Kostenlos

100 Clásicos de la Literatura

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

El 27, al rayar el día, todos subieron sobre cubierta para averiguar cuánto se había avanzado durante la noche: cuán grande fue su asombro al comprobar que a lo sumo se habían navegado seis leguas; pues no bien doblaron el cabo de San Andrés cuando aflojó el viento, sucediéndole una calma desesperanzadora.

Cuando el sol iluminó el horizonte, se divisó al Oeste en las costas de Córcega dos fragatas francesas que cruzaban aquel mar: La fleur de lys y la Melpomène.

Al verlas, cundió rápidamente la alarma en todos los buques. Parecía tan crítica la situación, tan inminente el peligro, que en el Inconstant se empezó a debatir la cuestión de regresar a Portoferraio para aguardar allí un viento favorable. Pero el Emperador hizo cesar al punto la indecisión, mandando proseguir la marcha, y asegurando que la situación se calmaría. Y en efecto, como si el viento hubiera obedecido sus órdenes, refrescó a eso de las once y a las cuatro la escuadrilla se encontraba a la altura de Liorna, entre Caprera y la Górgona.

Pero entonces saltó otra alarma más grave aún que la primera; de pronto se avistó al norte, a sotavento, y a unas cinco leguas, una fragata. Al mismo tiempo apareció otra por las costas de Córcega; y después otro barco de guerra que iba viento en popa sobre la escuadrilla.

No era momento para vacilaciones; había que tomar una decisión en el acto, pues iba a hacerse de noche y con la ayuda de la oscuridad se podría escapar de las fragatas. Pero el buque de guerra seguía avanzando y no se tardó en desvelar como un bergantín francés. Lo primero que se les pasó por la cabeza a todos fue que la misión había sido descubierta o vendida y que se iban a encontrar en presencia de fuerzas superiores. El Emperador fue el único que sostuvo que aquellos tres barcos se habían reunido por casualidad, sin tener nada común entre manos. Estaba seguro de que una expedición preparada con tanto misterio no podía haber sido prevista tan a tiempo para que se hubiese podido poner una escuadra entera en su persecución.

A pesar de esta convicción, mandó tapar las portas de los cañones, y decidió que en caso de ataque se iría derecho al abordaje, seguro de que con su tripulación de veteranos se apoderaría de golpe del bergantín y en segunda podría continuar su marcha tranquilamente, esquivando con una contramarcha nocturna la persecución de las fragatas. Sin embargo, animado siempre por la esperanza de que la casualidad tan solo había reunido en aquel punto los tres barcos que tenía a la vista, mandó a los soldados y a todas las personas que podían despertar sospechas, que bajaran al entrepuente y al mismo tiempo se transmitió la misma orden a los otros buques por medio de señales. Tomadas estas disposiciones, se aguardó el resultado.

A las seis de la tarde, los dos barcos estaban a la vista y al alcance de la voz; y aunque empezaba a hacerse de noche con rapidez, se reconoció que era el bergantín francés Zéphir, capitaneado por Andrieux. Por lo demás, fácil era ver por su maniobra que se presentaba con intenciones pacíficas, por lo que se vieron cumplidas las previsiones del Emperador.

Al reconocerse, los dos bergantines se saludaron según costumbre, y sin dejar de proseguir su marcha, cambiaron algunas palabras. Los dos capitanes se preguntaron recíprocamente cuál era el punto de destino: el capitán Andrieux contestó que iba a Liorna; la respuesta del Inconstant fue que iba a Génova y que aceptaría de buen grado cualquier encargo para aquel puerto. El capitán Andrieux dio las gracias y preguntó que cómo seguía el Emperador; entonces Napoleón no pudo resistir al deseo de mezclarse en una conversación tan interesante, tomó como portavoz al capitán Chotard, y contestó:

—¡A las mil maravillas!

Terminado este intercambio de cumplidos, los dos bergantines continuaron su rumbo, perdiéndose recíprocamente en las tinieblas nocturnas.

