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100 Clásicos de la Literatura

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El Emperador reemplazó esta distracción con escapadas nocturnas, que a veces se prolongaban hasta las dos de la madrugada.

Por fin, el domingo 10 de diciembre el almirante avisó a Napoleón de que su casa de Longwood estaba lista; y aquel mismo día, se trasladó a ella a caballo. Lo que más alegría le causó de su nueva morada fue una bañera de madera que el almirante consiguió que un carpintero de la población hiciera con arreglo a sus bocetos. Una bañera era objeto desconocido en Longwood, y aquel mismo día Napoleón la utilizó.

Al día siguiente la servidumbre del Emperador empezó a organizarse. Se dividía en tres series, cámara, librea y boca, y se componía de once personas.

En cuanto a la alta servidumbre, todo se arregló poco más o menos como en la isla de Elba: el gran mariscal Bertrand conservó el mando y la vigilancia general, M. de Montholón quedó encargado de los detalles domésticos, el general Gourgaud de la caballería y Las Cases de la administración interior.

La división del día era casi la misma que en Briars. A las diez, el emperador almorzaba en su cuarto en un velador, mientras que el gran mariscal y sus compañeros lo hacían en una mesa de servicio, teniendo el derecho de convidar a quien quisiesen. No había hora fija para el paseo, pues durante el día hacía mucho calor y de noche no era menos grande la humedad. Además como tampoco llegaban los caballos de tiro y de silla que habían pedido, el Emperador trabajaba una parte del día, ya con Las Cases, o ya con los generales Gourgaud o Montholon. De ocho a nueve comía deprisa, porque el comedor había conservado un olor de pintura que le era insoportable y luego se pasaba al salón, donde estaban preparados los postres. Allí leía obras de Racine, Molière o Voltaire, echando cada vez más de menos a Corneille. Por fin, a las diez se sentaba a una mesa de reversis, juego predilecto del Emperador, y así pasaban hasta la una de la madrugada.

Toda la pequeña colonia estaba alojada en Longwood, a excepción del mariscal Bertrand y su familia, que vivían en Hut’s-Gate, en una casita destartalada situada en el camino de la ciudad.

La habitación del Emperador se componía de dos aposentos, cada uno de quince pies de largo por once de ancho y unos siete de alto; ambos estaban guarnecidos de piezas de mahón a guisa de papel de pared, y una raída alfombra que cubría el pavimento.

En la alcoba estaba la pequeña cama de campaña donde dormía el Emperador, un canapé, en el cual descansaba la mayor parte del día entre los muchos libros de que estaba rodeado; al lado, un velador donde almorzaba y comía, y en el que se ponía por la noche un candelero de tres brazos cubierto con una gran pantalla.

Entre las dos ventanas y enfrente de la puerta había una cómoda, en la que se guardaba la ropa interior del Emperador y su gran neceser.

La chimenea, sobre la que había un pequeño espejo, estaba adornada con muchos cuadros. A la derecha se veía el retrato del rey de Roma a caballo sobre un carnero; a la izquierda, otro retrato del mismo, sentado en un almohadón y probándose una zapatilla; en medio de la chimenea, un busto en mármol del regio niño; dos candeleros, dos frascos y dos tazas de plata sobredorada, sacadas del neceser del Emperador, completaban el adorno de la chimenea.

Finalmente, cerca del canapé y precisamente enfrente del Emperador en el momento en que se tendía en él para descansar, y era una gran parte del día, estaba el retrato de María Luisa, con su hijo en brazos, pintado por Isabey.

Además, a la izquierda de la chimenea y separado de los retratos, estaba el gran reloj de plata del gran Federico, una especie de despertador confiscado en Potsdam, y enfrente el del Emperador, el que había marcado la hora de Marengo y de Austerlitz, cubierto de oro en los dos lados y escrito en él la letra B.

