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100 Clásicos de la Literatura

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—¿De modo —exclamó Pavlovitch en el colmo del entusiasmo— que tú crees que hay dos hombres capaces de mover las montañas? Observa este detalle, Iván: toda Rusia está con él.

—Exacto: es un rasgo característico de la fe popular de nuestro país —dijo Iván Fiodorovitch con una sonrisa de aprobación.

—Si estás de acuerdo conmigo, eso prueba que mi observación es exacta. ¿Verdad, Aliocha? Eso se ajusta perfectamente a la fe rusa.

—No, Smerdiakov no posee la fe rusa —repuso Aliocha con acento grave y firme.

—No me refiero a su fe, sino a ese detalle, a esos dos anacoretas. ¿No es un detalle muy ruso?

—Sí, ese detalle es completamente ruso —concedió Aliocha sonriendo.

—Esa observación merece una moneda de oro, burra de Balaam, y hoy mismo te la enviaré. Pero todo lo demás que has dicho es falso. Has de saber, imbécil, que si nosotros no tenemos más fe es por pura frivolidad: los negocios nos absorben; los días no tienen más que veinticuatro horas; uno no tiene tiempo no ya para arrepentirse, sino ni para dormir sus libaciones. Pero tú has abjurado ante los verdugos, cuando lo único que tenías que hacer era pensar en la fe y en el momento que era preciso demostrarla. Me parece, joven, que esto constituye un pecado, ¿no?

—Sí, pero un pecado venial. Juzgue por usted mismo, Grigori Vasilievitch. Si yo hubiese creído entonces de verdad, tal como se debe creer, hubiera cometido un verdadero pecado al no querer sufrir el martirio y preferir convertirme a la maldita religión de Mahoma. Pero si hubiese tenido verdadera fe, tampoco habría sufrido el martirio, pues me habría bastado decir a una montaña que avanzara y aplastase al verdugo, para que ella se hubiera puesto al punto en movimiento y hubiese dejado a mis enemigos como viles gusanos pisoteados. Y entonces yo me habría marchado como si nada hubiera ocurrido, glorificando y loando a Dios. Pero si lo hubiese intentado, si hubiese gritado a la montaña que aplastara al verdugo y ella no lo hubiese hecho, ¿cómo habría sido posible impedir que me asaltara la duda en aquel momento de espanto mortal? En tal caso, yo sabría ya que no iba a ir al reino de los cielos, puesto que la montaña no había obedecido a mi voz, lo que demostraba que mi fe no gozaba de gran crédito allá arriba y que la recompensa que me esperaba en el otro mundo no era demasiado importante. ¿Y quiere usted que, sabiendo esto, me dejara despellejar? La montaña no habría obedecido a mis gritos ni siquiera cuando estuviese despellejado hasta media espalda. En tales momentos, no sólo puede asaltarnos la duda, sino que el terror puede volvernos locos. En consecuencia, ¿puedo sentirme culpable si, no viendo por ninguna parte provecho ni recompensa, decido salvar al menos la vida? He aquí por qué, confiando en la misericordia divina, espero que se me perdone.

VIII. Tomando el coñac

La discusión había terminado, pero —cosa extraña— Fiodor Pavlovitch, tan alegre hasta entonces, se puso de pronto de mal humor. Se bebió una nueva copa que ya estaba de más.

—¡Marchaos, jesuitas; fuera de aquí! —gritó a los sirvientes—. Vete, Smerdiakov; recibirás la moneda de oro que te he prometido. No te aflijas, Grigori. Ve a reunirte con Marta; ella te consolará y te cuidará.

Y cuando los sirvientes se fueron, añadió:

—Estos canallas no le dejan a uno tranquilo. Smerdiakov viene ahora todos los días después de comer. Eres tú quien lo atraes. Alguna carantoña le habrás hecho.

—Nada de eso —repuso Iván Fiodor Pavlovitch—. Es que le ha dado por respetarme. Es un granuja. Formará parte de la vanguardia cuando llegue el momento.

—¿De la vanguardia?

—Sí. Habrá otros mejores, pero también muchos como él.

—¿Cuándo llegará ese momento?

—El cohete arderá, pero no hasta el fin. Por ahora, el pueblo no presta atención a estos marmitones.