Siguieron navegando a toda vela y con un tiempo muy fresco, de suerte que al día siguiente, el 28, se dobló el cabo Córcega. Aquel día se avistó también a lo lejos un buque de guerra de 74, que se dirigía a Bastia; pero no causó ninguna zozobra. Desde el primer momento dio a entender que no tenía malas intenciones.

Antes de salir de la isla de Elba, Napoleón había redactado dos proclamas; pero cuando quiso pasarlos a limpio, nadie, ni aun él mismo, pudo descifrarlas. Entonces las echó al mar y dictó al punto otras dos; una dirigida al Ejército y otra al pueblo francés. Todos los que sabían escribir se transformaron al punto en secretarios; todo se convirtió en pupitre: tambores, bancos, gorros y cada cual puso manos a la obra. Estando en esta tarea se divisaron las costas de Antibes, cuya vista saludaron todos con gritos de entusiasmo.

VI

LOS CIEN DÍAS

EL 1 de marzo, a las 3 de la tarde, la escuadrilla fondeó en el golfo Juan. A las cinco, Napoleón saltó a tierra y decidió preparar su tienda en un frondoso olivar. Rápidamente envió veinticinco granaderos y un oficial de la guardia a Antibes para procurar atraer a su causa a la guarnición; pero estos, arrastrados por el entusiasmo, entraron en la ciudad gritando: «¡Viva el Emperador!». Como se ignoraba el desembarco de Napoleón, se les tuvo por locos. El comandante de la plaza mandó levantar el puente, y los veinticinco soldados quedaron prisioneros.

Semejante incidente podría hacer fracasar todos los planes de Napoleón; por lo que algunos oficiales propusieron marchar a Antibes y apoderarse de la ciudad a la fuerza, a fin de evitar el mal efecto que pudiera producir en el espíritu público la resistencia de esta plaza. Napoleón contestó que hacia donde convenía marchar era a París, no a Antibes, y cumpliendo con su palabra, al salir la luna, el improvisado campamento se levantó.

La pequeña columna llegó a Cannes a media noche, pasó por Grasse a las seis de la mañana y descansó en una altura que domina la ciudad. Apenas se instaló Napoleón, cuando los habitantes de los pueblos circundantes se acercaron curiosos. Ya sabían de su milagroso desembarco y él los recibió como lo hubiera hecho en las Tullerías; escuchando sus quejas, recibiendo sus peticiones y prometiendo hacer justicia. El Emperador tenía previsto encontrar en Grasse un camino que había mandado hacer en 1813; pero el camino no estaba hecho y le fue, pues, forzoso, dejar en el pueblo su carruaje y los cuatro pequeños cañones que había sacado de la isla de Elba. Se echaron a andar por senderos de montañas aún cubiertos de nieve y por la noche, después de caminar veinte leguas, fueron a pernoctar a la aldea de Cérénon. El 3 de marzo llegaron a Barème; el 4, a Digne; el 5, a Gap. En esta ciudad se detuvieron el tiempo necesario para la impresión de las proclamas que al día siguiente repartieron a millares por el camino.

En medio de este clima agradable, el Emperador no podía dejar de estar inquieto. Hasta entonces sólo había tenido que vérselas con pueblos cuyo entusiasmo no se podía poner en duda, pero no se habían encontrado ningún soldado, ningún cuerpo organizado se había unido a la pequeña columna. Napoleón hubiera deseado que su presencia influyera ante todo, a los regimientos. Por fin llegó el momento tan deseado y tan temido: entre la Mure y Vizille, el general Cambronne, que marchaba a la vanguardia con cuarenta granaderos, encontró un batallón enviado desde Grenoble para cerrarles el paso. El jefe del destacamento se negó a reconocer al general Cambronne y éste inmediatamente mando avisar de lo sucedido al Emperador.

