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100 Clásicos de la Literatura

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Mitia enrojeció.

—¿Tan vil me cree usted? ¡Usted no puede hablar en serio! —exclamó, indignado.

—Hablo completamente en serio —dijo el procurador, no menos sorprendido que Dmitri—. ¿Por qué lo duda usted?

—Porque eso sería innoble. ¡Me están ustedes atormentando! En fin, lo diré todo, les revelaré hasta el fondo de mi pensamiento demoníaco, y entonces se sonrojarán ustedes al ver hasta dónde pueden descender los sentimientos humanos. Sepa que también yo pensé en la solución que usted me propone, señor procurador. Sí, señores: estaba casi decidido a ir a casa de Katia: hasta ese extremo llegó mi ruindad. Pero piense usted en lo que significaba ir a anunciarle mi traición y pedirle dinero para los gastos que esta traición imponía; pedírselo a ella, a Katia, y huir inmediatamente con su rival, con la mujer que la odiaba y la había ofendido... ¿Está usted loco, señor procurador?

—No estoy loco —dijo el procurador sonriendo—. Lo que ocurre es que no había pensado que pudieran existir esos celos de mujer... Si realmente existen, como usted afirma, podría, en efecto, haber algo de lo que usted dice.

—¡Habría sido una bajeza incalificable! —bramó Mitia golpeando la mesa con el puño—. Ella me habría dado el dinero por venganza, para testimoniarme su desprecio, pues también ella tiene un alma pronta a estallar en una cólera infernal. Yo habría tomado el dinero, seguro que lo habría tomado, y entonces habría estado toda la vida... ¡Dios mío! Perdónenme, señores, que hable en voz tan alta... No hace mucho que pensaba en esa posibilidad. Pensé la otra noche, mientras cuidaba a Liagavi, y durante todo el día de ayer (lo recuerdo perfectamente) hasta que se produjo el suceso.

—¿Qué suceso? —preguntó Nicolás Parthenovitch.

Pero Mitia no le escuchó.

—Les he confesado algo tremendo. Sepan apreciarlo, señores; compréndanlo en todo su valor. Pero si ustedes son incapaces de comprenderme, eso significará que me desprecian, y yo me moriré de vergüenza por haber abierto mi corazón a personas como ustedes. Sí, moriré... Ya veo que no me creen...

—¿Cómo? ¿Van a tomar nota de esto?

—Sí —repuso Nicolás Parthenovitch, sorprendido—. Consignaremos que hasta el último momento pensó usted en ir a casa de la señorita Verkhovtsev para pedirle esos mil quinientos rublos. Esta declaración es importantísima para nosotros, Dmitri Fiodorovitch..., y más aún para usted.

—¡Dios mío, señores: tengan al menos el pudor de no consignar eso! Les muestro mi alma al desnudo, y ustedes me corresponden rebuscando en ella. ¡Dios santo!

Se cubrió el rostro con las manos.

—No se preocupe por eso, Dmitri Fiodorovitch —dijo el procurador—. Se le leerá todo lo que se ha escrito y se modificará el texto en aquellos puntos en que usted no esté de acuerdo con lo consignado. Ahora le pregunto por tercera vez: ¿es verdad que nadie, ni una sola persona, ha oído hablar de ese dinero guardado en una bolsita?

—Nadie, nadie. Ya lo he dicho. ¿Es que no me entiende? ¡Déjeme en paz!

—De acuerdo. Pero este punto habrá de aclararse. Reflexione. Tenemos una decena de testigos que afirman que usted mismo ha dicho que iba a dilapidar tres mil rublos y no mil quinientos. Y al llegar usted aquí, muchos le han oído decir que tenía tres mil rublos para gastar.

—Puede usted contar con centenares de testimonios análogos: un millar de personas me lo han oído decir.

—O sea que todo el mundo está de acuerdo. Esto de «todo el mundo» significa algo, ¿no?

—No significa absolutamente nada. He mentido, y todo el mundo ha repetido mi mentira.

—¿Y por qué ha mentido?

