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100 Clásicos de la Literatura

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—Escarabajo no puede ser, porque ha desaparecido. Nadie debe saber dónde está.

Smurov se detuvo de pronto.

—Oye, Kolia: Iliucha dice que Escarabajo tenía el pelo largo y de un gris violáceo, o sea como el de Carillón. ¿Y si le dijéramos que Carillón es Escarabajo? A lo mejor, lo creía.

—Escucha, colegial: detesta la mentira, incluso la mentira piadosa... Supongo que no le habrás dicho ni una palabra de mi visita.

—A Dios gracias, sé lo que debo hacer —dijo Smurov, y añadió con un suspiro—: No creo que Carillón pueda consolarlo. Su padre, el capitán, nos ha dicho que hoy le regalará un cachorro de moloso auténtico, con el hocico negro. Cree que este animalito consolará a Iliucha, pero yo no opino así.

—¿Cómo está Iliucha?

—Mal, muy mal. A mí me parece que está tísico. Conserva todo el conocimiento, pero respira con gran dificultad. El otro día pidió que lo llevaran a dar un paseo, le pusieron los zapatos, y el pobre cayó después de dar unos pasos. «Ya te dije, papá, que estos zapatos no me venían bien. Siempre he tenido dificultad para andar con ellos.» Creyó que se había caído por culpa de los zapatos, y era la debilidad lo que le había hecho caer. No creo que viva toda esta semana. Herzenstube lo visita. Vuelven a tener dinero en abundancia.

—¡Los muy canallas!

—¿Quiénes?

—Los médicos, toda esa chusma doctoral, individual y colectivamente. Detesto la medicina; no sirve para nada. En fin, ya estudiaré a fondo esta cuestión. Oye, os habéis vuelto muy sentimentales los de tu clase: creo que vais todos los días a visitar al enfermo. —Todos no. Somos unos diez los que lo vamos a ver todos los días.

—Lo que más me sorprende es la conducta de Alexei Karamazov. Mañana o pasado se va a juzgar a su hermano por un crimen espantoso y esto no le impide ponerse sentimental con los colegiales.

—Aquí nadie se pone sentimental. Piensa que tú mismo vas a reconciliarte con Iliucha.

—¿A reconciliarme? Es una palabra que me repugna. Por otra parte, no permito a nadie que analice mil actos.

—Ya verás qué contento se pone Iliucha al verte. No sabe nada de tu visita. ¿Por qué has tardado tanto en decidirte? —exclamó con vehemencia Smurov.

—Eso es cosa mía y no tuya. Yo voy por mi propia voluntad; vosotros, en cambio, vais porque os llevó Alexei Karamazov. De modo que no es lo mismo. Además, tú no sabes por qué voy yo. A lo mejor, no pretendo reconciliarme. ¡Qué expresión tan estúpida!

—Karamazov no está allí. Desde luego, al principio fuimos con él, pero después nos acostumbramos a ir solos, primero uno y después otro, y todo con la mayor naturalidad, sin sentimentalismos. Su padre se conmovió al vernos. Perderá la razón cuando Iliucha se muera. Se da cuenta de que no time salvación. No puedes figurarte lo que se alegró al ver que nos reconciliábamos con Iliucha. Éste ha preguntado por ti, pero no ha dicho nada más. Su padre acabará loco o se ahorcará. Antes ya tenía el aspecto de un demente. Es un buen hombre, ¿sabes?, que ha sido víctima de un error. Ese parricida no debió maltratarlo como lo hizo días atrás en la taberna.

—Dmitri Karamazov es para mí un enigma. Hace tiempo que podía haber hecho amistad con él, pero hay momentos en que me alegro de haberlo mantenido a distancia. Además, tengo de él un concepto que quiero comprobar.

Dicho esto, Kolia se sumió en un grave silencio, que compartió su amigo. Smurov respetaba a Kolia Krasotkine y no osaba, ni mucho menos, compararse con él. Kolia había despertado su curiosidad al decir que iba a ver a Iliucha espontáneamente. Sin duda, había una razón misteriosa para que Krasotkine hubiera adoptado de pronto esta resolución.

