Kostenlos

100 Clásicos de la Literatura

Text
Als gelesen kennzeichnen
Schriftart:Kleiner AaGrößer Aa

«Confidencial.

»Para su Exc. Mgr. Alberoni en persona.

»Nada tan importante como asegurar la adhesión de las guarniciones de la región de los Pirineos y de los señores que residen en la zona.

»Atraerse a las tropas de Bayona, o apoderarse de la plaza.

»El marqués de P… es gobernador de D… Comunica que tendrá que triplicar los gastos con el fin de atraerse a la nobleza; serán necesarias espléndidas gratificaciones.

»Carentan, en Normandía, es un punto importante. Habrá que atraer al gobernador de la ciudad y proveerle de fondos para que actúe como el marqués de P… Habrá que dar gratificaciones a los oficiales de la guarnición.

»Durante el primer mes serán necesarias trescientas mil libras; después, cien mil libras al mes, que deberán llegar puntualmente».

—Llegar puntualmente —repitió Buvat, interrumpiendo un instante su trabajo—. Es seguro que este dinero no lo paga el rey de Francia, que tan apurado está. A mí ya lleva cinco años que…

«Estos gastos, que al llegar la paz ya no serán necesarios, pondrán al Rey Católico en condiciones de actuar con toda seguridad.

»Las tropas españolas sólo serán un auxilio. El grueso del ejército de Felipe V se encuentra en la propia Francia».

— ¡Mira, mira, mira!… —murmuró Buvat—. ¡Y yo, el último en enterarme de que el rey de España nos había invadido!…

«Pero hay que pensar en neutralizar por lo menos a la mitad del ejército del duque de Orléans. —Buvat sintió un escalofrío—. Este es el punto decisivo, al cual no se puede llegar si no es por medio del dinero. Será necesario dar una gratificación de cien mil libras a cada batallón y a cada escuadrón…

»Dado que serán muchas órdenes las que haya que cursar, conviene que el embajador español disponga de poderes que le permitan firmar en nombre de Su Majestad Católica…

»Es necesario impedir que el embajador francés salga de España; conviene retenerlo como rehén, en garantía de la seguridad de los que aquí se levanten».

— ¡Cielo santo! —exclamó Buvat frotándose los ojos—. Se trata de una conspiración contra el regente y contra la seguridad del reino…

Buvat cayó en una profunda meditación. ¡Quién lo dijera! ¡Buvat mezclado en un asunto de Estado!

Dieron las once, y después la media noche. Buvat pensó que la almohada sería su consejera.

Pero no pudo dormir; el pobre diablo daba vueltas y más vueltas en la cama, pero apenas cerraba los ojos, volvía a ver el maldito plan de la conspiración, escrito con letras de fuego en la pared.

Apuntó la aurora. Al menor ruido que se oía, Buvat se ponía a temblar. De repente, alguien golpeó en el portal de la calle; entonces creyó desmayarse. Cuando Nanette entró en su habitación el pobre hombre no pudo contener una exclamación lastimera:

— ¡Ay!, Nanette… ¡Vivimos en una mala época!

No dijo más; y aun creyó que había hablado demasiado.

Tan preocupado estaba, que olvidó bajar a desayunar con Bathilda, cosa que a la muchacha no le importó demasiado; su amor aprovechó del mejor modo la ausencia del tutor.

A las diez Buvat salió como de costumbre hacia la oficina; puede suponerse que cuando se vio en la calle su miedo se transformó en terror. En cada cruce, en cada callejón, detrás de cada esquina, creía ver bandidos y policías emboscados que esperaban su paso para echarle las manos al cuello. Por fin, mal que bien, consiguió llegar a la Biblioteca, saludó con grave reverencia al ujier y se desplomó en su sillón de cuero. Había traído consigo el legajo del príncipe de Listhnay, no fuera la policía a registrar su casa. Los comprometedores documentos quedaron escondidos en lo más hondo de unos cajones de su mesa.

Procuró reanudar su monótona tarea como si nada hubiera pasado, pero en vano; su estado de turbación no le dejaba hacer una a derechas.

Su trabajo consistía en clasificar y etiquetar libros; una labor aburrida a la que Buvat se había entregado con una asiduidad y un interés tal que había merecido el elogio de sus superiores, y las burlas de todos sus buenos compañeros.