Napoleón seguía su marcha en un mal coche de viaje que se había proporcionado en Gap cuando supo esta noticia. Al punto mandó que le trajeran su caballo, montó en él, y trotó a galope hasta unos cien pasos de los soldados, sin que estos le saludasen con un solo grito o aclamación.

Había llegado el momento de perder o ganar la partida. La disposición del terreno no permitía retorcer: a la izquierda del camino había una montaña abrupta; a la derecha un pequeño prado que apenas tenía treinta pasos de ancho y que daba a un precipicio; enfrente, el batallón en armas.

Napoleón se detuvo en un altozano, a diez pasos de un arroyo que atraviesa el prado; y, volviéndose al general Bertrand y entregándole la brida del caballo, le dijo:

—He sido engañado; pero no importa, ¡en marcha!

Y diciendo esto, echa pie en tierra, cruza el arroyo, se encamina derecho al batallón, que continúa inmóvil y se detiene a veinte pasos de la línea justo en el momento en que el ayudante de campo del general Marchand saca la espada y manda hacer fuego.

—¿No me reconocéis, amigos míos? Soy vuestro Emperador. Si hay entre vosotros algún soldado que quiera matar a su general, aquí me tiene.

Apenas ha pronunciado estas palabras, cuando de todas las bocas sale el grito de «¡Viva el Emperador!». El ayudante de campo manda otra vez hacer fuego, pero los clamores ahogan su voz. Presa del pánico decide huir al galope. Cuatro lanceros polacos, por iniciativa propia, rompen filas al momento y se lanzan a su persecución. Después todos los soldados se desbandan hacia delante, rodean a Napoleón, se postran a sus pies, le besan las manos, se arrancan la escarapela blanca sustituyéndola con una tricolor. Los gritos, aclamaciones y el frenesí hacen saltar las lágrimas de su antiguo general. Sin embargo, no hay tiempo que perder: Napoleón manda dar media vuelta a la derecha, se pone a la cabeza de la columna y precedido de Cambronne y de sus cuarenta granaderos y seguido del batallón enviado para cerrarle el paso, llega a lo alto de la montaña de Vizille. Desde allí distingue, media legua más abajo, al ayudante de campo perseguido sin cesar por los cuatro lanceros, que les va ganando terreno gracias a su caballo fresco. Entra al pueblo y reaparece a los pocos segundos por el otro extremo, logrando escapar por un camino de travesía por donde los caballos de los polacos, rendidos de cansancio, no pueden seguirle.

 

Por desgracia para los planes de Napoleón: la persecución de los caballos, pasando como relámpagos por las calles de Vizille, ha revelado todo con su sola presencia. Por la mañana se había visto pasar al ayudante de campo a la cabeza de su batallón y poco tiempo después, se le ve de nuevo, esta vez, solo y perseguido como un traidor. Bastaba esto para que el pueblo supiera que era cierto que Napoleón había vuelto y se acercaba. Todos salen a la calle excitados; hasta que de pronto se atisba a lo lejos la columna bajando la cuesta de Lamure. Hombres, mujeres, niños y ancianos, todos corren a su encuentro; la ciudad entera rodea al Emperador antes de que pueda llegar a las puertas de la ciudad, en tanto que los campesinos bajan de las montañas saltando como cabras, y haciendo resonar de roca en roca el grito de: «¡Viva el Emperador!».

Napoleón decide descansar en Vizille, cuna de la libertad francesa. 1814 no ha traicionado el espíritu de 1789: el Emperador es recibido por una población ebria de júbilo. Pero Vizille es una ciudad sin puertas, sin murallas, sin guarnición; es preciso marchar a Grenoble y una parte de sus habitantes se une a la causa Napoleón.

A una legua de Vizille se ve en el camino un oficial de infantería que llega corriendo, todo cubierto de polvo a punto de caer de cansancio, como el griego de Maratón. Es portador de buenas nuevas.