—¡Sabe Dios! Por jactancia seguramente, por conseguir la mezquina gloria de haber dilapidado una cantidad importante. O tal vez por olvidarme del dinero que me había apartado... Sí, por eso fue... ¡Y basta ya! ¿Cuántas veces me ha hecho usted esa pregunta? He mentido y no he querido rectificar: esto es todo... ¿Por qué mentiremos a veces?

—Eso es fácil de explicar, Dmitri Fiodorovitch —dijo gravemente el procurador—. Pero dígame: esa bolsita, como usted la llama, ¿era muy pequeña?

—Bastante.

—¿Qué tamaño tenía, aproximadamente?

—Pues... el tamaño de medio billete de cien rublos.

—Lo mejor será que nos muestre la bolsita hecha jirones. Supongo que la llevará usted encima.

—¡Qué disparate! Ni siquiera sé dónde está.

—Permítame una pregunta: ¿dónde y cuándo se la quitó del cuello? Usted ha declarado que no volvió a su casa.

—Después de hablar con Fenia, me dirigí a casa de Perkhotine. Entonces desgarré la bolsita para sacar el dinero.

—¿En la oscuridad?

—No hacía falta ni la luz de una bujía: me fue fácil desgarrar la tela.

—¿Sin tijeras y en medio de la calle?

—Creo que estaba en la plaza.

—¿Qué hizo de la bolsita?

—La tiré.

—¿Dónde?

—¿Qué sé yo? En algún lugar de la plaza. ¿Qué importancia puede tener?

—Tiene mucha importancia, Dmitri Fiodorovitch. Es una prueba en favor de usted. ¿No lo comprende? ¿Quién le cosió la bolsita hace un mes?

—Nadie: la cosí yo mismo.

—¿Sabe usted coser?

—El que ha sido soldado tiene que saber. Por otra parte, no hay que ser un experto en el manejo de la aguja para hacer un cosido así.

—¿De dónde sacó usted la tela, mejor dicho, el trozo de tela?

—¿Está usted bromeando?

—Nada de eso, Dmitri Fiodorovitch. Nuestro trabajo no nos permite bromear.

—Pues no recuerdo de dónde lo tomé.

—¿Cómo se explica que lo haya olvidado?

—Le aseguro que no me acuerdo. Tal vez corté un trozo de mi ropa interior.

—Es un dato interesante. Mañana se podrá encontrar en su casa la pieza, la camisa, de donde usted cortó el trozo. ¿De qué era ese jirón: de algodón o de hilo?

—¿Qué sé yo?... Oigan: me parece que no corté nada. Creo que el género era algodón. Es posible que cosiera un resto del gorro de mi patrona.

—¿Del gorro de su patrona?

—Sí, se lo robé.

—¿Se lo robó?

—Sí; recuerdo que una vez robé un gorro para hacerlo pedazos con los que poder secar las plumas. Me apoderé de él furtivamente y sin ningún reparo, porque era un pingajo sin valor. Aproveché uno de esos trozos para hacer la bolsita, que cosí después de haber introducido en ella los mil quinientos rublos... Sí, creo que era un trozo de algodón viejo y lavado mil veces.

—¿Está usted seguro?

—Seguro no. Sólo me parece. Pero me da lo mismo una cosa que otra.

—Piense que su patrona puede haber advertido la falta de ese trozo de tela.

—No, no lo habría notado. Era un viejo andrajo que no valía ni un copes.

—¿Y de dónde sacó la aguja y el hilo?

—¡Basta! No diré nada más sobre eso —gruño Mitia.

—Es extraño que no recuerde usted en qué lugar de la plaza tiró la bolsita.

—Hagan barrer la plaza y tal vez la encuentren —replicó Mitia, y exclamó, abrumado—: ¡Basta ya, señores, basta ya! Ustedes no creen ni una palabra de lo que les digo: lo estoy viendo. La culpa es mía y no de ustedes. No debí dejarme llevar por mis impulsos. ¿Por qué me habré rebajado a revelarles mi secreto? Esto les parece chusco; lo leo en sus ojos. Es usted el que me ha incitado, señor procurador. ¡Goce de su triunfo! ¡Malditos Sean, verdugos!

Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. El procurador y el juez se callaron. Transcurrió un minuto. Mitia levantó la cabeza y los miró, inconsciente. Su rostro expresaba una desesperación extrema.

Era preciso terminar; había que proceder al interrogatorio de los testigos. Eran las ocho de la mañana; hacía un buen rato que se habían apagado las bujías. Mikhail Makarovitch y Kalganov, que no habían cesado de entrar y salir durante el interrogatorio, no estaban en aquel momento en la habitación. El procurador y el juez daban muestras de fatiga. Hacía mal tiempo; el cielo estaba oscuro y caía una lluvia torrencial. Mitia, desde su asiento, miraba absorto a través de los cristales.

—¿Puedo acercarme a la ventana? —preguntó a Nicolás Parthenovitch.

—Naturalmente —repuso el juez.

Dmitri se levantó y se acercó a la ventana. La lluvia azotaba los pequeños vidrios verdosos. A través de ellos se veía el camino lleno de barro, y más lejos las hileras de isbas, míseras y oscuras, que bajo la lluvia parecían aún más pobres. Mitia se acordó de «Febo, el de los cabellos de oro», y de su propósito de suicidarse bajo los primeros rayos del astro del día. Mejor habría sido este amanecer. Sonrió amargamente y se volvió hacia sus «verdugos».

—Señores, ya veo que estoy perdido. ¿Pero y ella? ¿Ha de correr la misma suerte que yo? Les suplico que me lo digan. Es inocente. Ayer, cuando se declaró culpable, había perdido la cabeza. No time culpa alguna. Después de esta noche de angustia, les ruego que me digan qué van a hacer con ella.

El procurador se apresuró a responder:

—Tranquilícese, Dmitri Fiodorovitch. Por ahora no tenemos ninguna razón para molestar a esa persona que tanto le interesa. Y creo que lo mismo ocurrirá en lo sucesivo. Haremos cuanto nos sea posible en favor de esa joven.

—Gracias, señores. Nunca he puesto en duda la honradez ni el espíritu de justicia de ustedes. Me han quitado un peso de encima... ¿Qué van a hacer ahora?

—Hay que proceder sin pérdida de tiempo al interrogatorio de los testigos, lo cual, como ya le hemos dicho, debe efectuarse en presencia de usted.

—¿Y si tomáramos un poco de té? —dijo Nicolás Parthenovitch—. Creo que nos lo hemos ganado.

Decidieron tomar un vaso de té, permaneciendo donde estaban, sin interrumpir la investigación. Esperarían un momento más propicio para desayunarse.

 

Mitia, que en el primer momento había rechazado el vaso que le ofrecía Nicolás Parthenovitch, luego se apoderó de él y se lo bebió ávidamente. Parecía hallarse en el límite del agotamiento. Su robusta constitución parecía permitirle una noche de jolgorio, incluso acompañada de las más intensas emociones. Sin embargo, apenas se sostenía en su asiento, y a veces creía ver que todo le daba vueltas. «Estoy muy cerca de la inconsciencia y el delirio», pensaba.

VIII. Declaran los testigos. El «pequeñuelo»

Empezó el interrogatorio de los testigos. Pero debemos advertir que no proseguiremos nuestro relato tan detalladamente como lo hemos hecho hasta ahora. Dejaremos a un lado la fórmula con que Nicolás Parthenovitch iba llamando a los testigos para decirles que debían exponer la verdad de acuerdo con su conciencia y repetir después su declaración bajo juramento, etc., etc. Nos limitaremos a decir que lo esencial para los jueces era averiguar si Dmitri Fiodorovitch había dilapidado tres mil rublos o sólo mil quinientos en su primera visita a Mokroie hacía un mes, a igualmente el día anterior.

