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100 Clásicos de la Literatura

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—Está bien, señores. Acato sus órdenes sin rencor alguno, Comprendo que ustedes no han podido obrar de otro modo.

Nicolás Parthenovitch le explicó que lo conduciría Mavriki Mavrikievitch, que ya esperaba a la puerta.

Con un impulso irresistible, Mitia interrumpió al juez y dijo a los presentes:

—Señores, todos nosotros somos crueles, verdaderos monstruos. Hacemos llorar a las madres y a los niños. Pero yo soy el peor de los hombres. Todos los días me golpeaba el pecho y me juraba enmendarme, y todos los días cometía las mismas vilezas. Ahora comprendo que a los hombres como yo les hace falta el azote del destino y un lazo, una fuerza exterior que los sujete. Jamás habría podido volver a levantarme sin esta ayuda. El rayo ha caído. Acepto las torturas de la acusación y de la vergüenza pública. Quiero sufrir y redimirme con el sufrimiento. Tal vez lo consiga, ¿no les parece, señores? Oigan esto por última vez: yo no he derramado la sangre de mi padre. Acepto el castigo no por haberlo matado, sino por haberme propuesto matarlo y porque tal vez lo habría hecho. Sin embargo, estoy decidido a luchar contra ustedes: no lo oculto. Lucharé hasta el final, y luego será lo que Dios quiera. Adiós, señores. Perdónenme que me haya acalorado durante el interrogatorio. Entonces aún no estaba en mi juicio. Dentro de unos instantes seré un preso. Por última vez, Dmitri Karamazov les tiende su mano como hombre libre. Al decirles adiós, me despido del mundo.

La voz le temblaba. En efecto, había tendido su mano. Pero Nicolás Parthenovitch, que era el más próximo a él, ocultó la suya con un movimiento convulsivo. Mitia lo advirtió y se estremeció. Dejó caer el brazo.

—La investigación no ha terminado —dijo el juez, un poco confuso—, sino que va a continuar en la ciudad. Por mi parte, le deseo que consiga justificarse. Yo, personalmente, Dmitri Fiodorovitch, lo he considerado siempre más infortunado que culpable. Todos los que estamos aquí..., pues me atrevo a hablar en nombre de todos..., vemos en usted un joven noble en el fondo, pero que se deja arrastrar por las pasiones excesivamente.

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el pequeño juez con gran empaque. A Mitia le pareció que aquel chiquillo iba a cogerle del brazo para llevarlo a un rincón y continuar su última charla sobre jovencitas. Es chocante las cosas absurdas que se piensan a veces, incluso los criminales que van camino del suplicio.

—Señores, ustedes son buenos, humanos. ¿Me permiten que le diga adiós por última vez?

—Desde luego, pero en nuestra presencia.

—De acuerdo.

Se trajo a Gruchegnka, pero el adiós fue lacónico y defraudó a Nicolás Parthenovitch. Gruchegnka, profundamente emocionada, dijo a Mitia:

—Soy tuya, te pertenezco para siempre y te seguiré a todas partes. Sin ser culpable, lo has perdido. Adiós.

Lloraba; temblaban sus labios.

—Perdóname, Grucha, por amarte, por haberte perdido con mi amor.

Mitia iba a decir algo más, pero se contuvo y salió de la estancia. Inmediatamente se vio rodeado de hombres que no lo perdían de vista. Al pie del pórtico, en el mismo sitio al que Mitia había llegado con tanto alboroto la noche anterior en la troika de Andrés, esperaban dos carretas. El rechoncho y atlético Mavriki Mavrikievitch, de rostro curtido, lanzaba gritos de desesperación a causa de un contratiempo inesperado. Con agrio acento, invitó a Dmitri Fiodorovitch a subir a la carreta. Mitia se dijo: «Antes, cuando te invitaba a beber en la taberna, este hombre me hablaba de un modo muy distinto.»

Trifón Borisytch bajó las gradas del pórtico. Ante la puerta de la casa se apiñaban mujeres andrajosas, arrieros y campesinos que miraban a Mitia.