—Desde luego, esta burra de Balaam no cesa de pensar, y sabe Dios adónde le llevarán sus pensamientos.

—Almacena ideas —observó Iván sonriendo.

—Oye: yo sé que no me puede soportar. Ni a mí ni a nadie. Y a ti tampoco, aunque creas que le ha dado por respetarte. A Aliocha lo desprecia. Pero no es un ladrón ni un chismoso. No va contando por ahí lo que aquí ocurre. Además, hace unas excelentes tortas de pescado... ¡En fin, que se vaya al diablo! No vale la pena hablar de él.

—Desde luego.

—Yo siempre he creído que el mujik necesita ser azotado. Es un truhán que no merece compasión, y conviene pegarle de vez en cuando. El abedul ha dado fuerza al suelo ruso; cuando perezcan los bosques, perecerá él. Me gustan las personas de ingenio. Por liberalismo, hemos dejado de vapulear a los mujiks, pero siguen azotándose ellos mismos. Hacen bien. «Se usará con vosotros la misma medida que vosotros uséis». Es así, ¿verdad?... Mi querido Iván, ¡si tú supieras cómo odio a Rusia!... Bueno, no a Rusia precisamente, sino a todos sus vicios..., y acaso también a Rusia. Tout cela, c'est de la cochonnerie. ¿Sabes lo que me encanta? El ingenio.

—Te has bebido otra copa. ¿No crees que ya es demasiado?

—Oye, voy a beberme otra, y otra después, y se acabó. ¿Por qué me has interrumpido? Hace poco, hallándome de paso en Mokroie, estuve charlando con un viejo. «Lo que más me gusta —me dijo— es condenar a las muchachas al látigo. Encargamos a los jóvenes ejecutar la sentencia, y éstos, invariablemente, se casan con las azotadas.» ¡Qué sádicas!, ¿eh? Por mucho que digas, esto es ingenioso. Podríamos ir a verlo, ¿no te parece?... ¿Enrojeces, Aliocha? No te ruborices, hijo. ¡Lástima que no me haya quedado hoy a comer con el padre abad! Habría hablado a los monjes de las muchachas de Mokroie. Aliocha, no me guardes rencor por haber ofendido al padre abad. Estoy indignado. Pues si verdaderamente hay Dios, no cabe duda de que soy culpable y tendré que responder de mi conducta: pero si Dios no existe, habría que cortarles la cabeza, y aún no sería suficiente el castigo, ya que se oponen al progreso. Te aseguro, Iván, que esta cuestión me atormenta. Pero tú no lo crees: lo leo en tus ojos. Tú crees lo que se dice de mi: que soy un bufón. ¿Tú lo crees, Aliocha?

—No, yo no lo creo.

—Estoy seguro de que hablas sinceramente y ves las cosas como son. No es éste el caso de Iván. Iván es un presuntuoso... Sin embargo, me gustaría terminar de una vez con tu monasterio. Habría de suprimir de golpe a esa casta mística en toda la tierra: sería el único modo de devolver a los imbéciles la razón. ¡Cuánta plata y cuánto oro afluiría entonces a la Casa de la Moneda!

—¿Pero para qué quieres suprimir los monasterios? —preguntó Iván.

—Para que la verdad resplandezca.

—Cuando la verdad resplandezca, primero te lo quitarán todo y después lo matarán.

—Tal vez tengas razón —dijo Fiodor Pavlovitch. Y añadió, rascándose la frente—: ¡Soy un verdadero asno! Si es así, ¡paz a tu monasterio, Aliocha! Nosotros, las personas inteligentes, permaneceremos en habitaciones abrigadas y beberemos coñac. Tal es, sin duda, la voluntad de Dios. Dime, Iván: ¿hay Dios o no lo hay? Respóndeme en serio. ¿De qué te ríes?

—Me acuerdo de tu aguda observación sobre la fe de Smerdiakov: cree en la existencia de dos ermitaños que pueden mover las montañas.

—¿Eso he dicho yo?

—Exactamente.

—¡Ah! Es que yo soy también muy ruso. Y también lo eres tú, filósofo. Se te pueden escapar observaciones del mismo género... Te apuesto lo que quieras a que te pillaré diciendo algo así. La apuesta entrará en vigor mañana. Pero contesta a lo que te he preguntado: ¿hay Dios o no lo hay? Te agradeceré que me hables en serio.