Iban por la plaza del Mercado, sorteando carros y aves de corral. Bajo los sobradillos de las tiendas había mujeres que vendían tortas, hilos y otros muchos géneros. En nuestra ciudad llaman ingenuamente ferias a estos mercadillos domingueros que se celebran en gran número durante el año.

Carillón corría alegremente, desviándose de continuo a derecha e izquierda para olfatear algo. Y cuando se encontraba con algún congénere, le oliscaba también del mejor grado, según las reglas en use entre los perros.

—Me gusta observar la realidad, Smurov —dijo de pronto Kolia—. ¿Te has fijado en que los perros se olfatean cuando se encuentran? Esto es entre ellos una ley natural.

—Una ley ridícula.

—Pues no, te equivocas. No hay nada ridículo en la Naturaleza, aunque el hombre, con sus prejuicios, crea lo contrario. Si los perros pudieran razonar y criticar, verían en nosotros tantas cosas ridículas como nosotros vemos en ellos, tantas o más, pues estoy convencido de que son numerosísimas en las relaciones humanas. Esta idea es de Rakitine y me parece acertadísima. Soy socialista, Smurov.

—¿Qué es el socialismo? —preguntó Smurov.

—La igualdad para todos, la comunidad de opiniones, la supresión del matrimonio, la libertad de observar la religión y las leyes que a uno le convengan, etc., etc. Tú eres todavía demasiado joven para comprender estas colas... Hace frío, ¿verdad?

—Sí, doce bajo cero: mi padre acaba de verlo en el termómetro.

—¿Has observado que en pleno invierno, cuando estamos a quince a incluso a dieciocho grados bajo cero, el frío es más soportable que ahora, al principio, cuando hay todavía poca nieve y hiela de pronto a los doce grados? Esto sucede porque las personas no están todavía habituadas al frío. En nosotros todo es un hábito, incluso la política. Mira qué tipo tan gracioso.

Kolia señalaba a un campesino de considerable estatura, enfundado en una pelliza de piel de cordero, de aire bonachón, que, al lado de su carreta, se calentaba las manos, protegidas por mitones, dando fuertes palmadas. Su barba estaba cubierta de escarcha.

—Tienes la barba helada, amigo —dijo Kolia levantando la voz y en un tonillo mordaz cuando pasó por su lado.

—Hay muchas barbas heladas —replicó el campesino sentenciosamente.

—No te molestes —suplicó Smurov.

—No temas, no se enfadará. Es un buen hombre. ¡Adiós, Mateo!

—Adiós.

—¿De veras te llamas Mateo? —Sí. ¿No lo sabías?

—No. He dicho el nombre al azar.

—¡Qué casualidad! ¿Eres estudiante?

—Exacto.

—¿Te azotan?

—Sí.

—¿Fuerte?

—A veces.

—La vida es dura —suspiró el buen hombre.

—Adiós, Mateo.

—Adiós. Eres un muchacho simpático.

Los dos colegiales continuaron su camino.

—Es una buena persona —dijo Koila—. Me gusta hablar con la gente del pueblo. Hacerle justicia.

—¿Por qué le has dicho que nos azotan? —preguntó Smurov. —Para darle gusto.

—No lo entiendo.

—Oye, Smurov: no me gusta dialogar con los que no me comprenden desde un principio. Hay cosas imposibles de explicar. A ese hombre se le ha metido en la cabeza que a los colegiales hay que azotarlos, que el colegial que no recibe este castigo no es colegial. Si yo le hubiera dicho que no me azotan, lo habría confundido. En fin, tú no puedes comprender estas cosas. Hay que saber hablar al pueblo.

—Pero nada de burlas, te lo ruego.

—¿Times miedo?

—Sí, Kolia; tengo miedo. Mi padre se pondría furioso si se enterase de estas bromas. Me ha prohibido que vaya contigo.

—No temas: esta vez no ocurrirá nada. ¡Buenos días, Natacha! —gritó a una vendedora.

La mujer, todavía joven, respondió a grandes voces:

—¡Yo no me llamo Natacha, sino María!

—¡Bonito nombre! ¡Adiós, María!

—¡El muy granuja! No es más alto que una bola de montar y ya se mete con la gente.