La segunda pieza, que servía de gabinete, tenía por todo mobiliario unas tablas sin labrar puestas sobre caballetes, en las cuales había un buen número de libros desordenados escritos por cada uno de los generales o secretarios, dictados por el Emperador. Seguidamente, entre las dos ventanas, un armario en forma de biblioteca; enfrente, una cama semejante a la primera en la que el Emperador se echaba a veces de día y aun dormía de noche cuando se levantaba en sus frecuentes y largos insomnios. Por último, en medio estaba la mesa de trabajo, con la indicación de los sitios que solían ocupar el emperador cuando dictaba y MM. de Montholon, Gourgaud o Las Cases cuando escribían.

Tales eran la vida y el palacio del hombre que había habitara alternativamente las Tullerías, el Kremlin y el Escorial.

Con todo, a pesar del calor del día, a pesar de la humedad de la noche y a pesar de la carencia de las cosas más necesarias para la vida común, el Emperador habría soportado con paciencia y resignación todas estas privaciones, si no fuera por el empeño en tratarle, no sólo como prisionero en la isla, sino también como prisionero de su casa. Ya ha quedado dicho que un oficial siempre le acompañaría cuando montara a caballo y que entonces tomó la decisión de no salir. Su constancia acabó por cansar a sus carceleros y se levantó esta rígida norma con tal que no traspasara ciertos límites, rodeados por centinelas. Cierto día, uno de éstos apuntó con su fusil al Emperador y el general Gourgaud se lo arrancó en el momento en que probablemente iba a disparar. Por otra parte, este recinto apenas le permitía dar un paseo de media legua y como el Emperador no quería traspasarlo para evitar la molesta compañía de su guardián, prolongaba su caminata bajando por caminos apenas transitados, por barrancos donde parecía mentira que no se hubiera despeñado más de una vez.

A pesar de este cambio en sus costumbres, no se alteró la salud del Emperador durante los primeros seis meses.

Pero a la llegada del invierno, con la humedad y la lluvia invadiendo los aposentos de cartón que habitaba, empezó a sufrir frecuentes indisposiciones. No ignoraba Napoleón que aquel ambiente era de los más insalubres y que apenas se encontraba en toda la isla una persona de más de cincuenta años.

En esto llegó un nuevo gobernador, que fue presentado al Emperador por el almirante. Era hombre de unos cuarenta y cinco años, de estatura regular, flaco, seco, de rostro encendido, cabellos rojos, lleno de pecas, con ojos oblicuos que miraban siempre de soslayo y rara vez de frente y cejas asimismo rojas, espesas y muy salientes. Se llamaba sir Hudson Lawe.

Desde el día de su llegada empezó a haber nuevas vejaciones, que se hicieron cada vez más intolerables. Para empezar envió al Emperador dos folletos que se habían escrito contra él. Luego sometió a todos los criados a un interrogatorio para que le dijeran si estaban a su servicio libre y espontáneamente. Estas nuevas contrariedades le ocasionaron una de esas indisposiciones a las cuales era cada vez más propenso. La enfermedad persistió cinco días, durante los cuales no pudo salir, pero sí seguir dictando su campaña de Italia.

En breve arreciaron las vejaciones del gobernador y se limaron las asperezas, hasta el extremo de convidar a comer en su casa al «general Bonaparte» para presentarle a una señora inglesa de distinción que había hecho escala en Santa Elena. Napoleón ni siquiera contestó a la invitación. Las persecuciones se redoblaron entonces.

En lo sucesivo nadie podía escribir sin presentar antes la carta al gobernador y toda la que daba a Napoleón el título de Emperador era confiscada.

Se censuró al «general Bonaparte» porque los gastos que ocasionaba eran demasiado elevados. Se le informó de que el Gobierno no se había propuesto concederle más que una mesa en la que comieran diariamente cuatro personas a lo sumo, una botella de vino diaria para cada persona y una comida extraordinaria por semana, y que si había gastos excedentes, el general Bonaparte y las personas de su comitiva debían pagarlos.