—¡Adiós, amigos míos! —les gritó Dmitri desde la carreta.

—Adiós —respondieron dos o tres voces.

—Adiós, Trifón Borisytch.

Éste estaba demasiado ocupado para volverse. Iba de un lado a otro profiriendo gritos.

El hombre designado para conducir la segunda carreta, donde tenía que viajar la escolta, decía a voces, mientras se ponía el caftán, que no era él quien debía partir, sino Akim. Y Akim no había llegado. Salieron en su busca a toda prisa. El campesino insistía, suplicaba que esperasen a Akim.

Trifón Borisytch exclamó:

—¡Qué gente tan desvergonzada, Mavriki Mavrikievitch! Hace tres días, Akim te dio veinticinco copecs y te los bebiste. Ahora gritas. Me asombra tu gentileza con esos alegres mozos.

—¿Qué necesidad tenemos de que nos acompañe otra troika? —dijo Mitia—. Podemos viajar con esta sola, Mavriki Mavrikievitch. Te aseguro que no intentaré huir. ¿Para qué quieres escolta?

—A mí no me hable así —gruñó Mavriki Mavrikievitch, satisfecho de poder desahogar su mal humor—. No le admito que me tutee ni que me dé consejos.

Mitia enmudeció y enrojeció. Poco después sintió frío. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto de nubes y el viento le azotaba el rostro. «Tengo escalofríos», pensó Mitia, ovillándose. Al fin, subió al vehículo Mavriki Mavrikievitch, atropellando a Mitia y fingiendo no advertirlo. La verdad es que no le gustaba lo más mínimo la misión que le habían confiado.

—¡Adiós, Trifón Borisytch! —gritó de nuevo Dmitri, dándose cuenta de que esta vez, y a pesar suyo, el grito no era amistoso, sino de cólera.

El posadero, con gesto arrogante y las manos en la espalda, dirigió a Mitia una severa mirada y no le contestó. Pero de pronto se oyó una voz.

—¡Adiós, Dmitri Fiodorovitch!

Era Kalganov, que corría hacia la carreta con la cabeza descubierta. Tendió la mano a Mitia. Dmitri aún tuvo tiempo de estrecharla.

—¡Adiós, amigo mío! —exclamó calurosamente—. ¡Nunca olvidaré esta prueba de generosidad!

Pero la carreta partió y las manos de los dos amigos hubieron de desprenderse. Resonaban los cascabeles de los caballos. Se llevaban a Mitia.

Kalganov volvió corriendo al vestíbulo, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, ocultó el rostro entre las manos y lloró amargamente, como un nido. Estaba casi seguro de la culpabilidad de Mitia.

—Esto demuestra que no valemos nada —murmuró amargamente.

Ni siquiera sentía el deseo de vivir.

—¿Acaso vale la pena? —exclamó, desesperado.

****

CUARTA PARTE

LIBRO X

LOS MUCHACHOS

I. Kolia Krasotkine

Uno de los primeros días de noviembre. El tiempo es frío: es la época de la escarcha. Durante la noche ha caído un poco de nieve, que el viento seco y punzante ha barrido y levantado a lo largo de las calles tristes de nuestra pequeña ciudad, y especialmente en la plaza del mercado. Es una mañana oscura, pero la nevada ha cesado.

