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100 Clásicos de la Literatura

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Al llegar a las alturas, el cohete describió un arco y, cuando comenzaba a descender, estalló en un millón de chispas encarnadas. Por un momento todo el paisaje, desde el mar hasta las colinas boscosas que se repartían por las inmediaciones, pareció un lago de aguas intensamente rojas, de un rojo extrañamente vivo y alegre, como si el mundo entero hubiese sido regado con vino en vez de con sangre, o como si el planeta se hubiese convertido en un verdadero paraíso terrenal sobre el cual se hubiese detenido eternamente todo el esplendor del amanecer.

—¡Dios salve a Inglaterra! —gritó Fisher con una voz que sonó como un estallido de trompetas—. Y ahora le corresponde a Dios actuar.

Mientras la oscuridad volvía a caer sobre la tierra y el mar, algo más se dejó oír. A lo lejos, por el paso que se abría entre las colinas que habían quedado a sus espaldas, las armas aullaron como una jauría infernal. Algo que no era un cohete, pero que surcó igualmente el aire con una especie de chillido, pasó sobre la cabeza de Harold March y fue a estrellarse al otro lado de la colina con una llamarada de luz y un ensordecedor estruendo que dejaron al periodista completamente aturdido. Otra explosión siguió a la primera, y luego otra, y entonces el mundo entero se llenó de confusión, vapores y estallidos de luz. La artillería del ejército del oeste y de los regimientos irlandeses habían localizado por fin a la artillería enemiga y la estaban dejando reducida a cenizas.

En el frenesí del momento, March atisbo por entre la tormenta en busca de la delgada figura que aún debía permanecer en pie junto a la plataforma del cohete. No obstante, cuando un nuevo resplandor iluminó por completo la cima de aquella colina, no alcanzó a ver por ningún lado la figura que buscaba.

Antes de que el resplandor del cohete se desvaneciese por completo del cielo, mucho antes de que la primera arma se dejase oír desde las lejanas colinas, una ráfaga de fusil había relampagueado desde las trincheras ocultas del enemigo. Algo, un cuerpo, cayó entonces a tierra, rodó entre las sombras hasta llegar al pie de la colina y allí permaneció, rígido como las barras metálicas que habían servido de soporte al cohete. Fue así como el hombre que sabía demasiado descubrió aquella única cosa que realmente merece la pena conocer.

La Máscara Robada

Por

Wilkie Collins

INTRODUCCIÓN

Puede ocurrir que algunos lectores de esta historia tengan en su poder una «máscara» —o una cabeza— de escayola del rostro de Shakespeare, una de las reproducciones en vaciado del famoso busto de Stratford que se pusieron a la venta hace algún tiempo. Las circunstancias bajo las cuales se obtuvo el molde original se las oí relatar, una vez, a un amigo de quien guardo un cariñoso recuerdo y con quien estoy en deuda por el ejemplar que poseo hoy en día.

Hace algunos años, se contrató a un cantero para efectuar unos arreglos en la iglesia de Stratford-upon-Avon. Mientras se ocupaba de estas reparaciones, el cantero se las arregló —sin levantar sospechas, pensaba él— para fabricar un molde del busto de Shakespeare. Sin embargo, se descubrió lo que había hecho e, inmediatamente, las autoridades, encargadas de la custodia del busto original, lo amenazaron con penas y sanciones legales muy severas, aunque no especificaron de qué delito se le acusaba. El pobre hombre estaba tan asustado por las amenazas que rápidamente empaquetó sus herramientas y, cogiendo el molde, se marchó de Stratford. Después, el cantero expuso su caso a personas con capacidad para aconsejarle, quienes le dijeron que no debía temer ningún castigo y que, si consideraba que podría venderlos, hiciera tantos moldes del busto como quisiera y los pusiera a la venta en cualquier lugar. El cantero siguió el consejo, realizó cuidadosamente sus reproducciones del busto en bloques de mármol negro y vendió un gran número de ellas no solo en Inglaterra, sino también en América. Debe añadirse que este cantero había destacado siempre por su extraordinaria veneración a Shakespeare, que llevó a tal extremo que llegó a asegurar al amigo —de quien luego recibí esta información— que él, que era viudo, ¡se habría vuelto a casar solo si hubiera conocido a una mujer que fuera descendiente directa de William Shakespeare!

