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100 Clásicos de la Literatura

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—¿A qué? ¡Voto a Dios! ¿A qué? —aulló el carcelero.

—¡Tened cuidado, os digo! ¡Vais a lastimarlo!

Y con un rápido movimiento, casi desesperado, arrancó de las manos del carcelero la vasija, que ocultó como un tesoro bajo el amparo de sus dos brazos.

Pero Gryphus, testarudo como viejo, y cada vez más convencido de que acababa de descubrir una conspiración contra el príncipe de Orange, corrió hacia su prisionero con el garrote levantado, y viendo la impasible resolución del cautivo en proteger su recipiente de flores, comprendió que Cornelius temblaba mucho menos por su cabeza que por su vasija.

Trató, pues, de arrancársela a viva fuerza.

—¡Ah! —decía el carcelero furioso—. Ved que os estáis rebelando.

—¡Dejadme mi tulipán! —gritaba Van Baerle.

—Sí, sí, tulipán —replicaba el viejo—. Conocemos las tretas de los prisioneros.

—Pero yo os juro…

—Soltad —repetía Gryphus pataleando—. Soltad, o llamo a la guardia.

—Llamad a quien queráis, pero no obtendréis esta pobre flor más que con mi vida.

Gryphus, exasperado, hundió sus dedos por segunda vez en la tierra, y esta vez sacó el bulbo todo negro, y mientras Van Baerle se sentía feliz por haber salvado el continente, no imaginándose que su adversario poseía el contenido, Gryphus lanzó violentamente el bulbo reblandecido que se aplastó sobre la baldosa y desapareció casi enseguida triturado, casi convertido en papilla, bajo el grueso zapato del carcelero.

Van Baerle vio el crimen, entrevió los restos húmedos, comprendió aquella alegría feroz de Gryphus y lanzó un grito desesperado que conmovió a ese carcelero asesino que, unos años antes, había matado la araña de Pellison.

La idea de golpear a aquel mal hombre cruzó como un relámpago por el cerebro del tulipanero. El fuego y la sangre le subieron conjuntamente hasta la frente, le cegaron, y levantó con sus dos manos la pesada vasija con toda la inútil tierra que quedaba en ella. Un instante más, y la dejaría caer sobre el calvo cráneo del viejo Gryphus.

Un grito le detuvo, un grito lleno de lágrimas y de angustia, el grito que lanzó detrás del enrejado del postigo la pobre Rosa, pálida, temblorosa, con los brazos elevados al cielo y colocada entre su padre y su amigo.

Cornelius arrojó la vasija que se rompió en mil pedazos con un estrépito terrible.

Y entonces, Gryphus comprendió el peligro que acababa de correr y se entregó a terribles amenazas.

—¡Oh! —exclamó Cornelius—. Es preciso que seáis un hombre muy cobarde y muy villano para arrancarle a un pobre prisionero su único consuelo, una cebolla de tulipán.

—¡Apartaos, padre mío! —añadió Rosa—. Es un crimen lo que acabáis de cometer.

—¡Ah! Sois vos, cotorra —gritó el viejo hirviendo de cólera, volviéndose hacia su hija—. Meteos en lo que os importe, y, sobre todo, bajad enseguida.

—¡Desgraciado! ¡Desgraciado! —continuaba Cornelius desesperado.

—Después de todo, no se trata más que de, un tulipán —añadió Gryphus un poco avergonzado—. Os daremos tantos tulipanes como deseéis, tengo trescientos en mi desván.

—¡Al diablo vuestros tulipanes! —exclamó Cornelius—. No valen más de lo que vos mismo valéis. ¡Oh! ¡Cien mil millones de millones! Si los tuviera, los daría por el que habéis aplastado.

—¡Ah! —exclamó Gryphus triunfante—. Ya veis que no es un tulipán lo que vos teníais. Ya veis que en esta falsa cebolla había alguna brujería, tal vez un medio de correspondencia con los enemigos de Su Alteza, que os perdonó. Ya decía yo que se había equivocado al no cortaros el cuello.

—¡Padre mío! ¡Padre mío! —exclamaba Rosa.