El Emperador mandó entonces vender su vajilla de plata y la envió a la ciudad; pero el gobernador respondió diciendo que no quería que se vendiese sino al hombre que él propusiera. Tal hombre acabo dando seis mil francos por el primer envío que se hizo, apenas dos tercios del valor de la plata vendida al peso. El Emperador tenía costumbre de tomar un baño todos los días y se le dijo que se contentase con un baño por semana porque el agua escaseaba en Longwood. Había algunos árboles entre los cuales iba a veces a dar un paseo porque era lo único que daba sombra; el gobernador los mandó talar y como el Emperador se quejó de semejante crueldad, contestó el otro que ignoraba que aquellos árboles fuesen agradables al general Bonaparte, pero que, puesto que los echaba de menos, «se plantarían de nuevo».

Napoleón tenía a veces arranques sublimes y esta contestación provocó uno de esos.

—La peor medida de los ministros ingleses —exclamó—, no consiste precisamente en haberme enviado aquí, sino en haberme puesto en vuestras manos. Me quejaba del almirante, pero él, al menos, tenía corazón; vos deshonráis a vuestra nación y vuestro nombre será una mancha para ella.

Finalmente, se dio cuenta, por la calidad de la carne, que se proveía la mesa del Emperador de animales muertos y no matados. Se pidió que los suministraran vivos; pero esta petición no fue atendida.

Desde entonces la existencia de Napoleón no fue más que una lenta y penosa agonía, que duró sin embargo, cinco años. Por espacio de este tiempo, el moderno Prometeo permanece encadenado a la roca en la que Hudson Lowe le roe el corazón, Finalmente, el 20 de marzo de 1821, día del glorioso aniversario del regreso de Napoleón a París, sintió Napoleón desde por la mañana una fuerte opresión en el estómago y una especie de sofoco fatigoso en el pecho. Al poco apareció un dolor agudo en el epigastrio, en el hipocondrio izquierdo y se extendió por el lado del tórax hasta el hombro correspondiente. A pesar de los primeros remedios, la fiebre continuó, el abdomen se hizo doloroso al tacto y el estómago se hincho. A eso de las cinco de la tarde este estado empeoró, acompañado de un frío glacial, sobre todo en las extremidades inferiores, con continuos calambres. Como en aquel momento la señora Bertrand había ido a visitarle, Napoleón se esforzó por parecer menos abatido y hasta fingió alguna alegría, pero en breve predominó su predisposición melancólica.

 

—Hay que prepararse a la sentencia fatal; vos, Hortense, y yo, estamos destinados a encontrarla en esta miserable roca. Yo seré el primero, vos vendréis en seguida y Hortense os seguirá.

Luego añadió estos cuatro versos de Zaira:

Mais à revoir Paris je ne dois plus prétendre;

Vous voyez qu’au tombeau je suis prêt à descendre,

je vais au roi des rois demander aujourd’hui

Le prix de tous le maux que j’ai soufferts pour lui.

(No debo aspirar ya a ver de nuevo París;

bien veis que estoy pronto a descender a la tumba.

Hoy voy a pedir al rey de los reyes

el premio de todos los males que he padecido por él.)

La noche que siguió fue agitada; se agravaron cada vez más los síntomas a pesar de una medicina que se le administró al enfermo y que los hizo desaparecer momentáneamente, pero que al cabo volvieron de nuevo a brotar. Entonces, casi a pesar del Emperador, se organizó una consulta entre el doctor Antomarchi y M. Arnott, físico del regimiento 20º de guarnición en la isla. Ambos reconocieron la necesidad de aplicar un gran vejigatorio en la región abdominal, de administrar un purgante y de rociar con vinagre de hora en hora la frente del enfermo. A pesar de esto, la enfermedad continuó haciendo rápidos progresos.

Una noche, un criado de Longwood dijo que había visto un cometa; Napoleón le oyó y este presagio le llamó la atención.