—El Breviario de los enamorados, impreso en Lieja en 1712, en casa de… no hay nombre del impresor. ¡Dios santo!, más desnudeces… Y digo yo, ¿qué diversión puede encontrar un cristiano al leer estos libros? ¡Mejor harían en hacerlos quemar por manos del verdugo! ¡Brrr…! ¡de quién he ido yo a acordarme ahora! Pero, ¿será posible que el príncipe de Listhnay me haya hecho copiar a mí tamañas abominaciones?… Pasemos a otra cosa: Angélica, o los placeres secretos, con grabados, ¡y qué grabados! Londres… Se debiera prohibir que libros así pasasen la frontera… «Atraerse la guarnición de Bayona o apoderarse de la plaza…». ¡Vaya!, he escrito Bayona en lugar de Londres, y Francia en vez de Inglaterra, ¡maldito príncipe! A mí podrán detenerme y colgarme y descuartizarme; pero si lo arrestan y me denuncia, juro que… ¡Ay!, pobre de mí, pobre de mí…

—Señor Buvat —observó el jefe del negociado—, lleváis cinco minutos con los brazos cruzados y moviendo los ojos como un pasmarote…

—Estaba dando vueltas en mi cabeza a un nuevo método de clasificar…

— ¿Un nuevo método de clasificar? ¿Acaso sois un perturbador? ¿Queréis llevar a cabo una revolución?

— ¿Yo, una revolución? —exclamó aterrorizado Buvat—. Una revolución… ¡jamás, señor!, ¡nunca jamás! A Dios gracias todos conocen mi adhesión al regente…

—Está bien, pero seguid con vuestro trabajo, corre prisa; estos libros estorban y es necesario que mañana se hallen en sus estantes.

—Veamos… La conjuración de monsieur de Saint-Mars… ¡Diablos, diablos!… He oído hablar de esto; era un guapo gentilhombre que tenía correspondencia con España… ¡maldita España!, ¡qué necesidad tiene de mezclarse en nuestros asuntos! La conjuración de monsieur de Saint-Mars, seguida de la relación de su muerte y de la de monsieur de Thon condenado por encubridor. Por un testigo ocular… Por encubridor, ¡ay, ay, ay!… Así lo dice la ley… aquel que no revela es cómplice… De modo que ¡yo soy cómplice del príncipe de Listhnay!; y si le cortan la cabeza, también me la cortarán a mí… Pero yo declararé, ¡lo confesaré todo!… Pero entonces, en vez de encubridor, me convierto en denunciante… O sea que, o colgado, ¡o un canalla! No tengo más salidas…

—Pero, ¿qué diablos os pasa hoy, señor Buvat? —le preguntó un colega—. Estáis convirtiendo en hilachas vuestra corbata, ¿es que os aprieta?

—Ha sido sin darme cuenta… maquinalmente…

Y Buvat, después de darle otro tiento a la dichosa corbata, colocó en el estante correspondiente La conjuración de monsieur de Saint-Mars, y agarró otro libro con la mano temblorosa.

—La conspiración del caballero Louis de Roban. ¡Vaya!, hoy es día de conspiraciones… Y éste, ¿qué demonios hizo? ¡Ah!, quiso sublevar la Normandía. Todavía me acuerdo; era el pobre muchacho que ejecutaron en 1674, cuatro años antes de que yo naciera. Bueno, yo no lo vi, pero mi madre sí. Pobre chico… mi madre me lo contaba a menudo. También ahorcaron a uno muy delgado, vestido de negro, ¿cómo se llamaba? Sí: Van den Eden; aquí hablan de él: Copia de un proyecto de gobierno encontrado entre los papeles de monsieur de Roban y escrito de puño y letra por Van den Eden… ¡Señor, misericordia!… Igual que me pasa a mí; seré colgado por haber copiado un proyecto de… no sé qué… ¡Ay, ay!… se me aflojan las tripas.

El pobre hombre no ganaba para sustos.