—No, no hay Dios.

—¿Hay Dios, Aliocha?

—Sí, hay Dios.

—Iván: ¿existe la inmortalidad, por poca que sea?

—No, no hay inmortalidad.

—¿En absoluto?

—En absoluto.

—O sea, cero. ¿Cero o una partícula?

—Cero.

—Aliocha, ¿hay inmortalidad?

—Sí.

—¿Dios e inmortalidad en una sola pieza?

—Sí: la inmortalidad descansa en Dios.

—¡Hum! Debe de ser Iván quien tiene razón. Señor, ¡cuando uno piensa en la cantidad de fe y de energía que esta quimera ha costado al hombre, sin compensación ninguna, desde hace miles de años! ¿Quién se burla así de la humanidad? Por última vez lo pregunto categóricamente: ¿hay Dios o no lo hay?

—Pues, por última vez, no.

—Entonces, ¿quién se burla del mundo, Iván?

—El diablo, sin duda —repuso Iván con una risita sarcástica.

—Así, el diablo existe.

—No, no existe.

—Lo siento. No sé lo que haría al primer fanático que inventó a Dios. Ahorcarlo me parece poco.

—Sin esa invención, la civilización no existiría.

—¿De veras?

—De veras. Tampoco existiría el coñac. Por cierto, que vamos a tener que quitártelo.

—Espera, una copita más... He ofendido a Aliocha. ¿Me guardas rencor, hijito?

—No, no te guardo rencor. Sé muy bien cómo piensas. Tu corazón vale más que tus pensamientos.

—¡Mi corazón vale más que mis pensamientos! ¡Y eres tú quien lo dice!... Iván, ¿quieres a Aliocha?

—Sí, le quiero.

—Quiérele.

Y Fiodor Pavlovitch, cada vez más borracho, dijo a Aliocha:

—Oye: he sido grosero con tu starets, pero estaba exaltado. Es un hombre inteligente. ¿Tú qué crees, Iván?

—Que tal vez lo sea.

—Ciertamente, il y a du Piron là dedans. Es un jesuita ruso. La necesidad de representar una farsa, de llevar una máscara de santidad, le indigna in petto, pues es un hombre de carácter noble.

—Pero cree en Dios.

—No está muy convencido. ¿No lo sabías? Lo dice a todo el mundo o, por lo menos, a todas las personas inteligentes que lo visitan. Al gobernador Schultz le dijo sin rodeos: «Credo, pero no sé en qué.»

 

—¿De veras?

—Textual. Pero le aprecio. Hay en él algo de Mefistófeles o, mejor aún, de Héroe de nuestro tiempo. Su nombre es Arbenine, ¿verdad?... Es un sensual, tan sensual que yo no estaría tranquilo si mi mujer o una hija mía fueran a confesarse con él. No puedes imaginarte las cosas que dice cuando se pone a contar anécdotas. Hace tres años nos invitó a tomar el té..., con licores, pues las damas le envían licores. Empezó a referirnos su vida de antaño, y uno se partía de risa. Fue a curar a una dama de sus males del alma, y se enamoró de ella. Luego nos dijo que, si no le hubiesen dolido las piernas, habría ejecutado cierta danza... ¡Qué divertido!, ¿eh? «Yo también he llevado una vida alegre», añadió... Ha estafado sesenta mil rublos a Demidov, el comerciante.

—¿Estafado?

—Este se los confió, no dudando de su honradez. «Guárdemelos —le dijo—. Mañana vendrán a inspeccionar mi casa.» El santo varón se embolsó los sesenta mil rublos y le dijo: «Se los has dado a la Iglesia.» Yo le dije que era un bribón, y él me contestó que no era tal cosa, sino un hombre de ideas amplias... Pero ahora caigo en que todo esto lo hizo otro. He sufrido una confusión... Otra copita y ya no bebo más. Trae la botella, Iván. ¿Por qué no me has detenido cuando he empezado a mentir?

—Porque sabía que te detendrías tú mismo.

—Eso no es cierto. No me has dicho nada por maldad. En el fondo, me desprecias. Has venido a mi casa para demostrarme tu desprecio.

—Me voy. El coñac se te empieza a subir a la cabeza.

