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100 Clásicos de la Literatura

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—Le pido que me perdone, señor —añadió Julio César, poniéndose rojo y cerrando despacio sus enormes puños mientras hablaba—. Le pido que me perdone, pero si le molestaron o si algún tipo se burló de usted aquella noche, me gustaría que me dijera quiénes son y dónde puedo encontrarlos.

—Nadie me trató mal —dijo el anciano con tono firme e incluso solemne—. ¡Pasé aquella noche cerca de la tumba de William Shakespeare, en la iglesia de Stratford-upon-Avon!

Annie se acomodó de nuevo en el asiento y, de repente, perdió por completo el hermoso color de su rostro. El digno carpintero se sobresaltó tanto que rompió la barra del respaldo de la silla. Era una variante de sus habituales destrozos, que se limitaban a copas, platillos y vasos de vino.

Wray no se percató del accidente. Lo que fue suficiente para demostrar definitivamente que estaba inquieto por algo. Después de un momento de silencio, habló otra vez, olvidando por completo el estilo y la oratoria de Kemble mientras proseguía.

—Os repito que pasé toda aquella noche en la iglesia de Stratford y vosotros deberíais saber por qué. Annie, tú viniste conmigo por la mañana (fue el martes, sí, el martes por la mañana) para ver el busto de Shakespeare en la iglesia. Lo miraste, al igual que otros, solo como una curiosidad. Yo lo miré como el tesoro más maravilloso del mundo. ¡El único retrato verdadero de Shakespeare! Se hizo a partir de una máscara tomada de su propia cabeza después de morir, lo sé. No me preocupa lo que diga la gente, yo sé que es así. Bien, cuando fuimos a casa, sentí como si hubiera visto a Shakespeare en persona, ¡resucitado de entre los muertos! Los que no me conocen se reirían si se lo contara, pero es la verdad, sentí eso… Y me cruzó la cabeza un pensamiento, rápido como la punzada de un dolor repentino: debía hacer que el retrato de Shakespeare fuera mío; mi pertenencia, mi compañero, ¡un gran tesoro que no se puede pagar con dinero! ¡Y lo tengo! ¡Aquí! ¡El único vaciado del busto de Stratford está bajo llave en esta vieja caja de caudales!

Wray se calló un momento. La estupefacción mantuvo en silencio a ambos oyentes.

—Los dos sabéis —continuó— que me crie siendo el aprendiz de un escultor. Entre otras cosas, él me enseñó a hacer vaciados, que era la parte más sencilla de nuestro trabajo. Pensé que podría sacar un molde del busto de Stratford si tenía valor, y, finalmente, me vino el coraje. Me vino ese martes. Fui a comprar escayola, jabón soluble y una palangana de un galón, esos fueron mis materiales, y los metí todos en una vieja bolsa de lona. Además de eso, todo lo que necesitaba era agua, y la vi en la sacristía de la iglesia por la mañana: había un jarro, supongo que se había dejado allí el domingo, donde se había puesto agua para el uso del cura. Pude llevar con bastante comodidad la bolsa debajo de la capa, ya me entendéis… Lo único que me planteaba problemas era cómo conseguir volver a entrar en la iglesia sin levantar sospechas. Mientras lo pensaba, pasé por delante de la puerta de la taberna. Había algunas personas en los escalones que charlaban con otras que estaban en la calle. Habían acordado ir todos juntos a ver el busto y la tumba de Shakespeare precisamente esa tarde. Eso era lo que necesitaba, y decidí entrar en la iglesia con ellos.

—¡Cómo! ¿Y quedarte allí toda la noche, abuelo?