Todas, absolutamente todas las declaraciones fueron desfavorables para Mitia. Algunos testigos incluso aportaron datos nuevos que apoyaban sus palabras y que constituían pruebas abrumadoras. El primero en declarar fue Trifón Borisytch. Compareció sin terror alguno y pletórico de indignación contra el acusado, lo que le confirió un aire de sinceridad y dignidad. Habló poco y con cierta reserva, esperando que le preguntaran y respondiendo con firmeza después de reflexionar. Dijo sin rodeos que, hacía un mes, el acusado había gastado alegremente lo menos tres mil rublos y que los campesinos afirmaban haber oído decir a Dmitri Fiodorovitch: «¡Cuanto dinero me han costado los músicos y las chicas! Pasa de los mil rublos.»

—No les di ni siquiera quinientos —replicó Mitia—. Lo que ocurrió fue que no los podía contar, porque estaba bebido. Fue una desgracia.

Dmitri escuchaba a los testigos con un gesto de pesar y fatiga. Parecía decir: «Contad lo que queráis: me es indiferente.»

Trifón Borisytch dijo:

—Los cíngaros le costaron más de mil rublos, Dmitri Fiodorovitch. Usted tiraba el dinero sin contarlo y ellos lo recogían. Es una casta de bribones. Roban caballos. Si no los hubiese echado de aquí, tal vez habrían declarado a cuánto ascendían sus ganancias. Yo vi el fajo de billetes que llevaba usted en la mano. No me lo dio usted a contar, pero a simple vista calculé que había bastante más de mil quinientos rublos... Yo también manejo dinero.

En cuanto a la suma del día anterior, Dmitri Fiodorovitch había declarado a su llegada que llevaba encima tres mil rublos.

—¿De veras dije que tenía tres mil rublos, Trifón Borisytch?

—Sí, Dmitri Fiodorovitch; lo dijo usted delante de Andrés. Todavía está aquí; puede usted llamarlo. Y cuando estaba obsequiando a las chicas del coro, dijo usted a voces que estaba gastando su sexto billete de mil rublos, incluida la vez anterior, desde luego. Esteban y Simón lo oyeron. Piotr Fomitch Kalganov estaba entonces a su lado. Tal vez lo recuerde también.

La declaración de que gastaba el sexto billete de mil impresionó a los jueces y les encantó por su claridad. Tres mil la primera y tres mil la segunda sumaban seis mil.

Se interrogó a Esteban, a Simón y al cochero Andrés, y éstos confirmaron la declaración de Trifón Borisytch. Además, se tomó nota de la conversación que Mitia había tenido con Andrés, al que preguntó si iría al cielo o al infierno y si lo perdonarían en el otro mundo. El «psicólogo» Hipólito Kirillovitch, que había escuchado sonriendo, recomendó que se uniera esta declaración al expediente.

Cuando le tocó el turno a Kalganov, éste se presentó de mala gana, con semblante sombrío, y habló con el procurador y con Nicolás Parthenovitch como si fuese la primera vez que los veía, siendo así que los conocía desde hacía mucho tiempo. Empezó por decir que «no sabía nada y nada quería saber». Pero reconoció que había oído hablar a Mitia del sexto billete de mil y que estaba a su lado cuando le oyó decir esto. Ignoraba la cantidad que Dmitri podía tener y afirmó que los polacos habían hecho trampas jugando a las camas. Contestando a insistentes preguntas, dijo que expulsaron a los polacos de la sala y que entonces Mitia se había captado la admiración y el amor de Agrafena Alejandrovna, cosa que ésta había confesado. Al hablar de la joven se expresó en términos corteses, como si se tratara de una dama de la mejor sociedad, y ni una sola vez la llamó Gruchegnka. A pesar de la evidente aversión que Kalganov mostraba a declarar, Hipólito Kirillovitch lo retuvo largo rato, para tomar de sus palabras solamente aquello que constituía, por decirlo así, la novela de Mitia durante aquella noche. Dmitri no le interrumpió ni una sola vez, y Kalganov se retiró sin disimular su indignación.