A eso de las dos de la tarde, el regimiento séptimo de infantería, mandado por el coronel Labédoyère, sale de Grenoble para avanzar contra el Emperador. Pero a media legua de la ciudad, el coronel, que iba a caballo a la cabeza de su regimiento, se vuelve de pronto y manda hacer alto. Un tambor del ejército mandado por Napoleón se le acerca y le entrega su caja; el coronel mete la mano en ella, saca un águila y alzándose sobre los estribos, para que todos le vean, exclama:

—Soldados: ésta es la enseña gloriosa que os guiaba en vuestras inmortales jornadas. El que tan a menudo nos condujo a la victoria avanza hacia nosotros para vengar nuestra humillación y nuestros reveses. Ya es tiempo de volar a cobijarnos bajo su bandera, que jamás ha cesado de ser la nuestra. Los que la amen que me sigan. ¡Viva el Emperador!

Todo el regimiento le sigue al punto.

El oficial ha querido ser el primero en llevar la noticia al Emperador y se ha adelantado con el caballo; pero el regimiento entero marcha tras él.

Napoleón espolea su caballo, y todo su reducido ejército le sigue, gritando y corriendo. Al llegar a lo alto de una colina ve al regimiento de Labédoyère que avanza a paso acelerado. Apenas lo divisan estas tropas, resuenan los gritos de «¡Viva el Emperador!» a los que los hombres de la isla de Elba responden con sus aclamaciones. Nadie conserva su puesto; todos corren, se desbandan en algarabía. Napoleón se lanza en medio del refuerzo que le llega; Labédoyère se apea presuroso de su caballo para abrazar las rodillas del Emperador; pero éste le recibe en sus brazos y le estrecha contra su pecho.

—Coronel, le dice, vos me colocáis de nuevo en el trono.

Labédoyère está loco de contento. Aquel abrazo le costará la vida, pero ¿qué importa? Cuando se oyen semejantes palabras, te conviertes en inmortal.

Se ponen en marcha al instante, porque Napoleón no se siente seguro mientras no se halle en Grenoble. Esta ciudad tiene una guarnición, que según se espera, no se entregará. En vano los soldados afirman responder por sus compañeros, pues Napoleón, que no está tan convencido como ellos, ordena marchar sin demora sobre la ciudad.

A las ocho de la noche alcanzan los muros de Grenoble.

Los baluartes están guarnecidos por el tercer regimiento de ingenieros, compuesto de dos mil veteranos; por el cuarto regimiento de artillería de línea, en el cual ha servido Napoleón, por dos batallones del quinto de línea y por los húsares del cuarto. Por lo demás, la marcha del Emperador ha sido tan rápida que ha frustrado todas las medidas de defensa: no ha habido tiempo de cortar los puentes, pero las puertas están cerradas y el comandante se niega a abrirlas.

Napoleón comprende que a la menor vacilación está perdido; las sombras de la noche le arrebatan el prestigio de su persona; es muy probable, casi seguro, que todos los ojos le busquen, pero ninguno le encuentre. Para no perder el factor sorpresa, ordena a Labédoyère que arengue a los artilleros y entonces el coronel sube a un pequeño montículo en el terreno y grita con voz robusta:

—Soldados: os traemos al héroe a quien habéis seguido en tantas batallas, de vosotros depende recibirle y repetir con nosotros el antiguo grito de los vencedores de Europa «¡Viva el Emperador!».

En efecto, al punto se repite este grito mágico, no solo en los baluartes, sino también en todos los barrios de la ciudad. Todos corren a las puertas, pero las puertas están cerradas y las llaves están en poder del comandante. Los soldados que acompañan a Napoleón se acercan; hablan con los de la ciudad, se dan unos a otros la mano a través de los postigos, pero no pueden abrir las puertas. El Emperador se siente turbado por una gran inquietud.

