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100 Clásicos de la Literatura

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Muchos se habían mostrado ávidos de ver correr la sangre pérfida del culpable Cornelius; pero nadie había puesto en la expresión de este funesto deseo el encarnizamiento que había empleado el burgués en cuestión.

Los más furiosos habían acudido a la Buytenhoff al rayar el día para obtener un buen puesto; pero él, adelantándose a los más furiosos, había pasado la noche en el umbral de la prisión, y de la prisión había llegado a la primera fila, como hemos dicho, unguibus et rostro, acariciando a los unos y golpeando a los otros.

Y cuando el verdugo había conducido a su condenado al patíbulo, el burgués, subido a un mojón de la fuente para mejor ver y ser visto mejor, había hecho al verdugo un gesto que significaba:

«Está convenido, ¿verdad?»

Gesto al que el verdugo había respondido con otro que quería decir:

«Estad tranquilo.»

¿Quién era, pues, ese burgués que parecía estar tan a bien con el verdugo, y qué quería decir ese intercambio de gestos?

Nada más natural; aquel burgués era Mynheer Isaac Boxtel que desde el arresto de Cornelius había venido, como hemos visto, a La Haya para tratar de apropiarse de los tres bulbos del tulipán negro.

Boxtel había intentado primero inclinar a Gryphus hacia sus intereses, pero éste tenía algo de bulldog por la fidelidad, la desconfianza y la vigilancia de sus presas. En consecuencia, había tomado a contrapelo el odio de Boxtel, al que había considerado como un ferviente amigo que se interesaba por cosas indiferentes para preparar seguramente algún medio de evasión del prisionero.

Así, a las primeras proposiciones que Boxtel le había hecho, para sustraer los bulbos que Cornelius van Baerle debía de ocultar, si no en su pecho, al menos en algún rincón de su calabozo, Gryphus sólo había respondido con una expulsión acompañada de las caricias del perro de la escalera.

Boxtel no se había descorazonado por un fondillo de los pantalones dejado en los dientes del moloso. Había vuelto a la carga.

Al estar Gryphus en su lecho, febril y con el brazo roto, Boxtel se había vuelto hacia Rosa, ofreciendo a la joven, a cambio de los tres bulbos, un tocado de oro puro. A lo que la noble joven, aunque ignorando todavía el valor del robo que se le proponía y por el que le ofrecían pagar tan bien, había enviado al tentador al verdugo, no solamente el último juez, sino también el último y macabro heredero del condenado a muerte.

El envío hizo nacer una idea en la mente de Boxtel.

Entretanto, el fallo se había pronunciado, fallo expeditivo, como se vio. Isaac se detuvo en consecuencia en la idea que le había sugerido Rosa; fue a buscar al verdugo.

Isaac no se imaginaba que Cornelius no muriera con sus tulipanes sobre el corazón.

En efecto, Boxtel no podía adivinar dos cosas:

Rosa, es decir, el amor.

Guillermo, es decir, la clemencia.

Menos Rosa y Guillermo, los cálculos del envidioso eran exactos.

Menos Guillermo, Cornelius moriría.

Menos Rosa, Cornelius moriría, con sus bulbos sobre el corazón.

Mynheer Boxtel fue, pues, a buscar al verdugo, se presentó a él como un gran amigo del condenado, y menos las joyas de oro y el dinero que dejaba al ejecutor, compró todos los espolios del futuro muerto por la suma un poco exorbitante de cien florines.

Pero ¿qué eran cien florines para un hombre casi seguro de adquirir por esa suma el premio de la Sociedad de Haarlem?

Aquello era dinero invertido al mil por uno, lo que resulta, hay que convenir en ello, una bonita imposición.

La tarea del verdugo, por su parte, era casi nula para ganarse sus cien florines. Sólo debía, acabada la ejecución, dejar a Mynheer Boxtel subir al patíbulo con sus criados para recoger los restos inanimados de su amigo.

Lo que, por lo demás, estaba en uso entre los fieles cuando uno de sus maestros moría públicamente en la Buytenhoff.

