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100 Clásicos de la Literatura

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Iba irreprochable y elegantemente vestido: la levita abrochada, guantes negros y el alto sombrero en la mano. Como oficial retirado hacía poco, en su cara no se veía más pelo que el del bigote. Su cabello, corto y peinado hacia delante, era de color castaño. Andaba a grandes pasos y con aire resuelto.



Se detuvo un instante en el umbral, recorrió con la mirada a los asistentes y se fue derecho al starets, comprendiendo que era la figura principal de la reunión. Le saludó profundamente y le pidió que le bendijera. El starets se puso en pie para bendecirle. Dmitri Fiodorovitch le besó la mano respetuosamente y dijo con cierta irritación:



—Perdóneme por haberle hecho esperar. Pregunté repetidamente la hora de la conferencia a Smerdiakov, el criado que me envió mi padre, y él me contestó dos veces y de modo categórico que se había fijado para la una. Sin embargo, ahora veo...



—No se preocupe —le interrumpió el starets—. Ha llegado un poco tarde, pero eso no tiene importancia.



—Muy agradecido. No esperaba menos de su bondad.



Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch se inclinó nuevamente, y después, volviéndose hacia su padre, le hizo un saludo igualmente profundo y respetuoso. Se veía que tenía premeditado este saludo, considerando un deber manifestar su cortesía y sus buenas intenciones. Fiodor Pavlovitch, aunque no esperaba este saludo de su hijo, supo salir del paso, levantándose y respondiéndole con una reverencia igual. Su semblante cobró una expresión de imponente gravedad, pero sin perder su matiz maligno.



Después de haber correspondido en silencio a los saludos de todos los asistentes, Dmitri Fiodorovitch se dirigió con su paso firme a la ventana y ocupó el único asiento que había vacío, cerca de la silla del padre Paisius. Se inclinó hacia delante y se dispuso a escuchar la interrumpida conversación.



La entrada de Dmitri Fiodorovitch sólo había distraído a los presentes durante dos o tres minutos. Luego se reanudó el debate general. Pero Piotr Alejandrovitch no creyó necesario responder a la pregunta apremiante a irritada del padre Paisius.



—Dejemos este asunto —dijo con mundana desenvoltura—. Es demasiado delicado. Mire a Iván Fiodorovitch. Nos observa y sonríe. Seguramente tiene algo interesante que decirnos.



—No es nada de particular —repuso en el acto Iván Fiodorovitch—. Sólo quiero decirles que, desde hace mucho tiempo, el liberalismo europeo en general, a incluso el diletantismo liberal ruso, suelen confundir los objetivos del socialismo con los del cristianismo. Esta absurda conclusión es un rasgo característico de ellos. Por lo demás, no son únicamente los liberales y los aficionados al liberalismo los que confunden las doctrinas socialistas con las cristianas, sino que también hay que incluir a los gendarmes, por lo menos en el extranjero. Su anécdota parisiense es muy significativa a este respecto, Piotr Alejandrovitch.



—Solicito de nuevo que dejemos este tema —dijo Piotr Alejandrovitch—. Pero antes permítame contar otra anécdota sumamente típica a interesante, relacionada con Iván Fiodorovitch. Hace cinco días, en una reunión en la que predominaba el elemento femenino, manifestó con toda seriedad, en el curso de una discusión, que ninguna ley del mundo obliga a las personas a amar a sus semejantes, que ninguna ley natural impone al hombre el amor a la humanidad, que si el amor había reinado en la tierra no se debía a ninguna ley natural, sino a la creencia en la inmortalidad. Iván Fiodorovitch añadió que ésta era la única ley natural; de modo que si se destruye en el hombre la fe en su inmortalidad, no solamente desaparecerá en él el amor, sino también la energía necesaria para seguir viviendo en este mundo. Además, entonces no habría nada inmoral y todo. incluso la antropofagia. estaría autorizado. Y esto no es todo; terminó afirmando que, para el individuo que no cree en Dios ni en su propia inmortalidad, la ley moral de la naturaleza es el polo opuesto de la ley religiosa; que, en este caso, el egoísmo, incluso cuando alcanza un grado de perversidad, debe no sólo ser autorizado, sino reconocido como un desahogo necesario, lógico e incluso noble. Oída esta paradoja, pueden juzgar lo demás, señores; pueden formar juicio sobre lo que nuestro extravagante Iván Fiodorovitch se complace en proclamar, y acerca de sus intenciones eventuales.