—¡Pues bien! ¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor! —repetía Gryphus animándose—. Yo lo he destruido, yo lo he destruido. ¡Y así lo haré cada vez que vos comencéis de nuevo! ¡Ah! Ya os había avisado, mi guapo amigo, que os haría la vida dura.

—¡Maldito! ¡Maldito! —gritó Cornelius mientras completamente desesperado revolvía con sus dedos temblorosos los últimos vestigios de su bulbo, cadáver de tantas alegrías y tantas esperanzas.

—Plantaremos el otro mañana, querido señor Cornelius —dijo en voz baja Rosa, que comprendía el inmenso dolor del tulipanero y que lanzó —corazón santo—aquellas dulces palabras como una gota de bálsamo en la herida sangrante de Cornelius.

XVIII

EL ENAMORADO DE ROSA

Apenas había pronunciado Rosa aquellas palabras de consuelo a Cornelius, cuando se oyó en la escalera una voz que pedía a Gryphus noticias de lo que ocurría.

—Padre mío —dijo Rosa—, ¿oís?

—¿Qué?

—El señor Jacob os llama. Está inquieto.

—Se ha hecho tanto ruido —exclamó Gryphus—. ¡Se hubiera dicho que este sabio me estaba asesinando! ¡Ah! ¡Cuánto daño proporcionan siempre los sabios!

Luego, señalando con el dedo la escalera a Rosa, ordenó: —¡Caminad por delante, señorita! —y cerrando la puerta, acabó—: Ya voy con vos, amigo Jacob.

Y Gryphus salió, llevándose a Rosa y dejando en su soledad y en su amargo dolor al pobre Cornelius que murmuraba:

—¡Oh! Tú eres el que me has asesinado, viejo verdugo. ¡No sobreviviré a esto!

Y, en efecto, el pobre prisionero cayó enfermo sin ese contrapeso que la Providencia había puesto en su vida y que se llamaba Rosa.

Por la noche, regresó la joven.

Su primera palabra fue para anunciar a Cornelius que de allí en adelante su padre no se oponía a que él cultivara flores.

—¿Y cómo sabéis esto? —preguntó el prisionero con aire doliente a la joven.

—Lo sé porque lo ha dicho.

—¿Para engañarme, tal vez?

—No, se arrepiente.

—¡Oh! Sí, pero demasiado tarde.

—Este arrepentimiento no le ha venido de sí mismo.

—¿Y cómo le ha venido, pues?

—¡Si vos supierais cuánto le ha reñido su amigo!

—¡Ah! El señor Jacob. ¿No os deja, pues, ese caballero?

—En todo caso, nos deja lo menos que puede.

Y sonrió de tal forma que aquella pequeña nube de celos que había oscurecido la frente de Cornelius se disipó.

—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó el prisionero con interés.

—Pues bien, interrogado por su amigo, mi padre, a la hora de cenar le contó la historia del tulipán o más bien del bulbo, y la bonita explosión que hizo al aplastarse.

Cornelius lanzó un suspiro que podía pasar por un gemido.

—¡Si hubierais visto en aquel momento a maese Jacob…! —continuó Rosa—. En verdad, creí que iba a pegar fuego a la fortaleza; sus ojos eran dos antorchas ardientes, sus cabellos se erizaron, crispaba sus puños. Por un instante creí que quería estrangular a mi padre. «¿Vos habéis hecho esto —gritó—, vos habéis aplastado el bulbo?» «Sin duda», dijo mi padre. «¡Esto es una infamia! —continuó—, ¡es odioso! ¡Es un crimen lo que habéis cometido!», aulló Jacob. Mi padre se quedó estupefacto. «¿Es que vos también estáis loco?», preguntó a su amigo.

—¡Oh! Es un hombre digno, ese Jacob —murmuró Cornelius—. Un corazón honrado, un alma escogida.

—Lo cierto es que resulta imposible tratar a un hombre más duramente de lo que él ha tratado a mi padre —añadió Rosa—. Por su parte, sentía una verdadera desesperación; repetía sin cesar: «Aplastado, el bulbo aplastado; ¡oh, Dios mío, Dios mío! ¡Aplastado!», luego, volviéndose hacia mí, me preguntó: «¿Pero no sería el único que tenía?»

