerto como un hombre.

5. Nuestra marcha por el desierto

Habíamos matado nueve elefantes, y tardamos dos días en cortar los colmillos y llevarlos al campamento y enterrarlos cuidadosamente en la arena, bajo un enorme árbol que llamaba la atención a varias millas a la redonda. Era un lote de marfil extraordinario. Nunca había visto uno mejor, puesto que el peso medio de cada colmillo era de unas cuarenta o cincuenta libras. Los dos colmillos del macho que había matado al pobre Khiva alcanzaban las ciento setenta libras, por lo que pudimos juzgar.

En cuanto a Khiva, enterramos sus restos en una madriguera de oso hormiguero, junto a una azagaya, para que lo protegiese en su viaje a un mundo mejor. Al tercer día nos pusimos en camino, con la esperanza de regresar a desenterrar el marfil, y andando el tiempo, tras una larga y fatigosa marcha y múltiples aventuras que no puedo detallar por falta de espacio, llegamos al kraal de Sitanda, cerca del río Lukanga, que constituía el verdadero punto de partida de nuestra expedición. Recuerdo muy bien nuestra llegada a aquel lugar. A la derecha había un poblado nativo de casas dispersas, con unos cuantos kraals de ganado y tierras de cultivo junto al agua, donde aquellos salvajes plantaban su escasa provisión de grano, y detrás, grandes extensiones de veldt ondulante, cubiertas de hierba alta, por las que vagaban manadas de caza menor. A la izquierda se extendía el vasto desierto. Aquello parecía ser puesto avanzado de las regiones fértiles, y era difícil saber a qué causas naturales se debía un cambio tan brusco del carácter del suelo. Pero así era.

Justo debajo de nuestro campamento corría un pequeño arroyo, cuya margen derecha era una pendiente pedregosa, la misma por la que vi arrastrarse al pobre Silvestre veinte años atrás, al regreso de su intento de llegar a las minas del rey Salomón, y detrás de aquella pendiente empezaba el desierto sin agua, cubierto con una especie de arbusto llamado karoo.

Caía el crepúsculo cuando montamos el campamento, y el gran globo ardiente del sol se hundía en el desierto, desparramando magníficos rayos multicolores en todas direcciones. Dejando a Good a cargo de la supervisión de los preparativos del pequeño campamento, me llevé a sir Henry, y llegamos hasta la cúspide de la pendiente que se erguía frente a nosotros y contemplamos el desierto. La atmósfera estaba muy limpia, y allá lejos, muy lejos, distinguí los débiles contornos azules coronados de blanco de la gran Berg de Sulimán.

—Ahí está la muralla de las minas del rey Salomón —dije—, pero sólo Dios sabe si llegaremos a escalarla.

—Mi hermano tendría que estar ahí, y si es así, le encontraré como sea —dijo sir Henry en aquel tono de sosegada confianza que caracterizaba a aquel hombre.

—Eso espero —repliqué.

Al darme la vuelta para regresar al campamento, observé que no estábamos solos. Detrás de nosotros, y también contemplando con la mayor atención las lejanas montañas, estaba el enorme zulú Umbopa.

El zulú habló al ver que le había estado observando, pero se dirigió a sir Henry, a quien había tomado gran cariño.

—¿Es a esa tierra a la que te diriges, Incubu?, (palabra nativa que, según creo, significa elefante, que era el nombre que los cafres le habían puesto a sir Henry) —dijo, señalando hacia las montañas con su ancha azagaya.

Le pregunté bruscamente qué pretendía al dirigirse a su amo en un tono tan familiar. Me parece muy bien que los nativos adopten un nombre entre ellos para llamar a los blancos, pero no es decente que se lo digan a la cara. El zulú emitió una risita tranquila que me enfureció.

—¿Cómo sabes tú que no soy igual que el inkosi al que sirvo? —dijo—. Él es de familia real, no hay duda; puede verse por su tamaño y sus ojos; quizá yo también lo sea. Al menos, soy tan grande como él. Transmite mis palabras, oh Macumazahn, al inkoos Incubu, mi amo, porque os hablo a él y a ti.

Me enfadé con aquel hombre, porque no estoy acostumbrado a que los cafres me hablen así, pero no sé por qué sus palabras me impresionaron, y sentí curiosidad por saber qué iba a decir; así que las traduje, expresando al mismo tiempo mi opinión de que era un tipo insolente, y su jactancia era escandalosa.

—Sí, Umbopa —contestó sir Henry—; allí me dirijo.

—El desierto es grande y no tiene agua; las montañas son altas y están cubiertas de nieve, y ningún hombre puede decir qué hay más allá, detrás del lugar en que se oculta el sol. ¿Cómo llegarás allá, Incubu, y por qué vas?

Traduje sus palabras.

—Dígale —contestó sir Henry—, que voy porque creo que un hombre de mi sangre, mi hermano, ha llegado allí antes que yo, y que voy a buscarlo.

—Es cierto, Incubu; un hombre que conocí en la carretera me dijo que un hombre blanco se internó en el desierto hace dos años para ir a esas montañas con un sirviente, un cazador. No regresaron. —¿Cómo sabes que era mi hermano?— preguntó sir Henry.

—No, no lo sé. Pero aquel hombre, al preguntarle que cómo era el hombre blanco, me dijo que tenía tus mismos ojos y la barba negra. También me contó que el cazador que iba con él se llamaba Jim, que era un cazador bechuana y que iba vestido.

—No hay duda —dije—; yo conocía bien a Jim.

Sir Henry asintió.

—Estaba seguro —dijo—. Cuando George se proponía algo, normalmente lo conseguía. Siempre le ha ocurrido así desde la infancia. Si tenía la intención de cruzar la Berg de Sulimán, la habrá cruzado, a menos que le haya sobrevenido algún accidente. Tenemos que buscarle al otro lado.

Umbopa entendía inglés, aunque raras veces lo hablaba.

—Es un viaje muy largo, Incubu —intervino, y yo traduje sus palabras.

—Sí —replicó sir Henry—; es muy largo. Pero no hay viaje en esta tierra que no pueda realizar un hombre si pone todo su empeño en ello. No hay nada que no pueda hacer, Umbopa, no hay montañas que no pueda escalar, no hay desiertos que no pueda atravesar, salvo una montaña o un desierto que no conozca, si le guía el amor y defiende su vida sin darle importancia, dispuesto a salvarla o perderla según ordene la Providencia.