—¿He entendido bien? —exclamó de súbito Dmitri Fiodorovitch—. «La maldad, para el ateo, no solo está autorizada, sino que se considera como una manifestación natural necesaria y razonable.» ¿Es esto?



—Exactamente —dijo el padre Paisius.



—Lo tendré presente.



Dicho esto, Dmitri Fiodorovitch enmudeció tan repentinamente como se había mezclado en la conversación. Todos le miraron con curiosidad.



—¿Es posible que vea usted así las consecuencias de la desaparición de la fe en la inmortalidad del alma? —preguntó de súbito el starets a Iván Fiodorovitch.



—Sí, yo creo que no hay virtud sin inmortalidad.



—Si piensa usted de ese modo, es feliz, o tal vez muy desgraciado.



—¿Por qué desgraciado? —preguntó Iván Fiodorovitch con una sonrisa.



—Porque, según todas las apariencias, usted no cree en la inmortalidad del alma ni en nada de lo que se ha escrito sobre la Iglesia.



—Tal vez tenga usted razón. Sin embargo, no he hablado en broma —manifestó Iván Fiodorovitch enrojeciendo ante esta singular declaración.



—Cierto: usted no ha bromeado. Expone una idea que todavía no se ha resuelto en su corazón y que le tortura. También al mártir le gusta a veces recrearse en su desesperación. Por el momento, es la desesperación lo que le lleva a usted a distraerse con artículos y conversaciones de sociedad, sin creer en su propia dialéctica y sonriendo dolorosamente en su interior. Esa cuestión no está todavía resuelta en usted, y ello le atormenta porque redama urgentemente una solución.



—¿Pero puede esa cuestión resolverse en mí, resolverse en un sentimiento positivo? —preguntó Iván Fiodorovitch con extraño acento y mirando al starets con una sonrisa inexplicable.



—Si no se resuelve positivamente, tampoco se resolverá nunca en un sentido negativo. Usted conoce esta propiedad de su corazón. Esto es lo que le tortura. Pero dé gracias al Creador por haberle dotado de un corazón sublime, capaz de atormentarse de ese modo, de pensar en las cosas del cielo y de investigarlas, pues allí está nuestra morada. Que Dios le permita encontrar la solución aquí abajo y que bendiga sus caminos.



El starets levantó la mano para hacer desde su asiento la señal de la Cruz a Iván Fiodorovitch; pero éste se levantó, fue hacia él, recibió su bendición, le besó la mano y volvió a su sitio sin decir palabra. Su semblante expresaba gravedad y energía. Esta actitud y toda su conversación anterior con el starets, que no se esperaban de él, sorprendieron a todos, al percibir en ellas algo indefinible, enigmático y solemne. Hubo un momento de silencio general. El rostro de Aliocha tenía una expresión de inquietud que rayaba en el espanto. Miusov se encogió de hombros, y en este momento se puso de pie Fiodor Pavlovitch.



—Divino y Santo starets —exclamó señalando a Iván Fiodorovitch—, éste es mi hijo bienamado, la carne de mi carne. Es, por decirlo así, mi reverente Karl Moor. Y aquí está mi otro hijo, el que acaba de llegar, Dmitri Fiodorovitch, al que pido una explicación en presencia de usted. Éste es el irreverente Frantz Moor. Los dos aparecen en Los bandidos, de Schiller, y yo soy en esta ocasión el Regierender Graf von Moor. Júzguenos y sálvenos. Necesitamos no sólo sus oraciones, sino también sus pronósticos.



—Empiece usted por ser razonable y no ofender a las personas de su familia —respondió el starets con voz desfallecida. Su fatiga iba en aumento y sus fuerzas decrecían visiblemente.