—¡Un cometa! —exclamó—: ese fue el vaticinio de la muerte de César.

El 11 de abril se le enfriaron extraordinariamente los pies y el doctor probó a calentárselos con fomentos.

—Todo es inútil —dijo Napoleón—; el mal no está ahí, sino en el estómago, en el hígado. No tenéis remedios para el ardor que me abrasa, ningún preparado, ningún medicamento para el fuego que me devora.

El 15 de abril empezó a redactar su testamento y se prohibió la entrada a su cuarto a todo el mundo excepto a Marchand y al general Montholon, que permanecieron con él desde la una y media hasta las seis de la tarde.

A esa hora entró el médico; Napoleón le enseñó su testamento aún inacabado y cada pieza de su neceser marcada con el nombre de la persona a quien estaba destinada.

—Ya lo veis —le dijo—; estoy haciendo mis preparativos de marcha.

El doctor quiso tranquilizarle; pero Napoleón no le dejó hablar.

—No hay que hacerse ilusiones —añadió—, sé lo que es esto y estoy resignado.

El 19 notó cierta mejoría que devolvió la esperanza a todos, excepto al enfermo. Todos se felicitaban de este cambio; Napoleón les dejó comentar lo que quisieran y luego dijo:

—No os engañéis; hoy me encuentro mejor, pero no por eso olvidéis que mi fin se acerca. Cuando yo haya muerto, cada uno de vosotros tendrá el dulce consuelo de volver a Europa, donde veréis a vuestros parientes y a vuestros amigos. Yo encontraré a mis valientes en el cielo… Sí, sí —añadió animándose y levantando la voz con acento inspirado—; Kléber, Desaix, Bessières, Duroc, Ney, Murat, Masséna, Berthier saldrán a mi encuentro. Me hablarán de lo que hemos hecho juntos y yo le contaré los últimos acontecimientos de mi vida; al verme de nuevo, se volverán todos locos de entusiasmo y de alegría. Hablaremos de nuestras guerras con Escipión, César, Aníbal, y esto nos causará sumo placer… A no ser —añadió sonriendo—, que allá arriba se asusten de ver tantos guerreros juntos.

Algunos días después mandó llamar a su capellán Vignali.

—He nacido en la religión católica —le dijo—, y quiero cumplir los deberes que impone y recibir los sacramentos que administra. Todos los días daréis misa en la capilla inmediata y expondréis el Santísimo Sacramento durante cuarenta horas. Cuando yo haya muerto, colocaréis el altar a la cabecera de mi lecho, en la cámara ardiente y seguiréis celebrando misa. Haréis todas las ceremonias pertinentes y no cesaréis hasta que me hayan enterrado.

Al sacerdote siguió el médico.

—Querido doctor —le dijo—, después de mi muerte, que no debe hacerse esperar, quiero que procedáis a abrir mi cadáver; pero exijo que ningún médico inglés ponga la mano sobre mí. Deseo que saquéis mi corazón, que lo metáis en alcohol y que lo llevéis a mi querida María Luisa. Le diréis que la he amado tiernamente y que jamás he dejado de amarla. Le contaréis todo cuanto he sufrido, le diréis todo cuanto habéis visto y le daréis todos los detalles de mi muerte. Os encomiendo sobre todo un examen de mi estómago y que redactéis acerca de él un informe preciso y detallado que entregaréis a mi hijo. Desde Viena pasaréis luego a Roma, para ver a mi madre y a mi familia; les referiréis cuanto habéis observado acerca de mi situación les diréis que ese Napoleón, a quien han llamado el Grande, como a César y a Pompeyo, ha muerto en el estado más deplorable, careciendo de todo, abandonado a sí mismo y a su gloria. Les diréis que al expirar legó a todas las familias reinantes el oprobio y el horror de sus últimos momentos.