Se hizo pasar a los polacos. Éstos se habían acostado en su reducida habitación, pero no habían conseguido pegar los ojos. Cuando llegaron las autoridades, se vistieron rápidamente, comprendiendo que los iban a llamar. Se presentaron con arrogancia, pero también con cierta inquietud. El pequeño pan, el más importante, era un funcionario de duodécima clase retirado. Había servido como veterinario en Siberia y se llamaba Musalowicz. El pan Wrublewski era dentista. Al principio, cuando les preguntaba Nicolás Parthenovitch, contestaban dirigiéndose a Mikhail Makarovitch, al que consideraban como el personaje más importante. Le llamaban pan pulkownik y repetían la expresión a cada frase. Al fin los sacaron de su error. Hablaban correctamente el ruso, fallando únicamente en la pronunciación de ciertas palabras. Al explicar sus relaciones con Gruchegnka, el pan Musalowicz se expresó con una seguridad y un ardor que exasperaron a Mitia hasta el punto de hacerle exclamar que no permitía a un «granuja» hablar así en su presencia. El pan Musalowicz protestó del calificativo y rogó que esta palabra se hiciera constar en el proceso. Mitia hervía de cólera.

—¡Sí, un granuja! —exclamó—. Pueden ustedes anotarlo. Esto no me impedirá repetir que es un granuja.

Nicolás Parthenovitch dio pruebas de un facto extraordinario en este enojoso incidente. Tras una severa amonestación a Mitia, renunció a hacer preguntas sobre la parte novelesca del asunto y se dedicó enteramente a lo esencial.

Los jueces mostraron gran interés al declarar los polacos que Mitia había ofrecido tres mil rublos al pan Musalowicz para que renunciara a Gruchegnka. De esta cantidad entregaría inmediatamente setecientos rublos, y el resto al día siguiente en la ciudad. Afirmó bajo palabra de honor que en aquel momento no poseía toda la suma.

Mitia replicó a esto que no había prometido pagar el resto al día siguiente, pero el pan Wrublewski confirmó lo dicho por su compatriota, y Dmitri, tras reflexionar un instante, aceptó que podía haber hecho tal promesa en un momento de exaltación.

El procurador dio gran importancia a estas palabras. La acusación podía deducir de ellas que parte de los tres mil rublos que Mitia había tenido en su poder estaba oculta en la ciudad o tal vez en el mismo Mokroie. Con ello quedaba explicado un punto que ponía en un aprieto a la acusación: el de que se hubieran hallado solamente ochocientos en poder de Mitia. Hasta entonces, ésta había sido la única prueba favorable, por poco que fuera, a Dmitri. Esta única prueba se había desvanecido. El procurador le preguntó:

—¿De dónde pensaba usted sacar los dos mil trescientos rublos que prometió bajo palabra de honor entregar al pan al día siguiente, siendo así que usted mismo afirmó que sólo poseía quinientos en aquel instante?

A ello repuso Mitia que su intención era proponerle al pan transferirle ante notario sus derechos de propiedad sobre Tchermachnia, en vez de entregarle el dinero, oferta que ya había hecho a Samsonov y a la señora de Khokhlakov. El procurador sonrió ante «la ingenuidad del subterfugio»

—¿Y cree usted que él habría aceptado esos «derechos» en sustitución de los dos mil trescientos rublos?

—No me cabe duda. Pues habría recibido no dos mil, sino cuatro mil o seis mil. Sus abogados judíos y polacos habrían obligado al viejo a entregar el dinero.

Como es natural, la declaración del pan se consignó por escrito in extenso, tras lo cual los dos polacos pudieron retirarse. El detalle de que habían hecho trampas en el juego pasó por alto. Nicolás Parthenovitch les estaba agradecido y no quería molestarlos por una insignificancia, pues consideraba que todo se había reducido simplemente a una querella entre jugadores bebidos. Además, todo había sido escandaloso aquella noche. En resumidas cuentas, que los doscientos rublos se quedaron en los bolsillos de los polacos.

Acto seguido se llamó al viejo Maximov, que entró en la sala tímidamente, a pasitos cortos, con las ropas en desorden y el semblante triste. Durante los interrogatorios había permanecido sentado junto a Gruchegnka, en silencio, «lloriqueando y secándose los ojos con su pañuelo a cuadros» —así lo dijo Mikhail Makarovitch—, hasta el punto de que era ella la que tenía que calmarlo y consolarlo. Con lágrimas en los ojos, el pobre viejo se excusó por haber pedido diez rublos prestados a Dmitri Fiodorovitch, obligado por su pobreza, y manifestó que estaba dispuesto a devolvérselos. Nicolás Parthenovitch le preguntó cuánto dinero tenía, a su juicio, Dmitri Fiodorovitch, ya que él debía de haberlo visto de cerca al pedirle prestados los diez rublos. Y Maximov repuso:

—Veinte mil rublos.

