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100 Clásicos de la Literatura

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¡Ah, qué tristes fueron aquellos tiempos para el pobre actor! ¡Cómo se sentaba muchas noches en la esquina más oscura entre bastidores, con su destrozado ejemplar de Shakespeare en las manos, la única cosa que nunca llegó a empeñar, y con las lágrimas que le caían por sus mejillas hundidas y maquilladas mientras pensaba en su querida Colombina perdida y en su hija! ¡Con qué frecuencia aquellas lágrimas aún permanecían gruesas en sus ojos cuando marchaba por el escenario a la cabeza de un ejército ficticio o cuando cojeaba para entregar la misma y eterna carta al mismo y eterno petimetre protagonista de la alta comedia! ¡Comedia, efectivamente! Si la gente, que delante de las luces se reía a carcajadas ante la comicidad del caballero elegante y voluble de la obra, simplemente hubiese visto lo que arrastraba el corazón del lacayo viejo y triste que le llevaba el chocolate y los periódicos, todo el ingenio del mundo no habría salvado a la comedia de que se llegara a transformar en la tragedia más conmovedora que jamás se haya escrito.

Pero llegó la hora —mucho después de esto, sin embargo— en que terminó la relación de Reuben con el teatro. Como si la suerte hubiera ligado irónicamente los destinos teatrales del genial actor a los del pequeño actor, el año en que Kemble se retiró de la escena fue el mismo año en que despidieron a Wray.

Desde hacía algún tiempo, Wray era demasiado viejo para ser útil. En aquella época estaba cambiando el mundo del teatro en el que se había criado, y Wray no pudo cambiar con él. Un hombrecillo de fieros ojos negros, cuyo nombre era Edmund Kean, había llegado de provincias y brillaba como un cometa a través de las brumas convencionales, anticuadas y espesas del teatro inglés. A partir de esa época, la nueva escuela comenzó a crecer, y la vieja escuela, a hundirse; y Reuben se hundió en el torbellino junto con otros átomos insignificantes. Al final de la temporada, se le informó de que sus servicios nunca más serían necesarios.

Fue entonces, al encontrarse una vez más desamparado en el mundo —casi tanto como la primera vez que había estado en Londres con la pobre Colombina—, cuando se le ocurrió la idea de probar con la oratoria. Tenía una pequeña suma de dinero para empezar que le había donado su rico colega cuando había abandonado el teatro. ¿Por qué no podría salir adelante como profesor de oratoria en provincias, si alguno de sus compañeros de teatro con papeles más importantes salía adelante con la misma vocación en Londres? Sin duda era la necesidad la que hablaba: no había que dudarlo, sino probarlo. Tenía una nieta a la que mantener, así que lo intentaría.

Su método de enseñanza era extremadamente simple. Solo tenía un remedio para cualquier tipo de deficiencia que tratase: el remedio de Kemble. Había observado a Kemble año tras año, hasta conocerlo a fondo y, por así decirlo, aprendérselo de memoria. ¿Que un alumno quería caminar por el escenario correctamente? Le enseñaba cómo caminaba Kemble. ¿Que un político prometedor quería llegar a ser un orador admirable? Le enseñaba la gesticulación de Kemble en Bruto. Y lo mismo respecto a las necesidades estrictamente vocales. ¿Que el caballero número uno deseaba aprender el arte de la lectura en voz alta? Le enseñaba las cadencias de Kemble. ¿Que el caballero número dos se sentía inseguro de su pronunciación? Se le enseñaba el sonido de las vocales, de las consonantes y de las sílabas difíciles de pronunciar justo como Kemble lo hacía en el escenario. ¿Y de qué libro salía lo que les enseñaba? ¿Con qué manual perfeccionaba igualmente a sacerdotes y oradores, a aspirantes a la fama teatral, a señoritas que hablaban sin gracia y a jóvenes caballeros cuya dicción era incorrecta? Con Shakespeare. A todos ellos, ¡con Shakespeare! No tenía idea de nada más, para él la literatura significaba Shakespeare. Esa era su gran gloria y triunfo, se sabía a Shakespeare de memoria. Todo lo que conocía, cada recuerdo cariñoso y tierno, cada pequeño honor que había ganado en su pequeña esfera vacía, ¡estaba con seguridad asociado de algún modo a William Shakespeare!