El 2 de mayo la fiebre alcanzó el más alto grado de intensidad que hasta entonces había llegado, el pulso marcó cien pulsaciones por minuto y el emperador deliró. Era el principio de la agonía, que tuvo sus intermitencias. En sus cortos momentos de lucidez, Napoleón repetía sin cesar la recomendación que había hecho al doctor Antomarchi.

—Haced con cuidado —le decía—, el examen anatómico de mi cuerpo y sobre todo del estómago. Los médicos de Montpellier me dijeron que la enfermedad del píloro era hereditaria en mi familia. Creo que Luis conserva su informe; pedídselo, comparadlo con lo que observéis en mí. Quizá se pueda, por lo menos, salvar a mi hijo de esta cruel enfermedad…

La noche la pasó bastante bien pero a la mañana siguiente sobrevino de nuevo el delirio con mayor fuerza. Sin embargo, a eso de las ocho perdió algo de su intensidad; y a las tres el enfermo recobró la razón. Se aprovechó de ello para llamar a sus ejecutores testamentarios y les ordenó que, en caso de que perdiera totalmente el conocimiento, no permitieran que se acercase a él ningún médico inglés, a excepción del doctor Arnott. Luego añadió, en toda la plenitud de su razón y en todo el poder de su genio:

—Voy a morir y vosotros regresaréis a Europa. Debo daros algunos consejos acerca de la conducta que debéis seguir. Habéis participado de mi destierro, por lo que tendréis que ser fieles a mi memoria y no mancillarla. Nunca he faltado a mis principios; los he infundido en mis leyes, en mis acciones; no hay uno solo que yo no haya consagrado. Por desgracia, las circunstancias han sido tan graves que me han obligado a aplazamientos; han venido los reveses y Francia ha sido privada de las instituciones liberales que yo le preparaba. Juzgadme con indulgencia, tened en cuenta mis intenciones, estimad mi nombre, mis victorias: imitadme. Sed fieles a las opiniones que habéis defendido, a la gloria que hemos adquirido; fuera de eso no hay más que vergüenza y confusión.

El 5 por la mañana, el mal que carcomía su cuerpo había llegado casi a su cénit; la escasa vida del enfermo era anhelante y dolorosa, la respiración cada vez más insensible; los ojos, desmesuradamente abiertos, estaban fijos y sin brillo. Algunas palabras vagas, postrera ebullición de su cerebro delirante, acudían de cuando en cuando a sus labios. Las últimas palabras que se le oyeron fueron «cabeza» y «ejército». Luego su voz se apagó; su mente se nubló y el mismo doctor creyó que se había extinguido por completo su vida. Con todo, a eso de las ocho se reanimó ligeramente el pulso; pareció distenderse el resorte mortal que cerraba la boca del moribundo y algunos suspiros profundos y supremos se exhalaron de su pecho. A las diez y media desapareció el pulso, y pasadas las once unos minutos el Emperador había dejado de existir.

Veinte horas después de la muerte de su ilustre enfermo, el doctor Antomarchi procedió a abrir el cadáver, conforme Napoleón le había insistido tanto. En seguida extirpó el corazón, que, con arreglo a las instrucciones recibidas, puso en alcohol para entregárselo a María Luisa. Pero en aquel momento se presentaron los ejecutores testamentarios diciendo que sir Hudson Lowe se negaba a dejar salir de Santa Elena, no sólo el corazón, sino cualquier otra parte del cuerpo. Todo debía quedar en la isla: el cadáver estaba clavado a su patíbulo.

Entonces se preocuparon de escoger un sitio digno para dar sepultura al Emperador, y se dio preferencia a un lugar que Napoleón no había visto más que una vez, pero del cual hablaba siempre con agradable recuerdo. Sir Hudson Lowe accedió a que se abriera la huesa en aquel sitio.