—Y quedarme allí toda la noche, Annie. Como sabéis, hacer un molde no es un trabajo muy largo, pero quería hacer el mío sin que me vieran y, de madrugada, antes de que nadie estuviera despierto, era el único momento para hacer el molde en la iglesia sin peligro. Además, quería tener mucho tiempo porque no estaba seguro de lograrlo a la primera después de llevar tanto sin practicar y sin hacer vaciados. Pero, cuando llegó el momento, escuchad cómo lo hice. Bien, inventé una historia sobre lo de quedarme a dormir y cenar en casa de un amigo porque no sabía lo que podía ocurrir y porque… porque, en resumidas cuentas, no quería contaros lo que iba a hacer. Así que, en secreto, me acerqué a la iglesia y esperé hasta que llegó el grupo. Se retrasaron… Ya estaba a punto de anochecer antes de que llegaran. Entramos todos juntos, y yo, como sabéis, con mi bolsa escondida bajo la capa. Afortunadamente, el hombre que nos había enseñado la iglesia por la mañana no estaba allí. Una anciana asumió esa responsabilidad por él durante la tarde. Esperé hasta que todos los visitantes se congregaron alrededor de la tumba de Shakespeare, molestando a la pobre mujer con preguntas tontas sobre él. Supe que ese era el momento, y me escabullí hasta la sacristía, abrí el armario y me escondí entre las sobrepellices tan silencioso como un ratón. Después de un rato, oí que uno de los desconocidos de la iglesia (eran muy maleducados y bulliciosos) preguntó a los otros que qué había sido del «carcamal con capa», y los otros le respondieron que, como hombre prudente, debía de haber salido y que ellos harían mucho mejor en seguir su ejemplo ya que hacía mucho frío y se estaban aburriendo en la iglesia. Se marcharon, oí que se cerró la puerta y supe que estaría encerrado en la iglesia durante toda la noche.

—¡Toda la noche en una iglesia! Abuelo, ¡qué asustado debías de estar!

—Bueno, Annie, estaba un poco asustado, pero más por lo que había ido a hacer allí que por estar solo en la iglesia. Pero dejadme que prosiga con mi historia. Como era otoño, después de que se marchara la gente, oscurecía demasiado para que yo pudiera hacer algo, así que me armé de coraje para esperar hasta la mañana. Lo primero que hice fue ir a mirar tranquilamente el busto, y pensé que podía hacer el molde en tres o cuatro piezas. Quería lo que se llama «una máscara», solo el rostro sin la cabeza. Sacar la máscara del busto era algo sencillo, supe que podía hacerlo, pero de alguna manera no me sentí lo bastante cómodo entonces. Estaba completamente solo en la iglesia. El busto comenzó a mirarme de forma espantosa bajo esa luz descolorida. En ese instante era como mirar al fantasma de Shakespeare. Si no hubieran cerrado la puerta, creo que habría salido corriendo de la iglesia; pero no podía hacer eso, así que me arrodillé, besé la lápida (se me ocurrió una curiosa fantasía cuando lo hice: era como desearle buenas noches a Shakespeare) y, después, regresé a tientas a la sacristía. Una vez que entré en ella y hube cerrado la puerta que había entre la tumba y yo, os aseguro que me volví más valiente y me dije que no estaba haciendo ningún daño, que no iba a perjudicar el busto y que solo quería lo que un inglés y un viejo actor podían codiciar con justicia: una copia del rostro de Shakespeare. ¿Por qué no habría de poder cenar allí, rezar como es habitual y, por añadidura, echar una cabezada, si hubiese sido posible? Justo cuando pensé eso… ¡Tachán! Era el reloj que daba la hora. Y casi me tiré al suelo, a pesar de lo valiente que me sentía un momento antes. Tuve que esperar hasta que todo estuviera otra vez en calma antes de poder sacar un poco de pan y de queso que tenía en el bolsillo, y, cuando lo hice, no pude comer, estaba demasiado impaciente pensando en la mañana siguiente, así que me senté en el sillón del pastor y, después, intenté dormir.

—¿Y pudiste, abuelo?