—No tengo tiempo de escucharte. Ya me lo contarás el próximo domingo —dijo Kolia braceando y como si fuera ella la que hubiese empezado a importunarle.

—¡Yo no tengo nada que contarte el domingo próximo! ¡Eres tú el que me ha tirado de la lengua, mocoso! ¡Una buena azotaina es lo que necesitas! ¡Ya te conozco, bribón!

Las vendedoras que estaban cerca de María se echaron a reír a coro. De pronto, salió de una arcada un hombre que daba muestras de gran agitación. Tenía el aspecto de un dependiente de comercio y no era de nuestra ciudad. Usaba gorra y llevaba un caftán de largos faldones. Era todavía joven, tenía el cabello castaño y ensortijado, y el rostro pálido y picado de viruelas. Muy excitado, no se sabía por qué, empezó a amenazar a Kolia con el puño.

—¡Te conozco! —gritó—. ¡Te conozco!

Kolia lo miró atentamente. No se acordaba de haber disputado con aquel hombre. Por otra parte, sus altercados en la calle eran demasiado frecuentes para que pudiera acordarse de todos.

—¿De modo que me conoces? —preguntó irónicamente.

—Sí, te conozco —repitió el forastero.

—Es una suerte para ti. Bueno, adiós. Tengo prisa.

—Eres un insolente. Ya te he dicho que te conozco.

—Si soy un insolente, amigo, esto no es cuenta tuya —dijo Kolia deteniéndose y mirando fijamente al desconocido.

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí.

—Entonces, ¿de quién es cuenta?

—De Trifón Nikititch.

—¿De quién?

El forastero, todavía acalorado, miraba a Kolia con cara estúpida. El muchacho le respondió midiéndolo gravemente con la mirada.

—¿Has ido a la iglesia de la Ascensión? —preguntó Kolia enérgicamente.

—¿Yo? ¿Para qué? —repuso el forastero, desconcertado—. No, no he ido.

—¿Conoces a Sabaniev? —preguntó Kolia con la misma energía.

—¿A Sabaniev? No, no lo conozco.

—Entonces, vete al diablo —dijo Kolia. Y, desviándose hacia la derecha, se alejó con paso rápido, como si no se dignase hablar con un hombre tan tonto que ni siquiera conocía a Sabaniev.

 

—Espera —dijo el forastero, volviendo a ponerse nervioso—. ¿A qué Sabaniev te refieres?

Y preguntó a las vendedoras, mirándolas estúpidamente:

—¿De qué Sabaniev habla?

Las mujeres se echaron a reír.

—Ese rapaz es un tunante —dijo una de ellas.

—¿Pero de qué Sabaniev habla? —volvió a preguntar el del pelo rizado, haciendo grandes aspavientos.

—Debe de referirse al Sabaniev que trabajaba en casa de Kuzmitchev —conjeturó una de las vendedoras—. Sí, ése debe de ser.

El forastero la miró, perplejo.

—¿Kuzmitchev? —dijo otra—. Entonces no se llama Trifón, sino Kuzma. Y ese chico ha hablado de Trifón Nikititch. O sea que no es él.

—No, no es Trifón, y tampoco Sabaniev, sino Tchijov –dijo una tercera vendedora que había escuchado con toda seriedad—. Sí, es Alexei Ivanovitch Tchijov.

El forastero miraba, aturdido, tan pronto a una como a otra.

—Entonces, ¿por qué me ha hecho esa pregunta? —exclamó desesperado—. Díganme, amigas mías, ¿por qué me ha preguntado ese chico si conozco a Sabaniev?

—¡Qué cabeza tan dura tienes! Te hemos dicho que no es Sabaniev, sino Tchijov, Alexei Ivanovitch Tchijov.

—Es alto y lleva el cabello largo. Este verano se le vio mucho por esta plaza.

—¿Pero para qué quiero yo a ese Tchijov?

—¿A mí me lo preguntas?

—¿Cómo podemos nosotras saber para qué lo quieres, si no lo sabes tú? —dijo otra—. ¿Tanto gritar y no lo sabes? Te hablaban a ti y no a nosotras, cabeza dura. ¿Lo conoces?

—¿A quién?

—A Tchijov.

