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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Ah! —murmuró Cornelius—. ¡Todavía, todavía! Rosa, no os he dicho, ¡Dios mío!, que no pienso más que en vos, que era a vos sola a quien echaba de menos, vos sola quien me faltaba, vos sola quien, con vuestra ausencia, me retiraba el aire, el día, el calor, la luz, la vida.

Rosa sonrió melancólicamente.

—¡Ah! —dijo—. Es que vuestro tulipán ha corrido un peligro muy grande.

Cornelius se sobresaltó a su pesar, y se dejó coger en la trampa si es que aquello lo era.

—¡Un peligro muy grande! —exclamó tembloroso—. Dios mío, ¿cuál?

Rosa le miró con una dulce compasión, sintiendo que lo que ella quería estaba por encima de las fuerzas de aquel hombre, y que había que aceptar a éste con su debilidad.

—Sí —dijo—. Adivinasteis precisamente que el pretendiente amoroso, Jacob, no venía por mí.

—¿Y por quién venía, pues? —preguntó Cornelius con ansiedad.

—Por el tulipán.

—¡Oh! —exclamó Cornelius palideciendo ante esta noticia más de lo que había palidecido cuando Rosa, equivocándose, le había anunciado quince días antes que Jacob acudía a la fortaleza por verla a ella.

Rosa vio este terror, y Cornelius percibió por la expresión de su rostro que ella pensaba lo que acabamos de decir.

—¡Oh! Perdonadme, Rosa —se excusó—. Yo os conozco, sé la bondad y la honestidad de vuestro corazón. A vos, Dios os ha dado el pensamiento, el juicio, la fuerza y el movimiento para defenderos, pero a mi pobre tulipán amenazado, Dios no le ha dado nada de todo eso.

Rosa no respondió a esta excusa del prisionero y continuó:

—Desde el momento en que ese hombre, que me había seguido al jardín y al que había reconocido como Jacob, os inquietaba, me inquietaba a mí mucho más todavía. Hice, pues, lo que me habíais dicho, a la mañana siguiente del día en que os vi por última vez y en el que me dijisteis…

Cornelius la interrumpió.

—Perdón, una vez más, Rosa —exclamó—. Me equivoqué al deciros lo que os dije. Ya os he pedido mi perdón por aquella fatal palabra. Os lo pido de nuevo. ¿Será, pues, siempre en vano?

—A la mañana siguiente a aquel día —prosiguió Rosa—, acordándome de lo que me habíais dicho… de la trampa a emplear para asegurarme si era a mí o al tulipán a quien ese odioso hombre seguía…

—Sí, odioso… No es verdad —murmuró él—que vos odiéis realmente a ese hombre.

—Sí, le odio —afirmó Rosa—¡porque es la causa de que esté sufriendo tanto desde hace ocho días!

—¡Ah! ¿Vos también habéis sufrido, entonces? Gracias por esta hermosa palabra, Rosa.

—A la mañana siguiente de aquel desgraciado día —continuó Rosa—bajé al jardín, y avancé hacia la platabanda donde debía plantar el tulipán, siempre mirando detrás de mí si, esta vez como la otra, era seguida.

—¿Y bien? —preguntó Cornelius.

—¡Pues bien! La misma sombra se deslizó entre la puerta y la muralla, y desapareció también detrás de los saúcos.

—Simulasteis no verla, ¿verdad? —inquirió Cornelius, recordando con todo detalle el consejo que le había dado a Rosa.

—Sí, y me incliné sobre la platabanda que excavé con una azada como si plantara el bulbo.

—¿Y él… él… durante ese tiempo?

—Yo veía brillar sus ojos ardientes como los de un tigre a través de las ramas de los árboles.

—¿Veis? ¿Veis? —exclamó Cornelius.

—Luego, acabado ese remedo de operación, me retiré.

—Pero detrás de la puerta del jardín solamente, ¿verdad? De forma que a través de las grietas o de la cerradura de esa puerta pudierais ver to que hacia él una vez vos hubieseis partido.