—No, tampoco pude dormir. Al menos no al principio. Era noche cerrada y comencé a tener frío y miedo otra vez. En lo único en que podía pensar para mantener la moral alta era, primero, en rezar y, después, en recitar a Shakespeare. Y, Annie, luché como un dragón, obra tras obra, excepto las tragedias, pues me dio miedo recitarlas por la noche solo en una iglesia. Ahora bien, creo que había rebasado la mitad de El sueño de una noche de verano, musitando frase tras frase, cuando me las susurré adormilado. Entonces caí en una somnolencia extraña y, después, ¡soñé! Soñé con que la iglesia estaba llena de luz de luna, la luz más brillante que jamás había visto despierto. Salí de la sacristía y ¡ahí estaban las hadas de El sueño de una noche de verano (todas las criaturas eran como chispas de luz plateada) y bailaban alrededor del busto de Shakespeare! En el momento en que me divisaron, me llamaron con sus dulces voces de ruiseñor: «¡Vamos, Reuben, viejo astuto! Sabemos para qué está aquí y no nos importa. Usted ama a Shakespeare y nosotras también… ¡Baile, Reuben, y sea feliz! A Shakespeare le gustan los viejos actores, él mismo era actor… ¡Nadie nos ve! ¡Salimos por la noche! ¡Baile, viejo Reuben!… ¡Baile!». Y todos bailamos como locos, ahora arriba, por el aire, después abajo, por el suelo, y luego todos alrededor del busto al menos unas quinientas mil veces sin parar, hasta que… ¡Tachán, era el reloj! Y me desperté en la oscuridad con un sudor frío.

—¡Yo también lo tengo! —jadeó Julio César, dándose con vehemencia unos golpecitos en la frente con un pañuelo de algodón.

—Bueno, después de ese sueño me sentí capaz de recitar de nuevo; pegué otra cabezada y tuve otro sueño, terrible esta vez, sobre fantasmas y brujas, que no recuerdo tan bien como el otro. Me desperté una vez más, con frío y de lo más asustado por si me había pasado durmiendo todo el precioso amanecer. ¡No!, todavía todo era oscuridad. Volví a entrar en la iglesia y, después, regresé a la sacristía porque no era capaz de permanecer allí. Supongo que hice esto una docena de veces sin saber por qué. Al final no volví a dormirme y de alguna manera pasé la noche, esa noche que parecía no acabar nunca. Poco después del alba, comencé a caminar con paso enérgico por la iglesia, arriba y abajo, para entrar en calor, insistiendo durante mucho tiempo. Entonces, justo cuando vi a través de las ventanas que el sol se estaba elevando, abrí por fin mi bolsa y me preparé para trabajar. Os aseguro que me temblaba la mano y que mi vista se volvía borrosa (creo que tenía lágrimas en los ojos, pero no sé por qué) mientras enjabonaba la piedra para prevenir que se pegara la escayola que iba a poner. Después, mezclé la escayola con el agua en la palangana, teniendo cuidado de no dejar grumos y dándome cuenta de que lo hacía con tanta naturalidad como si hubiera dejado la tienda del escultor el día anterior. Luego… Pero no vale la pena contároslo, pequeña Annie, porque no entendéis de esto… Lo mejor es deciros brevemente que hice el molde en cuatro piezas, tal como había pensado que debía hacerlo: dos de la parte superior de la cara, y otras dos de la inferior. A continuación, tras haber extraído el molde de la caja de la escayola que lo sujetaba, conseguí sacar todo sin problemas, miré ¡y supe que había conseguido una máscara de Shakespeare del busto de Stratford!

 

—¡Oh, abuelo, qué contento debiste de ponerte!

—No, eso fue lo curioso. Al principio me sentí como si hubiera robado un banco o las joyas de la corona, o como si hubiera prendido fuego a un reguero de pólvora para volar todo Londres. ¡Parecía que hubiera hecho semejantes cosas! ¡Una audacia tremenda, algo grave! Pero, poco después, me dio algo así como una alegría frenética, apenas podía evitar gritar y cantar en voz alta. Entonces sentí una impaciencia febril por vaciar el molde enseguida y ver si la máscara salía sin desperfectos. Contener esa impaciencia era lo más duro que había tenido que hacer desde que había entrado en la iglesia.

—Pero, señor, al final, ¿cuándo salió? Por favor, ¡cuéntenos eso! —pidió Julio César.