—Te he rogado insistentemente que fueras a Tchermachnia para uno o dos días, y no has ido.

—Partiré mañana, ya que tanto te interesa.

—No lo creo. Tú quieres estar aquí para espiarme.

El viejo no se calmaba; había llegado a ese punto de la embriaguez en que los bebedores, incluso los más pacíficos, sienten de pronto el deseo de poner de manifiesto sus cosas malas.

—¿Por qué me miras así? Tus ojos me están diciendo: «¡Despreciable borracho!» Tu mirada está llena de desconfianza y desprecio. Eres astuto como tú solo. La mirada de Alexei es radiante: él no me desprecia. Alexei, guárdate de querer a Iván.

—No te enojes con mi hermano. Le has ofendido —dijo Aliocha firmemente.

—Está bien. ¡Ah, qué dolor de cabeza tengo! Iván, dame el coñac: te lo he dicho ya tres veces.

Quedó pensativo y de pronto sonrió astutamente.

—No te enfades con un pobre viejo, Iván. Tú no me quieres, lo sé. Lo que no sé es por qué no me quieres. Pero no te enfades. Has de ir a Tchermachnia. Te diré dónde puedes ver a una muchachita con la que bromeo hace tiempo. Va todavía descalza; pero eso no debe preocuparte. No hay que hacer aspavientos ante las jovencitas descalzas: son perlas.

Se dio un beso en la mano y en seguida se animó, como si su tema favorito le curase de su embriaguez.

—¡Ah, hijos míos! —continuó—. Mis cochinillos... Yo..., a mí, ninguna mujer me parece fea. Es un don, ¿comprendéis? No, no podéis comprenderme. No es sangre, sino leche, lo que corre por vuestras venas. Todavía no habéis salido del cascarón. A mi juicio, todas las mujeres tienen alguna peculiaridad interesante: el quid está en saber descubrirla. Para ello hace falta un talento especial. A mí, ninguna me parece fea. El sexo por si solo hace mucho... Pero esto está por encima de vuestra comprensión. Incluso las solteronas viejas tienen a veces tales encantos, que uno no puede menos de decirse que los hombres son unos imbéciles, ya que las han dejado envejecer sin descubrir sus atractivos. A las muchachitas descalzas hay que empezar por impresionarlas, ¿no lo sabíais? Es preciso que la infeliz se sienta maravillada y confusa al ver que todo un señor se ha enamorado de una pobrecita como ella. Por fortuna, ha habido y habrá siempre señores que se atreven a todo y sirvientes que los obedecen. ¡Esto asegura la felicidad de la existencia! A propósito, Aliocha, yo siempre conseguí impresionar a tu madre, aunque de otro modo. A veces, después de haberla tenido algún tiempo privada de mis caricias, me mostraba de pronto apasionado, arrodillándome ante ella y besándole los pies. Entonces ella, invariablemente, lanzaba una risita convulsiva y aguda, pero apagada. No se reía nunca de otro modo. Yo sabía que su crisis empezaba siempre así, que al día siguiente gritaría como una poseída, que aquella risita sólo expresaba la apariencia de un arrebato; pero siempre ocurría de este modo. Hay que saber cómo conducirse en todo momento. Un día, un hombre llamado Bielavski, guapo y rico, que le hacía la corte y frecuentaba nuestra casa, me abofeteó en su presencia. Creí que tu madre, dulce como una ovejita, me iba a pegar. Exclamó: «¡Te ha pegado, te ha abofeteado! ¡Querías venderme a él! De lo contrario, ¿cómo se habría atrevido a abofetearte delante de mí? No quiero volver a verte hasta que le hayas desafiado.» Yo la conduje entonces al monasterio, donde se oró para calmarla. Pero lo juro por Dios, Aliocha, que no ofendí jamás a mi pequeña endemoniada. Mejor dicho, sólo la ofendí una vez. Fue en el primer año de nuestro matrimonio. Tu madre rezaba demasiado, observaba rigurosamente las fiestas de la Virgen y no me permitía entrar en su habitación. Me propuse curarla de su misticismo. «¿Ves esa imagen que tú consideras milagrosa? —le dije—. Pues le voy a escupir en tu presencia, y verás como no sufro ningún castigo.» Creí que iba a matarme, pero se limitó a estremecerse. Luego se cubrió el rostro con las manos, empezó a temblar y se desplomó... Aliocha, ¡Aliocha! ¿Qué te pasa? ¿Qué tienes?