Un fanático como Cornelius podía muy bien tener otro fanático que diera cien florines por sus reliquias.

Así pues, el verdugo aceptó la proposición. No había puesto más que una condición: que sería pagado por adelantado.

Boxtel, como las gentes que entran en las barracas de feria, podía no quedar contento y por consiguiente no querer pagar al salir.

Boxtel pagó por adelantado y esperó.

Juzguemos después de esto si Boxtel estaba emocionado, si vigilaba a los guardias y al carcelero, si los movimientos de Van Baerle le inquietaban: cómo se colocaría éste sobre el tajo, cómo caería; si al caer no aplastaría en su caída los inestimables bulbos; ¿habría tenido cuidado al menos de encerrarlos en una caja de oro, por ejemplo, ya que el oro era el más duro de todos los metales?

No intentaremos describir el efecto producido en este digno mortal por la detención producida en la ejecución de la sentencia. ¿Para qué perdía el tiempo el verdugo haciendo brillar su espada por encima de la cabeza de Cornelius, en lugar de abatir aquella cabeza? Pero cuando vio al carcelero coger la mano del condenado, levantarlo mientras sacaba de su bolsillo un pergamino; cuando oyó la lectura pública de la gracia concedida por el estatúder, Boxtel no fue ya un hombre. La rabia del tigre, de la hiena y de la serpiente estalló en sus ojos, en su grito, en su gesto; si se hubiera hallado al alcance de Van Baerle, se habría lanzado sobre él y lo habría asesinado.

Así pues, Cornelius viviría, Cornelius iría a Loevestein; y se llevaría sus bulbos a la prisión, y tal vez encontraría un jardín donde hacer florecer el tulipán negro.

Existen ciertas catástrofes que la pluma de un pobre escritor no puede describir, viéndose obligado a dejar suelta la imaginación de sus lectores en toda la simplicidad del hecho.

Boxtel, pasmado, cayó de su mojón sobre algunos orangistas descontentos como él del giro que acababa de tomar el asunto, los cuales, creyendo que los gritos lanzados por Mynheer Isaac, lo eran de alegría, le colmaron de puñetazos, que, ciertamente, no hubieran sido mejor dados por el bando contrario.

Pero ¿qué podían añadir algunos puñetazos al dolor que sentía Boxtel?

Quiso entonces correr hacia la carroza que se llevaba a Cornelius con sus bulbos. Pero en su apresuramiento, no vio un adoquín que sobresalía, tropezó, perdió su centro de gravedad, rodó diez pasos y sólo se levantó enloquecido, magullado, cuando todo el fangoso populacho de La Haya hubo pasado por encima de su cuerpo.

Dentro de estas circunstancias, Boxtel, que se hallaba en vena de desgracias, lo fue también por sus ropas desgarradas, su espalda martirizada y sus manos arañadas.

Podría creerse que esto ya era bastante para Boxtel.

Nos equivocaríamos.

Boxtel, puesto en pie, se arrancó cuantos cabellos pudo, y los lanzó en holocausto a esa divinidad feroz e insensible que se llama Envidia.

XIV

LOS PALOMOS DE DORDRECHT

Constituía ya ciertamente un gran honor para Cornelius van Baerle el ser encerrado justamente en aquella misma prisión que había recibido al sabio Grotius.

Pero una vez llegado a la prisión, le esperaba un honor mucho más grande. Ocurrió que la celda ocupada por el ilustre amigo de Barneveldt estaba vacante en Loevestein cuando la clemencia del príncipe Guillermo de Orange envió allí al tulipanero Cornelius van Baerle.

Esa celda tenía realmente una mala reputación en el castillo desde que, gracias a la imaginación de su mujer, Grotius había huido en el famoso baúl de libros que se habían olvidado de registrar.

Por otro lado, el que le dieran aquella celda por alojamiento, le pareció de muy buen augurio a Van Baerle, porque nunca, según su punto de vista, un carcelero hubiera debido hacer habitar a un segundo palomo la jaula de donde un primero había volado tan fácilmente.