—No salí hasta después de que el reloj diera las doce y de que me hubiera comido el pan y el queso —dijo Wray de forma bastante lastimera—. Me alegré bastante de oír desde la sacristía, donde había estado solo un momento antes, que, por fin, se abría la puerta de la iglesia. La mujer que entró era la misma que nos había mostrado el busto por la tarde. Esperé mi oportunidad y, entonces, me colé en la iglesia, pero la mujer se giró bruscamente justo cuando ya había hecho medio camino para salir y me alcanzó. Nunca me había asustado antes una mujer mayor, pero os aseguro que ella lo consiguió. «¡Oh! ¡Está usted aquí otra vez!», dijo. «¡Venga, esto no se hace! Ayer por la tarde se escabulló sin pagar nada; y hoy ha entrado otra vez detrás de mí, tan pronto como he abierto la puerta esta mañana… ¿No se avergüenza de ser tan mezquino? A su edad… ¿no se avergüenza?». En mi vida nunca he pagado con tanto gusto, Annie, como cuando le di a la anciana algo de dinero para que cerrara la boca. Y tampoco recuerdo haber vuelto a correr alguna vez desde que dejé el teatro (donde teníamos motivo para hacerlo, sobre todo, en las escenas de batallas); pero os prometo que en cuanto salí de la iglesia me puse a correr, corrí durante casi todo el camino a casa.

—Por eso parecías tan cansado cuando entraste, abuelo —dijo Annie—; en aquel momento no nos pudimos imaginar lo que te había ocurrido.

—Bueno —continuó el anciano—, tan pronto como pude alejarme de vosotros después de volver de la iglesia, me fui a encerrar en mi alcoba, saqué a toda prisa el molde de la bolsa de lona e, inmediatamente, hice el vaciado, ¡un vaciado precioso!, ¡un vaciado perfecto! Nunca fabriqué uno tan bueno cuando tenía práctica, Annie. Cuando me senté en el lado de la cama y miré a Shakespeare… mi Shakespeare… obtenido con tanto peligro y hecho con mis propias manos… —¡tan blanco, puro y hermoso, recién extraído del molde! —, viejo como soy, hice todo lo posible para evitar bailar de alegría.

—Incluso así, abuelo —dijo Annie en tono de reproche—, decidiste quedarte con esa alegría solo para ti… ¡Decidiste ocultármelo!

—Fue un error, cariño, fue un error por mi parte no confiar en vosotros. Ahora lo siento mucho. Pero la alegría, después de todo, duró muy poco tiempo, solo de la tarde a la noche. Por la noche, si recordáis, fui a la carnicería a comprar algo para cenar, algo que pudiera apetecerme, para quedarme a gusto antes de irme a dormir (no tenéis ni idea de cómo necesitaba mi cama esa noche). Bueno, cuando entré en la tienda, había allí varias personas y… ¿de qué creéis que estaban hablando? ¡Recordarlo ahora hace que me den escalofríos! ¡Estaban hablando de un vaciado que habían sacado (de forma ilícita, mira por dónde) del busto de Stratford!

Annie volvió a palidecer inmediatamente en este momento de la historia. En cuanto a Julio César, aunque no dijo nada, era evidente que estaba sufriendo un segundo ataque de ese sudor frío y compasivo que ya había padecido. En ese momento estaba usando su pañuelo de algodón de manera más frecuente que nunca.

—Cuando entré, estaba hablando el carnicero —prosiguió Wray—: «¿Quién ha sío quien lo cogió?», dijo el hombre (¡su gramática y locución eran horribles, Annie!), «nadie lo sabe aún, pero el Ayuntamiento lo sabrá mañana y entonces se le cogerá». «¡Ah!», dijo un hombrecillo sucio vestido de negro, «le “moldearán” en la cárcel por hacer el molde, ¿eh?». Se reían a carcajadas de este pésimo juego de palabras. Entonces, otro hombre preguntó cómo lo habían descubierto. «Algunos dicen», contestó el carnicero, «que alguien le vio hacerlo al mirar por la ventana de forma accidental. Algunos dicen eso, pero nadie lo sabe, salvo los encargados de la iglesia, y no dirán nada hasta que lo hayan cogido». «Bueno», dijo una mujer que esperaba a que la atendieran con una cesta en la mano, «pero ¿cómo lo cogerán? (dos chuletas, por favor, cuando puedas), ese es el asunto: ¿cómo lo cogerán?». «Es bastante fácil, pueden creerme», dijo el hombre del penoso juego de palabras, «en primer lugar, han repartido octavillas ofreciendo una recompensa por él. En segundo lugar, van a interrogar a las personas que enseñan la iglesia. En tercer lugar…». «¡A la porra con tus “lugares”!», gritó la mujer, «me gustaría poder llevarme mis chuletas». «Ahí van, señora», dijo el carnicero cortándolas, «y, si quiere mi opinión sobre este asunto, aquí está: enseguida lo deportarán, sin tardar mucho tiempo». «No pueden», gritó el hombre sucio, «solo pueden encarcelarlo». «De por vida, ¿eh?», dijo la mujer, marchándose con las chuletas. «Por favor, póngame un par de riñones», dije, porque me temblaban las rodillas y no habría podido aguantar mucho tiempo allí.