—¿Os ha preguntado eso? —inquirió Cornelius, prestando atención.

—«¿Vos creéis que no era el único?», dijo mi padre. «Bueno, buscaremos los otros.» «Vos buscaréis los otros», gritó Jacob cogiendo a mi padre por el cuello; pero enseguida lo soltó. Y luego, volviéndose hacia mí, preguntó: «¿Y qué ha dicho el pobre hombre?» Yo no sabía qué responder. Vos me habíais recomendado que no dejase de sospechar jamás el interés que teníais en ese bulbo. Afortunadamente mi padre me sacó del aprieto. «¿Lo que ha dicho…? Se puso furioso.» «¿Cómo no iba a estar furioso —le dije—, si vos fuisteis tan injusto y tan brutal?» «¡Vaya! Pero ¿están todos locos? —gritó mi padre a su vez—. ¡Por haber aplastado una cebolla de tulipán!; las hay a centenares por un florín en el mercado de Gorcum.» «Pero tal vez menos preciosos que éste», tuve la desgracia de responder.

—¿Y qué dijo Jacob a esas palabras? —preguntó Cornelius.

—Debo confesar que, a esas palabras, me pareció que su mirada lanzaba destellos.

—Sí —apremió Cornelius—. Pero esto no sería todo. ¿Dijo algo?

—Dijo con voz melosa: «Así pues, bella Rosa, ¿vos creéis que esa cebolla era preciosa?» Entonces comprendí que había cometido una falta. «¿Qué sé yo? —respondí negligentemente—. ¿Acaso conozco los tulipanes? Solamente sé que, por desgracia, estamos condenados a vivir con los prisioneros… y sé que para este prisionero constituía todo su pasatiempo. El pobre señor Van Baerle se entretenía con esa cebolla. Y por ello digo que es una crueldad quitarle esa diversión.» «Pero, en primer lugar —dijo entonces mi padre—, ¿cómo se había procurado esa cebolla? Esto es lo que me gustaría saber.» Desvié la mirada para evitar la de mi padre. Pero me topé con los ojos de Jacob. Se diría que deseaba perseguir mi pensamiento hasta el fondo de mi corazón. Un gesto displicente exime a menudo una respuesta. Me encogí de hombros, me volví de espaldas y me dirigí hacia la puerta. Pero me detuve al oír pronunciar una palabra que oí en voz baja. Jacob le dijo a mi padre: «No es cosa difícil asegurarse, pardiez. Es cuestión de registrarle, y si tiene los otros bulbos los hallaremos. Generalmente, hay tres.»

—¡Hay tres! —exclamó Cornelius—. ¡Dijo que había tres bulbos!

—Podéis comprender que la frase me asombró tanto como a vos ahora. Me volví. Estaban los dos tan ocupados que no vieron mi movimiento. «Pero —dijo mi padre—tal vez no tenga sus cebollas consigo.» «Entonces sacadle de la celda con un pretexto cualquiera. Durante ese tiempo, yo la registraré», concluyó Jacob.

 

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Cornelius—. Pero vuestro maese Jacob es un bandido.

—Tengo miedo.

—Decidme, Rosa —continuó Cornelius, pensativo—. ¿No me habéis contado que el día en que preparabais vuestra platabanda, ese hombre os había seguido?

—Sí.

—¿Que se había deslizado como una sombra tras los saúcos?

—Sin duda.

—¿Que no había perdido ni uno de vuestros golpes de rastrillo?

—Ni uno.

—Rosa… —dijo Cornelius palideciendo.

—No era a vos a quien seguía.

—¿A quién, pues?

—No es de vos de quien está enamorado.

—¿De quién, entonces?

—Era a mi bulbo a quien seguía; es de mi tulipán de quien está enamorado.

—¡Ah! ¡Naturalmente! Eso podría ser —exclamó Rosa.

—¿Queréis aseguraros?

—¿Cómo?

—¡Oh! Es cosa fácil.

—Decidme.