Y ¿por qué no? ¿Qué es Shakespeare sino un gran sol que brilla sobre la humanidad, lo mismo sobre grandes que pequeños? ¿No han penetrado para bien los rayos de esa enorme luz en muchos lugares pobres y humildes? Entonces, ¿cómo asombrarse de que esos rayos cayeran, gratos y tonificantes, también sobre Reuben Wray? Y así, acertado o equivocado, con Shakespeare como libro de texto y Kemble como modelo, nuestro amigo, en su vejez, invadió con valor la Inglaterra provinciana como profesor de oratoria pertrechado con sus nuevos logros. Y, aunque ocasionalmente tuvo que resistir privaciones espantosas, me alegra poder contar que ¡acabó apañándoselas para hacer que la oratoria —o lo que en lugar de eso enseñara a sus clientes— lo mantuviera a él y a su nieta!

No puedo decir que los oradores o los sacerdotes demandaran ansiosos las mejoras secretas de Wray a tres chelines y seis peniques la hora (vean el anuncio), o que las señoritas buscaran «las virtudes del buen hablar en público», o los jóvenes caballeros, «la dicción más apropiada» (vean el anuncio de nuevo) a partir de su aquilatada experiencia. Sin embargo, salió adelante por otras vías. Algunas veces se le contrató para instruir a los chicos en el reparto de premios de alguna escuela rural. Otras veces se ocupaba de impedir que los actores aficionados de provincias destrozaran por completo un diálogo y se empujaran sin cesar los unos a los otros en el escenario. En esta última faceta, de vez en cuando, consiguió un buen empleo, especialmente en las compañías de aficionados que encontraban sus condiciones económicas bastante asequibles y sus conocimientos sobre la disciplina teatral de inestimable utilidad.

Pero oportunidades como aquellas no eran nada si se comparaban con las que conseguía cuando ocasionalmente lo contrataban para supervisar toda la parte más laboriosa del oficio para las funciones de aficionados en las casas de campo. En estos casos, se encontraba con una generosidad mayor de la que nunca se hubiese atrevido a imaginar; aquí la carta de recomendación de Kemble, que daba fe de su honestidad y conocimiento general del teatro —el último legado de amabilidad del gran actor que llevaba siempre consigo—, aseguraba un efecto prodigioso. Wray y la pequeña Annie, y un tercer miembro de la familia a quien presentaré a continuación, vivieron juntos durante meses de las inesperadas ganancias que procuraban las funciones teatrales de aficionados. Los jóvenes, en medio de sus diversiones, encontraban tiempo para sentir lástima del antiguo y desdichado actor y para admirar a su preciosa nieta, y pagarle generosamente por sus servicios cinco veces más de lo que Wray se habría aventurado a pedir jamás.

Así, vagando de ciudad en ciudad, algunas veces tristemente sin éxito, y otras, reanimado por una pequeña prosperidad, Wray se había marchado de Stratford-upon-Avon cuando el siglo actual era aproximadamente veinticinco años más joven de lo que es ahora, para probar suerte con la oratoria y con la gente de Tidbury-on-the-Marsh, enseñando las virtudes del buen hablar en público ¡a los setenta años de edad y con la mitad de la dentadura! ¿Tendría éxito? Por mi parte así lo espero. Hay algo en la función que representa este pobre anciano, profundamente maltratado por la vida, que lucha aún por abrirse camino en el mundo, y por su nieta, a quien ama más que a sí mismo —que lucha, a pesar de ser una reliquia de antaño, para continuar viviendo en una nueva época que ya lo ha rebasado y que apenas escucha la débil voz de otros tiempos, salvo para reírse—, sin duda hay algo que niega todas las sensaciones de ridículo y que aboga por la compasión y la buena voluntad de todos.