De pronto resuenan los gritos de «¡Plaza, plaza!». Provienen del arrabal Très-Cloître que traen maderos y vigas para derribar las puertas. Todos dejan paso libre: los arietes empiezan a golpear; las puertas rechinan, se quiebran y finalmente se abren. Seis mil hombres pasan atropelladamente a la vez.

Aquello ya no es entusiasmo: es furor, es rabia. Todos aquellos hombres se precipitan sobre Napoleón como si quisieran hacerle pedazos; en un instante, le sacan de su caballo y se lo llevan en volandas lanzando gritos frenéticos. Jamás en ninguna batalla ha corrido tanto peligro; todos sus lugartenientes tiemblan por él, pero él es el único que entiende que la oleada que lo arrastra es puramente de entusiasmo y cariño.

Por fin, se detienen en una fonda, su Estado Mayor le rodea. Apenas empieza cada cual a respirar, cuando se oye un nuevo tumulto: son los habitantes de la ciudad que, no pudiendo llevarle las llaves, acuden a ofrecerle las puertas.

La noche no es más que una prolongada fiesta durante la cual fraternizan soldados y paisanos. Napoleón la emplea en hacer reimprimir sus proclamas. El 8 por la mañana aparecen en todas las paredes; salen emisarios de la ciudad que las distribuyen por los pueblos inmediatos, anunciando la toma de posesión de la capital del Delfinado y la próxima intervención de Austria y del rey de Nápoles. En Grenoble es donde Napoleón tiene ya la certeza de que llegará a París.

Al siguiente día, el clero, el Estado Mayor, la Audiencia, los tribunales y todas las autoridades civiles y militares, se presentan a felicitar al Emperador. Terminada la recepción, pasa revista a la guarnición, en número de seis mil hombres y en seguida emprende la marcha para Lion.

Al día siguiente, después de promulgar tres decretos que anuncian que ha vuelto a sus manos el poder imperial, se pone en marcha y pernocta en Bourgoin. El gentío y el entusiasmo van siempre en aumento; diríase que Francia entera le acompaña y avanza con él hacia la capital.

En el camino de Bourgoin a Lion, Napoleón sabe que el duque de Orleans, el conde de Artois y el mariscal Macdonald quieren defender la ciudad y que se va a cortar el puente Morand y el de Guillotière. El Emperador se ríe de estas disposiciones que no cree que se lleven a cabo, porque conoce el patriotismo de los lioneses, y manda al cuarto de húsares que haga un reconocimiento de la situación en Guillotière. El regimiento es recibido a los gritos de «¡Viva el Emperador!», que llegan a los oídos de Napoleón. Éste, que les sigue a cosa de un cuarto de legua, marcha a galope, llegando solo y confiado cuando menos se le espera, en medio de aquella población cuya exaltación se convierte en locura con su sola presencia.

En el mismo instante, los soldados de los dos bandos se lanzan a las barricadas que los separan y trabajan con ahínco en deshacerlas. Al cuarto de hora, unos y otros se abrazan entusiasmados. El duque de Orléans y el general Macdonald se ven obligados a retirarse; el conde de Artois emprende la fuga, llevando por toda escolta un fiel voluntario que no le ha abandonado.

A las cinco de la tarde toda la guarnición corre al encuentro del Emperador.

Una hora después, el ejército toma posesión de la ciudad.

A las ocho, Napoleón hace su entrada en la segunda capital del reino.

Durante los cuatro días que permaneció en ella, estuvo bajo la mirada atenta de veinte mil almas.

El 13, el Emperador parte de Lion y duerme en Macon. El entusiasmo crece sin cesar, se desata. Ya no eran algunos individuos aislados, sino los magistrados los que salían a recibirle a las puertas de las ciudades.

El 17, un prefecto le recibió en Auxerre: era la primera autoridad superior que se aventuraba a hacer semejante demostración.

Por la noche se anunció al mariscal Ney que, avergonzado de su anterior frialdad y de haber jurado lealtad a Luis XVIII, pedía un puesto en las filas de los granaderos. Napoleón le abrió los brazos, le llamó «el valiente de los valientes», y todo quedó olvidado.