—¡Que el diablo se lleve a ese Tchijov y a ti! ¡Le daré una paliza, palabra! ¡Se ha burlado de mí!

—¿Tú pegarle a Tchijov? ¡Él sí que te dará una paliza a ti!

—No me refiero a Tchijov, carcoma, sino a ese rapaz que se ha burlado de mí. ¡Que me lo traigan, que me lo traigan!

Las mujeres se echaron a reír. Kolia estaba ya lejos y seguía avanzando con humos de vencedor. Smúrov se volvió varias veces para observar al grupo vociferante. También él se divertía, a pesar de su terror a mezclarse en una aventura de Kolia.

—¿A qué Sabaniev te has referido? —preguntó, sospechando lo que Kolia le iba a contestar.

—A ninguno. Ahora van a estar disputando hasta la noche. Me gusta burlarme de los imbéciles, cualquiera que sea su condición social. Ese hombre es un bobo de remate. Dicen que «no hay peor tonto que un tonto francés», pero hay rusos que no se quedan atrás. Mira la cara de ese infeliz. ¿No lleva escrito en ella que es un imbécil?

—Déjalo tranquilo, Kolia. Sigamos nuestro camino.

—¡Bah!... ¡Buenos días, buen mozo!

Se dirigía a un hombre robusto, de cara redonda a ingenua y barba gris, que parecía bebido. Levantó la cabeza y miró al colegial.

—Buenos días, si no bromeas —respondió con calma.

—¿Y si bromeo? —preguntó Kolia echándose a reír.

—Bromea si tal es tu deseo. Siempre se puede bromear. Con eso no se hace mal a nadie.

—Perdóname, pero estoy bromeando.

—Entonces, que Dios te perdone.

—¿Y tú, me perdonas?

—De todo corazón. Sigue tu camino.

—No tienes aspecto de tonto.

—Desde luego, lo soy menos que tú —repuso el desconocido con perfecta seriedad.

—Lo dudo —dijo Kolia, un tanto desconcertado.

—Sin embargo, es la pura verdad.

—Al fin y al cabo, es muy posible.

—Sé lo que digo.

—Adiós, buen mozo.

—Adiós.

—Hay mentecatos de muchas clases —dijo Kolia a Smurov tras una pausa—. Yo no me podía imaginar que había tropezado con un hombre inteligente.

Dieron las doce en el reloj de la iglesia. Los colegiales aceleraron el paso y ya no hablaron apenas, aunque todavía tuvieron que andar un buen rato.

Cuando estuvieron a unos veinte pasos de la casa, Kolia se detuvo y dijo a Smurov que fuera delante y llamara a Karamazov.

—Hay que informarse primero —dijo.

—¿Para qué hacer venir a Karamazov? —replicó Smurov—. Entremos en la casa. Te recibirán encantados. ¿A Santo de qué trabar conocimiento con una persona en la calle, haciendo tanto frío?

—Yo ya sé por qué lo hago venir a pesar del frío —dijo Kolia en el tono despótico que solía emplear con los «pequeños».

Smurov corrió a ejecutar la orden de Krasotkine.

IV. Escarabajo

Adoptando una actitud de hombre importante, Kolia se apoyó de espaldas en la empalizada, y así esperó la llegada de Aliocha Había oído hablar mucho de él a sus compañeros, y siempre los había escuchado con una indiferencia despectiva. Sin embargo, interiormente anhelaba conocerlo. ¡Había tantos detalles simpáticos en la conducta de este Karamazov!

El paso que iba a dar tenía gran importancia para Kolia. Juzgaba que debía mostrarse digno y evidenciar su independencia. «De lo contrario, creerá que soy una criatura, como todos estos compañeros míos de colegio. ¿Qué concepto tendrá de estos chiquillos? Se lo preguntaré cuando nos conozcamos. ¡Qué lástima que yo sea un chico bajo! Tuzikov tiene menos edad que yo y me lleva la mitad de la cabeza. No soy guapo, sino que mi cara bien puede calificarse de fea; pero soy inteligente. No debo mostrarme demasiado expansivo: si me arrojara en seguida en sus brazos, creería que... ¡Qué vergüenza si lo creyera!»