—Esperó un instante sin duda para asegurarse de que yo no volvería, luego salió a paso de lobo de su escondrijo, se acercó a la platabanda dando un largo rodeo, llegó por fin a su meta, es decir, frente al lugar donde la tierra aparecía recién removida, se detuvo con aire indiferente, miró hacia todos lados, interrogó cada ángulo del jardín, interrogó cada ventana de las casas vecinas, interrogó la tierra, el cielo, el aire, y creyendo que se hallaba realmente solo, fuera de la vista de todo el mundo, se precipitó sobre la platabanda, hundió sus dos manos en la tierra blanda, recogió una porción que deshizo suavemente entre sus manos para ver si el bulbo se encontraba allí, repitió tres veces el mismo manejo y cada vez con una acción más ardiente, hasta que al fin, comenzando a comprender que podía haber sido engañado con alguna superchería, calmó la agitación que le devoraba, cogió el rastrillo, igualó el terreno para dejarlo en el mismo estado en que se hallaba antes de que lo hubiera registrado y, completamente avergonzado, completamente corrido, cogió el camino de la puerta afectando el aspecto inocente de un paseante ordinario.

—¡Oh, el miserable! —murmuró Cornelius, enjugando las gotas de sudor que perlaban su frente—. ¡Oh, el miserable! Lo había adivinado. Pero entonces, Rosa, ¿qué habéis hecho con el bulbo? ¡Ay! Ya es un poco tarde para plantarlo.

—El bulbo está en la tierra desde hace seis días.

—¿Dónde? ¿Cómo? —exclamó Cornelius—. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué imprudencia! ¿Dónde está? ¿En qué tierra se halla? ¿Está bien o mal expuesto?

¿No hay peligro de que ese espantoso Jacob nos lo robe?

—No hay peligro de que nos lo roben, a menos que Jacob fuerce la puerta de mi habitación.

—¡Ah! Está con vos, está en vuestra habitación, Rosa —dijo Cornelius un poco tranquilizado—. Pero ¿en qué tierra, en qué recipiente? No le haréis germinar en el agua como las buenas mujeres de Haarlem y de Dordrecht que se empeñan en creer que el agua puede reemplazar a la tierra, como si el agua, que está compuesta de treinta y tres partes de oxígeno y de sesenta y seis partes de hidrógeno, pudiera reemplazar… Pero ¡qué es lo que os digo, Rosa!

—Sí, esto es un poco técnico para mí —respondió sonriendo, la joven—. Me contentaré, pues, con responderos, para tranquilizaros, que vuestro bulbo no está en el agua.

—¡Ah! Respiro.

—Está en una buena vasija de mayólica, justo del ancho del recipiente donde habíais enterrado el vuestro. Está en un terreno compuesto de tres cuartas partes de tierra ordinaria cogida del mejor lugar del jardín, y de un cuarto de tierra de la calle. ¡Oh! ¡He oído decir tan a menudo a vos y a ese infame de Jacob, como vos le llamáis, en qué tierra debe crecer el tulipán, que ya lo sé como el primer jardinero de Haarlem!

—¡Ah! Ahora queda la exposición. ¿Qué exposición tiene, Rosa?

—Está al sol toda la jornada, los días en que luce. Pero cuando haya salido de la tierra, cuando el sol sea más caliente, haré como vos hacíais aquí, querido señor Cornelius. Lo expondré en mi ventana al levante desde las ocho de la mañana a las once, y en mi ventana al poniente, desde las tres de la tarde hasta las cinco.

—¡Ah! ¡Eso es, eso es! —exclamó Cornelius—. Sois una jardinera perfecta, mi bella Rosa. Pero pienso que el cultivo de mi tulipán va a tomaros todo vuestro tiempo.

—Sí, es verdad —concedió Rosa—, pero no importa; vuestro tulipán es mi hijo. Le dedico el tiempo que dedicaría a mi niño, si fuera madre. Solamente convirtiéndome en su madre —añadió Rosa sonriendo—puedo dejar de considerarme su rival. ¿No os parece?

—¡Buena y querida Rosa! —murmuró Cornelius lanzando sobre la joven una mirada donde había más de amante que de horticultor, y que consoló un poco a Rosa.

Luego, al cabo de un instante de silencio, durante el cual Cornelius había buscado por las aberturas del enrejado la mano fugitiva de Rosa:

—Así pues —continuó Cornelius—¿ya hace seis días que el bulbo está en la tierra?