La idea inicial de las siguientes páginas procede de la anécdota que acabo de relatar. Ahora ofrezco mi librito al público, en el que he procurado narrar una trama sencilla, escrita de forma llana y familiar, o, en otras palabras, como si estuviera contándosela a unos amigos ante la chimenea de mi casa.

I

ORATORIA PARA LA MULTITUD

Estaría insultando la inteligencia de los lectores si creyera necesario describirles la muy célebre ciudad de Tidbury-on-the-Marsh, puesto que: ¿quién no está familiarizado con esta elegante zona residencial de provincias? El espléndido hotel nuevo que se ha construido al lado de la vieja posada; la amplia biblioteca a la que, no satisfechos solo con sumar libros, le están añadiendo también otra puerta de entrada; el semicírculo de suntuosas moradas de estilo griego que sobresale en la cima de la colina para competir con el círculo completo de viviendas almenadas de estilo gótico al pie de esta… ¿Acaso no son estos detalles locales conocidos a la perfección por cualquier inglés avezado? Por supuesto que sí, la pregunta está de más. Entonces, pasemos, sin malgastar más tiempo, de Tidbury en general a High Street en particular, y de ahí a nuestro destino actual: el establecimiento comercial de los señores Dunball y Dark.

Con solo mirar los líquidos coloreados, la estatua en miniatura de un caballo, los parches para los callos, las bolsas de hule, los tarros de cosméticos y los platillos de vidrio tallado llenos de pastillas expuestos en el escaparate, en un primer momento se podría imaginar que Dunball y Dark eran meros farmacéuticos. Pero, si se mira cuidadosamente a través de la entrada hacia una estancia interior, se puede observar una inscripción, un receptáculo grande y vertical de caoba, en forma de caja, con un hueco protegido por unas rejas de latón y una cortina verde preparada para correrse sobre él, y detrás del agujero, parcialmente visible, un hombre con una palita de cobre en la mano para recoger el dinero. Estos datos deberían bastar para informar de que Dunball y Dark no solo eran farmacéuticos, sino que también eran banqueros.

La mañana es tormentosa y con viento de finales de noviembre. Dunball —en ausencia de Dark, que ha ido a dar un discurso a la reunión de la sacristía— se ha metido en el habitáculo de caoba y ha tomado las riendas de todos los negocios y de la dirección de la sucursal bancaria. Dunball es un hombre muy gordo y se le ve absurdamente grande en el espacio donde ahora se encuentra. Hasta el momento ni un solo cliente ha solicitado dinero ni ha ido a cotillear siquiera con el banquero a través de las rejas de latón de su cárcel comercial. Dunball se sienta ahí, mirando fijamente y con calma hacia la calle a través de la parte del local dedicada a la farmacia. El oro está en un cajón; los billetes, en otro; los codos, sobre el libro de cuentas; y la palita de cobre, bajo el pulgar. Dunball es la imagen de la adinerada soledad. El ermitaño de las finanzas británicas.

En la parte exterior de la tienda está el joven ayudante, preparado para medicar al público en un santiamén. Pero Tidbury-on-the-Marsh es un lugar saludable y poco rentable, y no acude nadie. Cuando el joven ayudante ya ha averiguado por el reloj de la tienda que son las diez y cuarto, y por la veleta de enfrente que sopla viento de sur-suroeste, ha agotado todas las fuentes de diversión externas y se ve obligado a entretenerse con otros quehaceres: primero, afilando su navaja, y, después, cortándose las uñas. Ha terminado con la mano izquierda y acaba de comenzar con el pulgar de la derecha cuando, ¡al fin!, un cliente oscurece la entrada de la tienda.

Dunball se sobresalta y empuña la palita de cobre. El joven ayudante cierra su navaja rápidamente y hace una reverencia. El cliente es una joven y ha venido a comprar un bote de pomada labial.