Otro abrazo mortal.

El 20 de marzo, a las dos de la tarde, Napoleón llegó a Fontainebleau. Aquel palacio conservaba terribles recuerdos: en una de sus cámaras estuvo a punto de perder la vida; en otra había perdido el Imperio. Sólo se detuvo lo necesario, y continuó su marcha a París.

Llegó de noche, como a Grenoble y como a Lion, al final de una de sus largas jornadas y a la cabeza de las tropas. Si hubiese querido habría podido entrar con dos millones de hombres.

A las ocho y media de la noche entró en el patio de las Tullerías. Allí, lo mismo que en Grenoble, la población se precipita sobre él, se extienden millares de brazos, lo cogen, lo arrebatan con tales gritos y tal delirio que la vida de Napoleón corre peligro. La muchedumbre es tan grande, que no hay medio de contenerla; es un torrente al que es forzoso dejar seguir su curso. Napoleón sólo puede arrojar estas palabras:

—¡Amigos míos, me estáis ahogando!

En las habitaciones, el Emperador encuentra otra muchedumbre, dorada y respetuosa, muchedumbre de cortesanos, generales y mariscales. Estos no ahogan a Napoleón, pero se encorvan ante él.

—Señores, les dice el Emperador, las gentes desinteresadas son las que me han traído a mi capital; los subtenientes y los soldados son los que lo han dispuesto. Todo se lo debo al pueblo y al Ejército.

Esa misma noche, Napoleón se ocupa en reorganizarlo todo. Cambaceres fue nombrado ministro de Justicia; el duque de Vicenza, de Negocios Extranjeros; el mariscal Davoust, de Guerra; el duque de Gaeta, de Hacienda; Decres, de Marina; Fouché, de Policía; Carnot, del Interior; el duque de Bassano fue nombrado de nuevo para la secretaría de Estado; el conde Mollien, para Tesorería; el duque de Rovigo, para comandante general de la Gendarmería; M. de Montalivet, intendente de Palacio, Letort y Labedoyere ascendieron a generales; Bertrand y Drouot conservaron sus puestos de gran mariscal de palacio y mayor general de la Guardia. Finalmente se llamó a todos los chambelanes, caballerizos y maestros de ceremonias de 1814.

El 26 de marzo, todas las grandes corporaciones del Imperio fueron llamadas a jurar a Napoleón los votos de Francia.

El 27, se hubiera dicho que los Borbones no habían existido jamás y que toda la nación creía haber tenido un mal sueño del que se habían despertado.

En efecto, la revolución había concluido en un día sin derramar una sola gota de sangre. Aquella vez nadie tenía que echar en cara a Napoleón la muerte de un padre, de un hermano o de un amigo. Los únicos cambios visibles que hubo fue el de los colores de las banderas y que los gritos de «¡Viva el Emperador!» resonaban de un extremo a otro de Francia.

Entretanto la nación, ufana del gran acto de espontaneidad que acababa de realizar, de la magnitud de la empresa que habían acometido tan bien juntos, parecía borrar los reveses de los tres últimos años y estaba jubilosa porque Napoleón hubiera vuelto a ocupar el trono.

Napoleón examina el estado de las cosas y recapacita. Ante él se abren dos caminos:

Intentar la paz, preparándose para la guerra, o comenzar la guerra con uno de esos golpes imprevistos, fulminantes, que han hecho de él el Júpiter tonante de Europa.

Ambas acciones tienen sus inconvenientes.

 

Intentarlo todo por la paz es dar tiempo a los aliados para prepararse: calcularán sus soldados y los compararán con que dispone Napoleón: tendrán así tantos ejércitos como las divisiones francesas; resultando una desigual batalla de uno contra cinco. Pero, ¡qué demonios!, más de una vez habían vencido en esa situación.