Terminada la autopsia, el doctor Antomarchi reunió con una sutura las partes separadas, lavó el cuerpo y se lo confió al ayudante de cámara, que lo amortajó con el traje que el Emperador solía llevar, esto es, calzón de cachemir blanco, medias de seda blancas, largas botas de montar con espolines, chaleco blanco, corbata blanca recubierta de otra negra sujeta con una hebilla por detrás, la banda de la Legión de Honor, la casaca de coronel de cazadores de la guardia con las cruces de la Legión de Honor y la Corona de Hierro, y finalmente el sombrero apuntado. El cadáver fue sacado de la sala el 6 de mayo a las cinco y cuarenta y cinco y expuesto en la pequeña alcoba que se había convertido en cámara ardiente. Tenía las manos libres; estaba tendido sobre su lecho de campaña, con la espada al costado; sobre su pecho descansaba un crucifijo y echada a sus pies estaba la capa de Marengo. Así permaneció expuesto dos días.

El 8 por la mañana, el cuerpo del Emperador, que debía reposar bajo la columna, y el corazón, que debía ser enviado a María Luisa, fueron depositados en una caja de lata, con una especie de almohada forrada de raso blanco. Como no se pudo poner el sombrero en la cabeza del difunto por falta de espacio, se le colocó a los pies. Alrededor se esparcieron águilas y monedas de toda clase acuñadas con su efigie durante su reinado; también se depositaron su cubierto, su cuchillo y su plato con sus armas. Se metió esta primera caja en otra de caoba, la cual fue puesta a su vez en otra de plomo, la que se colocó en una cuarta caja de caoba semejante a la segunda, pero más grande; y luego se expuso el féretro en el mismo sitio en que había estado expuesto el cuerpo.

A las doce y media, los soldados de la guarnición transportaron el féretro a la gran alameda del jardín, donde le aguardaba el carro fúnebre. Se le cubrió con un terciopelo morado, sobre el cual se echó la capa de Marengo, y la comitiva fúnebre se puso en marcha por el orden siguiente:

El abate Vignali, revestido con los ornamentos sacerdotales, llevando a su lado al joven Enrique Bertrand, el cual traía una pila de plata con agua bendita y el hisopo.

Los doctores Antomarchi y Arnott.

Las personas encargadas de cuidar el féretro, tirado por cuatro caballos llevados de la brida por palafreneros y escoltado a cada lado por cuatro granaderos sin armas; estos debían llevar el ataúd en hombros cuando el carro no pudiera avanzar por el mal estado del camino.

El joven Napoleón Bertrand y Marchand, ambos a pie a los lados del féretro.

Los condes Bertrand y Montholon a caballo, inmediatamente detrás de aquél.

Una parte de la servidumbre del Emperador.

La condesa Bertrand con su hija Hortense, en una carretela tirada por dos caballos llevados de la brida por palafreneros, que iban hacia el lado del precipicio.

El caballo del Emperador guiado por su picador Archambaud.

Los oficiales de marina, a pie y a caballo.

Los oficiales de Estado Mayor, a caballo.

El general Coffin y el marqués de Monchenu, a caballo.

El contralmirante y el gobernador, a caballo.

Los habitantes de la isla.

Las tropas de la guarnición.

La fosa se abrió a cosa de un cuarto de milla más allá de Hut’s-Gate. El féretro se detuvo junto a ella y el cañón empezó a hacer un disparo cada cinco minutos.

Se bajó el cadáver a la tumba mientras el P. Vignali recitaba las preces de los difuntos; se le puso con los pies vuelto al Oriente, que había conquistado, y la cabeza hacia el Occidente, en donde había reinado.

 

Luego una enorme piedra, que debía servir para la casa del Emperador, selló su última morada y pasó del tiempo a la eternidad.

Entonces se trajo una placa de plata en la cual estaba grabada la inscripción siguiente:

NAPOLEÓN

Nacido en Ajaccio el 15 de agosto de 1769.

Muerto en Santa Elena el 5 de mayo de 1821.