Pero, por ahora, ya he hablado bastante sobre Reuben Wray. Vayamos entonces al número 12 a conocerlo, sin olvidar su caja de caudales.

III

EL SEÑOR WRAY Y SU FAMILIA

El desayuno está puesto en el saloncito del alojamiento de Reuben. Observen que nuestro amigo no ha alquilado el salón, Wray nunca ha poseído un lujo doméstico similar en su vida. El cuarto solo se lo ha prestado la casera, quien está muy impresionada por la delicadeza trágica de Annie y por la educación y «manera de hablar» de su nuevo inquilino. Les repito que las cosas del desayuno están en la mesa. Tres tazas, un pan, media libra de mantequilla salada, algo de azúcar sin refinar en un platillo y una tetera negra de loza con el pitorro roto son los lujosos preparativos que tientan a Wray y a su familia a bajar a las nueve de la mañana al saloncito, ¡pero aún no ha aparecido nadie!

¡Escuchen! Se oye el crujido de unas botas, al principio es un ruido muy lejano, que desciende, al parecer, desde algún altillo de la parte alta de la casa. El sonido, que pesadamente se aproxima cada vez más, solo se para ante la puerta del salón y anuncia la entrada de… ¿Wray, por supuesto? ¡No! No tenemos tanta suerte. Creo que no lograremos recibirlo en persona. El individuo en cuestión no tiene parentesco con él, aunque se le considera un miembro de la familia, y, como es el primero en bajar las escaleras, sin duda se merece la recompensa de que hable de él inmediatamente.

Mide aproximadamente un metro ochenta, es fuerte y robusto en proporción a su estatura y aparenta unos treinta años. Su modo de andar es bastante torpe, sus facciones son amplias y mal proporcionadas, tiene la cara picada de viruela y el cabello que le queda en la cabeza, no mucho, parece crecer a la vez en todas las direcciones contrarias. No conozco nada de él que se pudiera alabar, excepto su carácter. Siempre está de tan buen humor, es tan sincero, incluso tan inocente, que eso contribuye a corregir todo lo demás. Sus ojos miran con una honestidad y con una bondad tan intensas que deslumbran la percepción de la tosca nariz y la irregularidad de la boca y de la barbilla hasta que apenas se sabe si son feas o no. En cierto sentido, algunos hombres son feos aunque tengan los rasgos del Apolo Belvedere, y otros son guapos a pesar de tener unas facciones gracias a las cuales podrían posar para una caricatura. Nuestro nuevo conocido era de esta última categoría. Permítanme presentarles: GENTILES LECTORES - JULIO CÉSAR. ¡Alto! No empiecen con aquellas clásicas sílabas… Les explicaré todo.

 

La historia de Martin Blunt, alias Julio César, es tan buena como la historia de Reuben Wray. Al igual que él, comenzó su vida profesional con actores ambulantes. Sin embargo, Blunt no era actor, sino carpintero, portero, apagavelas y recadero para todo. En una ocasión, cuando la compañía estaba ambiciosamente concentrada en profanar la obra de Shakesperare Julio César, el actor que encarnaba al emperador enfermó. Como todos los otros miembros de la compañía estaban ocupados en la obra y no quedaba nadie para sustituirlo, recurrieron a la desesperada a Martin Blunt. Blunt era lo bastante imponente como para hacer de héroe romano, y eso fue todo lo que vieron en él.

Primero, acortaron su papel tanto como pudieron y, después, metieron lo que pudieron de lo que quedaba en su reacio cerebro, pusieron una sábana blanca sobre el cuerpo del pobre muchacho a modo de toga, le colocaron un bastón de mando en la mano y una barba corta en la barbilla, y lo subieron sin ningún escrúpulo al escenario. Su actuación fue recibida con carcajadas, pero consiguió llevarla a cabo: fue debidamente asesinado, cayó dando un porrazo que desplazó el decorado de alrededor al centro del escenario y obtuvo una gran ovación toda para él.