—Entonces, abuelo, ¿pensabas que sospechaban de ti?

—Pensaba en lo terrible que era todo eso, Annie. Sin embargo, cogí mis riñones y salí sin más mientras seguían hablando del asunto. De camino a casa, vi la octavilla, ¡esa misma octavilla! ¡Diez libras de recompensa por detener al hombre que había hecho el vaciado! Lo leí dos veces sumido en una especie de trance aterrador. Me quitarían la máscara y me meterían en la cárcel, si no me deportaban… Ese era el estado en el que me encontraba, como para abrirme el apetito y comerme los riñones. Solo había una cosa que podía hacer: escapar de Stratford mientras pudiera. El carruaje nocturno salió directo aquella tarde a este lugar, que está lo bastante lejos de Stratford para ser seguro. Como sabéis, teníamos algo de dinero de la última función de aficionados donde nos habían tratado con tanta generosidad. En resumen, os mandé hacer la maleta, Annie, como decías, justo en ese momento, y nos marchamos en el carruaje a tiempo, sin atreverme a decir, durante todo el viaje, ni una sola palabra de mi secreto y de lo desgraciado que yo podía llegar a ser. Pero no hablemos más de ello, estamos aquí sanos y salvos, y aquí está mi rostro de Shakespeare, mi diamante sin precio, ¡sano y salvo también! La veréis, vais a mirar la máscara, los dos, y espero que entonces os daréis cuenta de que sabéis tanto como yo del secreto.

—Pero el molde… —dijo Annie—. ¿No tienes también el molde contigo?

—¡El Señor se apiade de mi alma! —exclamó Wray, golpeando en su desesperación la tapa de la caja con ambas manos—. Entre el miedo y la prisa por escapar, lo olvidé por completo. ¡Lo dejé en Stratford!

—¡Lo dejaste en Stratford! —repitió Annie, con un vago sentimiento de consternación que no podía explicar.

—Sí, envuelto en la bolsa de lona y guardado detrás de los volúmenes del registro anual del casero, en la balda superior del armario de mi alcoba. Entre pensar en cómo proteger la máscara y en cómo protegerme a mí mismo, lo olvidé por completo. ¡No te asustes, Annie! No es probable que lo encuentre la gente de la pensión, y, si lo encontraran, no sabrían lo que es y lo tirarían. Tengo la máscara y eso es todo lo que necesito. Para mí, el molde no tiene ninguna importancia. La máscara lo es todo. ¡Todo en el mundo!

—No puedo evitar estar asustada, abuelo, y tampoco puedo evitar desear que te hubieras traído el molde, aunque no sé por qué.

—Annie, estás asustada de que la gente de Stratford pueda haberme seguido el rastro hasta aquí. De eso es de lo que tienes miedo. Pero si tú y Julio César mantenéis el secreto, y sé que lo haréis, no hay nada que temer. No me cogerán ni me mandarán de vuelta a Stratford otra vez, ni a vosotros; y, si los encargados de la iglesia encuentran el molde, eso no les dirá dónde me marché, ¿no? Alza la vista, Annie, tontorrona. Aquí estamos completamente a salvo. Alza la vista y mira la maravilla que voy a enseñarte. Una maravilla que en Inglaterra nadie puede mostrar, excepto yo. La máscara… ¡la máscara de Shakespeare!