—Acta levantada en ocasión de la tortura aplicada a FranciscoAffinius van den Eden… ¡Yo me muero!… Algún día alguien leerá Acta levantada en ocasión de la tortura aplicada a jean Buvat… «El año de mil y seiscientos y setenta y cuatro, nos, Claude Bagin, caballero de Bezons, y Augusto-Robert de Pomeron, fuimos llevados a la fortaleza de la Bastilla. Asistidos por Louis de Mazier, consejero y secretario del rey, etcétera, etcétera… reprochamos al acusado que no había dicho todo lo que sabía sobre la conspiración e intento de rebelión de los señores de Rohan y Lantremont.

»Respondió que había dicho cuanto sabía, y que, ajeno a todo, no había hecho sino copiar varios documentos.

»Entonces le hemos hecho aplicar el tormento de los borceguíes».

—Señor, vos que sois culto —dijo Buvat a su inmediato superior—, ¿sabríais decirme en qué consiste un tormento llamado «de los borceguíes»?

—Querido señor Buvat —le respondió el jefe visiblemente halagado por el cumplido—, os puedo hablar con conocimiento de causa; el año pasado vi dar tormento a Duchauffour. Los borceguíes —continuó dándose importancia— son cuatro tablas parecidas a duelas de tonel. Primero os ponen la pierna derecha entre dos de esas planchas, que son atadas con dos cuerdas; luego hacen lo mismo con la otra pierna. Después de estos preparativos van metiendo, a golpes de mazo, cuñas entre los maderos de las piernas: cinco para el tormento ordinario, y diez en el extraordinario.

—Pero, ¡eso debe dejar las piernas en un estado deplorable!

—Las hace papilla, simplemente. A la sexta cuña, las piernas de Duchauffour se rompieron, y a la siguiente, los huesos salían por las aberturas mezclados con la sangre.

— ¡Jesús, señor Ducoudray!, es horrendo…

—Simplemente la realidad, mi querido Buvat. Leed el relato del suplicio de Urbain Grandier; leedlo, y luego me contaréis qué os parece.

—Tengo aquí otro; el del pobre señor Van den Eden. —Buvat pasó las hojas del libro y leyó:

«A la primera cuña:

»El paciente declara que ha dicho la verdad, que no sabe más, y que es inocente…

»A la séptima cuña:

»Grita: «¡Estoy muerto!».

»A la novena cuña:

»Dice: «¡Dios mío!, ¡Dios mío!… ¿Por qué me martirizan así? Si saben que no puedo decir nada más… Si estoy condenado, ¿por qué no me matan de una vez?».

 

»A la décima cuña:

»«¡Oh, señores!… ¿qué queréis que diga? ¡Gracias, Dios mío!… Ya muero… ya muero».

— ¿Qué os ocurre?, ¿os encontráis mal, señor Buvat?

— ¡Oh, señor Ducoudray! —gimió Buvat dejando caer el libro al suelo—, señor Ducoudray, me siento morir…

—Esto os ocurre por leer en vez de trabajar. Qué, ¿os sentís mejor?

—Sí, señor, y acabo de tomar una resolución irrevocable. Si el señor conservador preguntase por mí, por favor, señor Ducoudray, decidle que he salido para un asunto urgente.

Buvat cogió el legajo que guardaba en el cajón de su mesa, se caló el sombrero, asió su bastón y salió sin volverse, con un cierto aire augusto que le daba la propia desesperación.

— ¿Sabéis adónde va? —preguntó uno de los empleados.

—No tengo la menor idea —respondió Ducoudray.

— ¡El señor Jean Buvat! —anunció el ujier.

—Hacedle pasar —contestó Dubois.

El lacayo se hizo a un lado, y apareció Buvat en el umbral de la puerta.

— ¡Entrad, entrad!… Cerrad la puerta, y dejadnos solos —añadió el ministro dirigiéndose al ujier—. Bien, señor. Habéis solicitado hablarme, y aquí me tenéis. ¿Quién sois?

—Jean Buvat, empleado de la Biblioteca Real.

—Y tenéis que hacerme alguna confidencia respecto de España…

—Eso es, monseñor; éste es el asunto: mi trabajo me deja seis horas libres por la tarde y cuatro por la mañana; como Dios me ha dotado de una bonita y clara escritura, hago copias…

—Sí, comprendo —dijo Dubois—, y os han dado a copiar cosas sospechosas, que venís a contarme. ¿No es así?