No lejos de la plaza, cerca de la tienda de Plotnikov, está la casita, limpísima tanto por fuera como por dentro, de la señora de Krasotkine, viuda de un funcionario. Pronto hará catorce años que murió el secretario de gobierno Krasotkine. Su viuda, aún de buen ver y en la treintena, vive de sus rentas en su casita. Es alegre y cariñosa y lleva una vida digna y modesta. Quedó viuda a los dieciocho años, con un hijo que acababa de nacer, Kolia, a cuya educación se dedicó en cuerpo y alma. Tanto lo adoraba, que el niño le causó más penas que alegrías. La viuda vivía en continuo terror de que enfermara, de que se enfriase, de que se hiriera jugando, de que cometiera alguna locura... Cuando Kolia fue al colegio, su madre estudió todas las asignaturas, con objeto de poder ayudarlo en los deberes; trabó conocimiento con los profesores y sus esposas, a incluso procuró simpatizar con los compañeros de su hijo para evitar que se burlasen de él o le pegaran. A tal extremo llegó en esta táctica, que los alumnos empezaron a burlarse de Kolia, a zaherirle con frases como «el pequeñín mimado por su mamá». Pero Kolia supo hacerse respetar. Era un chico audaz y pronto se le consideró como uno de los más fuertes del colegio. Además, era inteligente, tenaz, resuelto y emprendedor. Un buen alumno. Incluso se rumoreaba que aventajaba a Dardanelov, su maestro. Pero Kolia, aunque afectaba un aire de superioridad, no era orgulloso y sí un buen camarada. Aceptaba como cosa natural el respeto de sus compañeros y los trataba amistosamente. Tenía sobre todo el sentido de la medida, sabía contenerse cuando era necesario y no rebasaba jamás ante los profesores ese límite en que la travesura se convierte en insubordinación y falta de respeto, por lo que no se puede tolerar. Sin embargo, estaba siempre dispuesto a participar en las granujadas de la chiquillería, si la oportunidad se presentaba; mejor dicho a desempeñar el papel de pilluelo para impresionar a la galería. Llevado de su excesivo amor propio, había conseguido imponerse a su madre, que sufría desde hacía tiempo su despotismo. La sola idea de que su hijo la quería poco era insoportable para la señora de Krasotkine. Consideraba que Kolia se mostraba insensible con ella, y a veces, bañada en lágrimas, le reprochaba su frialdad. Esto desagradaba al muchacho, que se mostraba más evasivo cuanta más efusión se le exigía. Era un efecto de su carácter y no de su voluntad. Su madre estaba en un error. Kolia la quería. Lo que sucedía era que detestaba las «ternuras borreguiles», como decía en su lenguaje escolar.

Su padre había dejado una biblioteca al morir, y Kolia, que adoraba la lectura, pasaba a veces, para sorpresa de su madre, horas enteras enfrascado en los libros, en vez de irse a jugar. Leyó obras impropias de su edad. Últimamente, sus travesuras —sin llegar a ser perversas— asustaban a su madre por su extravagancia. En Julio, durante las vacaciones, madre a hijo fueron a pasar ocho días en casa de unos parientes. El cabeza de familia era empleado de ferrocarriles en la estación más próxima a nuestra ciudad. Esta estación estaba a sesenta verstas de la localidad. En ella había tornado el tren hacía un mes Iván Fiodorovitch Karamazov para dirigirse a Moscú.

 

Kolia empezó por examinar minuciosamente el ferrocarril y su funcionamiento, a fin de poder deslumbrar a sus camaradas con sus nuevos conocimientos. Entre tanto, se unió a un grupo de seis o siete chiquillos de doce a quince años, dos de ellos procedentes de la ciudad y los demás del pueblo. La alegre banda se dedicaba a toda suerte de travesuras y pronto surgió en ella la idea de hacer una apuesta verdaderamente estúpida en la que la cantidad apostada eran dos rublos. Kolia, que era uno de los más jóvenes del grupo, en un alarde de amor propio o de temeridad, apostó a que permanecería echado entre los raíles, sin moverse, mientras el tren de las once de la noche pasaba sobre él a toda marcha. Verdaderamente, un examen previo le había permitido comprobar que una persona podía aplanarse sobre el suelo, entre los raíles, sin que el tren ni siquiera rozara su cuerpo. ¡Pero qué momento tan terrible pasaría! Kolia juró hacerlo. Se burlaron de él y le llamaron fanfarrón, lo que lo excitó más todavía. Aquellos muchachos de quince años se mostraban verdaderamente arrogantes. Al principio, incluso se habían resistido a considerarle como un camarada. Fue una ofensa intolerable.