Sus mejillas se ruborizaron y le temblaron los dedos cuando sacó una llave del bolsillo y la metió en la cerradura de la vieja caja de caudales. Julio César, sin respiración por el asombro y el suspense, se puso las dos manos detrás de la espalda para asegurarse de no romper nada en ese momento. Incluso Annie se contagió del júbilo del anciano y empezó a respirar más rápido de lo normal cuando oyó el clic al abrir la cerradura.

—¡Aquí está! —gritó Wray, levantando la tapa—; ¡aquí está el rostro de William Shakespeare! Aquí está el tesoro que ni el señor más grande de esta tierra posee. ¡Una copia del busto de Stratford! ¡Mirad la frente! ¿Quién tiene una frente así? Mirad sus ojos, mirad su nariz. ¡No solo es el hombre más grande que haya existido jamás, sino también el más hermoso! ¿Quién dice que esta no es la que fue exactamente su cara justo después de morir? ¿Quién es lo bastante osado para decir eso? Simplemente, mirad la boca, caída y abierta. Esta es una prueba. Mirad la mejilla bajo el ojo derecho, ¿no veis el músculo con una ligera parálisis que lo alza un poco y que no se ve en el lado izquierdo? Esta es otra prueba. ¡Oh, Annie, Annie! ¡Aquí está la misma cara que, viva y radiante, una vez miró hacia este pobre y viejo mundo nuestro! ¡Aquí está el hombre que me consoló, me inspiró, me hizo lo que soy! ¡Aquí está la «falsificación», la preciosa reliquia terrenal de ese maravilloso espíritu que ahora está con los ángeles en el cielo, cantando entre los más dulces de ellos!

Su voz se volvió casi imperceptible y sus ojos se humedecieron. Permaneció mirando la máscara con un éxtasis y un júbilo que no se pueden expresar con palabras. En momentos como estos, a pesar de un rostro exiguo y pobre, el espíritu inmortal del interior puede brillar hacia el exterior con una belleza que nunca muere. ¡Incluso en esa morada terrenal, vieja y frágil, todavía puede reivindicar externamente el destino divino de toda la humanidad!

Estaban aún reunidos en silencio en torno a la máscara de Shakespeare cuando llamaron a la puerta de la habitación. Inmediatamente, el viejo Reuben bajó de golpe la tapa y cerró la caja, y también inmediatamente, sin esperar a tener permiso, entró un desconocido.

Vestía un abrigo grueso y largo, llevaba una bufanda roja alrededor del cuello y, en la mano, una gorra de piel de gato muy fea y vieja. Tenía la cara extraordinariamente sucia, los ojos extraordinariamente inquisitivos, el bigote extraordinariamente abundante y la voz aún más determinada y extraordinariamente ronca, a pesar de sus esfuerzos por dulcificarla para la ocasión.

—Señorita y caballeros, disculpen —dijo el recién llegado—: ¿quién es el señó Wray? —sus ojos viajaban alrededor de la habitación mientras hablaba, mirándolo todo y a cada uno de ellos. Bruscamente echó un vistazo a la caja de caudales.

—Yo soy el señor Wray, caballero —exclamó nuestro viejo amigo, considerablemente asustado, pero recobrando el estilo y la oratoria de Kemble como por arte de magia.

—Mu bien —dijo el desconocido—, entonces, discúlpeme de nuevo, señó, ¿podría usté ser tan amable de hacerme el favó de darme una tarjeta con los precios de sus clases de oratoria? Es para un joven caballero que le necesita, seño Wray —continuó en un susurro mientras se aproximaba al anciano y apoyaba de manera completamente despreocupada una mano sobre la caja.

—Señor, quite la mano de esa caja —gritó Wray de una forma muy violenta, pero con voz temblorosa. En ese mismo momento, Julio César avanzó un paso o dos, cerrando parcialmente los puños. Probablemente el hombre con la gorra de piel de gato no había estado tan cerca de ser agredido en su vida. Quizá lo sospechó y quitó su mano de la caja a gran velocidad.