El viejo se puso en pie, aterrado. Desde que había empezado a hablar de la madre de Aliocha, el rostro del joven se había ido alterando progresivamente. Aliocha enrojeció, sus ojos centellearon y sus labios empezaron a temblar. El viejo no se dio cuenta de nada hasta el momento en que Aliocha sufrió un ataque que reproducía punto por punto el que él acababa de describir. De súbito, terminado el relato, se levantó exactamente como su madre, se cubrió el rostro con las manos y se dejó caer en su asiento, sacudido de pies a cabeza por una crisis histérica acompañada de lágrimas silenciosas.

—¡Pronto, Iván, trae agua! ¡Es lo mismo que su madre! Trae agua y le rociaremos la cara, que era lo que hacía yo con su madre.

Y añadió en voz baja:

—Lo ha heredado de ella, lo ha heredado de ella.

Iván le respondió, con una mueca de desprecio:

—Su madre fue también la mía, ¿no?

Su fulgurante mirada sacudió al viejo, que, aunque parezca extraño, se había olvidado en aquellos momentos de que la madre de Aliocha había sido también la de Iván.

—¿También tu madre? —murmuró Fiodor Pavlovitch sin comprender—. ¿Qué dices?... ¡Diablo, pues es verdad! Su madre fue también la tuya... ¿Dónde tenía la cabeza?... Perdóname, Iván, pero... ¡Je, je!

Enmudeció con una estúpida sonrisa de borracho. En ese momento se oyeron en el vestíbulo fuertes ruidos y gritos furiosos. Un instante después, la puerta se abrió y Dmitri Fiodorovitch irrumpió en la estancia. El viejo, aterrado, se arrojó sobre Iván y se aferró a él.

—¡Viene a matarme! ¡Defiéndeme!

IX. Los sensuales

Grigori y Smerdiakov aparecieron en pos de Dmitri. Habían luchado con él en el vestíbulo para impedirle la entrada, cumpliendo las órdenes que Fiodor Pavlovitch les había dado días atrás. Aprovechando un momento en que Dmitri se detuvo para orientarse, Grigori dio un rodeo a la mesa, cerró las dos hojas de la puerta que conducía a las habitaciones del fondo y se colocó ante ella con los brazos en cruz, dispuesto a defender la entrada hasta agotar sus fuerzas. Al ver esto, Dmitri lanzó un grito que fue más bien un rugido y se arrojó sobre Grigori.

—¡Eso quiere decir que ella está aquí, que se oculta en esas habitaciones! ¡Aparta, cretino!

E intentó apartarlo con sus manos, pero Grigori lo rechazó. Ciego de rabia, Dmitri levantó el puño y golpeó al criado con todas sus fuerzas. El viejo se desplomó como una planta segada. Dmitri saltó por encima de su cuerpo y abrió la puerta. Smerdiakov había permanecido, pálido y tembloroso, al otro lado de la mesa, junto a Fiodor Pavlovitch.

—¡Gruchegnka está aquí! —exclamó Dmitri—. Acabo de verla llegar, pero no he podido alcanzarla. ¿Dónde está, dónde está?

El grito de «¡Gruchegnka está aquí!» produjo en Fiodor Pavlovitch un efecto inexplicable: su terror desapareció súbitamente.

—¡Detenedlo, detenedlo! —gritó, echando a correr en pos de Dmitri.

Grigori se había levantado, pero estaba aún aturdido. Iván y Aliocha salieron corriendo también, para alcanzar y detener a su padre. En la habitación contigua se oyó el ruido de un objeto que caía y se hacía pedazos. Era un jarrón de escaso valor, colocado sobre un pedestal de mármol, con el que había tropezado Dmitri.

—¡Socorro! —gritó el viejo.

Iván y Aliocha lo alcanzaron y, a viva fuerza, lo hicieron volver al comedor.

—¿Por qué lo has perseguido? —dijo Iván, colérico—. ¿No ves que es capaz de matarte?

—¡Iván, Aliocha: Gruchegnka está aquí! Dice que la ha visto entrar.