—Seis días, sí, señor Cornelius —asintió la joven.

—¿Y no aparece todavía?

—No, pero creo que mañana aparecerá.

—Mañana entonces, me daréis noticias de él al darme las vuestras, ¿verdad, Rosa? Me inquieto mucho por el hijo, como vos decíais hace un momento; pero me intereso muy de otro modo por la madre.

—Mañana —dijo Rosa, desviando la vista de la de Cornelius—, no sé si podré.

—¿Eh? ¡Dios mío! —exclamó Cornelius—. ¿Por qué mañana no podréis?

—Señor Cornelius, tengo mil cosas que hacer.

—Mientras que yo, no tengo más que una —murmuró Cornelius.

—Sí —respondió Rosa—, amar vuestro tulipán.

—Amaros a vos, Rosa.

Rosa movió la cabeza.

Se hizo un nuevo silencio.

—En fin —continuó Van Baerle, interrumpiendo ese silencio—todo cambia en la Naturaleza: a las flores de la primavera suceden otras flores, y vemos a las abejas, que acarician tiernamente a las violetas y a los alhelíes, posarse con el mismo amor sobre las madreselvas, las rosas, los jazmines, los crisantemos y los geranios.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó Rosa.

—Esto quiere decir, señorita, que vos habéis querido primero oír el relato de mis alegrías y de mis penas; habéis acariciado la flor de nuestra mutua juventud; pero la mía se marchita en la sombra. El jardín de las esperanzas y los placeres de un prisionero no tiene más que una estación. No ocurre como en esos bellos jardines al aire libre y al sol. Una vez realizada la siega de mayo, una vez cosechado el botín, las abejas como vos, Rosa, las abejas de fino talle, de antenas de oro, de alas diáfanas, pasan por entre los barrotes, desertan del frío, de la soledad, de la tristeza, para ir a buscar más lejos los perfumes y las calientes exhalaciones. ¡La felicidad, en fin!

Rosa miraba a Cornelius con una sonrisa que éste no veía, tenía la vista levantada al cielo.

Continuó con un suspiro:

—Vos me habéis abandonado, señorita Rosa, para gozar de vuestras cuatro estaciones de placeres. Habéis hecho bien; no me lamento. ¿Qué derecho tenía para exigir vuestra fidelidad?

 

—¡Mi fidelidad! —exclamó Rosa anegada en lágrimas, y sin tomarse el trabajo de ocultar por más tiempo a Cornelius aquel rosario de perlas que rodaba por sus mejillas—. ¡Mi fidelidad! ¿No os he sido fiel?

—¡Ay! ¿Es serme fiel —preguntó Cornelius abandonarme, dejarme morir aquí?

—Pero, señor Cornelius —protestó Rosa—, ¿no he hecho por vos todo lo que podía para agradaros, no me he ocupado de vuestro tulipán?

—¡Con amargura, Rosa! Me reprocháis la única alegría sin mancha que he tenido en este mundo.

—No os reprocho nada, señor Cornelius, sino la única pena profunda que he sentido desde el día en que vinieron a decirme a la Buytenhoff que ibais a ser ajusticiado.

—Os desagrada, Rosa, mi dulce Rosa, os desagrada que yo ame a las flores.

—No me desagrada que vos las améis, solamente me entristece que las améis más de lo que me amáis a mí misma.

—¡Ah! Querida, querida bien amada —exclamó Cornelius—, mirad cómo tiemblan mis manos, mirad cuán pálida está mi frente, escuchad, escuchad cómo late mi corazón; ¡pues bien!, no es porque mi tulipán negro me sonríe y me llama, no. Es porque vos me sonreís, es porque vos inclináis vuestra frente hacia mí; es porque —no sé si esto es verdad—, es porque me parece que, aun rehusándolas, vuestras manos aspiran a las mías y siento el calor de vuestras bellas mejillas tras el frío enrejado. Rosa, amor mío, romped el bulbo del tulipán negro, destruid la esperanza de esta flor, apagad la dulce luz de este sueño casto y encantador con el que me había habituado cada día. ¡Sea! Nada de flores de ricos vestidos, de gracias elegantes, de caprichos divinos, despojadme de todo esto, flor celosa de otras flores, despojadme de todo esto, pero no me quitéis vuestra voz, vuestro gesto, el rumor de vuestros pasos por la pesada escalera, no me quitéis el fuego de vuestros ojos en el sombrío corredor, la certeza de vuestro amor que acaricia perpetuamente mi corazón; amadme, Rosa, porque realmente yo siento que os amo.