Pero en el momento en que se la iba a clavar en la piedra, sir Hudson Lowe se acercó y, en nombre de su Gobierno, dijo que no se podía poner en la tumba más inscripción que la siguiente:

EL GENERAL BONAPARTE

ANEXO

TESTAMENTO DE NAPOLEÓN

Hoy, 15 de abril 1821, en Longwood, isla de Santa Elena.

Éste es mi testamento o acta de mi última voluntad.

I

1º Muero en la religión católica, apostólica y romana, en cuyo seno nací hace más de cincuenta años.

2º Deseo que mis cenizas reposen a orillas del Sena, en medio del pueblo francés, a quien tanto he querido.

3º Siempre me he sentido afortunado de tener a mi lado a mi muy querida esposa María Luisa; hasta el último momento conservo para ella mis más tiernos sentimientos. Le ruego que vele para preservar a mi hijo de las asechanzas que rodean su infancia.

4º Encomiendo a mi hijo que no olvide nunca que ha nacido príncipe francés y que no se preste jamás a servir de instrumento en manos de los triunviros que oprimen los pueblos de Europa. Jamás debe combatir ni perjudicar en ningún modo a Francia; siempre debe adoptar mi divisa: «Todo para el pueblo francés».

5º Muero prematuramente, asesinado por la oligarquía inglesa y su sicario. El pueblo inglés no tardará en vengarme.

6º Los dos resultados tan desastrosos de las invasiones de Francia, cuando aún contaba con tantos recursos, son consecuencias de las traiciones de Marmont, Augereau, Talleyrand y La Fayette. Yo les perdono; ¡ojalá pueda la posteridad francesa perdonarles como yo!

7º Doy gracias a mi buena y excelente madre, al cardenal, a mis hermanos José, Lucien, Jérôme, Pauline, Caroline, Julie, Hortense, Catarine y Eugène, por el interés que me han profesado. Perdono a Louis el libelo que ha publicado en 1820; está lleno de aserciones falsas y de documentos falsificados.

8º Desapruebo el Manuscrito de Santa Elena, y otras obras que, con título de Máximas, Sentencias, etc., se han publicado hace seis años; tales no son las reglas que han dirigido mi vida. Mandé prender y juzgar al duque de Enghien porque era necesario para la seguridad, el interés y el honor del pueblo francés, cuando, según confesión propia, tenía a sueldo sesenta asesinos en París. En análoga circunstancia, volvería a hacer lo que hice.

II

1º Lego a mi hijo las cajas, condecoraciones y demás objetos como vajilla de plata, cama de campaña, armas, sillas de montar, espuelas, vasos de mi capilla, libros, ropa interior que ha servido para mi cuerpo y para mi uso, conforme al estado adjunto. Deseo que este pequeño legado le sea grato, porque le representará el recuerdo de un padre del que le hablará el universo.

2º Lego a lady Holland el camafeo antiguo que el padre Pío VI me dio en Tolentino.

3º Lego al conde Montholon dos millones de francos en prueba de mi satisfacción por los cuidados filiales que me ha prestado de seis años a esta parte, y como indemnización de las pérdidas que le ha causado su residencia en Santa Elena.

4º Lego al conde Bertrand quinientos mil francos.

5º Lego a Marchand, mi ayuda de cámara, cuatrocientos mil francos. Los servicios que me ha prestado son los de un amigo. Deseo que se case con una viuda, hermana o hija de un oficial o soldado de mi guardia vieja.

6º Ídem, a Saint-Denis, cien mil francos.

7º Ídem, a Novarre (Noverraz), cien mil francos.

8º Ídem, a Piéron, cien mil francos.

9º Ídem a Archambaud, cincuenta mil francos.

10º Ídem a Coursot, veinticinco mil francos.

11º Ídem, a Chandelier, veinticinco mil francos.

12º Ídem, al abate Viganli, cien mil francos. Deseo que construya su casa cerca de Ponte Nuevo di Rostino.