—Id mañana al jardín; procurad, como la primera vez, que Jacob sepa que vais allí. Procurad, como la primera vez, que os siga; haced el ademán de enterrar el bulbo, salid del jardín, pero mirad a través de la puerta, y ved lo que hace.

—¡Bien! Pero ¿y después?

—¿Después? Según él actúe, actuaremos nosotros.

—¡Ah! —exclamó Rosa lanzando un suspiro—. Realmente, amáis mucho a vuestras cebollas, señor Cornelius.

—El hecho es —dijo el prisionero con un suspiro que, desde que vuestro padre aplastó ese desgraciado bulbo, me parece que una parte de mi vida se ha paralizado.

—¡Veamos! —indicó Rosa—. ¿Queréis intentar otra cosa todavía?

—¿Qué?

—¿Queréis aceptar la proposición de mi padre?

—¿Qué proposición?

—Os ha ofrecido cebollas de tulipanes por centenares.

—Es verdad.

—Aceptad dos o tres, y en medio de estas dos o tres cebollas, podéis criar el tercer bulbo.

—Sí, no estaría mal —aprobó Cornelius con el ceño fruncido—si vuestro padre estuviera solo; pero ese otro, ese Jacob, que nos espía…

—¡Ah! Es cierto. Sin embargo, ¡reflexionad! Os priváis aquí, lo veo, de una gran distracción.

Y pronunció estas palabras con una sonrisa que no estaba enteramente exenta de ironía.

En efecto, Cornelius reflexionó un instante, y era fácil de comprender que luchaba contra un gran deseo.

—¡Pues bien! ¡No! —exclamó estoicamente—. ¡No, esto sería una debilidad, una locura, una cobardía! Si así entrego a todas las malvadas oportunidades de la cólera y de la envidia el último recurso que nos queda, sería un hombre indigno de perdón. ¡No, Rosa, no! Mañana tomaremos una resolución respecto a vuestro tulipán; lo cultivaréis según mis instrucciones; y en cuanto al tercer bulbo —suspiró profundamente—, en cuanto al tercero, ¡guardadlo en vuestro armario! Guardadlo como el avaro guarda su primera o su última moneda de oro, como la madre guarda a su hijo, como el herido guarda la última gota de sangre de sus venas; ¡guardadlo, Rosa! ¡Algo me dice que en él está nuestra salvación, que en él está nuestra riqueza! ¡Guardadlo! Y si el fuego del cielo cayera sobre Loevestein, juradme, Rosa, que en lugar de vuestros anillos, de vuestras joyas, de este hermoso casco de oro que enmarca tan bien vuestro rostro, juradme, Rosa, que os llevaríais este último bulbo que encierra mi tulipán negro.

—Estad tranquilo, señor Cornelius —asintió Rosa con una dulce mezcla de tristeza y de solemnidad—. Estad tranquilo, vuestros deseos son órdenes para mí.

—E incluso —continuó el joven enardeciéndose cada vez más—, si percibiéseis que erais seguida, que se espían vuestros pasos, que vuestras conversaciones despiertan las —sospechas de vuestro padre o de ese espantoso Jacob a quien detesto, ¡pues bien!, Rosa, sacrificadme enseguida, a mí que no vivo más que para vos, que no tengo a nadie más que a vos en el mundo, sacrificadme… no me veáis más.

Rosa sintió oprimírsele el corazón en su pecho; las lágrimas brotaron de sus ojos.

—¡Ay! —exclamó.

—¿Qué? —preguntó Cornelius.

—Veo una cosa.

—¿Qué veis?

—Veo —dijo la joven estallando en sollozos—, veo que vos amáis tanto a los tulipanes, que no queda lugar en vuestro corazón para otros afectos.

Y huyó.

Cornelius pasó una de las peores noches que jamás había pasado.

Ahora, ¿cómo vamos a explicar este extraño carácter a los tulipaneros perfectos como los que todavía existen en este mundo?

Lo confesamos para vergüenza de nuestro héroe y de la horticultura; de sus dos amores, el que Cornelius sentía más inclinado a lamentar, era el de Rosa; y cuando hacia las tres de la madrugada se durmió cansado de sus afanes, atormentado por los temores, lleno de remordimientos, el gran tulipán negro cedió el primer lugar, en sus sueños, a los bellos ojos azules de la rubia frisona.