Blunt nunca lo olvidó. Fue su primera y última aparición en escena y, en su inocencia, presumía de ello en cada ocasión como si hubiera sido el gran honor de su vida. Cuando llegó a Londres —y, como diestro carpintero que era, obtuvo trabajo en el Drury Lane—, sus compañeros se las apañaron para sonsacarle inmediatamente la historia de su primera actuación y la convirtieron en algo de lo que siempre se reían. Se le eligió como blanco de la broma y se le apodó por aclamación universal «Julio César». Todo el mundo le concedió este título clásico y yo solamente sigo la tendencia general en estas páginas. Si no les gusta el nombre, llámenlo de cualquier otra manera que deseen. Blunt tiene demasiado buen humor como para ofenderse con ustedes, hagan lo que hagan.

Así se presentó al viejo Wray.

En la época del ocaso de la carrera de Reuben en el Drury Lane, nuestro joven y robusto carpintero acababa de entrar a trabajar allí. Una noche, aproximadamente una semana antes de la puesta en escena de una nueva pantomima, se desplomó un trozo de la pesada maquinaria justo cuando Wray pasaba por allí. Habría caído sobre él de no ser por Julio César (¡no puedo llamarle Blunt!), quien, arriesgando sus propios brazos, atrapó la masa desplomada y, en un formidable acto de fuerza física, la detuvo en plena caída hasta que el anciano se hubo alejado cojeando del peligro. Esto condujo a la amistad de la gratitud, a la confianza. A pesar de las diferencias de carácter y de edad, de algún modo Wray y su protector parecían encajar bien el uno con el otro. En resumen, cuando Reuben comenzó a enseñar oratoria en provincias, el carpintero lo siguió como protector, ayudante, sirviente o lo que ustedes quieran.

Julio César tenía un motivo especial para unirse al destino del viejo Wray, motivo que aparecerá rápidamente, en cuanto la pequeña Annie entre en el saloncito. Torpe como no puede serlo nadie más, no fue ningún estorbo, sin duda. Se hizo útil y provechoso de cincuenta maneras diferentes. Repartió folletos solicitando mecenazgo, montó el escenario cuando Wray consiguió compromisos en teatros de aficionados, trabajó como oficial de carpintería cuando fracasaron otros recursos y, en realidad, estaba dispuesto para todo, desde apremiar a alguien por un impago hasta limpiar un par de zapatos. Por momentos, su señor podía ser tan irritable como el que más y lo trataba como un menor de edad en sus esporádicos arrebatos de mal humor. Julio César jamás replicaba y nunca parecía resentido. Las únicas cosas que no podían conseguir que hiciera eran que dejase de tirar al suelo sin querer todo lo que tenía a su alcance y que mejorase el movimiento de sus brazos y piernas según los principios del muy recordado Kemble.

Volvamos al saloncito y al desayuno. Julio César, el de las botas ruidosas, entró en la habitación con un costurero pequeño —que había estado haciendo en secreto desde hacía algún tiempo— en una mano, y una corbata de muselina en la otra. Era el cumpleaños de Annie. El costurero era un regalo, y la corbata, como dirían los franceses, un hommage para la ocasión.

Su primera acción fue dejar caer el costurero y recogerlo de nuevo rápidamente; la segunda, fue ir al espejo —no había ninguno que adornara su alcoba en el altillo— e intentar ponerse la corbata nueva. Solo la había medio anudado y estaba, totalmente impotente, titubeando con el lazo, cuando sonaron unas ligeras pisadas en la alfombra del exterior de la habitación. Annie entró.

—¡Julio César ante el espejo! ¡Oh, Dios Santo, qué puede haberle ocurrido! —exclamó la chica, riéndose alegremente.

Qué lozana y preciosa estaba cuando se acercó rápidamente y, diciéndole que se detuviera, le anudó la corbata de inmediato, poniéndose de puntillas:

—Así —dijo—, ya está hecho. Señor, ¿qué tiene que decirme en mi cumpleaños?