Comenzar la guerra es dar razón a los que dicen que Napoleón no busca la paz. Además, no puede disponer más que de cuarenta mil hombres. Es verdad que bastan para reconquistar Bélgica y entrar en Bruselas; mas al llegar a esta capital, se encontrará encerrado en un círculo de plazas fuertes que será preciso rendir una tras otra. Maestricht, Luxemburgo y Amberes no son de esas bicocas que se arrebatan de un solo golpe. Aparte de esto, Vandea se subleva, el duque de Angulema marcha sobre Lion y los marselleses sobre Grenoble. Hay que atajar a tiempo esta convulsión nacional que atormenta a Francia para que se presente ante el enemigo con toda su pujanza y toda su fuerza.

Napoleón se decide por la primera de estas dos opciones. La paz, que fue rechazada en Châtillon en 1814 después de la invasión de Francia, puede ser aceptada en 1815 después de su regreso de la isla de Elba. Es posible detenerse cuando se sube, nunca cuando se baja.

Para demostrar a la nación su buena voluntad, dirige esta circular a los soberanos de Europa:

Señor y hermano mío:

Durante el mes anterior habréis tenido noticia de mi regreso a las costas de Francia, de mi entrada en París y de la partida de los Borbones. V. M. debe de conocer ya la verdadera naturaleza de estos acontecimientos: son obra de una potencia irresistible, la obra y la voluntad unánime de una gran nación que conoce sus deberes y sus derechos. La expectativa creada tras el mayor de los sacrificios no deja lugar a dudas; desde el momento en que he tocado la orilla francesa, el amor de mis súbditos me ha conducido hasta la capital. La primera necesidad de mi corazón es pagar tanto cariño con una tranquilidad honrosa. Siendo necesario el restablecimiento del trono imperial para la felicidad de los franceses, mi justo propósito consiste en hacerlo al mismo tiempo útil para afirmar el reposo de Europa. Ya es bastante la gloria que ha honrado alternativamente a las banderas de las diferentes naciones. Las vicisitudes de la fortuna han hecho que a grandes reveses sucedan grandes triunfos; hoy se abre ante los soberanos un palenque más hermoso, y yo soy el primero en subir a él. Después de haber presentado al mundo el espectáculo de grandes combates, será más grato no conocer en adelante más rivalidad que la de las ventajas de la paz, más lucha que la santa lucha de la felicidad de los pueblos. Francia se complace en proclamar con franqueza esta noble aspiración de todos sus deseos. Celosa de su independencia, el principio invariable de su política será el respeto más absoluto a la independencia de las demás naciones. Si son tales, según confío, los sentimientos personales de V. M, la tranquilidad general quedará asegurada por largo tiempo y la justicia, sentada en los confines de los Estados, bastará por si sola para guardar sus fronteras.

Esta carta, que propone una paz con el respeto más absoluto a la independencia de las demás naciones, llega a manos de los soberanos aliados en el momento en que se disponían a repartirse Europa. En esta gran trata y pública adjudicación de las almas, Rusia se apodera del gran ducado de Varsovia; Prusia devora una parte del reino de Sajonia, otra parte de Polonia, de Westfalia, de Franconia y cual inmensa serpiente cuya cola toca en Memel, aspira a llegar con su cabeza a Thionville, siguiendo la orilla izquierda del Rin; Austria reclama su Italia, tal cual estaba antes del tratado de Campo-Formio, así como todo cuanto su águila de dos cabezas ha dejado desprenderse de sus garras después de los tratados sucesivos de Lunéville, de Presburgo y de Viena; el estatúder de Holanda, elevado al grado de rey, pide que se confirme la anexión a sus Estados hereditarios de Bélgica, del país de Lieja y del ducado de Luxemburgo; en fin, el rey de Cerdeña solicita la reunión de Génova a su Estado continental, del que está separado hace más de quince años. Cada gran potencia quiere, como un león de mármol, tener bajo su garra, en lugar de una bola, un pequeño reino. Rusia tendrá Polonia, Prusia a Sajonia, España a Portugal, Austria a Italia, en cuanto a Inglaterra, que corre con el gasto de todas estas revoluciones, tendrá dos en lugar de uno, Holanda y Hanover.