Una noche sin luna se fueron a una versta de la estación, donde el tren habría tornado ya velocidad. A dicha hora Kolia se echó entre los raíles. Los cinco que habían apostado contra él se colocaron al pie del talud, entre la maleza, y allí esperaron, con el corazón latiéndoles con violencia, y pronto atenazados por el espanto y el remordimiento. No tardaron en oír que el tren se ponía en marcha. Dos luces rojas aparecieron en las tinieblas. El monstruo de hierro se acercaba ruidosamente.

—¡Huye! ¡Huye! —gritaron los cinco espectadores, aterrados.

Pero ya no había tiempo. El tren pasó y desapareció. Los cinco muchachos corrieron hacia Kolia. Lo encontraron exánime y empezaron a sacudirlo y a levantarlo. De pronto, Kolia se puso en pie y dijo que había fingido un desvanecimiento para asustarlos. Sin embargo, era verdad que se había desvanecido, como él mismo confesó días después a su madre.

Esta proeza cimentó definitivamente su fama de héroe. Volvió a su casa blanco como la cal. Al día siguiente tuvo fiebre, a consecuencia de su excitación nerviosa. Sin embargo, estaba contento. El suceso se divulgó en la ciudad y llegó a conocimiento de las autoridades escolares. La madre de Kolia fue a pedirles que perdonaran a su hijo. Al fin, un profesor estimado a influyente, Dardanelov, salió en su defensa y ganó la causa. El asunto no tuvo consecuencias. Este Dardanelov, soltero y todavía joven, estaba enamorado desde hacía largo tiempo de la señora de Krasotkine. Hacía un año, temblando de emoción, se había atrevido a ofrecerle su mano, pero ella lo rechazó, pues casarse en segundas nupcias le parecía cometer una traición contra su hijo. Sin embargo, ciertos indicios permitían al pretendiente decirse que no era del todo antipático a aquella viuda encantadora, aunque exageradamente casta y delicada. La loca temeridad de Kolia rompió el hielo, pues tras la intervención de Dardanelov, éste advirtió que podía alimentar ciertas esperanzas. No obstante, como él era también un ejemplo de castidad y delicadeza, se conformó con esta esperanza remota que le hacía feliz. Quería al muchacho, pero consideraba una humillación adularlo, y se mostraba con él severo y exigente.

Kolia también mantenía a su profesor a distancia. Hacía perfectamente sus deberes, ocupaba el segundo puesto y todos sus compañeros estaban convencidos de que en historia universal aventajaba al mismo Dardanelov. Esto quedó demostrado una vez que Kolia preguntó al profesor quién había fundado Troya. El profesor repuso con una serie de consideraciones acerca de los pueblos y sus emigraciones, la noche de los tiempos y las leyendas, pero no pudo responder concretamente a la pregunta sobre la fundación de Troya. Incluso llegó a decir que la cuestión carecía de importancia. Los alumnos quedaron convencidos de que el profesor ignoraba por completo quién había fundado la famosa ciudad. Kolia se había informado de este acontecimiento en una obra de Smagaradov que figuraba en la biblioteca de su padre. Todos acabaron por interesarse en la fundación de Troya, pero Kolia Krasotkine guardó su secreto. Su prestigio quedó intacto.

Tras el incidente del ferrocarril, se produjo un cambio en la actitud de Kolia hacia su madre. Cuando Ana Fiodorovna se enteró de la proeza de su hijo, estuvo a punto de perder la razón. Durante varios días sufrió fuertes ataques de nervios. Kolia se asustó hasta el punto de que le prometió, bajo palabra de honor, no cometer de nuevo semejante locura. Lo juró de rodillas ante el icono y por la memoria de su padre, tal como la señora de Krasotkine le exigió. La escena fue tan emocionante, que el intrépido Kolia lloró como un niño de seis años. Madre a hijo pasaron el día arrojándose el uno en brazos del otro y derramando lágrimas.

Al día siguiente, Kolia volvió a mostrarse «insensible», pero se había convertido en un muchacho más silencioso, más reflexivo, más modesto. Mes y medio más tarde reincidió, y en el asunto intervino el juez de paz. Pero esta vez se trataba de una granujada diferente, ridícula a incluso estúpida, cometida por otros y de la que él era únicamente cómplice. Ya volveremos a hablar de esto.