 

—Fue involuntario, señó —subrayó explicándose—, un pequeño descuío por mi parte, eso es tó. Pero ¿podría hacerme el favó de darme esa tarjeta con sus precios? Han llegao noticias de su anuncio al joven caballero que le necesita y, como su pronunciación es de lo más defectuosa, lee en voz alta insoportablemente mal y como le es muy difícil mejorar… al caballero le han llegao noticias del tipo de secreto que usté ofrece, ya sabe, a oradores y pastores a tres con seis la hora. Tendrá noticias de él en privado, señó Wray, y del precioso trabajo que deberá hacer usté según sus condiciones, pero haga el favó de darme ya la tarjeta y el número de su casa porque yo prometí dárselo a él hoy.

—Aquí tiene la tarjeta, señor, y me ocuparé de que este caballero mejore su manera de hablar, aunque sea muy mala —dijo Wray considerablemente aliviado de escuchar la naturaleza real de la visita del desconocido.

—Señorita y caballeros, buenos días —dijo el hombre, poniéndose su gorra de piel de gato—. Tendrá noticias del joven caballero hoy, y, si no es así, señó, ¿podría mantener esta solicitú en secreto? —guiñó un ojo y salió.

—Reconozco que —murmuró Wray cuando se cerró la puerta— creía que era un ladrón de Stratford. ¡Y pensar que solo era un mensajero de un nuevo alumno! Os dije que tendríamos un alumno hoy. Os lo dije…

—Abuelo, el mensajero tenía una pinta muy extraña para que un joven caballero lo escoja —dijo Annie.

—Él no puede mejorar su aspecto, hija, pero estoy seguro de que no nos importará si nos trae dinero. ¿Habéis visto la máscara suficientemente? Si no lo habéis hecho, abro la caja otra vez.

—Creo que es suficiente por hoy, abuelo. Pero dime por qué guardas la máscara en la vieja caja.

—Annie, porque no tengo nada más que quiera guardar y cerrar bajo llave. Hija, siento mucho haber quitado tus trastos, como tú los llamas, pero en realidad no había ningún otro sitio donde poder guardarla. Espera, ¡tengo una idea! Julio César me hará una caja nueva para la máscara y entonces recuperarás tu vieja caja otra vez.

—Abuelo, no la quiero. Preferiría que ninguno de nosotros la tuviera. Llevar una caja de caudales como esa con nosotros podría hacer que algunas personas creyeran que lo que tenemos en ella es dinero.

—¡Dinero! ¡La gente cree que tengo dinero! ¡Venga, venga, Annie! Eso no es verdad. ¡Es una broma muy buena de una gatita traviesa como tú!

Y el anciano se rio a carcajadas mientras salía rápidamente a depositar la preciosa máscara en su alcoba.

—Julio César, me hará una caja nueva, ¿verdad? —dijo Annie con gran seriedad tan pronto como su abuelo se hubo marchado de la habitación.

—Conseguiré madera hoy mismo —respondió el carpintero— y mañana tendré una caja tan buena como… como… —no era bueno haciendo comparaciones, así que se detuvo en el segundo «como».

—Hágala deprisa, cariño, deprisa —dijo la muchacha con ansiedad—; y entonces regalaremos la vieja caja. Si el abuelo nos hubiera dicho lo que iba a hacer desde el principio, no la habría usado, ya que usted podría haberle hecho una nueva para él antes. Pero no importa, hágala deprisa.

¡Oh, Julio César, obedece rigurosamente a tu querida prometida así como has obedecido otras órdenes! ¡No sabes qué pronto vais a necesitar esa nueva caja o cuánto mal puede evitar!

V

CHUMMY DICK

Quizá a estas alturas estén cansados de estos tres personajes tan familiares y sencillos como son el señor y la señorita Wray y Julio César el carpintero. Además, sospecho firmemente que están realmente ansiosos de tener un pequeño estimulante literario proporcionado por la figura de un villano. Probarán este estímulo por una doble vía ya que tengo dos maleantes completamente preparados para ustedes en este capítulo.