—¡Esto es una indigna comedia! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, que se había levantado también—. Me lo figuraba cuando venía hacia aquí. Perdóneme, reverendo padre. Mi instrucción es escasa a ignoro el tratamiento que hay que darle, pero debo decirle que le han engañado, abusando de su bondad. Usted no debió concedernos esta entrevista. Mi padre sólo desea provocar un escándalo. ¿Con qué objeto? Lo ignoro, pero en él todo es premeditado. Y ahora me parece comprender...



—Todo el mundo me acusa —dijo Fiodor Pavlovitch—, sin excluir a Piotr Alejandrovitch. Sí, Piotr Alejandrovitch, usted me acusa —dijo, volviéndose hacia Miusov, aunque éste no tenía el menor propósito de contradecirle—. Me acusan de haber ocultado el dinero de mi hijo y no haberle dado un céntimo. Pero díganme ustedes: ¿no existen los tribunales? Allí se te rendirán cuentas, Dmitri Fiodorovitch. Con tus recibos, tus camas y toda clase de documentos a la vista, se te dirá lo que tenías, lo que has gastado y lo que te queda. ¿Por qué se calla, Piotr Alejandrovitch? Dmitri Fiodorovitch no es un extraño para usted. Y es que todos van contra mí. Por eso Dmitri Fiodorovitch mantiene su deuda conmigo, y no una pequeña deuda, sino una deuda de varios miles de rublos, como puedo demostrar. Sus excesos son la comidilla de toda la ciudad. Cuando estuvo en el ejército, gastó en diversas poblaciones más de mil rublos para seducir a muchachas honestas. Esto, Dmitri Fiodorovitch, lo sé con todo detalle, y puedo probarlo. Aunque a usted le parezca mentira, reverendo starets, ha conseguido que se prende de él una joven distinguida y acomodada, la hija de su antiguo jefe, bravo coronel que prestó extraordinarios servicios y al que se impuso el collar de Santa Ana con espadas. Esta huérfana, con la que se ha comprometido a casarse, habita ahora en nuestra localidad. Y aunque es su prometida, Dmitri Fiodorovitch no se oculta de ella para visitar a cierta «sirena». Ésta, aunque ha vivido ilícitamente con un hombre respetable, pero de carácter independiente, es una fortaleza inexpugnable, pues, en el fondo, es una mujer virtuosa... Sí, reverendos padres, es virtuosa. Pues bien, Dmitri Fiodorovitch quiere abrir esta fortaleza con una llave de oro. Por eso se hace ahora el bueno conmigo: quiere sacarme dinero. Ya ha gastado miles de rublos por esa sirena. Esto explica que pida prestado sin cesar. ¿Y saben ustedes a quién? ¿Lo digo, Mitia?

 



—¡Calla! Espera a que me haya marchado. No difames en mi presencia a la más honesta de las mujeres. ¡No lo consentiría!



Se ahogaba de furor.



—¡Oh Mitia! —exclamó Fiodor Pavlovitch, haciendo esfuerzos por llorar—. ¿Es que te olvidas de la maldición paterna? ¿Qué será de ti si te maldigo?



—¡Miserable hipócrita! —rugió Dmitri Fiodorovitch.



—¡Ya ven ustedes cómo trata a su padre, a su propio padre! ¿Qué hará con los demás? Escuchen, señores: hay un hombre pobre, pero honorable; un capitán separado del ejército a consecuencia de una desgracia, no de un juicio; un hombre honorable que tiene a su cargo una familia numerosa. Pues bien, hace tres semanas, Dmitri Fiodorovitch lo cogió de la barba en una taberna, lo sacó a rastras a la calle y lo golpeó delante de todo el mundo, únicamente porque este hombre está encargado de mis intereses en cierto asunto.