—¿Ha visto usted alguna vez veinte mil rublos reunidos? —preguntó Nicolás Parthenovitch sonriendo.

—¡Claro que los he visto!... Bueno, veinte mil no: siete mil. Vi esta suma cuando mi esposa hipotecó mi propiedad. Si he de serle franco, sólo me los enseñó de lejos. Formaban un grueso fajo de billetes de cien. Los billetes de Dmitri Fiodorovitch también eran de cien rublos.

No lo retuvieron mucho tiempo. Al fin llegó el turno a Gruchegnka. Los jueces estaban inquietos ante la impresión que la llegada de la joven pudiera producir a Dmitri, y Nicolás Parthenovitch le dirigió algunas palabras de exhortación, a las que respondió Mitia con un movimiento de cabeza que equivalía a asegurar que se comportaría correctamente.

Gruchegnka apareció acompañada por Mikhail Makarovitch. Sus facciones estaban rígidas, y su semblante, triste pero sereno. Se sentó frente a Nicolás Parthenovitch. Estaba pálida y parecía tener frío, pues envolvía sus hombros con un elegante chal negro. En efecto, recorrían su cuerpo los escalofríos de la fiebre, principio de la larga enfermedad que contrajo aquella noche. Su rigidez, su mirada franca y sería, sus ademanes pausados produjeron una impresión en extremo favorable. Nicolás Parthenovitch incluso se sintió cautivado. Algún tiempo después dijo que hasta entonces no se había dado cuenta de lo encantadora que era aquella mujer, en la que antes sólo había visto «una ramera de comisaría».

—Tiene la finura de las personas de la mejor sociedad —dijo un día con entusiasmo en un círculo de damas.

La indignación fue general. Lo llamaron calavera, cosa que le encantó.

Gruchegnka, al entrar, dirigió a Mitia una mirada furtiva. Él la miró también, con un gesto de inquietud; pero su aspecto lo tranquilizó. Tras las preguntas consabidas, Nicolás Parthenovitch vaciló un momento y la interrogó con toda cortesía:

—¿Qué clase de relaciones tenía usted con el teniente retirado Dmitri Fiodorovitch Karamazov?

—Relaciones simplemente amistosas. Como amigo lo he recibido durante todo este mes último.

En respuesta a otras preguntas declaró francamente que entonces no amaba a Mitia, aunque le gustara «a veces». Lo había seducido llevada de su maldad: le encantaba jugar con aquel hombre de buen corazón. Los celos que tenía Mitia de Fiodor Pavlovitch y de todos los hombres la divertían. Jamás había pensado ir a casa de Fiodor Pavlovitch, que sólo era para ella un objeto de burla.

—Durante todo este mes apenas he pensado en ellos. Esperaba a otro, al causante de mis males... Les ruego que no me pregunten sobre esto, porque no les contestaría. Mi vida privada no les incumbe.

Nicolás Parthenovitch dejó inmediatamente a un lado los detalles novelescos y abordó la cuestión principal: los tres mil rublos. Gruchegnka repuso que ésta era la cantidad que había gastado Dmitri hacía un mes en Mokroie, según él había dicho, pues ella no había contado el dinero.

 

—¿Eso se lo dijo a usted en privado o en presencia de testigos? ¿O acaso lo ha oído usted decir a otras personas? —preguntó inmediatamente el procurador.

Gruchegnka contestó afirmativamente a las tres preguntas.

—¿Se lo dijo particularmente una vez o varias?

Gruchegnka repuso que varias.

Hipólito Kirillovitch quedó sumamente satisfecho de esta declaración. Inmediatamente dedujo de ella que Gruchegnka sabía que el dinero procedía de Catalina Ivanovna.