La madre volvió a sus temblores y tormentos, y las esperanzas de Dardanelov aumentaban con las lágrimas de la viuda. Hay que advertir que Kolia conocía las aspiraciones de Dardanelov, al que detestaba profundamente por estos sentimientos. Anteriormente incluso cometía la indelicadeza de expresar ante su madre su desprecio hacia el profesor, haciendo vagas alusiones a los propósitos del enamorado. Pero después del incidente del ferrocarril, su actitud cambió también con respecto a este punto, pues no hacía alusiones molestas a Dardanelov y hablaba con más respeto de él ante su madre. La sensitiva Ana Fiodorovna notó al punto este cambio y lo agradeció infinito. No obstante, a la menor alusión a Dardanelov en presencia de Kolia, aunque la hiciera un extraño, la viuda se ponía roja como la grana. En estas ocasiones, Kolia miraba por la ventana con el ceño fruncido, o se contemplaba los zapatos, o llamaba con acento iracundo a Carillón, un perrazo feo y de larga pelambre, que había recogido hacía un mes y del que no había dicho una palabra a sus amigos. Kolia se comportaba con el animal como un tirano. Le enseñó a hacer muchas cosas. Así, el pobre Carillón, que aullaba cuando Kolia se iba al colegio, al verlo volver ladraba alegremente, saltaba como un loco, se pavoneaba, se hacía el muerto, etc., etc.; en una palabra, hacía cuanto Kolia le había enseñado, pero no porque éste se lo ordenara, sino espontáneamente, por el gran cariño que profesaba a su dueño.

Ahora caigo en que me he olvidado decir que Kolia Krasotkine fue el muchacho al que Iliucha, ya conocido por nuestros lectores, hijo del capitán retirado Snieguiriov, había herido con su cortaplumas al salir en defensa de su padre, del que sus compañeros de clase se burlaban llamándole «Barba de Estropajo».

II. Los rapaces

Aquella mañana glacial y brumosa de noviembre se quedó en casa Kolia Krasotkine. Era domingo y no tenía clase. No obstante, acababan de dar las once y necesitaba salir «para un asunto importantísimo». Pero había el inconveniente de que estaba solo en la casa y no la podía abandonar. Las personas mayores habían tenido que marcharse al producirse un acontecimiento imprevisto. La viuda de Krasotkine tenía alquilado un departamento de dos piezas —el único que había en la casa— a la esposa de un médico que era madre de dos hijos pequeños. Esta señora era gran amiga de Ana Fiodorovna y tenía la misma edad que ella. El médico se había marchado a Orenburgo, y de allí a Tachkent. Hacía seis meses que la esposa no recibía noticias del marido, de modo que la infortunada se habría pasado el tiempo llorando si no hubiera tenido el consuelo de la amistad de Ana Fiodorovna. Para colmo de desdichas, Catalina, la única sirvienta de la doctora, había comunicado repentinamente a la doctora, ya de noche, que notaba que iba a dar a luz a la mañana siguiente. Aunque parezca mentira, nadie se había dado cuenta del estado de la joven. En medio de su estupor, la doctora decidió, puesto que aún había tiempo, trasladar a Catalina a casa de una comadrona que admitía futuras madres a pensión. Come tenía gran cariño a esta sirvienta, puso inmediatamente en práctica este proyecto a incluso se quedó al lado de la internada. A la mañana siguiente hubo que recurrir a la ayuda de la señora de Krasotkine para que hiciera cierta diligencia y adoptara su protección. Por lo tanto, las dos damas estaban ausentes, así come Ágata, la sirvienta de la viuda de Krasotkine, que se había ido al mercado, y Kolia se había quedado como guardián de los pequeñuelos, el niño y la piña de la doctora.