IXX

LA MUJER Y LA FLOR

Pero la pobre Rosa, encerrada en su habitación, no podía saber en qué o con quién soñaba Cornelius.

Por consiguiente, después de lo que él le había dicho, Rosa se sentía más inclinada a creer que pensaba más en su tulipán que en ella, y, sin embargo, se engañaba.

Pero como nadie estaba allí para decirle que se engañaba, y las palabras imprudentes de Cornelius habían caído sobre su alma como gotas de veneno, Rosa no soñaba, lloraba.

En efecto, como Rosa era una criatura de espíritu elevado, de sentir recto y profundo, se hacía justicia a sí misma, no en cuanto a sus cualidades morales y físicas, sino en cuanto a su posición social.

Cornelius era sabio, Cornelius era rico, o por lo menos lo había sido antes de la confiscación de sus bienes; Cornelius pertenecía a aquella burguesía del comercio, más orgullosa de sus rótulos pintados en las tiendas, convertidos en blasón, de lo que había estado jamás la nobleza de raza de sus escudos hereditarios. Cornelius podía, pues, considerar a Rosa buena para una distracción, pero seguramente cuando se tratara de empeñar el corazón, sería más bien a un tulipán, es decir, a la más noble y más orgullosa de las flores a quien se lo empeñaría, que a Rosa, la humilde hija de un carcelero.

Comprendía, pues, esta preferencia que Cornelius concedía al tulipán negro sobre ella, pero no estaba menos desesperada porque lo comprendiera.

Así pues, Rosa tomó una resolución durante aquella noche terrible, durante aquella noche de insomnio. Esta resolución consistía en no volver nunca más al postigo.

Mas como sabía el ardiente deseo que sentía Cornelius por tener noticias de su tulipán, mas como no quería exponerse a ver de nuevo a un hombre por el que sentía acrecentarse su piedad hasta el punto de que después de haber pasado por la simpatía, esta piedad se encaminaba recta y a grandes pasos hacia el amor; mas como no quería que ese hombre se desesperara, resolvió proseguir sola las lecciones de lectura y escritura comenzadas, pues felizmente había llegado a un punto de su aprendizaje en que ya no le hubiera sido necesario un maestro si ese maestro no se hubiese llamado Cornelius.

Rosa, pues, se puso a leer con encarnizamiento en la Biblia del pobre Corneille de Witt, en la segunda página, convertida en primera después que la otra fue arrancada, donde estaba escrito el testamento de Cornelius van Baerle.

«¡Ah! —murmuraba para sí releyendo este testamento que nunca terminaba sin que una lágrima, perla de amor, rodara de sus ojos límpidos por sus pálidas mejillas—. ¡Ah! En ese tiempo creí, sin embargo, por un instante que él me amaba.»

¡Pobre Rosa! Se equivocaba. Jamás el amor del prisionero había sido real hasta el momento, ya que, como hemos dicho con vergüenza, en la lucha entre el gran tulipán negro y Rosa, era el gran tulipán negro el que había sucumbido.

Pero Rosa, repitámoslo, ignoraba la derrota del gran tulipán negro.

Así pues, terminada su lectura, operación en la cual Rosa había realizado grandes progresos, cogía la pluma y se dedicaba con encarnizamiento no menos loable a la obra bastante más difícil de la escritura.

Pero en fin, como Rosa escribía ya casi legiblemente el día en que Cornelius había dejado hablar a su corazón tan imprudentemente, no desesperó de realizar unos progresos bastante rápidos para dar noticias de su tulipán al prisionero en ocho días lo más tarde.

No había olvidado ni una palabra de las recomendaciones que le había hecho Cornelius. Por otra parte, Rosa no olvidaba nunca una palabra de lo que decía el joven, incluso cuando lo que le decía no tomaba la apariencia de una recomendación.