Como se ve, el momento de mandar esta carta no era el adecuado. Sin embargo, la proposición del Emperador podía haber tenido algún resultado si el congreso hubiera estado disuelto y se hubiese podido tratar aisladamente con los soberanos aliados; pero colocados como estaban unos enfrente de otros, esta misiva exaltó el amor propio de cada monarca y Napoleón no recibió ninguna contestación.

No extrañó este silencio al Emperador: lo había previsto. Por lo que no perdió tiempo a la hora de prepararse para la guerra. Cuanto más examinaba sus medios defensivos, más se felicitaba de no haber cedido a su primer impulso: todo estaba desorganizado en Francia; apenas quedaba un núcleo de ejército. En cuanto al material militar, como pólvora, fusiles o cañones, todo parecía haber desaparecido.

Durante tres meses, Napoleón trabajó dieciséis horas diarias. A su voz, Francia se cubrió de talleres, de manufacturas, de fundiciones y solamente los armeros de la capital proporcionaron hasta tres mil fusiles cada veinticuatro horas, mientras que los talleres de sastrería confeccionaban en el mismo espacio de tiempo mil quinientos y aun mil ochocientos uniformes. Se elevaban los cuadros de los regimientos de línea de dos a cinco batallones; se reforzaban los de caballería con dos escuadrones, se organizaban doscientos batallones de guardias nacionales; se pusieron en estado de servicio veinte regimientos de marina y cuarenta de guardias jóvenes. Se llamaron a las armas a los antiguos soldados licenciados, así como las quintas de 1814 y 1815 y los soldados y oficiales retirados fueron también llamados al servicio. Se formaron seis ejércitos con los nombres de ejércitos del Norte, del Mosela, del Rin, del Jura, de los Alpes y de los Pirineos, mientras que otro, el séptimo, con el nombre de ejército de Reserva, se reúne ante los muros de París y de Lion, que se fortifican.

En efecto, toda gran ciudad debe estar a cubierto en sus murallas de un próximo ataque como si de la antigua Lutecia se tratara. Si en 1805 Viena hubiera estado defendida, la batalla de Ulm no habría decidido la guerra; si en 1806 Berlín hubiera estado fortificado, el ejército prusiano, derrotado en Jena, se habría rehecho en la capital y el ruso se habría reunido con él; si en 1808 Madrid se hubiera hallado en estado de defensa, el ejército francés no se habría atrevido a marchar sobre la capital, ni aun después de las victorias de Burgos, de Espinosa, de Tudela y de Somosierra, puesto que dejaba tras de sí, en Salamanca y Valladolid, los ejércitos inglés y español. En fin, si en 1814 París hubiera podido sostenerse siquiera diez días, el ejército aliado habría quedado ahogado entre sus murallas y los ochenta mil hombres que Napoleón reunió en Fontainebleau.

El general de ingenieros Haxo queda encargado de la obra magna de fortificar a París. El general Lery, en cambio, fortificara Lion.

Así pues, si los soberanos aliados dieran tiempo a los franceses siquiera hasta el 1 de junio, el efectivo de nuestro ejército se elevaría de doscientos mil a cuatrocientos catorce mil hombres y si les dejaran hasta el 1 de septiembre, no sólo se duplicaría este efectivo, sino que todas las ciudades quedarían fortificadas hasta el centro de Francia y servirían, en cierto modo, de obras avanzadas a la capital. De este modo, 1815 rivaliza con 1793 y Napoleón ha obtenido el mismo resultado que la comisión de salvación pública, sin necesidad de apelar a las doce guillotinas que formaban parte del bagaje del ejército revolucionario.