La vigilancia de la casa no inquietaba a Kolia, y menos teniendo a su lado a Carillón. Éste había recibido la orden de echarse debajo de un banco del vestíbulo y estar allí sin moverse. Cada vez que veía pasar a su dueño, el perro levantaba la cabeza y golpeaba el suelo con la cola, mientras dirigía a Kolia una mirada suplicante. Pero, ¡ay!, sus ruegos eran inútiles. En respuesta a ellos, Kolia miraba severamente al infortunado animal, que volvía a su inmovilidad de estatua.

A Kolia sólo le preocupaban los pequeñuelos. La aventura de Catalina le inspiraba un profundo desprecio. Le encantaban aquellos niños y ya les había dado un divertido libro infantil para que se distrajeran. Nastia, la mayor, tenía ocho años y sabía leer; Kostia tenía siete y escuchaba con gusto a su hermanita. Kolia habría podido entretenerlos jugando con ellos a los soldados o al escondite per toda la casa, y no le importaba hacerlo cuando se presentaba la ocasión, a pesar de que en el colegio se rumoreaba que Krasotkine jugaba en su casa a las troikas con los niños de la inquilina, y que hacía el caballo y galopaba con la cabeza baja. Kolia rechazaba indignado esta acusación, diciendo que se habría avergonzado, «en nuestra época», de jugar a los caballos con chicos de su edad, pero que él lo hacía per los niños, porque los quería, y que nadie tenía derecho a pedirle cuentas de sus sentimientos.

En compensación, los dos pequeñuelos lo adoraban. Pero aquella mañana Kolia no estaba para juegos. Tenía un compromiso importante a incluso un tanto misterioso. Pero el tiempo pasaba, y Ágata, a la que se podían confiar los niños, no volvía de la compra. Kolia había cruzado el vestíbulo varias veces, abierto la puerta del departamento de la inquilina y echado una mirada cariñosa a los niños, que estaban leyendo, como él les había indicado. Cada vez que Kolia aparecía, los niños le obsequiaban con una larga sonrisa, que era una clara invitación a que pasara para hacer algo que los divirtiera. Pero Kolia estaba preocupado y no entraba.

Cuando dieron las once, Krasotkine se dijo resueltamente que si, transcurridos diez minutes, la «maldita» Ágata no había vuelto, se marcharía sin esperar más, claro que no sin antes advertir a los niños y hacerles prometer que no tendrían miedo durante su ausencia, que no llorarían ni harían diabluras.

Se puso, pues, su gabancito acolchado, se echó un talego al hombre, y aunque su madre le había dicho más de una vez que no saliera a la calle sin ponerse los chanclos cuando hiciese tanto frío come aquella mañana, Kolia se limitó a dirigirles una mirada de desdén al pasar per el vestíbulo. Carillón, al verlo vestido para salir, empezó a mover todo su cuerpo mientras golpeaba el suelo con la cola, a incluso llegó a soltar un aullido quejumbroso. Kolia juzgó que esta entusiasta demostración de afecto era contraria a la disciplina, y tuvo al perro todavía un minuto debajo del banco; no le silbó hasta que abrió la puerta del vestíbulo. Entonces Carillón se lanzó hacia él como una flecha y empezó a saltar alegremente.

El muchacho fue a echar una mirada a los niños. Habían dejado el libro y discutían acaloradamente, cosa que hacían con frecuencia. Nastia, por ser mayor que su hermano, solía triunfar en la polémica, pero, a veces, Kostia no se sometía y llamaba a Kolia Krasotkine para que fallara, fallo que admitían las dos partes sin rechistar.

Esta vez, la discusión de los dos niños interesó a Kolia, que se quedó en el umbral escuchando. Los pequeñuelos, al verle, redoblaron el ardor de su disputa.

—Nunca he creído —decía, convencida, Nastia— que las comadronas encuentren a los niños en las coles. Estamos en invierno y no hay coles. De modo que la comadrona no puede haber encontrado en esas plantas una nena para Catalina.

 

—¡Basta! —exclamó Kolia.

—De alguna parte traen a los niños —dijo Nastia—, pero sólo a las que están casadas.

Kostia, que había escuchado gravemente a su hermana, la miró fijamente, pensativo.