Por su parte, él se despertó más enamorado que nunca. El tulipán estaba todavía luminoso y vivo en su pensamiento; pero finalmente, no lo veía ya como un tesoro al que debiera sacrificarlo todo, incluso a Rosa; sino como una flor preciosa, una maravillosa combinación de la Naturaleza y del arte, que Dios le concedía para el corpiño de su dueña.

Sin embargo, durante toda la jornada le persiguió una vaga inquietud. Se parecía a aquellos hombres cuyo espíritu es lo bastante fuerte para olvidar momentáneamente que un gran peligro les amenaza por la noche o al día siguiente. Una vez vencida la preocupación, viven una vida ordinaria. Solamente, de cuando en cuando, ese peligro olvidado les muerde el corazón de repente con su agudo diente. Se sobresaltan, se preguntan por qué se han sobresaltado, y luego, recordando lo que habían olvidado, dicen con un suspiro:

—¡Oh, sí! ¡Es esto!

El esto de Cornelius era el temor de que Rosa no viniera aquella noche como de costumbre.

Y a medida que la tarde avanzaba, la preocupación se hacía más viva y más presente, hasta que al fin esta preocupación se apoderó de todo el cuerpo de Cornelius, y no hubo nada más que viviera en él.

Así pues, saludó la oscuridad con un fuerte latido de su corazón; a medida que la oscuridad crecía, las palabras que había dicho la víspera a Rosa, y que tanto habían afligido a la pobre chica, se hacían más presentes en su mente; y se preguntaba cómo había podido decir a su consoladora que la sacrificaba a su tulipán, es decir, a renunciar a verla si era preciso, cuando en él la vista de Rosa se había convertido en una necesidad de su vida.

En la celda de Cornelius se oían sonar las horas del reloj de la fortaleza. Dieron las siete, las ocho, luego las nueve. Nunca un timbre de bronce vibró más profundamente en el fondo de un corazón como lo hizo el martillo al golpear por novena vez señalando esta hora.

Después, todo quedó en silencio. Cornelius apoyó la mano sobre su corazón para ahogar los latidos, y escuchó.

El rumor del paso de Rosa, el roce de su ropa en los peldaños de la escalera, le eran tan familiares que, desde el primer escalón subido por ella, se decía:

«¡Ah! Ya viene Rosa.»

Aquella noche, ningún ruido turbó el silencio del corredor; el reloj señaló las nueve y cuarto. Luego, en dos sonidos diferentes, las nueve y media; después las nueve y tres cuartos; y finalmente, con su voz grave anunció no sólo a los huéspedes de la fortaleza, sino también a los habitantes de Loevestein, que eran las diez.

Aquella era la hora en la que Rosa abandonaba habitualmente a Cornelius. Había sonado la hora, y Rosa no había venido todavía.

Así pues, sus presentimientos no le habían engañado: Rosa, irritada, se encerraba en su habitación y le abandonaba.

—¡Oh! Realmente me he merecido lo que me sucede —dijo Cornelius en voz alta—. Ya no vendrá, y hará bien; en su lugar, yo hubiera hecho lo mismo.

Mas a pesar de esto, Cornelius escuchaba, esperaba, y seguía esperando.

Escuchó y esperó hasta la medianoche, pero a medianoche dejó de esperar y, completamente vestido, y con el corazón transido de dolor, se echó sobre el lecho.

La noche fue larga y triste, hasta la llegada del día; pero el día no trajo ninguna esperanza al prisionero.

A las ocho de la mañana se abrió la puerta; pero Cornelius ni siquiera giró la cabeza; había oído el paso pesado de Gryphus en el corredor, pero había percibido perfectamente que ese paso se aproximaba solo.

Ni siquiera miró hacia el carcelero.

Y, sin embargo, hubiera querido interrogarle para pedirle noticias de Rosa. Estuvo a punto, por extraña que esta demanda le hubiera parecido al padre de la joven, de hacerle esta pregunta. Esperaba, en su egoísmo, que Gryphus le respondería que su hija estaba enferma.

 

A menos que hubiera algún suceso extraordinario, Rosa no venía nunca durante la jornada. Cornelius, mientras duró el día, no esperaba, pues, nada en realidad. Sin embargo, en sus súbitos sobresaltos, en su oído tendido hacia la puerta, en su rápida mirada interrogando al postigo, se comprendía que el prisionero tenía la sorda esperanza de que Rosa cometiera una alteración en sus costumbres.