—¡Todo eso es falso! —exclamó Dmitri Fiodorovitch, temblando de cólera—. La parte exterior es verdad, pero el fondo es todo una mentira. No pretendo justificar mi conducta. Declaro que me conduje brutalmente con ese capitán y que ahora lo lamento y me horrorizo de mi brutalidad. Pero ese capitán, el encargado de tu negocio, visitó a esa mujer que tú llamas «sirena» y le propuso en tu nombre endosar los pagarés firmados por mí que tienes en tu poder, con objeto de perseguirme y hacerme detener, en caso de que yo apretase demasiado en el arreglo de nuestras cuentas. Si quieres verme en la cárcel, es sólo por celos, porque has rondado a esa mujer. Estoy al corriente de todo: ella misma lo ha contado, burlándose de ti. Así es, reverendos padres, este hombre, este padre que acusa a su hijo de proceder mal. Ustedes son testigos. Perdonen mi cólera. Ya presentía yo que este pérfido viejo nos había convocado aquí para provocar un escándalo. He venido con la intención de perdonarlo si me hubiera tendido la mano, de perdonarlo y de pedirle perdón. Pero como acaba de insultarme y de insultar a esa noble joven, cuyo nombre, por respeto, no quiero pronunciar, puesto que no es necesario, he decidido desenmascararlo públicamente, aunque sea mi padre.



No pudo continuar. Sus ojos centelleaban y respiraba con dificultad. Todos los reunidos daban muestras de emoción, excepto el starets, y todos se habían levantado nerviosamente. Los religiosos habían adoptado una expresión severa, pero esperaban oír a su viejo maestro. Éste estaba pálido, no de emoción, sino a causa de su enfermedad. Una sonrisa de súplica se dibujaba en sus labios. A veces había levantado la mano para poner freno a la violencia de la disputa. Hubiera podido poner fin a la escena con un solo gesto, pero, con los ojos impávidos, parecía esforzarse en comprender algún detalle que no veía claro. Al fin, Piotr Alejandrovitch se sintió definitivamente herido en su dignidad.



—Todos somos culpables de este escándalo —declaró con vehemencia—; pero yo no preveía esto cuando venía hacia aquí, aunque sabía en compañía de quién estaba. Hay que terminar en seguida. Reverendo starets, le aseguro que yo no conocía exactamente todos los detalles que aquí se han revelado: no podía creer en ellos. El padre tiene celos del hijo a causa de una mujer de mala vida, y procura entenderse con esta mujer para encarcelar al hijo... ¡Y se me ha hecho venir aquí en compañía de semejante hombre...! Se me ha engañado, lo mismo que se ha engañado a los demás.



—Dmitri Fiodorovitch —gritó de pronto Fiodor Pavlovitch con una voz que no parecía la suya—, si no fueras mi hijo, ahora mismo lo retaría a un duelo, a pistola, a tres pasos y a través de un pañuelo, ¡si, a través de un pañuelo! —repitió en el colmo del furor.




Los viejos farsantes que han mentido durante toda su vida, se compenetran a veces de tal modo con su papel, que tiemblan y lloran de emoción, aunque en el mismo momento, o inmediatamente después, puedan decirse: «Estás mintiendo, viejo desvergonzado; sigues representando un papel, a pesar de tu indignación sincera.»



Dmitri Fiodorovitch miró a su padre con un desprecio indecible.



—Mi propósito era —le dijo en voz baja— regresar a mi tierra natal con mi prometida, ese ángel, para alegrar los días de tu vejez, y me encuentro con un viejo depravado y un vil farsante.



—¡Nos batiremos! —gritó el viejo, jadeando y babeando a cada palabra—. En cuanto a usted, Piotr Alejandrovitch, ha de saber que en toda su genealogía no hay seguramente una mujer más noble, más honesta..., ¿lo oye usted?, más honesta que esa a la que se ha permitido llamar de «mala vida». Y tú, Dmitri Fiodorovitch, que has reemplazado a tu novia por esa mujer, habrás podido comprobar que tu prometida no le llega a la suela de los zapatos.



—¡Es vergonzoso! —dijo el padre José.



—¡Es una vergüenza y una infamia! —exclamó una voz juvenil, trémula de emoción.



Era la voz de Kalganov, que hasta entonces había guardado silencio y cuya cara había enrojecido de pronto.



—¿Por qué existirá semejante hombre? —exclamó sordamente Dmitri Fiodorovitch, al que la cólera trastornaba, y alzando los hombros de tal modo que parecía jorobado—. Díganme: ¿se le puede permitir que siga deshonrando al mundo?