—Eres una tonta, Nastia —dijo al fin, con toda calma—. Catalina no está casada. ¿Cómo se puede tener un hijo?

Nastia se indignó.

—No entiendes nada. A lo mejor está casada y tiene al marido en la cárcel.

—Así, ¿tiene un marido en la cárcel? —preguntó el práctico Kostia.

Nastia abandonó su hipótesis y exclamó con su ímpetu habitual:

—También puede ser que no esté casada, como tú dices. Así que tienes razón. Pero quiere casarse, y a fuerza de pensar y pensar en tener un marido, ha terminado por tener un niño.

—Puede ser —admitió Kostia—. Pero yo no podía saber eso, porque tú no me lo habías dicho.

Kolia avanzó hacia ellos.

—Por lo que veo, renacuajos, sois temibles.

—¡Si está contigo Carillón! —exclamó alegremente Kostia, que empezó a chascar los dedos y a llamarlo.

—Amiguitos, estoy en un apuro —empezó a decir Kolia solemnemente—. ¿Queréis ayudarme? Ágata debe de haberse roto una pierna, puesto que no ha regresado. No cabe duda de que se la ha roto. Tengo que marcharme. ¿Me permitís que me vaya?

Los niños se miraron. Sus rostros sonrientes tenían una expresión de inquietud. No acababan de comprender lo que Kolia les pedía.

—¿Me prometéis no hacer ninguna diablura durante mi ausencia? ¿No subiros al armario para exponeros a romperos una pierna? ¿No llorar de miedo al veros solos?

En las dos caritas se reflejó la angustia.

—Si os portáis bien os enseñaré una cosa: un cañoncito de acero que se carga con pólvora de verdad.

Las dos caritas se iluminaron.

—Enséñanos el cañón —dijo Kostia, radiante.

Krasotkine sacó de su talego un cañoncito que depositó en la mesa.

—Mirad, tiene ruedas —dijo, haciéndolo rodar—. Se puede cargar con perdigones y disparar.

—¿Y puede matar?

—Puede matar a cualquiera. Basta apuntar bien.

Kolia explicó cómo había que poner la pólvora y los perdigones, señaló la ranura por la que se prendía fuego a la carga y dijo que el cañón tenía retroceso. Los niños lo escuchaban con ávida curiosidad. Lo del retroceso es lo que más les impresionó.

Nastia preguntó:

—¿Tienes pólvora?

—Sí.

—A verla —imploró la niña, sonriendo.

Krasotkine extrajo del talego un frasquito que contenía un poco de auténtica pólvora y unos cuantos perdigones envueltos en un papel. Destapó el frasquito y echó un poco de pólvora en la palma de su mano.

—Miradla. ¡Pero cuidado con acercarla al fuego! —dijo para asustarlos—. Se produciría una explosión y moriríamos todos.

Los niños examinaron la pólvora con un terror que avivaba su entusiasmo. A Kostia le encantaron especialmente los granos de plomo.

—¿Se inflaman los perdigones? —preguntó.

—No.

—Dame unos cuantos —dijo en tono suplicante.

—Aquí los tienes. Pero no se los enseñes a tu madre antes de que yo vuelva. Creerá que estallan como la pólvora, se asustará y os pegará.

—Mamá no nos pega nunca —dijo Nastia.

—Ya lo sé: lo he dicho para hacer una frase. No mintáis nunca a vuestra madre, salvo en esta ocasión y sólo hasta que yo vuelva. Bueno, amiguitos, ¿me puedo marchar? ¿No lloraréis de miedo mientras no estoy aquí?

—Sí que lloraremos —dijo lentamente Kostia mientras se disponía a hacerlo.

—Seguro que lloraremos —confirmó Nastia, atemorizada.

—¡Qué niños éstos! ¡Estáis en la peor edad! Ya veo que no puedo hacer nada. Tendré que quedarme con vosotros hasta Dios sabe cuándo. ¡Con lo que vale el tiempo!

—Dile a Carillón que haga el muerto —solicitó Kostia.