—¿No ha oído usted decir que Dmitri Fiodorovitch gastó entonces la mitad de los tres mil rublos y se guardó la otra mitad?

—No, nunca he oído decir eso.

Y añadió que, por el contrario, durante el mes último, Mitia le había dicho varias veces que no tenía dinero.

—Esperaba recibirlo de su padre —concluyó.

Nicolás Parthenovitch preguntó de pronto:

—¿No dijo nunca delante de usted, por descuido o en un momento de irritación, que se proponía atentar contra la vida de su padre?

—Sí, se lo oí decir.

—¿Una vez o varias?

—Varias. Y siempre en arrebatos de cólera.

—¿Usted creía que llevaría a cabo este propósito?

—Jamás lo creí —repuso Gruchegnka con absoluta convicción—. Siempre tuve en cuenta la nobleza de sus sentimientos.

—Un momento —exclamó Mitia—. Permítanme decir en presencia de ustedes sólo unas palabras a Agrafena Alejandrovna.

—Puede hacerlo —aceptó Nicolás Parthenovitch.

Mitia se levantó y dijo:

—Agrafena Alejandrovna, lo juro en presencia de Dios que soy inocente de la muerte de mi padre.

Mitia se volvió a sentar. Gruchegnka se levantó y se santiguó devotamente ante el icono.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó fervorosamente. Y añadió, dirigiéndose a Nicolás Parthenovitch—: Créalo. Lo conozco bien. Es capaz de decir cualquier cosa en broma o por obstinación; pero no habla nunca en contra de su conciencia. Ha dicho la verdad, no les quepa duda.

—Gracias, Agrafena Alejandrovna —dijo Dmitri, y la voz le temblaba—. Tus palabras me han dado valor.

Respecto al dinero del día anterior, Gruchegnka dijo que no sabía a cuánto ascendía la cantidad, pero que había oído decir a Dmitri repetidas veces que estaba gastando tres mil rublos. En cuanto a la procedencia de este dinero, Gruchegnka declaró que Mitia le había dicho confidencialmente que lo había robado a Catalina Ivanovna, a lo que ella había respondido que aquello no era un robo y que había que devolver el dinero al mismo día siguiente. El procurador quiso dejar bien sentado que Dmitri, al decir dinero robado, se refería al del día anterior y no al de un mes atrás, y Gruchegnka repitió que aludía al de las últimas veinticuatro horas.

Terminado el interrogatorio, Nicolás Parthenovitch se apresuró a decir a Gruchegnka que podía volver a la ciudad si así lo deseaba y que, si podía serle útil en algo —por ejemplo, en buscarle un tiro de caballos o en procurarle un acompañante—, haría todo lo posible para...

—Gracias —dijo Gruchegnka—. Me acompañará el viejo propietario de esta casa. Pero si ustedes me lo permiten, permaneceré aquí hasta que hayan fallado el asunto de Dmitri Fiodorovitch.

Gruchegnka salió de la sala. Mitia se mostraba sereno y reconfortado. Pero esto sólo duró un instante. Un extraño desfallecimiento se apoderó de él y fue acrecentándose progresivamente. Sus ojos se cerraban a pesar suyo. El interrogatorio de los testigos terminó al fin. Se procedió a la redacción definitiva del acta. Mitia se levantó y fue a tenderse en un rincón, sobre un cofre tapizado. Se durmió en seguida y tuvo un sueño extraño, totalmente ajeno a las circunstancias.

Viaja por la estepa, por una región que ya había cruzado cuando estaba de servicio. Un campesino lo conduce en una carreta a través de la llanura cubierta de lodo. Hace frío. Es un día de principios de noviembre. La nieve cae en gruesos copos que se funden rápidamente. El carretero fustiga a sus caballos. Luce una larga barba roja. Es un hombre de unos cincuenta años y lleva un deslucido caftán gris. Se acercan a una aldea donde se ven isbas negras, muy negras. La mitad se han quemado. De ellas sólo quedan postes carbonizados que se mantienen aún erguidos. En la carretera, a la entrada del pueblo, se ven largas hileras de mujeres esqueléticas y de rostros curtidos. Entre ellas se destaca una, alta y escuálida. Representa cuarenta años y, a lo mejor, no tiene más que veinte. Su alargado rostro time una expresión de angustia. Lleva en brazos a un niño pequeño que llora sin cesar y tiende sus bracitos desnudos, cuyas manitas cerradas están amoratadas por el frío.