Y miró en torno de él, mientras señalaba a su padre con el brazo extendido. Hablaba lentamente, con gran aplomo.



—¿Lo oyen ustedes? —exclamó Fiodor Pavlovitch mirando al padre José—. Ahí tiene usted la respuesta a su exclamación. «¡Es vergonzoso!» Esa mujer «de mala vida» es tal vez más santa que todos ustedes, señores religiosos, que viven entregados a Dios. Cayó en su juventud, víctima de su ambiente, pero ha amado mucho, y Jesucristo perdonó a aquella mujer que había amado mucho.



—No fue un amor de ese género el que Jesucristo perdonó —replicó, perdiendo la paciencia, el bondadoso padre José.



—Sí, señores monjes. Ustedes, porque hacen vida conventual y comen coles, se consideran sabios. También comen gobios, uno diario, y creen que con estos pescados comprarán a Dios.



—¡Esto es intolerable! —exclamaron varias voces.



Pero esta ruidosa escena quedó interrumpida del modo más inesperado. De súbito, el starets se levantó. Alexei, tan aterrado que apenas podía mantenerse en pie, tuvo fuerzas, sin embargo, para sostener a su anciano maestro, cogiéndole del brazo.



El starets se fue hacia Dmitri Fiodorovitch, y cuando llegó ante él, se arrodilló. Aliocha creyó que había caído ya sin fuerzas, pero no era así. Una vez arrodillado, el starets se inclinó ante los pies de Dmitri Fiodorovitch. Fue un saludo profundo, consciente, preciso, en el que su frente casi tocó el suelo. Aliocha se quedó tan atónito, que ni siquiera le ayudó a levantarse. En los labios del starets se dibujaba una débil sonrisa.



—Perdónenme, perdónenme todos —dijo a sus huéspedes, haciendo inclinaciones a derecha a izquierda.



Dmitri Fiodorovitch estuvo unos instantes petrificado. ¡Prosternarse ante él! ¿Qué significaba esto...? Al fin, exclamó: «¡Dios mío!» Se cubrió la cara con las manos y salió corriendo de la celda. Todos sus compañeros le siguieron presurosos, y tan aturdidos, que ni siquiera se acordaron de despedirse del jefe de la casa. Sólo los religiosos se acercaron a él para recibir su bendición.



—¿Por qué se habrá prosternado? ¿Será algún acto simbólico?



Así intentó Fiodor Pavlovitch, que de súbito se había calmado, reanudar la conversación. Pero no se atrevió a dirigirse a nadie particularmente. En este momento cruzaban la puerta del recinto de la ermita.



—No sé nada de esas locuras —repuso inmediatamente y con aspereza Piotr Alejandrovitch—. Lo que puedo asegurarle, Fiodor Pavlovitch, es que me desligo de usted, y para siempre. ¿Dónde está ese monje que nos acompañaba?



El monje por el que preguntaba Piotr Alejandrovitch y que les había invitado a comer con el padre abad no se hizo esperar. Se unió a los visitantes en el momento en que éstos bajaban los escalones del pórtico. Al parecer, los había estado esperando durante todo el tiempo que había durado la reunión.



Piotr Alejandrovitch le dijo, sin ocultar su irritación:



—Tenga la bondad, reverendo padre, de transmitir al padre abad la expresión de mi más profundo respeto y presentarle mis excusas. Circunstancias imprevistas me impiden, muy a pesar mío, aceptar su invitación.



—La circunstancia imprevista soy yo —intervino al punto Fiodor Pavlovitch—. Oiga, padre: Piotr Alejandrovitch no quiere estar conmigo; de lo contrario, habría ido de buena gana. Vaya usted, Piotr Alejandrovitch, y buen provecho. Soy yo el que me voy. Vuelvo a mi casa, donde podré comer, cosa que me sería imposible hacer aquí, mi querido pariente.



—Yo no soy ni he sido jamás pariente suyo, hombre despreciable.