Así se inquietaba Kolia, aunque se esforzaba por mostrar un aire de despreocupación. Su falta de estatura lo atormentaba más todavía que su supuesta fealdad. Desde hacía un año, cada dos meses marcaba con una raya de lápiz su altura en una de las paredes de la casa y, con el corazón palpitante, comprobaba lo que había crecido. El crecimiento, ¡ay!, era tan lento, que Kolia se desesperaba. Su rostro no era feo, como él decía, sino todo lo contrario: tenía un encanto singular. Su pálida tez estaba salpicada de pecas. Sus ojos, grises y vivos, miraban francamente, y a veces brillaban de emoción. Tenía los pómulos un poco anchos; los labios, pequeños y delgados, pero muy rojos; la nariz, respingona. «¡Completamente chata!», murmuraba Kolia cuando se miraba al espejo y se. retiraba indignado. «Ni siquiera debo de tener el aspecto de persona inteligente», se decía a veces, dudando incluso de esto. Pero sería un error creer que la preocupación por su cara y su escasa estatura lo absorbía por completo. Por el contrario, por muy humillado que se sintiera al mirarse al espejo, olvidaba pronto la humillación para «dedicarse por entero a sus ideas y a la vida real, como él mismo definía sus actividades.

Pronto apareció Aliocha y avanzó rápidamente hacia Kolia. Éste advirtió desde lejos que el rostro de Karamazov tenía una expresión radiante.

«¿Es posible que se alegre tanto de verme?», se dijo Kolia con profunda satisfacción.

Digamos de paso que Aliocha había cambiado mucho desde que lo vimos por última vez. Había suprimido el hábito y llevaba una levita de buen corte, un sombrero de fieltro gris y el cabello corto. Había ganado mucho con el cambio. Entonces era un apuesto joven. Su simpático semblante irradiaba siempre alegría, una alegría apacible, dulce. Kolia se sorprendió al verle sin abrigo. Siri duda, había salido de la casa precipitadamente. Tendió la mano al colegial.

—¡Al fin has venido! —exclamó—. Te esperábamos con impaciencia.

—Ya te explicaré las causas de mi retraso —dijo Kolia un poco cohibido—. Desde luego, estoy encantado de conocerte. Esperaba esta ocasión. Me han hablado mucho de ti.

—De todas formas, habríamos terminado por conocernos. También yo he oído hablar de ti. Has tardado demasiado en venir.

—Dime: ¿cómo van las cosas por aquí?

—Iliucha está muy mal. No saldrá de ésta.

—¡Es horrible! —exclamó Kolia indignado—. No me negarás que la medicina es una ciencia infame.

—Iliucha te ha nombrado muchas veces, incluso en sus momentos de delirio. Por lo visto, te quería mucho antes del incidente del cortaplumas. Además de este incidente, debe de haber existido otra causa... ¿Es tuyo este perro?

—Sí. Es Carillón.

Aliocha miró tristemente a Kolia.

—¿Entonces, es verdad que Escarabajo ha desaparecido?

Kolia respondió con una sonrisa enigmática:

—Ya sé que quisierais tener a Escarabajo: Me lo han contado todo... Escucha, Karamazov: te voy a explicar muchas cosas. Precisamente te he hecho venir, antes de entrar en la casa, para darte estas explicaciones. La primavera pasada —continuó Kolia con gran animación— ingresó Iliucha en el preparatorio. Ya sabes lo que son los alumnos de esta clase: verdaderos críos. En seguida empezaron a mortificarlo. Yo les aventajaba en dos clases y, naturalmente, los mantenía a distancia, aunque no dejaba de observarlos. Así vi que Iliucha, un muchachito endeble, no se acobardaba, sino que daba la cara y combatía. Es orgulloso. Sus ojos fulguran. Esta clase de personas me gustan.

«Sus compañeros lo zaherían cada vez más. Él llevaba entonces un traje que daba pena verlo. Lo peor era el pantalón, que le venía muy corto, y unos zapatos llenos de agujeros. Otro motivo para burlarse de él. Esto me soliviantó y salí en su defensa. Di a los otros una buena lección. Pues, ¿sabes una cosa, Karamazov? Les pego y ellos me adoran...

Kolia dijo esto con orgullo y vehemente franqueza.