—Después del tulipán negro —suspiró la joven, cuyas manos tibias y acariciantes consentían por fin en entregarse a través del enrejado a los labios de Cornelius.

—Antes que nada, Rosa…

—¿He de creeros?

—Como creéis en Dios.

—Sea, ¿no os compromete mucho el amarme?

—Muy poco, desgraciadamente, querida Rosa, pero os compromete a vos.

—¿A mí? —preguntó Rosa—. ¿Y a qué me compromete esto?

—En primer lugar, a no casaros.

Ella sonrió.

—¡Ah! Así es como sois los hombres —dijo—: tiranos. Adoráis a una belleza: no pensáis más que en ella, no soñáis más que con ella. Sois condenados a muerte, y al marchar hacia el patíbulo le consagráis vuestro último suspiro, y exigís de mí, pobre chica, exigís el sacrificio de mis sueños, de mi ambición.

—Pero ¿de qué belleza me habláis, Rosa? —preguntó Cornelius buscando en sus recuerdos, inútilmente, una mujer a la cual Rosa pudiera hacer alusión.

—Pues de la belleza negra, señor, de la belleza negra de talle flexible, de pies finos, de cabeza llena de nobleza. Me refiero a vuestra flor, naturalmente.

Cornelius sonrió.

—Belleza imaginaria, mi buena Rosa, mientras que vos, sin contar a vuestro enamorado, o más bien a mi enamorado Jacob, estáis rodeada de galanes que os hacen la corte. ¿Recordáis, Rosa, lo que me habéis dicho de los estudiantes, de los oficiales, de los dependientes de La Haya? Pues bien, ¿no hay en Loevestein dependientes, oficiales, estudiantes?

—¡Oh! Sí que los hay por cierto, y hasta demasiados —dijo Rosa.

—¿Que escriben?

—Que escriben.

Y Cornelius lanzó un suspiro al pensar que era a él, pobre prisionero, a quien Rosa debía el privilegio de leer las notas que recibía.

—¡Pues sí! —prosiguió Rosa—. Pero me parece, señor Cornelius, que al leer las notas que me escriben, al examinar los galanes que se me presentan, no hay más que seguir vuestras instrucciones.

—¿Cómo mis instrucciones?

—Sí, vuestras instrucciones. Olvidáis —continuo Rosa suspirando a su vez—, olvidáis el testamento escrito por vos en la Biblia del señor Corneille de Witt. ¡Yo no lo olvido! Porque, ahora que sé leer, lo releo todos los días, y más bien dos veces que una. ¡Pues bien! En ese testamento, me ordenáis amar y casarme con un guapo joven de veintiséis a veintiocho años. Yo busco a ese joven, y como toda mi jornada está consagrada a vuestro tulipán, es preciso que me dejéis la noche para hallarlo.

—¡Ah, Rosa! El testamento se hizo en prevision de mi muerte y, gracias al Cielo, estoy vivo. Por lo tanto queda sin efecto, si así lo deseáis.

—¡Pues bien! Entonces, no buscaré a ese guapo joven de veintiséis a veintiocho años, y vendré a veros.

—¡Ah! ¡Sí, Rosa, venid! ¡Venid!

—Mas con una condición.

—¡Está aceptada de antemano!

—Que durante tres días no hablemos del tulipán negro.

—No hablaremos nunca si lo exigís, Rosa.

—¡Oh! —exclamó la joven—. No hay que pedir lo imposible.

Y, como por descuido, aproximó su fresca mejilla tan cerca del enrejado que Cornelius pudo rozarla con sus labios.

Rosa lanzó un pequeño grito lleno de amor, y desapareció.

XXI

EL SEGUNDO BULBO

La noche fue buena y la jornada del día siguiente mejor todavía.

En los días precedentes, la prisión se había hecho pesada, sombría, deprimente; oprimía con todo su peso al pobre prisionero. Sus muros eran negros, su aire era frío, los barrotes estaban dispuestos de forma que apenas dejaban pasar la luz del día.