Dubois saltó de su asiento y arrebató a Buvat el legajo de papeles que éste le mostraba. Una sola ojeada le bastó para percatarse de la importancia de aquellos documentos; entre ellos, todo el plan de los conjurados. Algunas de las hojas llevaban unida la copia en la hermosa letra de Buvat. Uno de los duplicados, incompleto, precisamente el del único documento en francés, terminaba con la última frase escrita por el buen hombre: «Actuar igual en todas las provincias».

Buvat seguía con ansiedad los cambios que experimentaban las móviles facciones de Dubois. Éste comprendió que aquel infeliz que le había puesto sobre la pista de tan gran secreto podría servirle para deshilvanar toda la madeja.

—Sentaos, mi querido señor Buvat, y charlemos como amigos. Buvat miró a Dubois con tal aire de estupefacción, que éste, en otro momento menos importante, hubiera soltado la carcajada. La faz del pendolista, que al entrar estaba tan blanca como un lirio, se había puesto roja como una amapola.

—Así, mi querido amigo, decís que hacéis copias…

—Sí, monseñor.

— ¿Ganáis mucho en vuestro oficio?

— ¡Oh, mi oficio no me da nada!; sin contar que desde hace cinco años el cajero me dice al final de cada mes que el rey no anda bien de dinero y no me puede pagar.

—Y vos, a pesar de eso, no dejáis de servir a Su Majestad. Eso está muy bien, señor Buvat, ¡está muy bien!

Buvat se levantó, saludó a monseñor, y volvió a sentarse.

—Y además, ¿quizás tengáis familia?

—No, monseñor, hasta el presente sigo soltero.

—Pero, al menos, algún pariente…

—Una pupila, monseñor; una jovencita con mucho talento, que canta como la señorita Bury, y que dibuja como el señor Greuze.

— ¡Ah, ah!, ¿y cómo se llama esta muchacha?

—Bathilda… Bathilda de Rocher, monseñor; es una señorita de la nobleza, hija de un escudero de monseñor el regente, de la época en que todavía era duque de Chartres, y que tuvo la desgracia de que lo matasen en la batalla de Almansa.

—Así pues, señor Buvat, veo que habéis de sostener una carga.

— ¿Es Bathilda a quien os referís? ¡Oh, señor! Bathilda no es ninguna carga; todo lo contrario, ¡pobre niña!

—Lo que quiero decir es que no sois rico.

—Rico, no; no lo soy.

— ¿Y a cuánto asciende lo que se os debe?

—A cuatro mil seiscientas libras, doce sueldos y ocho denarios.

— ¡Pero si eso no es nada!

—Sí que lo es, monseñor; es bastante, y lo peor es que el rey no me lo puede pagar.

—Mi querido Buvat; tengo algo que ofreceros.

— ¿Qué es ello, monseñor?

—Tenéis la fortuna al alcance de vuestras manos. Otra ocasión como esta no se os volverá a presentar.

—Ya mi madre me decía que algún día tendría un golpe de suerte. Estoy a vuestra entera disposición, señor; ¿qué es lo que debo hacer?

—La cosa más sencilla que podáis imaginar. Vais a hacerme inmediatamente una copia de todos estos papeles. Luego los devolveréis a la persona que os los ha dado, con sus copias, como si nada hubiera pasado. Tomaréis todo lo que os den para copiar, me lo traeréis para que yo lo lea y me haréis una segunda copia. Y así, hasta que yo os avise.

— ¡Pero monseñor! Me parece que actuando así traiciono la confianza del príncipe.

— ¡Anda! ¿Y qué es lo que hacéis ahora?

—Monseñor: yo sólo he venido a preveniros del peligro que corría Su Alteza el regente; eso es todo.

—De modo —dijo Dubois en tono de burla— que pensáis que las cosas pueden quedar así.

—Eso es lo que deseo, monseñor.

—La pena es que… no es posible.

—Monseñor, yo soy un hombre honrado.

—Pero al no hablar os convertís en un cómplice.

—Cómplice, monseñor… Pero, ¿de qué crimen?