—La verdad es —continuó— que me gustan los críos. Ahora acabo de tener dos en mis brazos, por decirlo así. Ellos han tenido la culpa de mi retraso... Bueno, el caso es que tomé bajo mi protección a Iliucha y dejaron de molestarlo. Desde luego, es un chico orgulloso, pero acabó por tratarme con una devoción servil. Acataba todas mis órdenes, me obedecía como a Dios y hacía todo lo posible por imitarme. En los ratos de recreo venía a reunirse conmigo y paseábamos juntos. Los domingos, igual. Los alumnos de nuestro colegio se burlan de los chicos mayores que alternan con los pequeños, pero esto son prejuicios. A mí me complacía y no tenía por qué dar explicaciones a nadie. ¿No te parece?

»Oye, Karamazov: tú te has aliado con todos estos rapazuelos para influir en la nueva generación, para formarla, y, de este modo, prestar un servicio a la humanidad. ¿No es así? Te confieso que este rasgo de tu carácter, que sólo conozco por referencias, me ha interesado más que ningún otro... Pero vayamos a lo principal. Observé que ese muchacho se iba convirtiendo en un ser cada vez más sensible, más sentimental, y yo, por naturaleza, detesto los sentimentalismos, las “ternuras de cordero”. Por otra parte, su conducta era contradictoria. Unas veces me demostraba una servil adhesión; otras, discrepaba de mis opiniones, discutía, se enojaba, y sus ojos echaban fuego. Yo veía claramente que no era que rechazara mis ideas, sino que se revolvía contra mi persona porque respondía a sus ternuras con la frialdad. A fin de fortalecerlo, cuanto más tierno se mostraba él, más frío me mostraba yo. Lo hacía con pleno convencimiento de que mi plan daría resultado. Mi propósito era formar su carácter, igualarlo, hacer de él un hombre... En fin, ya me comprendes. De pronto, varios días después lo vi pensativo y consternado, pero no por motivos sentimentales, sino por alguna otra causa más poderosa. “¿Qué le habrá ocurrido?”, me preguntaba. Estrechándolo a preguntas, me enteré de todo. Iliucha había trabado amistad con Smerdiakov, el criado de tu difunto padre, que entonces aún vivía. Smerdiakov le enseñó una broma estúpida, cruel y ruin. Se trataba de coger una miga de pan, introducir en ella un alfiler y arrojar el pan a uno de esos perros hambrientos que tragan sin masticar, para ver lo que sucedía. Prepararon, pues, la miga y la echaron a Escarabajo, un perro vagabundo al que nadie alimentaba y que se pasaba el día ladrando al viento. ¿No te molestan esos estúpidos ladridos, Karamazov? Yo no los puedo sufrir... Pues bien, el animal se arrojó sobre la miga de pan, se la tragó, lanzó un gemido, dio varias vueltas, y al fin echó a comer. “Corría aullando y siguió corriendo hasta desaparecer”, me explicó Iliucha. Lloraba, se apretaba contra mí, lo sacudían los sollozos. “¡Corría y gemía!”, repetía una y otra vez, tanto le había impresionado la cruel escena. Tenía remordimiento. Yo tomé la cosa en serio. Mi intención era enseñarle a vivir, prepararlo para su conducta ulterior. Empleé la astucia, lo confieso, y fingí una indignación que estaba muy lejos de sentir. “Has cometido una acción indigna —le dije—. Eres un miserable. No contaré a nadie lo que has hecho, pero por ahora suspendo mis relaciones contigo. Reflexionaré y, por medio de Smurov (el chico que me ha acompañado hasta aquí y que tiene por mí verdadera devoción), te diré cuál es mi actitud definitiva.” Iliucha estaba consternado. Me di cuenta de que había ido demasiado lejos, pero ya no podía volverme atrás. Al día siguiente le envié a Smurov con el recado de que “no le hablaría más”, que es la expresión corriente entre nosotros cuando rompemos con un compañero. Mi propósito secreto era tenerlo varios días a distancia y después, en vista de su arrepentimiento, tenderle la mano. Pero he aquí que, al oír a Smurov, sus ojos centellearon y exclamó: “¡Dile a Krasotkine de mi parte que ahora echaré migas de pan con alfileres a todos los perros que vea! ¡A todos, a todos!” Yo me dije: “Es un insolente. Hay que corregirlo.” Y empecé a demostrarle el mayor desprecio, a volver la cabeza o sonreír irónicamente cuando me encontraba con él. Entonces se produjo el incidente de tu hermano con su padre, el capitán: ya debes de saber quién es. Así se comprende que Iliucha estuviera desesperado. Al ver que yo me apartaba de él, sus compañeros empezaron a asediarlo. Entonces comenzaron las riñas, que yo lamentaba de veras, y creo que una vez lo molieron a golpes. En cierta ocasión Iliucha se arrojó contra sus enemigos al salir del colegio. Yo estaba a unos diez pasos de él y lo miraba. No recuerdo haberme reído entonces. Seguramente no lo hice, porque el pobre me daba pena, tanta, que estuve a punto de intervenir en su favor. Su mirada se encontró con la mía. Ignoro lo que se imaginaría. El caso es que sacó su cortaplumas, se arrojó sobre mí y me lo clavó en la pierna derecha. Yo ni me moví siquiera. Cuando se presenta la ocasión, sé no hacer el ridículo. Me limité a mirarle con desprecio, como diciéndole: “¿Quieres repetir tu hazaña en recuerdo de nuestra amistad? Estoy a tu disposición.” Pero él no me volvió a agredir, no pudo mantener su actitud, sintió miedo, arrojó el cortaplumas y huyó llorando. Desde luego, no lo denuncié, y dije a todos que se callaran para que el incidente no llegara a oídos de los profesores. Tampoco dije nada a mi madre hasta que la herida estuvo cicatrizada y tenía el aspecto de un simple arañazo. Pronto me enteré de que el mismo día había sostenido un combate a pedradas y lo había mordido un dedo. Ese mordisco lo demostrará el estado en que se hallaba. Cuando cayó enfermo, cometí el error de no ir a perdonarle, mejor dicho, a reconciliarme con él. Ahora lo lamento. Pero entonces se me ocurrió cierta idea... Bueno, ya lo he contado todo... Conste que reconozco que he cometido un error.