Pero cuando Cornelius despertó al nuevo día, un rayo de sol matinal jugaba en los barrotes, los palomos hendían el aire con sus alas extendidas, mientras que otros se arrullaban amorosamente sobre el tejadillo de la ventana todavía cerrada.

Cornelius corrió hacia aquella ventana y la abrió; le pareció que la vida, la alegría, casi la libertad, entraban con ese rayo de sol en la sombría celda.

Es que el amor florecía y hacía florecer cada cosa a su alrededor; el amor, flor del cielo de otro brillo, perfumaba de forma distinta a todas las flores de la Tierra.

Cuando Gryphus entró en la celda del prisionero en lugar de encontrarlo taciturno y acostado como los otros días, lo halló de pie y cantando un aria de ópera.

—¡Eh! —exclamó aquél.

—¿Cómo estamos esta mañana?

Gryphus le miró con desdén.

—El perro, y el señor Jacob, y nuestra bella Rosa, ¿cómo están todos?

Gryphus rechinó los dientes.

—Aquí está vuestro desayuno —dijo.

—Gracias, amigo carcelero —contestó el prisionero—. Llegáis a tiempo porque tengo mucha hambre.

—¡Ah! ¿Tenéis hambre? —comentó Gryphus.

—Toma, ¿por qué no? —preguntó Van Baerle.

—Parece que la conspiración marcha —dijo Gryphus.

—¿Qué conspiración? —inquirió Van Baerle.

—¡Bueno! Sabemos lo que se dice, pero vigilaremos, señor sabio: estad tranquilo, vigilaremos.

—¡Vigilad, amigo Gryphus! —replicó Van Baerle—. ¡Vigilad! Mi conspiración, como mi persona, se halla toda a vuestro servicio.

—Veremos esto a mediodía —aseguró Gryphus.

—A mediodía —repitió Cornelius—. ¿Qué querrá decir? Sea, esperemos al mediodía; a mediodía veremos.

Era fácil para Cornelius esperar hasta mediodía. Cornelius esperaba hasta las nueve.

Mediodía llegó y se oyó en la escalera, no solamente el paso de Gryphus, sino los pasos de tres o cuatro soldados que subían con él.

La puerta se abrió, Gryphus entró, introdujo a los hombres y cerró la puerta detrás de ellos.

—¡Aquí! Ahora, busquemos.

Buscaron en los bolsillos de Cornelius, entre su chaqueta y su chaleco, entre su chaleco y su camisa, entre su camisa y su piel; no se halló nada.

Buscaron en las sábanas, en el colchón, en el jergón del lecho y no se halló nada.

Fue entonces cuando Cornelius se felicitó por no haber aceptado el tercer bulbo. Gryphus, en esta pesquisa, lo hubiera ciertamente encontrado, por muy oculto que estuviese, y lo habría tratado como al primero.

Por lo demás, jamás asistió un prisionero con un rostro más sereno a una pesquisa realizada en su celda.

Gryphus se retiró con el lápiz y las tres o cuatro hojas de papel blanco que Rosa había dado a Cornelius; éste fue el único trofeo de la expedición.

A las seis, Gryphus regresó, pero solo; Cornelius quiso calmarle, pero Gryphus gruñó, mostró el colmillo que sobresalía en una comisura de la boca, y salió andando hacia atrás, como un hombre que tiene miedo de que le ataquen.

Cornelius estalló en risas.

Lo cual hizo que Gryphus, que conocía los refranes, le gritara a través de la reja:

—Está bien, está bien; mejor reirá quien ría el último.

El que debía reír el último, aquella noche por lo menos, era Cornelius, porque Cornelius esperaba a Rosa.

Rosa acudió a las nueve; pero acudió sin farol; Rosa no tenía ya necesidad de la luz, sabía leer.

Además, la luz podía denunciar a Rosa, espiada más que nunca por Jacob.

Por último, bajo la luz, se veía demasiado el rubor de Rosa cuando se ruborizaba.

¿De qué hablaron los dos jóvenes aquella noche? De las cosas de que hablan los enamorados en el umbral de una puerta en Francia, de uno a otro lado de una celosía en España, de lo alto al pie de una terraza en Oriente.