—Lo he dicho expresamente para irritarle, porque sé que a usted le molesta este parentesco. Sin embargo, usted, a pesar de sus arrogantes protestas, es pariente mío, y lo puedo probar con documentos... Te enviaré el coche si quieres, Iván... Piotr Alejandrovitch, su buena educación le obliga a acudir a la mesa del padre abad, y no olvide que debe excusarme de las tonterías que hemos cometido.



—¿De veras se marcha usted? ¿No nos engaña?



—¿Cree usted que puedo atreverme a bromear después de lo que ha pasado? Me he dejado llevar de los nervios, señores; perdónenme. Estoy confundido, avergonzado. Lo mismo se puede tener el corazón de Alejandro de Macedonia que el de un perrito. Yo me parezco al chuchito Fidele. La timidez se ha apoderado de mí. Después de lo ocurrido, no puedo comer los guisos del monasterio. Estoy avergonzado. Perdónenme, pero no me es posible acompañarles.



«¿No será todo una farsa? Sólo el diablo sabe de lo que es capaz este hombre.»



Mientras se hacía esta reflexión, Miusov se detuvo y siguió con la mirada perpleja al payaso que se alejaba. Éste se volvió y, viendo que Piotr Alejandrovitch le observaba, le envió un beso con la mano.



—¿Viene usted a comer con el padre abad? —preguntó Miusov a Iván Fiodorovitch.



—¿Por qué no? Estoy invitado personalmente desde ayer.



—Desgraciadamente, me siento obligado a asistir a esa maldita comida —dijo Miusov con amarga irritación, sin preocuparse de que el monjecillo le escuchaba—. Por lo menos, tenemos que excusarnos de lo que ha ocurrido y explicar que no ha sido cosa nuestra. ¿No le parece?



—Sí, hay que explicar que no ha sido cosa nuestra. Además, mi padre no asistirá —observó Iván Fiodorovitch.



—¡Sólo faltaba que asistiera su padre! ¡Maldita comida!



Sin embargo, todos iban hacia el monasterio. El monjecillo escuchaba en silencio. Al atravesar el bosque, dijo que el padre abad les esperaba desde hacía un buen rato, que ya llevaban más de media hora de retraso. Nadie le contestó. Miusov observó a Iván Fiodorovitch con una expresión de odio.



«Va a la comida como si nada hubiese ocurrido —pensó—. Cara de vaqueta y conciencia de Karamazov.»





VII. Un seminarista ambicioso





Aliocha condujo al starets a su dormitorio y lo sentó en su lecho. Era una reducida habitación sin más muebles que los indispensables. La cama era estrecha, de hierro, y una simple manta hacía las veces de colchón. En un rincón se veían varios iconos y un facistol en el que descansaban la cruz y el Evangelio. El starets se dejó caer, exhausto. Una vez sentado, miró fijamente a Aliocha, con gesto pensativo:



—Vete, querido, vete. Con Porfirio tengo suficiente ayuda. El padre abad lo necesita. Has de servir la mesa.



—Permítame que me quede —dijo Aliocha con voz suplicante.



—Allí haces más falta. No hay paz entre ellos. Servirás la mesa y serás útil. Si te asaltan los malos espíritus, reza. Has de saber, hijo mío —al starets le gustaba llamarle así—, que en el futuro te puesto no estará aquí. Acuérdate de esto, muchacho. Cuando Dios me haya juzgado digno de comparecer ante él, deja el monasterio, márchate en seguida.



Aliocha se estremeció.



—¿Qué te pasa? —le preguntó el starets—. Tu puesto no es éste por el momento. Tienes una gran misión que cumplir en el mundo, y yo te bendigo y te envío a cumplirla. Peregrinarás durante mucho tiempo. Tendrás que casarte: es preciso. Habrás de soportarlo todo hasta que vuelvas. La empresa no será fácil, pero tengo confianza en ti. Sufrirás mucho y, al mismo tiempo, serás feliz. Esta es tu vocación: buscar en el dolor la felicidad. Lucha, lucha sin descanso. No olvides mis palabras. Todavía hablaré otras veces contigo, pero mis días, a incluso mis horas, están contados.

 



El semblante de Aliocha reflejó una viva agitación. Sus labios temblaban.