—Tengo un costurero para usted y me alegro de que sea su cumpleaños —dijo Julio César, demasiado confundido por el inesperado nudo de corbata como para saber exactamente lo que decía.

—¡Oh, es un costurero magnífico! ¡Muy amable de su parte, sin duda! Lo trataré con mucho cuidado. Venga, señor, después de esto supongo que debo decirle que me dé un beso —y, poniéndose de nuevo de puntillas, alzó la mejilla sonrosada y lozana para que él la besara, con tal mezcla de timidez, gratitud y gozo en su mirada que lamento decir que Julio César se sintió inclinado a dejarse caer en el acto de rodillas y adorarla por completo.

Antes de que el lector respetable tenga tiempo de considerar todo esto muy indecoroso, quizás deba insertar alguna palabra y explicar lo que Annie Wray había prometido a Martin Blunt (doy aquí su nombre real porque este es un asunto serio). Sí, en realidad, Annie le había prometido que algún día sería su esposa. Ella había mantenido siempre todas sus promesas, y puedo decirles que estaba especialmente decidida a mantener esta también.

«¡Imposible! —exclamará la mujer lectora—. Con su belleza ella podría aspirar a mucho más que a un carpintero pobre. Además, ¿cómo podría interesarse por un tipo tan torpe y poco elegante que, encima, es feo, diga lo que diga usted sobre su carácter?».

Podría replicar, señora, que nuestra pequeña Annie había mirado mucho más a fondo de las apariencias a la hora de escoger marido, y que había encontrado ciertas cualidades en el corazón y en el temperamento de este pobre carpintero que la habían enamorado, sí, y que hacían que lo respetara y admirara. Pero prefiero hacer una pregunta a modo de respuesta: ¿nunca encontró personas de su mismo sexo, mujeres jóvenes, magníficas, románticas y encantadoras que han dejado bastante estupefacto a todo su círculo de parientes y amigos al casarse de repente con hombres maduros, prácticos y de apariencia insignificante, mostrando, además, y por si fuera poco, todos los síntomas de cariño hacia ellos? Me imagino que debe haber visto casos como estos que he mencionado y, cuando pueda explicármelos para mi satisfacción, me alegraré de detallarle el anómalo compromiso de la pequeña Annie.

Mientras tanto, bien se puede contar que a Wray solo se le había insinuado esta curiosa aventura amorosa una sola vez. El anciano enseguida había montado en cólera y amenazado con algo extremadamente nefasto si alguna vez se volvía a pensar en ello. Solitario y doliente como estaba de los otros vínculos familiares, Wray tenía celos de la gente que quería a su nieta, lo cual, en casos como el suyo, es la flaqueza más disculpable y pura. Y, si un duque le hubiera pedido matrimonio a Annie, dudo muchísimo que Wray lo hubiera permitido, salvo con el acuerdo de que vivieran todos juntos.

En estas circunstancias, no se volvió a aludir nunca más al compromiso. Annie había dicho a su enamorado que debían esperar y ser pacientes, y seguir siendo como hermanos hasta que llegasen mejores oportunidades y tiempos más favorables. Y Julio César había escuchado y obedecido rigurosamente. Era tan bueno como un perro grande y fiel con su prometida. Él la amaba, cuidaba de ella y la protegía con todo su corazón y fortaleza, solo pidiendo a cambio el privilegio de satisfacer cualquier menor deseo de ella.

Bien, este beso, sobre el que he hecho una digresión bastante larga, afortunadamente se acababa de dar cuando sonó otro paso fuera de la habitación: la puerta se abrió y… ¡sí!, ¡al fin lo tenemos en persona! ¡Entre, Reuben Wray!