Hablaron de esas cosas que ponen alas a los pies de las horas, que añaden plumas a las alas del tiempo.

Hablaron de todo, excepto del tulipán negro…

Luego, a las diez, como de costumbre, se separaron.

Cornelius era feliz, tan completamente feliz como puede serlo un tulipanero a quien no se le ha hablado de su tulipán.

Encontraba a Rosa bonita como todos los amores de la Tierra; la hallaba buena, graciosa, encantadora.

Mas ¿por qué Rosa prohibía que se hablara del tulipán?

Ésta era una gran falta que Rosa cometía.

Cornelius se dijo, suspirando, que la joven no era absolutamente perfecta.

Una parte de la noche la pasó meditando sobre esta imperfección. Lo que quiere decir que, mientras estuvo despierto, pensó en Rosa.

Una vez dormido, soñó con ella.

Pero la Rosa de sus sueños era mucho más perfecta que la Rosa de la realidad. Aquélla no solamente hablaba del tulipán, sino que además traía a Cornelius un magnífico tulipán negro nacido en un jarro de China.

Cornelius se despertó temblando de alegría y murmurando: «Rosa, Rosa, te amo.»

Y como se hacía ya de día, Cornelius no juzgó oportuno volverse a dormir.

Conservó, pues, todo el día la idea que había tenido en su despertar.

¡Ah! Si Rosa le hubiera hablado del tulipán, Cornelius la hubiese preferido a la reina Semiramis, a la reina Cleopatra, a la reina Isabel, a la reina Ana de Austria, es decir, a las más grandes o a las más bellas reinas del mundo.

Pero Rosa había prohibido, bajo pena de no volver más, que se hablara del tulipán antes de tres largos días.

Eran setenta y dos horas concedidas al amante, es verdad; pero eran setenta y dos horas restadas al horticultor.

Cierto que de esas setenta y dos horas, ya habían transcurrido treinta y seis.

Las otras treinta y seis pasarían muy pronto, dieciocho horas esperando, dieciocho horas para recordar.

Rosa volvió a la misma hora; Cornelius soportó heroicamente su penitencia. Hubiera sido un pitagórico más distinguido que Cornelius, y con tal de qué se le hubiese permitido pedir una vez por día noticias de su tulipán, se habría quedado cinco años, según los estatutos de la Orden, sin hablar de otra cosa.

Por lo demás, la bella visitante comprendía realmente que cuando se ordena por un lado, hay que ceder por el otro. Rosa dejaba a Cornelius atraer sus dedos por el postigo; Rosa dejaba a Cornelius besar sus cabellos a través del enrejado.

¡Pobre niña! Todas esas delicadezas del amor eran mucho más peligrosas para ella que hablar del tulipán.

Lo comprendió al regresar a su habitación con el corazón palpitante, las mejillas ardientes, los labios secos y los ojos húmedos.

Por eso al día siguiente por la noche, después de cambiar las primeras palabras, después de prodigarse las primeras caricias, miró a Cornelius á través del enrejado, y en la oscuridad, dijo: —¡Bien! ¡Ya se ha levantado!

—¡Se ha levantado! ¿Qué? ¿Quién? —inquirió Cornelius no atreviéndose a creer que la misma Rosa abreviara la duración de su prueba.

 

—El tulipán —contestó la joven.

—¿Cómo? —exclamó Cornelius—. ¿Permitís, pues?

—¡Sí! —concedió Rosa en el tono de una madre cariñosa que permite una alegría a su hijo.

—¡Ah, Rosa! —se alborozó Cornelius alargando sus labios a través del enrejado, con la esperanza de tocar una mejilla, una mano, la frente, cualquier cosa.

Tocó algo mejor que todo eso, tocó dos labios entreabiertos.

Rosa lanzó un pequeño grito.

Cornelius comprendió que debía apresurarse a continuar la conversación, sentía que ese contacto inesperado había asustado mucho a Rosa.

—¿Se ha levantado muy derecho? —preguntó.

—Derecho como un huso de Frisia —dijo Rosa.

—¿Y está muy alto?

—Seis centímetros por lo menos.

—¡Oh! Rosa, tened mucho cuidado y veréis cómo crece deprisa.

—¿Puedo tener más cuidado? —explicó Rosa—. No pienso más que en él.