Fiodor Pavlovitch jadeaba. No esperaba a Gruchegnka aquella tarde, y la repentina noticia de que había llegado trastornaba su razón. Estaba temblando; parecía haber perdido el juicio.

—Eso no puede ser verdad —dijo Iván—. Si hubiese venido, la habríamos visto.

—Tal vez ha entrado por la otra puerta.

—La otra puerta está cerrada con llave y la llave la tienes tú.

Dmitri reapareció en el comedor. Había encontrado cerrada aquella puerta y no le cabía duda de que la (lave estaba en el bolsillo de su padre. No había ninguna ventana abierta. Por lo tanto, Gruchegnka no había podido entrar ni salir por ninguna parte.

—¡Detenedlo! —gritó Fiodor Pavlovitch apenas volvió a ver a Dmitri—. ¡Ha robado el dinero de mi dormitorio!

Y desprendiéndose de las manos de Iván, se arrojó sobre Dmitri. Éste levantó las manos, cogió al viejo por los dos únicos mechones de pelo que le quedaban en la cabeza, uno a cada lado, sobre las sienes, lo zarandeó y lo arrojó violentamente contra el suelo. El viejo lanzó un agudo gemido. Iván, aunque más débil que Dmitri, lo cogió por los brazos y lo apartó de su padre, ayudado por Aliocha, que empujaba al agresor por el pecho con todas sus fuerzas.

—¡Lo has matado, loco! —gritó Iván.

—¡Es lo que merece! —exclamó Dmitri, jadeante—. Si no lo he matado, volveré para acabar con él, y vosotros no lo podréis salvar.

—¡Fuera de aquí en seguida, Dmitri! —le dijo imperiosamente Aliocha.

—Alexei, sólo en ti tengo confianza. Dime si Gruchegnka estaba aquí hace un momento. La he visto. Iba pegada a la cerca y ha desaparecido en esta dirección. La he llamado y ha huido.

—Te juro que no ha venido y que aquí nadie la esperaba.

—Pues yo la he visto... O sea que... En seguida sabré dónde está... Adiós, Alexei. Ni una palabra a Esopo sobre los tres mil rublos. Ve en seguida a casa de Catalina Ivanovna y dile: «Vengo a saludarla de su parte, a transmitirle sus más atentos saludos.» Y descríbele la escena que acabas de presenciar.

Entre tanto, Iván y Grigori habían levantado al viejo y lo habían depositado en un sillón. Su cara estaba cubierta de sangre, pero el herido conservaba el conocimiento. Seguía creyendo que Gruchegnka estaba escondida en la casa. Dmitri le dirigió una mirada de odio al marcharse.

—No me arrepiento de haber derramado tu sangre —le dijo—. Ten cuidado, vejestorio: domina tus sueños, porque también sueño yo. Te maldigo y reniego de ti para siempre.

Salió presuroso de la habitación.

—¡Está aquí, Gruchegnka está aquí! —murmuró el viejo con voz apenas perceptible. E hizo una seña a Smerdiakov.

—¡No está aquí, viejo loco! —dijo Iván, ciego de ira—. ¡Lo que faltaba! ¡Se ha desvanecido! ¡Agua, una toalla! ¡Pronto, Smerdiakov!

Smerdiakov salió corriendo en busca del agua. Se desnudó al viejo y se le llevó a la cama. Le envolvieron la cabeza con una toalla húmeda. El coñac, las emociones violentas y los golpes lo habían debilitado. Fiodor Pavlovitch cerró los ojos y quedó amodorrado apenas puso la cabeza en la almohada. Iván y Aliocha volvieron al salón—comedor. Smerdiakov recogió los restos del jarrón roto. Grigori permanecía junto a la mesa, sombrío el semblante y la cabeza baja.

—Tú también debes ponerte un trapo mojado en la cabeza y acostarte —le dijo Aliocha—. El golpe que te ha dado mi hermano ha sido muy fuerte.

 

—Se ha atrevido a pegarme —dijo Grigori amargamente.

—Hasta a su padre ha golpeado —observó Iván con los labios contraídos.

—Cuando era niño, lo lavaba. ¡Y me ha levantado la mano! —dijo Grigori.

—Si no lo hubiese contenido —susurró Iván a Aliocha—, lo habría matado. Esopo tiene poca resistencia.