La celda es histórica. No perderemos, pues, nuestro tiempo consignando aquí los detalles, salvo un hueco que había sido practicado por madame Grotius. Era una celda de prisión como las otras, más alta tal vez; así, por la ventana enrejada, se disponía de una encantadora vista.

Por otra parte, el interés de nuestra historia no reside en un cierto número de descripciones de interiores. Para Van Baerle, la vida era otra cosa que un aparato respiratorio, El pobre prisionero amaba más allá de su máquina neumática dos cosas de las que sólo el pensamiento, este libre viajero, podía en lo sucesivo conseguirle la posesión artificial:

Una flor y una mujer, la una y la otra perdidas para siempre para él.

¡Por fortuna, el bueno de Van Baerle se equivocaba! Dios, que en el momento en que caminaba hacia el patíbulo, le había mirado con la sonrisa de un padre, le reservaba en el seno mismo de su prisión, en la celda de Grotius, la existencia más venturosa que jamás tulipanero alguno hubiera podido vivir.

Una mañana, desde su ventana, mientras aspiraba el aire fresco que subía del Waal y admiraba en la lejanía, tras un bosque de chimeneas, los molinos de Dordrecht, su patria, vio una bandada de palomos que venían desde ese punto del horizonte a posarse, agitándose al sol, sobre los remates agudos de Loevestein.

«Estos palomos —se dijo Van Baerle—vienen de Dordrecht, y por consiguiente deben de regresar allí.» Alguien que fijara un mensaje en el ala de uno de esos palomos tendría la oportunidad de comunicar sus noticias a Dordrecht, donde alguien debía llorarlo.

«Ese alguien —añadió Van Baerle para sí después de un momento de meditación—seré yo.»

Se es paciente cuando se tienen veintiocho años y se está condenado a prisión perpetua, es decir, a algo como veintidós o veintitrés mil días de prisión.

 

Van Baerle, siempre pensando en sus tres bulbos, porque este pensamiento latía siempre en el fondo de su pecho, confeccionó una trampa para palomos. Intentó capturar esos volátiles con todos los recursos de su hacienda, dieciocho sous de Holanda por día —doce sous de Francia—y al cabo de un mes de infructuosas tentativas, cazó una hembra.

Tardó otros dos meses para capturar un macho; luego los encerró juntos, y hacia principios del año 1673, habiendo obtenido unos huevos, soltó a la hembra que, confiando en el macho que los cubría en su lugar, se dirigió alegremente hacia Dordrecht con su mensaje bajo el ala.

Regresó por la noche.

Había conservado el mensaje.

Lo guardó así quince días, con gran decepción de Van Baerle al principio y luego con gran desesperación.

Al decimosexto día, por fin, regresó de vacío.

Ahora bien, Van Baerle dirigía esa nota a su nodriza, la vieja frisona, y suplicaba a las almas caritativas que la hallaran, que la entregaran con la mayor seguridad y rapidez posible.

En esta carta, dirigida a su nodriza, había una pequeña nota destinada a Rosa.

Dios, que transporta con su aliento las simientes de alhelíes a las murallas de los viejos castillos y las hace florecer con un poco de lluvia, permitió que la nodriza de Van Baerle recibiera aquella carta.

Sucedió así:

Deseando Dordrecht por La Haya y La Haya por Gorcum, Mynheer Isaac Boxtel había abandonado no solamente su casa, a su criado, su observatorio, su telescopio, sino también sus palomos.

El criado, al que había dejado sin dinero, comenzó por comerse los pocos ahorros que tenía y a continuación se puso a comerse los palomos.

Viendo lo cual, los palomos emigraron del tejado de Isaac Boxtel al tejado de Cornelius van Baerle.

La nodriza poseía un bondadoso corazón y tenía necesidad de amar algo. Sintió una buena amistad por los palomos que habían acudido demandándole hospitalidad, y cuando el criado de Isaac reclamó para comérselos a los doce o quince últimos como se había comido los doce o quince primeros, le ofreció rescatarlos mediante seis sous de Holanda el ejemplar.