La joven viste discretamente y con esmero, aparenta unos dieciocho o diecinueve años y tiene algo en la cara que solo lo puedo calificar con el epíteto de adorable. Hay una belleza pura e inocente en su frente y en sus ojos —que tienen una expresión alegre, amable y tranquila cuando te miran— y, al hablar, hay en sus claras palabras un curioso sonido familiar que te hacen imaginar —a pesar de ser un extraño— que debes haberla conocido y amado hace tiempo y que de alguna manera te has ingratamente olvidado de ella en ese lapso de tiempo. Sin embargo, mezclado con la dulzura y la inocencia de niña que constituyen su encanto más relevante, hay un aire de firmeza —especialmente evidente en la expresión de sus labios— que le da cierto carácter y originalidad a su cara. Su figura…

Me detengo en su figura. Desde luego no por falta de frases para describirla, sino por una desalentadora convicción de que cualquier descripción no podría en lo más mínimo producir el efecto apropiado en la imaginación ajena. Si me preguntaran en qué esfuerzos literarios es más patente la escasez de recursos expresivos, respondería que en las descripciones de las heroínas. Hemos leído cientos de descripciones, algunas de ellas tan bellamente acabadas y precisas que no solo nos informan de los ojos de la dama, las cejas, la nariz, las mejillas, el cutis, la boca, los dientes, el cuello, las orejas, la cabeza, el cabello y la forma de vestir, sino que incluso nos familiarizan con la determinada manera en que los sentimientos en el interior del pecho lo hacen jadear o lo inflaman externamente; además de mostrarnos la exacta posición del rostro en el que había unas pestañas lo bastante largas como para proyectar una sombra sobre las mejillas. Hemos leído todo esto atentamente y con admiración, tal como se merece, y aun así nos hemos levantado de la lectura sin habernos aproximado ni remotamente a una imagen del tipo de mujer que es la heroína. Al principio de la descripción, vagamente sabíamos que era guapa, y, al final, lo sabemos con igual abundancia de detalles como de manera igualmente imprecisa.

 

Convencido de lo que acabo de exponer, prefiero dejar que el lector se forme su propia imagen de la apariencia de la cliente del establecimiento de Dunball y Dark. Eludiendo las magníficas bellezas de su conocimiento, prefiero que el lector la imagine como cualquier mujer guapa e inteligente a la que conozca, cualquiera de esos agradables angelitos del hogar que pueden cautivarnos incluso con una túnica mañanera de lana merina, mientras zurcen un par de calcetines viejos. Este es el tipo de realidad femenina que hay en la mente del lector, y ni el autor ni la heroína deberían tener ninguna razón para quejarse.

Ahora bien, nuestra señorita llegó al mostrador y pidió la pomada labial. El ayudante, vencido rápidamente por el poderoso encanto de tal presencia, le rindió el primer pequeño homenaje de cortesía que tenía al alcance al pedir permiso para mandarle el recipiente a casa.

—Perdone, señorita —le dijo—, pero creo que vive más abajo, en esta calle, en el número 12. Ayer andaba por ahí y creo que la vi dirigirse hacia esa casa con un señor mayor y otro caballero, ¿estoy en lo cierto, señorita?

—Sí, vivimos en el número 12 —dijo la joven—, pero, si no le importa, me llevaré la pomada a casa. Mas tengo otro favor que pedirle antes de irme —continuó ella de forma recatada, pero sin la más ligera muestra de timidez—. Mi abuelo, el señor Wray, le agradecería muchísimo que colgara esto en su escaparate, si cabe.

Y, entonces, ante el asombro más absoluto del joven ayudante, le entregó un cartel —con una cuerda para colgarlo— en el que, con letra clara, se leía el siguiente texto:

«Don Reuben Wray, discípulo del famoso y recordado señor don John Kemble, informa respetuosamente, tanto a sus amigos como al público en general, de que imparte lecciones de oratoria, dicción y lectura en voz alta. Precio: dos chelines y seis peniques la hora. Para los alumnos que se preparen para hablar en público o para funciones teatrales de aficionados, basándose en un método que combina la interpretación inteligente del texto con el movimiento de brazos y piernas, según las enseñanzas del ilustre Sexto Roscio del teatro inglés, el finado señor J. Kemble, estudiado atentamente y observado muy de cerca por el propio señor R. W. Para los oradores y los sacerdotes que quieran mejorar su expresión (con la más estricta confidencialidad), tres chelines y seis peniques la clase de una hora. Se combaten y se eliminan tartamudeos y vacilaciones en la pronunciación. Se enseña a las señoritas las virtudes del buen hablar en público, y a los jóvenes caballeros, la dicción más apropiada. Se hace un descuento a grupos escolares y grupos numerosos. Por favor, diríjanse al señor Reuben Wray (antiguo actor del Teatro Real, Drury Lane), High Street, número 12, en Tidbury-on-the-Marsh».