A la segunda visita de Gryphus, Cornelius, contra su costumbre, solicitó al viejo carcelero, con su voz más dulce, noticias sobre su salud; pero Gryphus, lacónico como un espartano, se limitó a responder:

—Va bien.

En la tercera visita, Cornelius varió la pregunta.

—¿No hay nadie enfermo en Loevestein? —preguntó.

—¡Nadie! —contestó Gryphus más lacónicamente todavía que la primera vez, cerrando la puerta en las narices del prisionero.

Gryphus, mal acostumbrado a semejantes afabilidades por parte de Cornelius, había imaginado de parte de su prisionero un comienzo de tentativa de corrupción.

Cornelius volvió a encontrarse solo; eran las siete de la tarde. Entonces se renovaron en un grado más intenso que la víspera las angustias que hemos intentado describir.

Pero, como la víspera, las horas transcurrieron sin traer la dulce visión que alumbraría, a través del postigo, el calabozo del pobre Cornelius, y que, al retirarse, dejaría allí la luz durante todo el tiempo de su ausencia.

Van Baerle pasó la tarde en una verdadera desesperación. Al día siguiente, Gryphus le pareció más feo, más brutal, más desesperante todavía que de costumbre: le había cruzado por la mente o más bien por el corazón, la esperanza de que era él el que impedía venir a Rosa.

Le entraron unos deseos feroces de estrangular a Gryphus; pero con Gryphus estrangulado por Cornelius, todas las leyes divinas y humanas impedirían a Rosa volver a ver jamás a Cornelius.

El carcelero escapó pues, sin imaginárselo, a uno de los más grandes peligros que hubiera corrido jamás en su vida.

Llegó la noche, y la desesperación se tornó en melancolía; esta melancolía era tanto más sombría por cuanto que, a pesar de Van Baerle, los recuerdos de su pobre tulipán se mezclaban al dolor que experimentaba. Se había llegado justamente a aquella época del mes de abril en que los jardineros más expertos indican como el momento preciso para la plantación de los tulipanes; había dicho a Rosa: «yo os indicaré el día en que deberéis meter el bulbo en la tierra». Ese día debía fijarlo mañana para el atardecer siguiente. El tiempo era bueno, la atmósfera, aunque todavía un poco húmeda, comenzaba a estar atemperada por esos pálidos rayos del sol de abril que, llegando los primeros, parecen tan suaves, a pesar de su palidez. Pensó que Rosa iba a dejar pasar el tiempo de la plantación. Si al dolor de no ver a la joven se unía el de ver abortar el bulbo, por haber sido plantado demasiado tarde, ¡o incluso por no haber sido plantado…!

Con estos dos dolores reunidos, había ciertamente para perder el apetito.

Que fue lo que sucedió al cuarto día.

Daba lástima ver a Cornelius, mudo de dolor y pálido de inanición, inclinarse fuera de la ventana enrejada, con el peligro de no poder retirar su cabeza de los barrotes, para tratar de percibir a la izquierda el pequeño jardín del que le había hablado Rosa, y cuyo parapeto confinaba, según le había dicho, con el río, y todo ello con la esperanza de descubrir, bajo esos primeros rayos del sol de abril, a la joven o al tulipán, sus dos amores desgraciados.

Por la tarde, Gryphus se llevó el desayuno y la comida de Cornelius; éste apenas los había tocado.

Al día siguiente, no los tocó en absoluto, y Gryphus descendió los comestibles destinados a esas dos comidas, completamente intactos.

Cornelius no se había levantado en toda la jornada.

—Bueno —comentó Gryphus al descender después de la última visita—, creo que vamos a vernos desembarazados del sabio.

Rosa se sobresaltó.

—¡Bah! —exclamó Jacob—. ¿Por qué?

—Ya no bebe, ya no come, no se levanta… —explicó Gryphus—. Como el señor Grotius, saldrá de aquí en un cofre, sólo que ese cofre será un ataúd.

Rosa se puso pálida como la muerte.