Esto era el doble de lo que valían los palomos; así pues, el criado lo aceptó con gran alegría.

La nodriza pasó a ser entonces la legítima propietaria de los palomos del envidioso.

Estos palomos estaban mezclados con aquellos que en sus peregrinaciones visitaban La Haya, Loevestein y Rotterdam, yendo a buscar sin duda trigo de otra naturaleza, cañamones de otro gusto.

El azar, o más bien Dios, Dios al que vemos en el fondo de todas las cosas, había hecho que Cornelius van Baerle cazara precisamente uno de aquellos palomos.

Resulta de ello que si el envidioso no hubiera abandonado Dordrecht para seguir a su rival a La Haya primero, luego a Gorcum o a Loevestein, como se verá, no estando separadas las dos localidades más que por la unión del Waal y del Mosa, hubiera sido en sus manos y no en las de la nodriza donde habría caído la nota escrita por Van Baerle, de suerte que el pobre prisionero, como el cuervo del remendón romano, habría perdido su tiempo y su trabajo, y en lugar de tener que contar los variados sucesos que, semejantes a un tapiz de mil colores van a desarrollarse bajo nuestra pluma, no hubiéramos tenido que describir más que una serie de días pálidos, tristes y sombríos como el manto de la noche.

La nota cayó, pues, en manos de la nodriza de Van Baerle.

De este modo, hacia los primeros días de febrero, cuando las primeras horas de la noche descendían del cielo dejando tras ellas las estrellas nacientes, Cornelius oyó en la escalera de la torrecilla una voz que le hizo estremecer.

Se llevó la mano al corazón y escuchó.

Aquélla era la voz dulce y armoniosa de Rosa.

Confesémoslo, Cornelius no hubiera quedado tan aturdido por la sorpresa, tan loco de alegría como lo hubiese estado sin la historia del palomo. El palomo le había traído la esperanza bajo su ala vacía a cambio de su carta, y como conocía a Rosa esperaba tener cada día, si le habían entregado la nota, noticias de su amor y de sus bulbos.

Se levantó, aguzando el oído, inclinando el cuerpo hacia la puerta.

Sí, aquéllos eran realmente los acentos que tan dulcemente le habían emocionado en La Haya.

Pero ahora, Rosa, que había realizado el viaje de La Haya a Loevestein; Rosa, que había conseguido, Cornelius no sabía cómo, penetrar en la prisión, ¿lograría llegar felizmente hasta el prisionero?

Mientras Cornelius, a ese respecto, amontonaba pensamiento sobre pensamiento, deseos sobre inquietudes, el postigo colocado en la puerta de su celda se abrió, y Rosa, resplandeciente de alegría, de compostura, bella sobre todo por la pena que había empalidecido sus mejillas desde hacía cinco meses, pegó su rostro al enrejado de Cornelius diciéndole:

—¡Oh, señor! Señor, aquí estoy.

Cornelius extendió el brazo, miró al cielo y lanzó un grito de alegría.

—¡Oh! ¡Rosa, Rosa! —exclamó.

—¡Silencio! Hablemos bajo, mi padre me sigue —advirtió la joven.

—¿Vuestro padre?

—Sí, está en el patio, al pie de la escalera, recibe las instrucciones del gobernador, va a subir.

—¿Las instrucciones del gobernador…?

—Escuchadme, voy a tratar de decíroslo todo en dos palabras: El estatúder tiene una casa de campo a una legua de Leiden, una gran lechería no es otra cosa: mi tía, su nodriza, es la que lleva la dirección de todos los animales que están encerrados en esa granja. Cuando recibí vuestra carta no pude leerla, por desgracia, pero cuando vuestra nodriza me la leyó, corrí a casa de mi tía; allí me quedé hasta que el príncipe vino a la lechería, y cuando vino, le pedí que mi padre cambiara sus funciones de primer portallaves de la prisión de La Haya por las funciones de carcelero de la fortaleza de Loevestein. No se imaginaba mi propósito; de haberlo sabido, tal vez hubiera rehusado; por el contrario, lo concedió.

—De forma que estáis aquí.