—¿Por qué llora? —pregunta Mitia cuando la carreta pasa velozmente.

—Es un pequeñuelo —responde el carretero.

Mitia advierte que el carretero ha dicho «pequeñuelo», como es costumbre entre los campesinos, y no «pequeño». Esto le complace: el apelativo le parece más cariñoso.

—¿Pero por qué llora? —vuelve a preguntar Mitia—. ¿Por qué están desnudos sus bracitos, por qué no se los tapan?

—Sus ropas están heladas y no le abrigarían.

—¿Cómo es posible? —insiste Mitia, sin comprender aún.

—Son muy pobres y sus isbas se han quemado. Esa gente no tiene pan.

—No es posible, no es posible —repite Mitia en el mismo tono de incomprensión—. Dime por qué están aquí estas desventuradas, por qué han de sufrir esa miseria tan espantosa, por qué llora ese pobre niño por qué ha de ser tan árida la estepa, por qué esas gentes no se abrazan y cantan alegres canciones, por qué tienen la piel tan negra, por qué no dan de comer al pequeñuelo...

Mitia sabe muy bien que sus preguntas son absurdas, pero también sabe que tiene razón, y no puede menos de preguntar. Además, advierte que una honda pena se va apoderando de él, que está a punto de echarse a llorar. Siente un vivo deseo de consolar al niño que llora y a la madre de senos exangües; anhela enjugar las lágrimas de todo el mundo y en seguida, sin detenerse ante nada, con todo el ímpetu de los Karamazov.

—Estoy a tu lado y nunca me separaré de ti —le dice tiernamente Gruchegnka.

Su corazón se inflama y vibra frente a una luz lejana. Quiere vivir, avanzar por el camino que conduce a esta luz nueva, a esta luz que lo llama...

—¿Qué pasa? ¿Dónde estoy? —exclamó abriendo los ojos.

Con una sonrisa radiante se incorporó sobre el cofre tapizado. Tenía la impresión de salir de un desmayo. Ante él estaba Nicolás Parthenovitch, que le invitó a escuchar la lectura del acta y a firmarla.

Mitia se dio cuenta de que había estado durmiendo más de una hora, pero no prestaba atención al juez. Le sorprendía haber encontrado bajo su cabeza un cojín que no estaba cuando se había echado, rendido, sobre el cofre.

—¿Quién ha puesto aquí este cojín? ¿Quién ha tenido este rasgo de bondad? —exclamó con vehemencia, con voz henchida de emoción, como si se tratara de un acto de altruismo inestimable.

El ser magnánimo que había tenido esta atención permaneció en el anonimato, pero Mitia llegó a llorar de emoción. Se acercó a la mesa y dijo que firmaría todo lo que le pidiesen que firmara.

—He tenido un hermoso sueño, señores —dijo con voz extraña y el semblante resplandeciente de alegría.

IX. Se llevan a Mitia

Una vez firmada el acta, Nicolás Parthenovitch leyó solemnemente al acusado una «disposición» en la que se decía que el juez de instrucción había interrogado al detenido, y se citaban las principales acusaciones. Luego se explicaba que, aunque el acusado se declaraba inocente del crimen que se le imputaba, no había hecho nada por justificarse; que los testigos y las circunstancias le presentaban como culpable, y que, en vista de ello y ateniéndose a los artículos del código penal, ordenaba el encarcelamiento del presunto culpable, a fin de que no pudiera eludir el proceso ni el juicio. Se hablaba también de dar copia de la disposición al sustituto, etcétera. En una palabra: se declaró que Mitia debía permanecer detenido desde aquel momento y que se le iba a conducir a la ciudad, donde se le designaría un lugar de residencia nada agradable. Mitia se encogió de hombros.