—¿Sólo en él, Rosa? Tened cuidado, soy yo el que voy a sentirme celoso a mi vez.

—Y vos sabéis ya que pensar en él es pensar en vos. No lo pierdo de vista. Lo veo desde mi lecho; al despertarme es el primer objeto que miro, al dormirme es el último objeto que retengo en la mirada. Durante el día me siento y trabajo a su lado, porque desde que se encuentra en mi habitación, no lo abandono.

—Tenéis razón, Rosa, es vuestra dote, ¿sabéis?

—Sí, y gracias a ella podré casarme con un hombre joven de veintiséis a veintiocho años que me guste.

—Callaos, malvada.

Y Cornelius consiguió coger los dedos de la joven, lo cual hizo, si no cambiar de conversación, por lo menos que el silencio siguiera al diálogo.

Aquella noche, Cornelius fue el más feliz de los hombres. Rosa le dejó su mano cuanto quiso retenerla, y le habló del tulipán a su entera satisfacción.

A partir de aquel momento, cada día trajo un progreso en el tulipán y en el amor de los dos jóvenes. Una vez eran las hojas que se habían abierto, otra, era la misma flor que había cuajado. Ante esta noticia la alegría de Cornelius fue grande, y sus preguntas se sucedieron con una rapidez que testimoniaba su impaciencia.

—Cuajada —exclamó Cornelius—. ¡Ha cuajado!

—Ha cuajado —repitió Rosa.

Cornelius se tambaleó de alegría y se vio obligado a agarrarse al postigo.

—¡Ah! ¡Dios mío! —exclamó, y volviéndose a Rosa—. ¿Es regular el óvalo, está lleno el cilindro, están bien verdes las puntas?

—El óvalo tiene casi tres centímetros y está afilado como una aguja, el cilindro hincha sus flancos, las puntas están listas para abrirse.

Aquella noche, Cornelius durmió poco; era un momento supremo aquel en el que las puntas se abrieran.

Dos días después, Rosa anunció que se habían entreabierto.

—Entreabiertas, Rosa —exclamó Cornelius—. ¡El involucro se ha entreabierto! Pero ¿entonces se ve, se puede distinguir ya?

Y el prisionero se detuvo jadeante.

—Sí —respondió Rosa—; sí, se puede distinguir una línea de un color diferente, delgada como un cabello.

—¿Y el color? —preguntó Cornelius temblando.

—¡Ah! —contestó Rosa—. Es muy oscuro.

—¿Pardo?

—¡Oh! Más oscuro.

—¡Más oscuro, buena Rosa, más oscuro! Gracias. Oscuro como el ébano, oscuro como…

—Oscuro como la tinta con la cual os he escrito.

Cornelius lanzó un grito de loca alegría.

—¡Oh! —exclamó juntando las manos—. ¡Oh! No hay un ángel que pueda compararse a vos, Rosa.

—¿De veras? —dijo Rosa sonriendo ante esta exaltación.

—Rosa, habéis trabajado tanto, habéis hecho tanto por mí; Rosa, mi tulipán va a florecer, y mi tulipán florecerá negro, Rosa, Rosa, ¡sois lo más perfecto que Dios ha creado sobre la Tierra!

—¿Después del tulipán, sin embargo?

—¡Ah! Callaos, malvada. Callaos, por piedad, no echéis a perder mi alegría. Pero, decidme, Rosa, si el tulipán ha llegado a ese punto, dentro de dos o tres días a más tardar florecerá.

—Mañana o pasado mañana, sí.

—¡Oh! Y yo no lo veré —exclamó Cornelius, echándose hacia atrás—. Y no lo besaré como una maravilla de Dios a la que se debe adorar, como beso vuestras manos, Rosa, como beso vuestros cabellos, como beso vuestras mejillas, cuando por azar se hallan al alcance del postigo.

Rosa acercó su mejilla, no por azar, sino voluntariamente; los labios del joven se pegaron a ella con avidez.

—¡Vaya! Lo traeré si vos queréis —dijo Rosa, emocionada.

—¡Ah! ¡No! ¡No! Tan pronto como se abra, ponedlo bien a la sombra, Rosa, y en el mismo instante, inmediatamente, enviad a Haarlem a prevenir al presidente de la Sociedad Hortícola que el gran tulipán negro ha florecido. Haarlem está lejos, lo sé, pero con dinero hallaréis un mensajero. ¿Tenéis dinero, Rosa?