—Como veis.

—¿De forma que os veré todos los días?

—Lo más a menudo que pueda.

—¡Oh, Rosa! ¡Mi bella madona Rosa! —dijo Cornelius—. ¿Me amáis, pues, un poco?

—Un poco… —contestó ella—. ¡Oh! No sois bastante exigente, señor Cornelius.

Cornelius le tendió apasionadamente las manos, pero sólo sus dedos pudieron tocarse a través del enrejado.

—¡Aquí está mi padre! —exclamó la joven.

Y Rosa abandonó vivamente la puerta y se lanzó hacia el viejo Gryphus que apareció en lo alto de la escalera.

XV

EL POSTIGO

Gryphus iba seguido del moloso.

Le hacía realizar su ronda para que cuando llegara la ocasión reconociera a los prisioneros.

—Padre mío —dijo Rosa—, aquí está la famosa celda de la que el señor De Grotius se evadió. ¿Recordáis al señor De Grotius?

—Sí, sí, ese bribón de De Grotius; un amigo de aquel bandido de Barneveldt al que vi ejecutar cuando yo era niño. ¡Ah! ¡Ah! Así que ésta es la celda de la que se evadió. Pues bien, yo respondo de que nadie se evadirá de ella jamás.

Y, abriendo la puerta, comenzó en la oscuridad su discurso al prisionero.

En cuanto al perro, se dirigió gruñendo a olfatear las pantorrillas de Van Baerle, como preguntándole con qué derecho no estaba muerto, él a quien había visto salir entre el escribano y el verdugo, camino del cadalso.

Pero la bella Rosa lo llamó, y el moloso acudió al lado de la muchacha.

—Señor —dijo Gryphus levantando su farol para tratar de proyectar un poco de luz alrededor de él—, ved en mí a vuestro nuevo carcelero. Soy jefe de los portallaves y tengo las celdas bajo mi vigilancia. No soy malo, pero sí inflexible en lo que concierne a la disciplina.

—Os conozco perfectamente, mi querido señor Gryphus —contestó el prisionero entrando en el círculo de luz que proyectaba el farol.

—Vaya, vaya, sois vos, señor Van Baerle —se asombró Gryphus—. ¡Ah! Sois vos; ¡vaya, vaya, vaya, como nos encontramos!

—Sí, y veo con gran placer, mi querido señor Gryphus, que vuestro brazo va de maravilla, ya que es el brazo con el que sostenéis el farol.

Gryphus frunció el entrecejo.

—Ved lo que ocurre en política —comentó—; siempre se cometen faltas. Su Alteza os ha dejado la vida, yo no lo habría hecho.

—¡Bah! —exclamó Cornelius—. ¿Y por qué?

—Porque vos sois de los hombres que siempre conspiran; vosotros los sabios tenéis tratos con el diablo.

—¡Ah, maese Gryphus! ¿Estáis descontento de la forma en que os arreglé el brazo, o del precio que os pedí? —preguntó riendo Cornelius.

—¡Por el contrario, voto a bríos! ¡Por el contrario! —refunfuñó él carcelero—. Me habéis arreglado muy bien el brazo; hay alguna brujería en esto: al cabo de seis semanas me servía de él como si nada le hubiera sucedido. Con tal motivo el médico de la Buytenhoff, que conoce su oficio, quería rompérmelo de nuevo para arreglármelo según las reglas, prometiendo que, esta vez, estaría tres meses sin poderlo utilizar.

—¿Y vos no habéis querido?

—Yo dije: «No.» Mientras pueda hacer la señal de la cruz con este brazo —Gryphus era católico—, mientras pueda hacer la señal de la cruz, me río del diablo.

—Pero si os reís del diablo, maese Gryphus, con mayor razón debéis reíros de los sabios.