— ¡Del crimen de alta traición! ¿Creéis que aquí nos chupamos el dedo? Hace ya mucho tiempo que la policía tiene sus ojos puestos en vos, señor Buvát.

— ¿En mí, monseñor?

—Sí, en vos… Ya sabíamos que con el pretexto de que no os pagan vuestro salario os dedicabais a hacer copias de documentos subversivos, ¡y nada menos que desde hace cuatro días!

—Monseñor, yo sólo me di cuenta ayer; no entiendo el español.

— ¿Acaso eso es español? ¡Mirad!… Rien n’est plus important que d’assurer… ¡Muchos están en galeras por motivos mucho menos graves!

— ¡Piedad, monseñor!, ¡piedad!

— ¿Piedad con un miserable como vos, señor Buvát? Voy a mandaros a la Bastilla y enviaré a la señorita Bathilda a Saint-Lazare.

— ¡A Saint-Lazare! ¡Bathilda en Saint-Lazare! Nadie tiene derecho a hacer una cosa así.

—Yo, señor Buvát, tengo ese derecho.

—No, no lo tenéis. Bathilda es una señorita de la nobleza, hija de un hombre que ha dado la vida por Francia, y aunque tenga que hablar a Su Alteza…

—Antes de hablar con Su Alteza iréis a la Bastilla —dijo Dubois, mientras hacía sonar con todas sus fuerzas una campanilla—. Luego veremos lo que se hace con la joven. ¡Vamos a ver! —se dirigió al ujier que se había presentado—. ¡Deprisa! Un alguacil y un simón…

¿Me vais a decir el nombre del príncipe?

—Se llama Listhnay.

— ¡Ajá! ¡Pero veo que os negáis a darme sus señas!

—Vive en la calle de Bac, en el número 110.

— ¡Pero os negáis a hacerme las copias!

—Ahora mismo, monseñor, ahora mismo las haré. Permitidme solamente que envíe a Bathilda una nota para que sepa que no voy a cenar. ¡Bathilda en Saint-Lazare!

—Sí, allá la enviaré o a algún sitio peor, si no me copiáis estos papeles, si no cogéis los otros, y si no venís aquí todas las tardes para sacar las copias.

—Pero, monseñor, no puedo estar aquí y en mi despacho al mismo tiempo.

—Está bien; os doy vacaciones por dos meses.

— ¡Pero perderé mi puesto!

—Pues si no queréis perderlo, y con él vuestros libros, vuestro escritorio y vuestro sillón, ¡ni una palabra a nadie!

—Seré mudo.

— ¡También para la señorita Bathilda! —Con ella más que con nadie.

—Está bien, en ese caso te perdono.

—Gracias, monseñor…

—Y quizá te dé alguna recompensa por tu trabajo.

—Ya estoy en él, mirad, monseñor…

Cuando Dubois vio al pobre hombre enfrascado en los pápeles, abrió con disimulo la puerta del gabinete en el que estaba la Fillon, y de puntillas la condujo a la salida.

—Y bien, compadre, ¿dónde está tu escribano?

—Míralo —dijo Dubois, mientras el infeliz trabajaba con una diligencia digna de mejor causa.

— ¿Qué hace?

— ¡Está redactando mi nombramiento de cardenal!

Dubois recomendó una vez más a la Fillon que tuviera los ojos bien abiertos, y la condujo fuera de la cámara.

Capítulo XXI

UN CAPÍTULO DE SAINT-SIMON

UNA TRAMPA

Las cosas siguieron de aquel modo durante cuatro días. Buvat dejó de asistir a la oficina pretextando una indisposición. Las dos copias, una para Listhnay, la otra para Dubois, le daban más trabajo del que era menester.

A pesar del amor que absorbía toda la atención de Bathilda, ésta notó algo raro en su tutor. Varias veces le preguntó qué le ocurría; pero Buvat le contestaba que no le pasaba nada de particular. Tenía engañada a su pupila fingiendo que iba a la oficina como de ordinario; Bathilda no había notado ningún cambió en sus costumbres.

Harmental recibía todas las mañanas la visita del abate; según Brigaud las cosas marchaban a pedir de boca.