Rosa sonrió.

—¡Oh, sí! —dijo.

—¿Bastante? —preguntó Cornelius.

—Trescientos florines.

—¡Oh! Si tenéis trescientos florines, no es un mensajero a quien tenéis que enviar, sino vos misma, vos misma, Rosa, quien debe ir a Haarlem.

—Pero durante ese tiempo, la flor…

—¡Oh, la flor! Lleváosla, comprended que no debéis separaros de ella ni un instante.

—Pero, aunque no me separe de ella, me separaré de vos, Cornelius —dijo Rosa entristecida.

—¡Ah! Es verdad, mi dulce, mi querida Rosa. ¡Dios mío! ¡Qué malvados son los hombres! ¿Qué les he hecho yo y por qué me han privado de la libertad? Tenéis razón, Rosa, yo no podría vivir sin vos. ¡Pues bien! Enviad alguien a Haarlem, eso es. ¡Por mi fe! El milagro es lo bastante grande como para que el presidente se moleste; él mismo vendrá a Loevestein a buscar el tulipán.

Luego, deteniéndose de repente, fue con voz temblorosa que murmuró:

—¡Rosa! ¡Rosa! Si no fuese negro…

—¡Vaya! Eso lo sabréis mañana o pasado mañana por la noche.

—¡Esperar hasta la noche para saberlo, Rosa! Moriré de impaciencia. ¿No podríamos convenir una señal?

—Lo haré mejor.

—¿Qué haréis?

—Si es por la noche cuando se abra, vendré para decíroslo yo misma. Si es por el día, pasaré por delante de la celda y os deslizaré una nota, bien por debajo de la puerta, bien por el postigo, entre la primera y la segunda inspección de mi padre.

—¡Oh, Rosa! ¡Eso es! Una palabra vuestra anunciándome esta noticia, será una doble felicidad.

—Son ya las diez —dijo Rosa—, es preciso que os abandone.

—¡Sí! ¡Sí! —exclamó Cornelius—. ¡Sí! ¡Marchaos, Rosa, marchaos!

Rosa se retiró cabizbaja.

Cornelius casi la había despedido.

Cierto que era para vigilar el tulipán negro.

XXII

LA FLORACIÓN

La noche transcurrió muy lenta y al mismo tiempo muy agitada para Cornelius. A cada instante le parecía que la dulce voz de Rosa lo llamaba: se despertaba sobresaltado, iba a la puerta, acercaba su rostro al postigo; no había nada en el postigo, el corredor estaba vacío.

Sin duda, Rosa velaba por su parte, pero más afortunada que él, velaba al tulipán. Tenía allí, bajo sus ojos, a la noble flor, esta maravilla de las maravillas, no solamente todavía desconocida, sino creída imposible.

¿Qué diría el mundo cuando supiera que se había logrado el tulipán negro, que existía, y que era Cornelius van Baerle, el prisionero, quien lo había logrado?

¡Cómo Cornelius hubiera arrojado lejos de sí al hombre que hubiese venido a proponerle la libertad a cambio de su tulipán!

El día llegó sin noticias. El tulipán no había florecido todavía.

La jornada transcurrió como la noche.

La noche vino y con la noche una Rosa alegre, ligera como un pájaro.

—¿Y bien? —preguntó Cornelius.

—¡Pues bien! Todo va de maravilla. ¡Esta noche sin falta florecerá vuestro tulipán!

—¿Y florecerá negro?

—Negro como el azabache.

—¿Sin una sola mancha de otro color?

—Sin una sola mancha.

—¡Bondad del Cielo! Rosa, he pasado la noche pensando primero en vos…

Rosa esbozó un gesto de incredulidad.

—Luego, en lo que teníamos que hacer.

—¿Y bien?

—Esto es lo que he decidido. Una vez el tulipán haya florecido, cuando se compruebe que es negro y perfectamente negro, tenéis que encontrar un mensajero.

—Si no es más que esto, ya he encontrado un mensajero.

—¿Un mensajero seguro?

—Un mensajero del que respondo, uno de mis enamorados.