 

Aliocha estaba visiblemente impresionado.

—Es una verdadera lástima —manifestó— que no haya conocido antes tus relaciones con Iliucha. De haberlo sabido, hace tiempo que te habría rogado que vinieras a verlo. Incluso cuando delira a causa de la fiebre, habla de ti. Yo no sabía que te quería tanto. No puedo creer que no hayas intentado encontrar a ese Escarabajo. El padre y los compañeros de Iliucha lo han buscado por todas partes. Créeme: desde que está enfermo, Iliucha ha repetido tres veces delante de mí y llorando: «Estoy enfermo por haber matado a Escarabajo. Esto es un castigo de Dios.» No hay medio de quitarle esta idea de la cabeza. Si le hubieras traído a Escarabajo, si él hubiera visto que el pobre animal vivía, creo que la alegría le habría devuelto la salud. Todos contábamos contigo para esto.

—¿Por qué esperabais que fuera yo el que encontrase a Escarabajo? —preguntó Kolia con anhelante curiosidad—. ¿Por qué habéis contado conmigo y no con otro?

—Porque ha corrido el rumor de que lo buscabas y lo traerías. Así lo dijo Smurov. Todos nos hemos esforzado en hacer creer a Iliucha que Escarabajo está vivo, que lo han visto. Sus compañeros le trajeron una liebre. Él la miró con una débil sonrisa y pidió que la soltaran. Así lo hicimos. Su padre acaba de traerle un cachorro de moloso. Creía que esto sería un consuelo para Iliucha, pero a mí me parece que ha sido todo lo contrario...

—Oye, Karamazov: ¿qué clase de hombre es su padre? Yo lo conozco, pero quiero saber lo que opinas tú de él. ¿Es un payaso?

—¡Oh, no! Es una de esas personas de buen corazón que están abrumadas por su mala suerte. Sus payasadas son una especie de mordaz ironía hacia aquellos a los que no se atreve a decir la verdad a la cara a causa de la timidez y la humillación que lo mortifica desde hace largo tiempo. Créeme, Krasotkine: esas payasadas suelen ser extremadamente trágicas. Ahora Iliucha lo es todo para ese hombre, y si su hijo se muere, él perderá la razón o se matará. Me basta ver su cara para estar convencido de que su final será éste.