La edad lo había hecho encorvarse al andar y, aunque intentaba disimularlo, no lo conseguía. Tenía las mejillas hundidas y la cara llena de arrugas, que no eran solo obra del tiempo, sino también de las dificultades. Todavía había vitalidad en la mente de este pobre hombre, y aún había coraje en su corazón. Su apariencia no había perdido del todo la vivacidad; ni su sonrisa, la calidez. Si así lo desean, tienen ante ustedes el auténtico caminar y el verdadero porte de un Kemble. Por otro lado, está la majestuosidad trágica y unos modales que el desafortunado Julio César contemplaba a diario y que todavía no podía ni copiar ligeramente… Miren otra vez. Su vestuario, gastado como estaba —me temo que remendado en algunos sitios—, no tenía ni una mota de polvo, y los pelillos que le quedaban en su calva se los cepillaba tan cuidadosamente como si se regocijara en los hermosos bucles de Absalón. ¡No! Aunque la desgracia, la decepción, la pena y la fuerte necesidad económica lo habían estado atacando despiadadamente durante bastante más de medio siglo, ¡todavía no habían conseguido derribar a nuestro viejo y valiente amigo! A los setenta años, aún se mantenía en pie en el cuadrilátero de la vida, muy seriamente castigado, como dicen los púgiles, ¡pero decidido a ganar el combate al final!

—Que tengas mucha felicidad en este día, cariño —dijo el viejo Reuben acercándose a Annie y besándola—. Cumples veinte años, y yo he vivido para verlo. ¡Gracias, Señor!

—Mira mi regalo, abuelo —dijo la muchacha, y le mostró con orgullo su costurero—. ¿Eres capaz de adivinar quién lo ha hecho?

—¡Eres un buen tipo, Julio César! —exclamó Wray adivinándolo directamente—. Buenos días; estréchame la mano. —Después dijo a Annie, en voz baja—: ¿Ha roto algo en particular desde que se ha levantado?

—¡No!

—Me alegro de oírlo. Julio César, déjame que te ofrezca un pellizco de rapé.

Y entonces sacó su cajita exactamente al estilo de Kemble. Wray tenía su estilo natural de sacar la cajita de rapé y también el estilo de Kemble. Lo primero solo aparecía cuando algo le gustaba mucho o cuando algo lo conmovía. Lo segundo era para aquellas ocasiones cotidianas en que tenía tiempo para recordar que era profesor de oratoria y discípulo del Roscio inglés.

—Gracias, muy amable —dijo el carpintero satisfecho, acercando con cautela sus enormes índice y pulgar hacia la caja del ofrecimiento.

—¡Alto! —gritó el anciano. Wray, de repente apartó la cajita. Daba clases de oratoria a Julio César cuando no tenía a nadie más a quien enseñar, sencillamente para no perder la práctica—. No es así. En primer lugar, «gracias, muy amable», aunque esté permitido, es muy poco elegante. «Señor, le estoy muy agradecido» es la frase apropiada. Aprecia que digo «agradecido», nunca digas «agradeció», como hacen algunas personas. ¡Y recuerda que lo que te estoy diciendo ahora Kemble se lo dijo una vez al príncipe regente! El siguiente consejo que debo darte es este: nunca cojas tu pizca de rapé con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, deberías cogerlo siempre con la izquierda. ¿Quizás te gustaría saber por qué?

—Sí, por favor, señor —dijo el discípulo lleno de admiración y con mucha humildad.

—«Sí, si gusta usted, señor» habría estado mejor, pero voy a dejar pasar ese pequeño error. Y ahora te contaré el porqué con una anécdota. Un día, Matthews estuvo imitando a Kemble en su interpretación de Penruddock delante de él, en la magnífica escena donde se detiene para tomar un pellizco de rapé. «Muy bien, Matthews, me gusta mucho», le dijo Kemble satisfecho cuando hubo terminado, «pero has cometido un error tremendo». «¿Cuál ha sido?», le respondió Matthews con brusquedad. «Amigo mío, no me has interpretado tomando rapé como un caballero, y siempre lo hago así. Al imitar mi Penruddock, cogiste la pizca de rapé con tu mano derecha, mientras que yo empleo la izquierda. Un caballero siempre lo hace así porque entonces tiene la mano derecha limpia de tabaco para estrechársela a su amigo». ¡Recuérdalo! Y ahora puedes coger un pellizco.