—Que Dios le guarde —dijo Aliocha.

—¿Por qué? —replicó Iván sin cambiar de acento y con el semblante contraído por el odio—. El destino de los reptiles es devorarse unos a otros.

Aliocha se estremeció.

—Desde luego —añadió Iván—, no permitiré que lo mate. Quédate aquí, Aliocha. Voy a dar un paseo por el patio. Empieza a dolerme la cabeza.

Aliocha entró en el dormitorio y estuvo una hora junto al lecho de su padre, detrás del biombo. De pronto, el viejo abrió los ojos y le miró largamente, en silencio. Era evidente que se esforzaba por recordar. Su semblance reflejaba una extraordinaria agitación interna.

—Aliocha —murmuró el viejo, receloso—, ¿dónde está Iván?

—En el patio. Tiene dolor de cabeza. Vigila.

—Dame un espejo.

Aliocha le entregó un espejito ovalado que había sobre la cómoda. Fiodor Pavlovitch se miró en él. Tenía la nariz hinchada y un cardenal en la frente, sobre la ceja izquierda.

—¿Qué dice Iván? Aliocha, mi querido Aliocha, mi único hijo: Iván me da miedo, más miedo que el otro. Tú eres el único a quien no temo.

—No temas tampoco a Iván. Se enfada, pero te defiende.

—¿Y el otro? ¿Se ha ido a casa de Gruchegnka? Dime la verdad, hijo mío: ¿estaba Gruchegnka aquí?

—No, ha sido una visión de Dmitri. Gruchegnka no ha estado aquí.

—¿Sabes que Dmitri quiere casarse con ella?

—Ella no querrá.

—No, ella no querrá —dijo el viejo, temblando de alegría, como si hubiese oído lo más agradable que podía oír.

Dejándose llevar de su entusiasmo, se apoderó de la mano de Aliocha y la apretó contra su corazón. Incluso se llenaron de lágrimas sus ojos.

—Coge esa imagen de la Virgen de que te he hablado hace un momento —continuó— y llévatela. Te permito que vuelvas al monasterio. Hablaba en broma cuando te dije que lo dejaras. No te enfades conmigo. Me duele la cabeza... Aliocha, tranquilízame, sé mi ángel bueno y dime la verdad.

—¡Qué obsesión! —dijo tristemente Aliocha.

—Te creo, Aliocha, te creo. Pero oye: ve a casa de Gruchegnka, procura verla y enterarte de sus propósitos. Pregúntale a quién prefiere: si a él o a mí. ¿Lo harás?

—Si la veo, se lo preguntaré —murmuró Aliocha, confuso.

—No, ella no te dirá la verdad —dijo el viejo—. Es una mujer temible. Empezará por abrazarte y te dirá que es a ti a quien quiere. Es falsa y desvergonzada. No, no debes ir a verla.

—Desde luego, padre, no creo prudente visitarla.

—¿Adónde te ha enviado Dmitri? Cuando se ha marchado, le he oído decir que fueras a alguna parte.

—A casa de Catalina Ivanovna.

—¿Para pedirle dinero?

—No.

—No tiene un céntimo. Escucha, Aliocha: reflexionaré durante la noche. Ve a ver a esa joven. Tal vez la encuentres en casa. Ven mañana por la mañana sin falta. Tengo algo que decirte. ¿Vendrás?

—Si.

—Debes aparentar que vienes a enterarte de cómo estoy. No digas a nadie que te he rogado que vinieses. Y menos a Iván.

—Entendido.

—Adiós, hijo mío. Has salido en mi defensa hace un momento: nunca lo olvidaré. Mañana te diré una cosa. Antes tengo que reflexionar.

—¿Cómo te sientes ahora?

—Mañana estaré levantado, completamente restablecido, gozando de perfecta salud.

Cuando llegó al patio, Aliocha vio a Iván sentado en un banco, escribiendo con lápiz en su cuaderno de notas. Aliocha dijo a su hermano que el viejo había recobrado el conocimiento y le permitía pasar la noche en el monasterio.

—Aliocha, me gustaría que nos viéramos mañana por la mañana —dijo Iván con una amabilidad que sorprendió a su hermano.