—¿Qué te pasa? —le preguntó, sonriendo, el stárets—. Que las personas mundanas lloren a sus muertos. Aquí nos alegramos cuando un padre agoniza. Nos alegramos y rogamos por él. Déjame. Tengo que rezar. Vete, vete pronto. Debes estar al lado de tus hermanos; no sólo de uno, sino de los dos.



El starets levantó la mano para bendecirle. Aunque experimentaba grandes deseos de quedarse, Aliocha no se atrevió a hacer ninguna objeción ni a preguntar lo que significaba la profunda inclinación del starets ante su hermano Dmitri. Sabía que el starets se lo habría explicado espontáneamente si hubiera podido. Si no se lo decía era porque no se lo debía decir. Aquella prosternación hasta tocar el suelo había dejado estupefacto a Aliocha. Tenía alguna finalidad misteriosa. Misteriosa y a la vez terrible. Cuando hubo salido del recinto de la ermita sintió oprimido el corazón y tuvo que detenerse. Le parecía estar oyendo las palabras del starets que predecían su próximo fin. Las predicciones minuciosas del starets se cumplirían: Aliocha lo creía ciegamente. ¿Pero cómo podría vivir sin él, sin verlo ni oírlo? ¿Y adónde iría? El starets le había ordenado que no llorase y que dejara el monasterio. ¡Señor, Señor...! Hacía mucho tiempo que Aliocha no había experimentado una angustia semejante.



Atravesó rápidamente el bosquecillo que separaba la ermita del monasterio y, sintiéndose incapaz de soportar los pensamientos que le abrumaban, se dedicó a contemplar los pines seculares que bordeaban el sendero. El trayecto no era largo: quinientos pasos a lo sumo. A aquella hora no solía haber nadie en el camino. Sin embargo, en el primer recodo Aliocha se encontró con Rakitine. Evidentemente, éste esperaba a alguien.



—¿Me esperas a mí? —le preguntó Aliocha al llegar a su lado.



—Sí —dijo Rakitine sonriendo—. Vas a la comida que da el padre abad: lo sé. Desde el día que recibió al obispo y al general Pakhatov, ya recordarás, no había celebrado ningún festín. Yo no estaré allí, pero tú sí, porque has de servir la mesa... Oye, Alexei: lo esperaba para preguntarte qué significa ese misterio.



—¿Qué misterio?



—Ese de arrodillarse ante tu hermano Dmitri. ¡Vaya topetazo que ha dado el viejo!



—¿Te refieres al padre Zósimo?



—Sí.



—¿Un topetazo?



—Ya veo que me he expresado de un modo irreverente. Pero no importa. ¿Qué significa ese misterio?



—Lo ignoro, Micha.



—Ya sabía yo que no te lo explicaría. La cosa no me sorprende. Estoy acostumbrado a las santas cuchufletas. Pero todo está hecho con premeditación. Ahora las bocas van a tener trabajo en el pueblo, y por toda la provincia correrá la pregunta: «¿Qué significa ese misterio?» A mí me parece que el viejo, con su perspicacia, ha olfateado el crimen. Vuestra casa apesta a eso.



—¿Qué crimen?



Rakitine deseaba dar suelta a su lengua.



—En vuestra familia habrá un crimen: entre tus hermanos y tu acaudalado papá. Ahí tienes per qué el padre Zósimo ha tocado el suelo con la frente. Así, después se dirá: «Eso lo predijo, lo profetizó el santo ermitaño.» Sin embargo, ¿qué profecía puede haber en darse un golpe en la frente? Otros dirán que es un acto simbólico, alegórico y sabe Dios cuántas cosas más. El caso es que todo esto se divulgará y se recordará. Se dirá que previó el crimen y señaló al criminal. Los «inocentes» obran así: hacen sobre la taberna la señal de la cruz y lapidan el templo. Y así precede también tu starets: para el sabio, bastonazos; para el asesino, reverencias.



—Pero ¿qué crimen?, ¿qué asesino? ¿De qué estás hablando?



Aliocha se había quedado clavado en el sitio. Rakitine se detuvo también.



—¡Come si no lo supieras! Apostaría a que ya habías pensado en ello. Oye,