 

A continuación, Wray se giró para hablar con Annie, pero al instante su voz se ahogó en una explosión de estornudos inmejorablemente provocada por el infeliz Julio César, cuyos nervios nasales se habían convulsionado por el rapé. Mentalmente, el viejo Reuben se decidió a no ofrecer nunca más la caja de rapé a su fiel seguidor y renunció a hacer a Annie el comentario que se había propuesto hasta que todos estuvieron tranquilamente sentados a la mesa del desayuno. Entonces, volvió a la carga con renovada determinación.

—Annie, hija —dijo—, tú y yo hemos leído juntos muchísimo a nuestro «divino» Shakespeare, como Kemble siempre lo llamaba. Como sabes, eres mi alumna habitual y a estas alturas debes de ser capaz de citar a Shakespeare tanto como yo. Voy a ponerte a prueba con algo nuevo. Supón que te hubiera ofrecido a ti la pizca de rapé (Julio César nunca tendrá otra, puedo prometértelo), ¿qué habrías citado de Shakespeare aplicable a esta situación? ¡Piénsalo!

—Pero, abuelo, el rapé no se conocía en la época de Shakespeare, ¿no es así? —dijo Annie.

—¡Eso no importa! —replicó el anciano—. Shakespeare estuvo y estará en todas las épocas, puedes citarlo para cualquier cosa del mundo mientras el mundo exista. ¿No sabes citarlo para el asunto del rapé? Yo sí. Ahora, escucha. Tú me dices: «¿Puedo ofrecerle una pizca de rapé?», y yo contesto con Cimbelino, acto IV, escena 2: «¡Pisanio, voy a tomar un poco de tu droga!». ¡Eso es! ¿No? ¿Qué es el rapé sino una droga para la nariz? ¡Encaja! Todo lo del divino Shakespeare encaja cuando lo conoces de memoria, como yo lo conozco, ¿eh, pequeña Annie? Y ahora dame algo más de azúcar. Por ti, hija, me gustaría que fuera en terrones, pero me temo que solo nos podemos permitir este azúcar sin refinar. ¿Llamó alguien por el anuncio? Algún alumno nuevo esta mañana, dime…

Ningún alumno, nadie, no había ni hombre, ni mujer ni niño de la ciudad a quien enseñar oratoria aún. Wray no estaba desanimado por ello en absoluto, se había hecho a la idea de que a lo largo del día tendría algún alumno, y eso era suficiente para él. Sus pequeñas observaciones sobre Shakespeare y el rapé le habían puesto de tan buen humor que continuó haciendo citas, recitando y comiendo pan con mantequilla, tan dinámico y contento como si todo Tidbury se hubiera unido para formar una clase enorme para él con el propósito de pagarle contante y sonante cada lección.

Pero, después de desayunar, cuando se olvidaron estas cosas, el anciano de pronto pareció acordarse de algo que cambió por completo su comportamiento. Primero, se desconcertó; después, se quedó callado; luego, sacó su Shakespeare y comenzó a leer con diligencia ostentosa, como si estuviera especialmente deseoso de que nadie le hablara.

Al mismo tiempo, un observador directo podría haber detectado que Julio César estaba haciendo varias muecas y señales torpes a Annie, que al parecer la muchacha entendía, pero a las que no sabía cómo responder. Al fin, con un gran esfuerzo, como si se hubiera armado de una determinación extraordinaria, Annie dijo:

—Abuelo, ¿no has olvidado tu promesa?

No hubo ninguna respuesta por parte de Wray. Probablemente, estaba demasiado absorto con Shakespeare para oírla.

—Abuelo —repitió Annie en voz más alta—, prometiste contarnos cierto secreto en mi cumpleaños.