«¡Oh! —murmuró para sí—. Ya comprendo; está inquieto por su tulipán.»

Y levantándose completamente deprimida, entró en su habitación, donde cogió pluma y papel, y durante toda la noche se ejercitó en trazar unas letras.

Al día siguiente, al levantarse para arrastrarse hasta la ventana, Cornelius percibió un papel que habían deslizado por la noche bajo la puerta de su calabozo.

Se lanzó sobre el papel, lo abrió, y leyó, con una escritura que apenas pudo reconocer como perteneciente a Rosa, de tanto como había mejorado durante aquella ausencia de siete días:

Estad tranquilo, vuestro tulipán se porta bien.

Aunque aquella pequeña frase de Rosa calmara una parte de los dolores de Cornelius, no fue por ello menos sensible a la ironía. Así pues, era realmente eso, Rosa no estaba enferma en absoluto, Rosa estaba herida; no era por la fuerza por lo que Rosa no venía, sino que había permanecido voluntariamente alejada de Cornelius.

Así pues, Rosa libre, Rosa hallaba en su voluntad la fuerza de no venir a ver al que se moría de pena por no haberla visto.

Cornelius tenía papel y un lápiz que le había traído Rosa. Comprendió que la joven esperaba una respuesta, pero que no vendría a buscar esta respuesta hasta la noche. En consecuencia, escribió sobre un papel parecido al que había recibido:

No es la inquietud que me causa el tulipán lo que me pone enfermo; es la pena que experimento por no veros.

Luego, una vez que Gryphus hubo salido, y llegada la noche, deslizó el papel bajo la puerta y escuchó.

Pero, por mucha atención que puso, no oyó ni el paso ni el rozamiento de la ropa de la hija del carcelero.

No oyó más que una voz débil como un suspiro, y dulce como una caricia, que le lanzaba por el postigo estas dos palabras:

—Hasta mañana.

Mañana… era el octavo día.

Durante ocho días, Cornelius y Rosa no se habían visto.

XX

LO QUE HABÍA OCURRIDO DURANTE ESOS OCHO DÍAS

Al día siguiente, en efecto a la hora habitual, Van Baerle oyó rascar en su postigo como tenía Rosa por costumbre hacer durante los felices días de su amistad.

Imaginamos que Cornelius no se hallaba lejos de esta puerta a través de cuyo enrejado iba a volver a ver, por fin, el encantador rostro desaparecido desde hacía tantos días.

Rosa, que esperaba con su lámpara en la mano, no pudo retener un estremecimiento cuando vio al prisionero tan triste y pálido.

—¿Sufrís, señor Cornelius? —preguntó.

—Sí, señorita —respondió Cornelius—, sufro de espíritu y de cuerpo.

—Ya he visto, señor, que no coméis —dijo Rosa—. Mi padre me ha dicho que no os levantáis; por eso os he escrito, para tranquilizaros sobre la suerte del precioso objeto de vuestras inquietudes.

—Y yo —replicó Cornelius—os he contestado. Creía, al veros venir, querida Rosa, que habíais recibido mi carta.

—Es verdad, la he recibido.

—No daréis por excusa esta vez que no sabéis leer. No sólo leéis correctamente, sino que también habéis aprovechado enormemente las lecciones de escritura.

—En efecto, no solamente he recibido, sino que también he leído vuestra nota. Por eso es por lo que he venido, para ver si habría algún medio para devolveros la salud.

—¡Devolverme la salud! —exclamó Cornelius—. Entonces ¿tenéis alguna buena noticia que darme?

Y al hablar así, el joven clavaba en Rosa dos ojos brillantes de esperanza.

Sea que ella no comprendiera esa mirada, sea que no quisiera comprenderla, la joven respondió gravemente:

—Solamente puedo hablaros de vuestro tulipán que es, como sé, la más grave preocupación que vos tenéis.

Rosa pronunció estas pocas palabras con un acento helado que hizo sobresaltar a Cornelius.

El celoso tulipanero no comprendía todo lo que ocultaba, bajo el velo de la indiferencia, la pobre niña siempre a la greña con su rival, el adorado tulipán negro.