—¡Oh! ¡Los sabios, los sabios! —exclamó Gryphus sin responder a la interpelación—. ¡Los sabios! Preferiría tener diez militares a guardar, que un solo sabio. Los militares fuman, beben, se emborrachan; son dulces como corderos cuando se les da aguardiente o vino del Mosa. Pero un sabio, ¿beber, fumar, emborracharse? ¡Pues sí! Es sobrio, no gasta nada en eso, y así mantiene su cabeza fresca para conspirar. Pero empiezo por deciros que no os resultará fácil conspirar. En primer lugar nada de libros, nada de papeles, nada de galimatías. Fue con los libros como el señor De Grotius se salvó.

—Yo os aseguro, maese Gryphus —replicó Van Baerle—que tal vez haya tenido por un instante la idea de salvarme, pero ciertamente ya no la tengo.

—¡Está bien! ¡Está bien! —concedió Gryphus—. Vigilaos vos mismo, yo haré otro tanto. Esto es igual, es igual. Su Alteza cometió una falta grave.

—¿No dejando que me cortaran la cabeza…? Gracias, gracias, maese Gryphus.

—Sin duda. Ved si los señores De Witt no están ahora bien tranquilos.

—Es espantoso eso que decís, señor Gryphus —replicó Van Baerle volviéndose para ocultar su desagrado—. Olvidáis que uno era mi amigo, y el otro… el otro mi segundo padre.

—Sí, pero recuerdo que tanto el uno como el otro eran unos conspiradores. Y además, hablo por filantropía.

—¡Ah! ¿De veras? Explicad, pues, un poco esto, querido Gryphus, pues no lo comprendo muy bien.

—Sí. Si vos os hubiérais quedado en el tajo de maese Harbruck…

—¿Y bien?

—¡Pues bien! No sufriríais ya. Mientras que aquí, no os oculto que voy a haceros la vida muy dura.

—Gracias por la promesa, maese Gryphus.

Y mientras el prisionero sonreía irónicamente al viejo carcelero, Rosa detrás de la puerta le respondía con una sonrisa llena de angélica consolación.

Gryphus se dirigió a la ventana.

Había todavía bastante luz para que se viera, sin distinguirlo, un horizonte inmenso que se perdía en una bruma grisácea.

—¿Qué vista hay desde aquí? —preguntó el carcelero.

—Muy hermosa —contestó Cornelius mirando a Rosa.

—Sí, sí, demasiada vista, demasiada vista.

En este momento, los dos palomos, espantados por la aparición y, sobre todo, por la voz de aquel desconocido, salieron de su nido, y desaparecieron asustados en la niebla.

—¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es esto? —preguntó el carcelero.

—Mis palomos —respondió Cornelius.

—¡Mis palomos! —exclamó el carcelero—. ¡Mis palomos! ¿Es que un prisionero tiene alguna cosa suya?

—Entonces —dijo Cornelius—¿los palomos que el Buen Dios me ha prestado…?

—He aquí una infracción —replicó Gryphus—. ¡Unos palomos! ¡Ah!, joven, joven, os prevengo de una cosa, y es que, no más tarde de mañana, estos pájaros hervirán en mi olla.

—Sería preciso primero que vos los cogierais, maese Gryphus —dijo Van Baerle—. Vos no queréis que sean mis palomos; todavía son menos vuestros, os lo juro, que lo son míos.

—Lo que está diferido, no está perdido —refunfuñó el carcelero—y no más tarde de mañana, les retorceré el cuello.

Y mientras profería esta maligna promesa a Cornelius, Gryphus se inclinó hacia fuera para examinar la estructura del nido. Lo que dio tiempo a Van Baerle para correr a la puerta y estrechar la mano de Rosa que le dijo:

 

—Esta noche, a las nueve.

Gryphus, enteramente ocupado con el deseo de coger al día siguiente los palomos como había prometido hacer, no vio nada, no oyó nada; y como había cerrado la ventana, agarró a su hija por el brazo, salió, dio una doble vuelta a la llave, empujó los cerrojos, y se fue a hacer las mismas promesas a otro prisionero.

Apenas hubo desaparecido, Cornelius se acercó a la puerta para escuchar el ruido decreciente de los pasos. Luego, cuando se apagaron, corrió a la ventana y demolió de punta a rabo el nido de los palomos.