El duque de Orléans, que no sospechaba nada, tenía invitados a la habitual cena del domingo a sus compañeros de francachelas y a sus queridas. Aproximadamente a las dos de la tarde, Dubois entró en su gabinete.

— ¿Sois vos, abate? Precisamente ahora iba a enviar a vuestra casa para preguntar si esta noche estaríais con nosotros.

— ¿Tendréis esta noche invitados? —preguntó Dubois.

— ¡Claro! ¿Acaso hoy no es domingo?

—En efecto, monseñor.

—Pues os esperamos; mira, ahí tenéis la lista de invitados.

—Está bien. ¿Quiere Vuestra Alteza echar una ojeada a la mía?

— ¿También vos habéis confeccionado una lista?

—No, monseñor; me la han traído hecha.

— ¿Qué significa esto? —preguntó el regente, al tiempo que leía uno de los papeles que le presentaba Dubois.

«Lista nominal de los oficiales que se han puesto a las órdenes del rey de España…

»Manifiesto de protesta de la nobleza».

Vos confeccionad vuestras listas, monseñor; el príncipe de Cellamare también confecciona las suyas.

«Firmado sin distinción de rango ni de familia con el fin de que nadie pueda decir…».

— ¿De dónde has sacado esto, buena pieza?

—Esperad, monseñor; debéis echar una ojeada a esto.

— ¿«Plan de los conjurados…»? ¿Qué significa esto, Dubois?

—Paciencia, monseñor. Ved: aquí hay una carta de Felipe V en persona.

—«Al rey de Francia…». ¡Pero solamente son copias!

—Yo os diré dónde se encuentran los originales.

—Veamos, querido abate: «Desde que la Providencia dispuso que yo ocupase el trono de España, etcétera, etcétera… Ruego a Vuestra Majestad que convoque los Estados Generales de su reino». ¡Convocar los Estados Generales! ¿En nombre de quién? Felipe V es el rey de España, no es nuestro rey, ¡a ver si lo aprende de una vez!

—Monseñor, queda todavía una carta, y no es la menos importante.

Dubois presentó al regente un último documento, que el duque asió con tanta presteza que lo rompió en dos pedazos. El regente unió los trozos y leyó:

—«Muy queridos y bien amados súbditos…».

— ¡Eso es! Se trata de mi destitución. Y todas esas cartas deben ser llevadas al rey, ¿verdad?

—Mañana, monseñor.

— ¿Por quién?

—Por el mariscal.

— ¿Y cómo han podido convencerle de tamaña felonía?

—No es él, monseñor; es su mujer.

— ¡Otra jugada de Richelieu! Pero, ¿quién os ha proporcionado estos papeles?

—Un pobre escribiente a quien se los habían dado a copiar. Al infeliz se los entregaba el príncipe de Listhnay…

—El príncipe… ¿de qué?

—Creo que lo conocéis.

— ¡En mi vida he oído hablar de tal príncipe!

—No es otro que el bribón de Avranches, el ayuda de cámara de la duquesa del Maine.

— ¡Bien! Ahora hemos de preocuparnos de lo principal.

—Sí, de Villeroy.

—Perfectamente. Mientras todo se ha reducido a calumnias o impertinencias contra mi persona, me daba igual. ¡Pero tratándose del reposo y de la tranquilidad de Francia!… ¡Señor mariscal Villeroy, nos veremos las caras!

— ¡Qué! ¿Le ponemos la mano encima?

— ¡Desde luego! Pero hemos de cogerlo infraganti.

 

—Nada más fácil; todos los días a las ocho de la mañana entra en las habitaciones del rey.

—Es verdad.

—Mañana, a las siete y media, vos debéis estar en Versalles.

— ¿Y luego?

—Cuando llegue Villeroy os tiene que encontrar junto a Su Majestad.

—Y en presencia del rey le echaré en cara…

—El señor duque de Saint-Simon —anunció un lacayo.

—Hacedlo pasar —ordenó el regente. Dubois se despidió.

—Esta noche no hay cena —comunicó el ministro al ayudante de servicio—. Haced saber a los invitados que monseñor está enfermo.

— ¿No creéis, monseñor —comenzó el duque de Saint-Simon—, que la despreocupación de Vuestra Alteza ha sido un buen asidero para la calumnia?