13º Ídem, al conde Las Cases, cien mil francos.

14º Ídem, al conde Lavalette, cien mil francos.

15º Ídem, al cirujano en jefe Larrey, cien mil francos. Es el hombre más virtuoso que he conocido.

16º Ídem, al general Brayer cien mil francos.

17º Ídem, al general Lefèbvre-Desnouettes, cien mil francos.

18º Ídem, al general Drouot, cien mil francos.

19º Ídem, al general Cambronne, cien mil francos.

20º Ídem, a los hijos del general Mouton-Duvernet, cien mil francos.

21º Ídem, a los hijos del bravo Labédoyère, cien mil francos.

22º Ídem, a los hijos del general Girard, muerto en Ligny, cien mil francos.

23º Ídem, a los hijos del general Chartrand, cien mil francos.

24º Ídem, a los hijos del virtuoso general Travot, cien mil francos.

25º Ídem, al general Lallemant mayor, cien mil francos.

26º Ídem, al conde Réal, cien mil francos.

27º Ídem, a Costa de Bastelica, en Córcega, cien mil francos.

28º Ídem, al general Clausesl, cien mil francos.

29º Ídem, al barón Menneval, cien mil francos.

30º Ídem, a Arnault, autor de Marius, cien mil francos.

31º Ídem, al coronel Marbot, cien mil francos. Le animo a seguir escribiendo en defensa de la gloria de los ejércitos franceses y confundiendo a sus calumniadores y apóstatas.

32º Ídem, al barón Bignon, cien mil francos. Le animo a proseguir la historia de la diplomacia francesa de 1792 a 1815.

33º Ídem, a Poggi di Talavo, cien mil francos.

34º Ídem, al cirujano Emmery, cien mil francos.

35º Estas sumas se tomarán de los seis millones que he apartado al partir de París en 1815 y de los intereses a razón del cinco por ciento desde julio de 1815. Los condes Montholón, Bertrand y Marchand ajustarán las cuentas con el banquero.

36º Todo lo que este dinero produzca más de la suma de cinco millones quinientos mil francos de que he dispuesto anteriormente, se distribuirá en gratificaciones a los heridos de Waterloo y a los oficiales y soldados del batallón de la isla de Elba, con arreglo a mi estado trazado por Montholon, Bertrand, Drouot, Cambronne y el cirujano Larrey.

37º Estos legados se pagarán, en caso de muerte, a las viudas y a los hijos y a falta de estos volverá a la cuenta general.

III

1º Como mi dominio privado es de mi propiedad, de la que ninguna ley francesa me ha privado, se pedirá cuenta de él al barón de la Bouillerie, que es el tesorero. Debe de ascender a más de doscientos millones de francos; a saber: 1º, la cartera que contiene las economías que he hecho de mi lista civil por espacio de catorce años, la cuales ascienden a más de doce millones anuales, si no me engaña la memoria; 2º, el producto de esta cartera; 3º, los muebles de mis palacios, como estaban en 1814, comprendiendo los palacios de Roma, Florencia y Turín; todos estos muebles han sido comprados con el dinero de las rentas de la lista civil; 4º, la liquidación de mis casas del reino de Italia, vajilla y objetos de plata, alhajas, muebles, caballerizas; el príncipe Eugène y el intendente de la corona Capagnoni rendirán las cuentas.

2º Lego mi dominio privado, la mitad a los oficiales y soldados que queden del ejército francés que hayan combatido desde 1792 hasta 1815 por la gloria y la independencia de la nación, y cuyo reparto se hará a prorrata de los sueldos en activo servicio; y la otra mitad a las ciudades y campos de Alsacia, Lorena, Franco-Condado, Borgoña, Isla de Francia, Champagne, Porez, Delfinado, que hayan sufrido a causa de una u otra invasión. De esta suma se sacará un millón para la ciudad de Brienne y otro millón para la de Méri.