Pero créanme si les digo que, cuando conozcan a su nueva compañía, estarán encantados de regresar otra vez con Wray y su familia.

A unas tres millas de Tidbury-on-the-Marsh se encuentra un pueblo llamado Little London, en algunas ocasiones denominado popularmente «El final del infierno» en referencia a los personajes que lo frecuentan. Es una colección ruinosa y sucia de algunas docenas de casitas de campo y una taberna. Sus habitantes son hombres despiadados, mujeres miserables y niños groseros. Actualmente, se supone que el principal sostén de esta amable población proviene de su relación con la caza furtiva y con los pequeños hurtos en su tierra. En pocas palabras, Little London parece malo, huele mal y es malo de verdad, y no se encuentra en toda Inglaterra un pueblo que sea una mancha más asquerosa en medio de un paisaje circundante más hermoso.

Nuestro asunto principal está en la taberna. Su cartel reza «Jolly Ploughboys», de la que Judith Grimes, viuda, es la propietaria. Cuanto menos se diga de la personalidad de la señora Grimes, mejor; la descripción no se soportaría en estas páginas. La madre de la señora Grimes —quien ahora está a punto de cumplir los ochenta— también puede descartarse en un olvido misericordioso ya que, a la edad de su hija, era con bastante diferencia la peor de las dos, si eso es posible. Respecto a su hijo, Benjamin Grimes, como perteneciente al sexo fuerte, me siento menos inclinado a ser compasivo con él. Cuando afirmo que, se mire por donde se mire, era un ejemplo completo de sinvergüenza pueblerino, puedo parecer culpable de calumnias de acuerdo con nuestra ley, pero no hago más que decir una gran verdad.

Conocen bien a esta clase de hombres. Con bastante frecuencia han visto al tipo de rostro cetrino, cejas pobladas, corpulento y enorme, ganduleando por las esquinas del pueblo con una pajita en la boca y una cachiporra en la mano. Quizá le han preguntado una dirección y les ha contestado con un gruñido y una petición de dinero, o han oído hablar de él a propósito de un cobarde ataque a un policía rural, o sobre una pelea sanguinaria con el guarda forestal de un amigo de ustedes, o sobre un caso espinoso para su otro amigo, el magistrado, en los tribunales de primera instancia. Cualquiera que haya estado alguna vez en el campo conoce a este hombre, la plaga imposible de erradicar de todo su vecindario, tan bien como yo lo conozco.

Sobre las ocho de la tarde y el mismo día en que se habían hecho públicas las revelaciones de Wray, la vieja Grimes —o, como la llamaban normalmente, Mamá Grimes— se sentó en el sillón de la sala privada de la Jolly Ploughboys simplemente pensando en irse a dormir. Sus pensamientos sobre este asunto necesitaban acelerarse, y lo consiguieron gracias a su obediente hijo Benjamin Grimes.

—Venga, vieja, ¿por qué no trotas escaleras arriba? —pidió este ilustre pueblerino.

—Ya voy, Ben. Con cuidao, Judith. ¡Ya voy! —masculló la vieja mientras Grimes hija entraba en la habitación y se llevaba a su madre bruscamente.

—Vigila que no se quede nadie esta noche aquí —chilló Benjamin cuando salió su hermana—. Va a venir Chummy Dick —añadió susurrando misteriosamente.

Cuando Benjamin Grimes se quedó solo esperando la llegada de Chummy Dick, descubrió que el tiempo transcurría lentamente. Miró por la ventana. La vista dominaba unas pocas casitas y el campo, con un bosque más allá, sobre la pendiente. Una escena bastante familiar en sí misma, pero la pureza divina de la brillante luz de la luna le regalaba, justo entonces, una belleza que no era la suya propia. Aparentemente esta belleza no era del gusto de Grimes ya que apartó rápidamente la mirada de la ventana para devolverla al interior de la habitación. Mirando fijamente, como si soñara, sus ojos grises, siniestros y hundidos se clavaron en el muro de enfrente sin tropezar con nada, salvo con cuatro grabados coloreados que representaban el pasaje de «El hijo pródigo». Aunque los había visto cientos de veces, los miraba otra vez por mero hábito.