Wray tuvo que oírla en esta ocasión y la miró con cara perpleja.

—Sí, hija —dijo—, lo prometí, pero casi deseo no haberlo hecho. Es un secreto demasiado peligroso para contarlo, pequeña Annie, ¡te lo aseguro! ¿Por qué tendrás tanta curiosidad en saberlo?

—Abuelo —rogó Annie—, seguro que puedes llamarme curiosa, y a Julio César también, por querer saberlo. Pero recuerdo que llevábamos solo tres días en Stratford-upon-Avon cuando llegaste terriblemente asustado y dijiste que nos debíamos marchar de inmediato. Nos mandaste hacer el equipaje y salimos todos a la carrera, más como presos que escapan de algo que como gente honrada.

—¡Sí, lo hicimos! —refunfuñó el viejo Reuben, comenzando a parecerse a un culpable.

—Bien —continuó Annie—, y no nos dijiste ni una palabra de por qué hacíamos todo eso. Y, después, tras marcharnos de Stratford, cuando te preguntamos por qué nunca soltabas de tus manos la vieja caja de caudales, donde solía guardar yo mis trastos, tampoco nos lo decías, y nos ordenaste no volver a mencionar jamás este episodio. Solo en uno de tus especiales momentos de buen humor fue cuando conseguí la promesa de que nos lo contarías todo en mi próximo cumpleaños, «para celebrar el día», dijiste. Estoy segura de que se nos puede confiar cualquier secreto, y no creo que sea una gran curiosidad querer saberlo.

—¡Muy bien! —dijo Wray, y se levantó con una especie de tranquilidad desesperada—. Lo he prometido y, pase lo que pase, mantendré mi promesa. Esperad aquí, vuelvo ahora mismo.

Y, con mucha prisa, abandonó la habitación.

Regresó inmediatamente con la caja de caudales. Annie pensó que era un trasto demasiado destartalado y abollado como para guardar ningún secreto, mientras Wray ponía la caja sobre la mesa y, solemnemente, colocaba las manos a los lados de esta.

—Entonces —dijo el viejo Wray con su tono trágico más profundo y con un aire muy serio—, prometedme por vuestro honor, el de ambos, que nunca diréis una palabra sobre lo que voy a contaros a nadie, bajo ningún concepto, y no me importa lo que ocurra, ¡bajo ningún concepto!

Annie y su enamorado lo prometieron rápidamente con mucha seriedad. Se estaban poniendo nerviosos a causa de tan elaborados preparativos previos a la declaración de Wray.

—¡Cierra la puerta! —dijo Wray, susurrando de forma teatral—. Ahora, sentaos y escuchad, voy a contaros el misterio.

IV

EL MISTERIO DE LA CAJA DE CAUDALES

—Supongo —dijo el viejo Reuben— que ninguno de vosotros ha olvidado que el segundo día de nuestra visita a Stratford salí por la tarde a cenar con un íntimo amigo a quien conocía desde niño y que vivía a poca distancia de la ciudad.

—¡Olvidar aquello! —exclamó Annie—. Creo que no podríamos olvidarlo jamás. Estuve muy preocupada por ti aquella noche.

—¿Preocupada, por qué? —preguntó Wray con brusquedad—. Annie, ¿quieres decir que sospechabas…?

—No sé lo que sospechaba, abuelo, pero pensaba que ir a dormir a casa de tu amigo y no regresar hasta la mañana siguiente, como tú nos dijiste que harías, era algo muy insólito. Era la primera vez que dormíamos bajo techos diferentes, ¡solo pensé eso!

—Me da vergüenza admitir, hija —replicó Wray, quien de repente comenzó a parecer muy inquieto y a hablar de manera nerviosa—, que en aquella ocasión me volví un mentiroso o algo peor. Os engañé. No tenía ningún amigo con quien ir a cenar aquella noche y, por supuesto, no estuve en ninguna casa.

—¡Abuelo! —gritó Annie, sobresaltándose—, ¿qué quieres decir?