—Comprendido, Karamazov: ya veo que conoces a ese hombre.

—Al verte con un perro, he creído que era Escarabajo.

—Escucha, Karamazov; tal vez encontremos a Escarabajo, pero éste es Carillón. Voy a hacerlo entrar; tal vez le guste más a Iliucha que el cachorro de moloso... Oye, Karamazov; te voy a decir una cosa...

Pero de pronto exclamó:

—¡Dios mío! ¿En qué estaba yo pensando? Hace frío, no llevas gabán y te estoy reteniendo en la calle. Soy un egoísta. Todos somos unos egoístas, Karamazov.

—No te preocupes. Hace frío, pero yo no soy friolero. Sin embargo, vamos a la casa. Oye, ¿cuál es tu nombre? Yo sólo sé que te llamas Kolia.

—Nicolás, Nicolás Ivanovitch Krasotkine, o, como se dice en el lenguaje administrativo, Krasotkine hijo.

Kolia sonrió y añadió:

—Excuso decirte que me es odioso mi nombre de pila.

—¿Por qué?

—Por su vulgaridad.

—Tienes trece años, ¿verdad? —preguntó Aliocha.

—Cumpliré catorce dentro de quince días. Voy a empezar por confesarte una debilidad de mi carácter para que comprendas enteramente mi manera de ser: no me gusta que me pregunten qué edad tengo... Se me ha calumniado haciendo correr el rumor de que la semana pasada jugué a los ladrones con los pequeños del preparatorio. Ciertamente jugué, pero no porque me gustara, como se pretende: en esto estriba la calumnia. Tengo motivos para creer que estás enterado de esto. Pues bien, te aseguro que no lo hice por mí, sino por ellos, porque no son capaces de idear nada sin mí... Aquí sólo se oyen tonterías: es la ciudad de los chismes.

—Y aunque hubieras jugado porque te gustase, ¿qué importaría?

—¿Es que tú jugarías a los caballos?

Aliocha replicó en el acto:

—Ten presente que las personas mayores van al teatro, donde se representan las aventuras más diversas, en las que los héroes lo mismo pueden ser guerreros que bandidos. ¿No es esto algo parecido a lo que vemos en los juegos infantiles? Cuando los niños juegan durante el recreo, se entregan a un arte naciente, a una necesidad artística que germina en sus almas jóvenes. Y a veces estos juegos aventajan artísticamente a las representaciones teatrales. La única diferencia entre unos y otras es que en el teatro los actores representan un papel, mientras que los niños representan el papel de los actores. Esto último es mucho más natural.

—¿Tú crees? ¿Estás seguro? —preguntó Kolia, mirándolo fijamente—. Es una idea muy interesante. Pensaré en todo eso cuando esté solo.

Y añadió con expansiva sinceridad:

—Ya sabía yo que de ti se pueden aprender muchas cosas. Precisamente por eso he venido: quiero aprender cosas de ti.

—Y yo de ti.

Aliocha sonrió y le estrechó la mano. Kolia estaba encantado. Lo que más le seducía era sentirse como un igual ante aquel joven que le hablaba como si se dirigiera a una persona mayor.

—Ahora verás una escena teatral, Karamazov, una representación —dijo Kolia con una risita nerviosa—. A eso he venido.

—Primero entraremos en las habitaciones de la izquierda, las del propietario. En ellas han dejado sus abrigos tus compañeros, pues en la habitación de Iliucha hay poco espacio y hace calor.

—Como estaré poco tiempo, no me quitaré el abrigo. Carillón me esperará en el vestíbulo. ¡Aquí, Carillón; échate y no te muevas! ¿Ves? Está inmóvil como un muerto. Yo entraré en la habitación y, cuando llegue el momento, le silbaré. «¡Aquí, Carillón!» Y verás como entra corriendo. Pero es necesario que Smurov no se olvide de abrir la puerta en ese instante. Le daré instrucciones y presenciarás una escena curiosa.