Prefería alejarlos para siempre de su presencia que exponer a la muerte a los gentiles mensajeros a los que debía la dicha de haber vuelto a ver a Rosa.

Aquella visita del carcelero, sus brutales amenazas, la sombría perspectiva de su vigilancia de la que conocía los abusos, nada de todo eso pudo distraer a Cornelius de los dulces pensamientos y, sobre todo, de la dulce esperanza que la presencia de Rosa acababa de resucitar en su corazón.

Esperó impacientemente a que sonaran las nueve horas en el torreón de Loevestein.

Rosa había dicho: «A las nueve, esperadme.»

La última nota de bronce vibraba todavía en el aire cuando Cornelius oyó en la escalera el paso ligero y la ropa susurrante de la bella frisona, y enseguida el enrejado de la puerta sobre la que Cornelius van Baerle fijaba ardientemente los ojos se iluminó.

El postigo acababa de abrirse por fuera.

—Aquí estoy —dijo Rosa todavía completamente sofocada por haber tenido que subir la escalera—. ¡Aquí estoy!

—¡Oh, buena Rosa!

—¿Estáis contento de verme?

—¡Me lo preguntáis! Pero ¿cómo os las habéis arreglado para venir? Decidme.

—Escuchad, mi padre se duerme cada noche casi enseguida después de cenar; entonces, le acuesto un poco aturdido por la ginebra; no se to digáis a nadie porque, gracias a este sueño, podré venir cada noche a charlar una hora con vos.

—¡Oh! Os lo agradezco, Rosa, querida Rosa.

Y diciendo estas palabras, Cornelius acercó tanto su rostro al postigo que Rosa retiró el suyo.

—Os he traído vuestros bulbos de tulipán —dijo.

El corazón de Cornelius saltó. No se había atrevido a preguntar todavía a Rosa lo que había hecho con el precioso tesoro que le había confiado cuando creyó que iba a la muerte.

—¡Ah! ¡Los habéis, pues, conservado!

—¿No me los habíais dado como una cosa que os era muy querida?

—Sí, pero precisamente porque os los había dado, me parece que son vuestros.

—Hubieran sido míos después de vuestra muerte y estáis vivo, por fortuna. ¡Ah! Cómo he bendecido a Su Alteza. Si Dios concede al príncipe Guillermo todas las felicidades que le he deseado, el rey Guillermo será ciertamente no sólo el hombre más dichoso de su reino sino de toda la tierra. Vos estáis vivo, digo, y aunque conservando la Biblia de vuestro padrino Corneille, estaba resuelta a traeros vuestros bulbos; solamente, que no sabía cómo hacerlo. Ahora bien, acababa de tomar la resolución de ir a pedir al estatúder la plaza de carcelero de Gorcum para mi padre, cuando la nodriza me trajo vuestra carta. ¡Ah! Lloramos mucho juntas, os respondo de ello. Pero vuestra carta no hizo más que reafirmarme en mi resolución. Entonces fue cuando partí para Leiden; ya sabéis el resto.

—¿Cómo, querida Rosa —exclamó Cornelius—pensabais, antes de recibir mi carta, venir a re—uniros conmigo?

—¡Sí, pensaba en ello! —respondió Rosa dejando que su amor pasara por delante de su pudor—. ¡Pero si no pensaba en otra cosa!

Y diciendo estas palabras, Rosa se puso tan bella que, por segunda vez, Cornelius precipitó su frente y sus labios contra el enrejado, sin duda para agradecérselo a la hermosa joven.

Rosa retrocedió como la primera vez.

—En verdad —dijo con aquella coquetería que late en el corazón de toda joven—en verdad, he lamentado muy a menudo no saber leer; pero nunca tanto y de la misma forma que cuando vuestra nodriza me trajo vuestra carta; tenía en mi mano esa carta que hablaba para los demás y que, pobre tonta que soy, estaba muda para mí.

—¿Habéis lamentado a menudo no saber leer? —preguntó Cornelius—. ¿Y con qué motivo?

—Toma —dijo la joven riendo—para leer todas las cartas que me escribían.