—Si sólo fuera la calumnia, mi querido duque, hace tanto tiempo que se ceba en mí, que ya debiera estar harta.

—Hace un rato que salí de Vísperas; en las gradas de Saint-Roch había un desgraciado que pedía limosna cantando, y vendía unos pliegos de cordel con la letra del cantar. Tomad éste, monseñor, y leed. Creo que Vuestra Alteza reconocerá el estilo.

—Sin duda; lo ha escrito Lagrange-Chancel.

El regente, con un visible gesto de repugnancia, llevó los ojos al papel, y saltando las estrofas, llegó al final:

Ainsi les fils pleurant leur père

Tombent frappés des mêmes coups;

Le frère est suivi per le frére,

L’épouse devance l’époux;

Mais, ô coups toujour plus funestes!

Sur deus fils, nos uniques restes,

La faux de la Parque s’étend;

Le premier a rejoint sa race,

L’autre dont la couleur s’éfface,

Penche vers son dernier instant!

El regente quiso decir algo, pero le falló la voz. Dos gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Monseñor —dijo Saint-Simon mirando al regente con una piedad llena de veneración—, quisiera que todo el mundo pudiese ver esas lágrimas. Si todos las contemplaran, yo dejaría de aconsejaros, porque entonces todos creerían en vuestra inocencia.

—Sí, mi inocencia —murmuró el regente—. ¡Y la vida de Luis XV dará fe de ella! ¡Los muy infames! Ellos, que mejor que nadie saben quiénes son los verdaderos culpables. ¡Ah, madame de Maintenon! ¡Ah, madame del Maine! ¡Ah, señor de Villeroy!…

A las nueve de la noche, el regente abandonó el Palacio Real y, en contra de su costumbre, fue a dormir a Versalles.

Al día siguiente, a las siete de la mañana, en el momento en que iba a levantarse el rey, penetró en la cámara real el primer mayordomo y anunció que S. A. R. monseñor el duque de Orléans solicitaba el honor de asistir a la ceremonia de su aseo. Luis XV, que estaba acostumbrado a no decidir nunca por sí mismo, se volvió hacia el señor de Fréjus, que le hizo una seña con la cabeza, queriéndole indicar que no recibiese a Su Alteza Real. Pero entonces, abandonando el lecho, fue por sí mismo a abrir la puerta.

El regente avanzó hacia el rey, que en aquellos días era un hermoso niño de largos cabellos castaños, ojos negros como la tinta, labios como cerezas y cuya tez sonrosada recordaba la de su madre, la duquesa de Borgoña. En su fisonomía había algo de la resolución de su bisabuelo Luis XIV.

El duque de Orléans dispensaba al rey el respeto debido al monarca, y la ternura y atenciones que se tienen con un niño al que se quiere. La visita de su tío era siempre esperada con impaciencia por el joven rey; en parte por motivos de infantil egoísmo: el regente llegaba generalmente cargado de costosos juguetes. En esta ocasión, el rey recibió a su tío con su habitual encantadora sonrisa y le ofreció la manita con un gesto muy gracioso.

—Estoy contento de veros, señor —dijo Luis XV con su dulce vocecita—. Adivino que venís a darme alguna buena noticia.

—Dos, señor —respondió el regente—. La primera es que acaba de llegar una enorme caja de Nuremberg que parece contener…

— ¡Juguetes, muchos juguetes!, ¿verdad, señor regente? —exclamó el rey dando saltos de alegría y batiendo palmas—. ¿Y dónde habéis dejado la caja?

—En mis habitaciones, señor; pero haré que la traigan enseguida.

— ¡Oh, sí!, os lo ruego.

—Vuestra majestad —intervino el señor de Fréjus— tendrá tiempo de ocuparse de sus juguetes en cuanto haya preguntado al señor regente cuál es la segunda noticia que ha de anunciaros.

— ¡Es verdad! ¿Cuál es la segunda noticia?

—Un deber para Vuestra Majestad que ha de ser muy útil a Francia, que es muy importante, y que Vuestra Majestad, espero, realizará con gusto.

— ¿Lo haremos aquí? —preguntó el rey-niño.

—No, señor; dejé el ejercicio en mi gabinete.