—Mañana he de ir a ver a la señora de Khokhlakov y a su hija, y tal vez tenga que visitar también a Catalina Ivanovna, pues podría ser que no la encontrase ahora en su casa.

—¿Vas a ir a pesar de lo ocurrido? Para «transmitirle sus más atentos saludos», ¿no? —dijo Iván con una sonrisa.

Aliocha se turbó.

—De las exclamaciones de Dmitri —continuó Iván— creo haber deducido lo que se propone. Te ha rogado que vayas a ver a Catalina Ivanovna para decirle... Bueno, en una palabra, para dejarla.

Aliocha exclamó:

—Iván, ¿cómo terminará esta pesadilla que están viviendo nuestro padre y Dmitri?

—Es difícil preverlo. Tal vez no pase nada. Esa mujer es un monstruo. Desde luego, hay que evitar que el viejo salga de casa y que Dmitri ponga los pies aquí.

—Otra pregunta, Iván: ¿crees que cualquiera tiene derecho a juzgar a sus semejantes y a decidir quién merece vivir y quién no?

—En eso no tiene ningún papel la apreciación de los méritos. Para resolver semejante cuestión, el corazón humano no se funda en los méritos, sino en otras razones más naturales. En cuanto al derecho, ¿quién no lo tiene a desear una cosa?

—Pero no la muerte de otro.

—¿Por qué? ¿Qué razón hay para que uno se mienta a sí mismo cuando todos viven así y sin duda no pueden vivir de otro modo? Tú estás pensando en mi frase de hace un momento: «el destino de los reptiles es devorarse los unos a los otros». ¿Crees tú que soy capaz, como Dmitri, de derramar la sangre de Esopo, en una palabra, de matarlo?

—¿Qué dices, Iván? Jamás he pensado en eso. Es más, no creo que Dmitri...

—Gracias —dijo Iván sonriendo—. Has de saber que defenderé siempre a nuestro padre. Pero en este caso especial dejo el campo libre a mis deseos.

Y añadió:

—Hasta mañana. No me tengas por un malvado.

Se estrecharon la mano más cordialmente que nunca. Aliocha comprendió que su hermano deseaba atraérselo con alguna intención secreta.

X. Las dos juntas

Aliocha salió de la casa de su padre más abatido que a su llegada. Sus ideas eran fragmentarias, confusas, pero temía reunirlas y sacar una conclusión general de las dolorosas contradicciones de la jornada.

Experimentaba un sentimiento muy próximo a la desesperación, y esto no le había ocurrido jamás. Una duda, fatídica a insondable, se imponía a todas las demás: ¿qué sería de su padre y de su hermano Dmitri frente a aquella temible mujer? Estaban enamorados. El único desgraciado era su hermano Dmitri: la fatalidad le acechaba. Otras personas estaban mezcladas en todo esto y tal vez más de lo que él había creído antes. Había en ello algo enigmático. Iván le había anticipado algunas cosas, sospechadas desde hacía mucho tiempo, y ahora se sentía como atado por ellas.

Otra cosa extraña: hacía un momento iba en busca de Catalina Ivanovna presa de extraordinaria turbación, y ahora la turbación había desaparecido por completo. Incluso aceleraba el paso como si esperase recibir de ella alguna revelación. Sin embargo, su misión era ahora más penosa que cuando se la había confiado Dmitri. La posibilidad de devolver los tres mil rublos se había desvanecido, y Dmitri, al ver perdido su honor definitivamente, se hundiría cada vez más en el lodo. Además, Aliocha tenía que explicar a Catalina Ivanovna la escena que se acababa de desarrollar en casa de su padre.

Eran las siete y anochecía cuando Aliocha llegó a casa de Catalina Ivanovna, que habitaba en un magnífico piso de la Gran Vía. Aliocha estaba enterado de que vivía con dos tías. Una era la tía de Ágata„ aquella mujer silenciosa que cuidaba de ella desde que había salido del pensionado. La otra era una señora de Moscú, distinguida pero sin fortuna. Las dos se sometían enteramente a la voluntad de Catalina Ivanovna y si permanecían a su lado era sólo para guardar las formas. Catalina Ivanovna dependía por entero de su protectora, la generala, retenida por falta de salud en Moscú y a quien la joven tenía la obligación de escribir dos detalladas cartas todas las semanas.