—¿Vos recibíais cartas, Rosa?

—Por centenares.

—Pero ¿quién os las escribía…?

—¿Quién me escribía? Primero, todos los estudiantes que pasaban por la Buytenhoff, todos los oficiales que iban a la plaza de armas, todos los dependientes e incluso los mercaderes que me veían en mi ventana.

—¿Y con todas esas notas, querida Rosa, qué hacíais vos?

—Unas veces —respondió Rosa—me las hacía leer por alguna amiga, y esto me divertía mucho, pero al cabo de cierto tiempo, ¿para qué perderlo escuchando todas esas tonterías? Las quemaba.

—¡Al cabo de cierto tiempo! —exclamó Cornelius con una mirada turbada a la vez por el amor y la alegría.

Rosa bajó los ojos, ruborizada.

De forma que no vio acercarse los labios de Cornelius que no encontraron, por desgracia, más que el enrejado; pero que a pesar de este obstáculo, enviaron hasta los labios de la joven el aliento ardiente del más tierno de los besos.

Ante esa llama que quemó sus labios, Rosa se puso muy pálida, más pálida tal vez que en la Buytenhoff, el día de la ejecución. Lanzó un gemido lastimero, cerró sus bellos ojos y huyó con el corazón palpitante, intentando en vano comprimir con la mano los latidos de su corazón. Cornelius, al quedarse solo, se vio reducido a aspirar el dulce perfume de los cabellos de Rosa, que permaneció como cautivo entre el enrejado.

Rosa había huido tan precipitadamente que se había olvidado de devolver a Cornelius los tres bulbos del tulipán negro.

XVI

MAESTRO Y ALUMNA

El infeliz Gryphus, como ha podido verse, se hallaba lejos de participar de la buena voluntad de su hija por el ahijado de Corneille de Witt.

No había más que cinco prisioneros en Loevestein; la tarea de guardián no era, pues, difícil de realizar, y la cárcel era una especie de sinecura dada la edad de Gryphus.

Pero en su celo, el digno carcelero había agrandado con toda la potencia de su imaginación la tarea que le habían impuesto. Para él, Cornelius había adquirido la proporción gigantesca de un criminal de primer orden. Se había convertido, en consecuencia, en el más peligroso de sus prisioneros. Vigilaba cada uno de sus pasos, no le abordaba más que con el rostro airado, haciéndole sentir la carga de lo que él llamaba su espantosa rebelión contra el elemento estatúder.

Entraba tres veces por día en la celda de Van Baerle, esperando sorprenderlo en falta, pero Cornelius había renunciado a sus corresponsales desde que tenía su correspondencia bajo mano. Era incluso probable que Cornelius, si hubiera obtenido su libertad entera y el permiso completo para retirarse donde hubiese querido, le habría parecido preferible el domicilio de la prisión con Rosa y sus bulbos a cualquier otro domicilio sin sus bulbos y sin Rosa.

Y es que, en efecto, cada noche a las nueve, Rosa había prometido venir a charlar con el querido prisionero, y desde la primera noche, como hemos visto, mantuvo su palabra.

Al día siguiente, subió como la víspera, con el mismo misterio y las mismas precauciones. Sólo que se había prometido a sí misma no acercar demasiado su rostro al enrejado. Por otra parte, para abordar desde el primer momento una conversación que pudiera ocupar seriamente a Van Baerle, comenzó por tenderle a través del enrejado sus tres bulbos siempre envueltos en el mismo papel.

Mas, con gran asombro de Rosa, Van Baerle rechazó su blanca mano con la punta de los dedos.

El joven había reflexionado.

—Escuchadme —dijo—, arriesgaríamos demasiado, creo, poniendo toda nuestra fortuna en el mismo saco. Pensad que se trata, mi querida Rosa, de realizar una empresa que se considera hasta hoy como imposible. Se trata de hacer florecer el gran tulipán negro. Tomemos, pues, todas nuestras precauciones, con el fin de que, si fracasamos, no tengamos nada que reprocharnos. Así es como he calculado que conseguiremos nuestro objetivo.