— ¡Pues bien! Esta mañana, en lugar de pasear, iré con vos a vuestras habitaciones para ver los juguetes de Nuremberg, y luego nos pondremos a trabajar.

—Va en contra del protocolo, señor —observó el regente—, pero si Vuestra Majestad así lo desea…

—Sí, lo quiero —dijo Luis XV—, si me lo permite mi preceptor.

—Señor de Fréjus, ¿veis algún inconveniente? —preguntó el regente a Fleury.

—Ninguno, monseñor, todo lo contrario; es bueno que Su Majestad se acostumbre a trabajar. Sólo pido a monseñor permiso para acompañar a Su Majestad.

— ¡Cómo no, señor!, con sumo gusto.

— ¡Qué alegría! —palmoteaba Luis XV—. ¡Enseguida! Mi casaca, mi espada, mi banda azul. ¡Señor regente, ya estoy!

Las habitaciones del rey y las del duque de Orléans estaban situadas en la planta baja; sólo las separaba una galería a la que daban ambas antecámaras. Al instante el rey y su tío se encontraron en el amplio gabinete del regente, iluminado por grandes puertas-ventanales que permitían salir directamente al jardín. El gabinete daba a otra salita más pequeña, que es donde el regente acostumbraba a trabajar y donde recibía a sus íntimos y a sus favoritas. Todo el séquito de Su Alteza se hallaba reunido en las habitaciones de éste, de acuerdo con los usos cortesanos, puesto que era la hora del despertar. En medio del gabinete estaba la codiciada caja, cuyo tamaño desmesurado había hecho que el joven rey diese un grito de alegría.

Dos ayudas de cámara, provistos de las necesarias herramientas, hicieron saltar en un instante la tapa del cajón, dejando a la vista la más fantástica colección de juguetes que nunca deslumbrara los ojos de un rey de nueve años.

Incluso el señor de Fréjus dejó que por unos instantes su real discípulo gozase de la dicha que iluminaba su cara.

Los cortesanos asistían a la escena en religioso silencio, cuando de pronto, en la antecámara, se escuchó una enorme algarabía.

La puerta se abrió y el lacayo anunció al marqués de Villeroy, que apareció en la puerta con el bastón en la mano, nervioso, moviendo la monumental peluca y preguntando a gritos por el rey. El regente dirigió una mirada de inteligencia a Lafare y una imperceptible sonrisa al mosquetero D’Artagnan. Las cosas iban de maravilla.

Después de haber dejado que el rey disfrutase durante unos momentos de la posesión visual de sus tesoros, el regente se le acercó y le recordó su promesa de trabajar en los asuntos de Estado. Luis XV, ya con la puntualidad que años más tarde le hiciera decir que la exactitud era la cortesía de los reyes, lanzó una última mirada a los juguetes, y avanzó resuelto hacia el pequeño gabinete cuya puerta había abierto el regente. El mariscal intentó seguir al joven monarca. Este era el momento que aguardaba el duque de Orléans.

—Perdón, señor mariscal —dijo Su Alteza impidiendo el paso a Villeroy—, los asuntos que tengo que tratar con Su Majestad precisan del secreto más absoluto; os ruego que me dejéis con él a solas durante unos minutos.

— ¡A solas! —exclamó el mariscal—. ¡A solas! Sabéis, monseñor, que esto es imposible; yo, en mi calidad de ayo de Su Majestad, tengo el derecho y el deber de acompañarlo a cualquier sitio a donde vaya.

—En primer lugar —prosiguió el regente—, este derecho no se basa en ninguna ley escrita ni en ninguna costumbre inmemorial. Además, Su Majestad va a cumplir los diez años, y me ha autorizado para que comience a instruirlo en la difícil ciencia de gobernar; es natural, pues, que desde ahora, igual que vos y que el señor de Fréjus, también yo, de vez en cuando, pase algunas horas a solas con él.

—Pero, monseñor —insistió el mariscal, cada vez más alterado—, he de haceros observar que Su Majestad es mi alumno.

—Ya lo sé, señor —dijo el regente, con un tono de imperceptible burla—. Haced del rey un gran capitán, yo no os lo impido. Pero ahora simplemente se trata de un asunto de Estado que sólo a Su Majestad concierne.