—Bien; recurramos a Carillón. ¡Aquí, Carillón!

Kolia ordenó al can que exhibiera sus habilidades. Era un perro de pelo largo, de color gris violáceo, del tamaño de un mastín corriente, tuerto del ojo derecho y que tenía partida la oreja izquierda. Se pavoneaba, andaba sobre las patas traseras, se echaba boca arriba y permanecía inmóvil, como muerto...

Durante este último ejercicio se abrió la puerta y apareció Ágata, la sirvienta, mujer obesa, picada de viruelas, de unos cuarenta años, que, con la red de la compra en la mano, se detuvo en el umbral para presenciar el espectáculo. Kolia, a pesar de la prisa que tenía, no interrumpió la representación. Al fin, emitió un silbido, y el animal se levantó y empezó a saltar con gran alegría de haber cumplido con su deber.

—¡Eso es un perro! —exclamó Ágata.

—¿Se puede saber por qué has tardado tanto? —preguntó severamente Kolia.

—¡A mí no me hables así, mocoso!

—¿Mocoso?

—Sí, mocoso. No te metas en lo que no te importa. He tardado porque ha sido preciso.

Ágata dijo esto mientras empezaba a trajinar en la cocina. No hablaba con irritación, sino que parecía sentirse feliz de poder enfrentarse otra vez con aquel señorito tan gracioso.

—Óyeme, vieja loca: me vas a jurar por lo más sagrado que vigilarás a estos pequeñuelos durante mi ausencia. Tengo que marcharme.

—Nada de juramentos —repuso Ágata, echándose a reír—. Los vigilaré y basta.

—No basta; quiero que me lo jures por tu eterna salvación. Si no me lo juras, no me marcho.

—Allá tú. A mí me da lo mismo. Está helando. Lo mejor que puedes hacer es quedarte en casita.

—Oíd, rapazuelos. Esta mujer os hará compañía hasta que yo vuelva o hasta que venga vuestra madre, que ya no puede tardar. Si tarda, Ágata os dará el almuerzo. ¿No es así, Ágata?

—Nada tan fácil.

—Hasta la vuelta, hijitos. Me voy con toda tranquilidad.

Y al pasar por el lado de la sirvienta le dijo, en serio y en voz baja.

—Cuidado, abuela, con empezar a explicarles lo de Catalina. Hay que respetar su inocencia... ¡Vamos, Carillón!

Esta vez Ágata se indignó de verdad.

—¿Quieres callarte? ¡Merecerías que te azotasen por decir esas cosas!

III. El colegial

Pero Kolia ya no la oía. Al fin estaba libre. Al salir a la calle hundió momentáneamente la cabeza entre los hombros y exclamó: «¡Vaya frío!», y tomó el camino de la plaza del Mercado. Antes de llegar a la plaza se detuvo ante un edificio, sacó del bolsillo un silbato y lo hizo sonar con todas sus fuerzas. Sin duda, era una señal convenida. Un minutó después salió de su casa un niño de once años, de tez colorada y protegido, como Kolia, por un recio y elegante gabán. Este muchacho era Smurov, alumno de la clase preparatoria (Kolia estaba ya en la sexta) a hijo de un funcionario acomodado, al que sus padres habían prohibido que fuera con Krasotkine, cuya conducta les parecía vergonzosa; de modo que Smurov había tenido que salir de su casa furtivamente.

Como el lector recordará, Smurov formaba parte del grupo que había apedreado a Iliucha hacía dos meses, y él fue el que habló con Aliocha Karamazov.

—He estado una hora esperándote, Krasotkine —dijo sin rodeos Smurov.

Los dos chicos siguieron el camino de la plaza.

—Si me he retrasado —repuso Kolia—, la culpa no ha sido mía, sino de las circunstancias. ¿No te azotarán por haberte reunido conmigo?

—¡Qué ocurrencia! A mí no me azotan nunca... Ya veo que está aquí Carillón.

—Sí, lo he traído.

—¿Para que nos acompañe hasta la casa?

—Sí.

—¡Lástima que no sea Escarabajo!