Ninguna inscripción babilónica que se haya grabado nunca ni ningún papiro manuscrito que se haya escrito jamás podrían haber desconcertado tanto al joven ayudante como este singular anuncio. Lo leyó todo en estado de estupefacción y, después, observó con aire perplejo a la joven al otro lado del mostrador:

—Muy bien escrito, señorita, muy bien redactado, desde luego. Creo, de hecho, estoy seguro de que el señor Dunball…

Entonces, se oyó un crujido, como si alguna construcción de madera sólida se rasgara poco a poco y se hiciera pedazos. Era el propio Dunball que se abría paso al exterior del habitáculo de la sucursal bancaria para acercarse a examinar el anuncio.

Lo leyó todo muy atentamente, siguiendo cada línea con el índice y, después, con amabilidad y cautela, dejó el cartel en el mostrador. Si digo que ni Dunball ni su ayudante estaban muy seguros de lo que significaba «Sexto Roscio del teatro inglés» o qué rama del talento humano proponían enseñar en ese curso de «oratoria», no estoy cometiendo ninguna injusticia contra el hombre mayor ni contra el joven.

—Así que, ¿quiere que lo ponga en el escaparate, queri… en el escaparate, señorita? —preguntó el señor Dunball. Había estado a punto de llamarla «querida», pero algo en la mirada y en la actitud de la chica lo detuvo.

—Si no tiene inconveniente en colgarlo, señor.

—¿Puedo preguntarle su nombre y de dónde viene?

—Me llamo Annie Wray, y el último lugar donde hemos estado es Stratford-upon-Avon.

—¡Ah!, por supuesto, y el señor Wray enseña, ¿verdad?, oratoria por media corona, ¿eh?

—Mi abuelo solo desea que los habitantes de este lugar sepan que él puede enseñar a aquellos que quieran hablar o leer bien en público y tener una pronunciación adecuada.

Dunball se quedó bastante perplejo por la franqueza y serenidad con que la pequeña Annie Wray le había respondido a él, banquero, farmacéutico y toda una autoridad municipal. Tomó el anuncio de nuevo y se fue a leerlo una segunda vez en el solemne y monetario aislamiento de la trastienda.

El joven ayudante lo siguió.

—Creo que es gente respetable, señor —le dijo en un susurro—. Ayer, cuando el anciano entró en el número 12, yo andaba por ahí. El viento le movió parte de la capa y vi que llevaba una gran caja de caudales debajo de ella. Se lo aseguro, señor, y, además, me pareció pesada.

—¡Una caja de caudales! —exclamó Dunball—. ¿Para qué necesita un hombre con una caja de caudales la oratoria, y a dos chelines y seis peniques la hora? Me imagino que será un estafador.

—No puede serlo, señor, ¡mire a la señorita! Además, la gente del número 12 me ha dicho que él tenía referencias y que pagó una semana de alquiler por adelantado.

—¿De verdad…? Quiero decir, ¿estás seguro de que llevaba una caja?

—Seguro, señor. Supongo que tendrá dinero dentro, ¿no?

—¿Para qué se usa una caja de caudales si no es para guardar el dinero? —dijo el banquero con desprecio—. Aun así, parece bastante raro… Espera: puede que sea una apuesta. He oído que hay caballeros que llegan a hacer cosas raras por las apuestas. O quizás esté chiflado. Bueno, ella es una chica agradable y colgar esto no puede hacer ningún daño. Aunque indagaré sobre ellos y sobre toda esta historia.

El señor Dunball frunció pomposamente el ceño mientras pronunciaba esto último con prudente determinación y volvió sin prisas a la parte de la farmacia. Sin embargo, como no tenía tan mal humor como él mismo se imaginaba, a pesar de su seriedad y desconfianza, sonrió de manera mucho más cordial de lo que se proponía cuando se dirigió a la pequeña Annie Wray.

—Aunque está fuera de nuestro proceder habitual —le dijo—, le haremos el favor y colgaremos el cartel. Claro que, si quisiera referencias, ¿me las podría facilitar? Ahí, sí, sí, por supuesto… Ahí tiene su cartel en el escaparate, en un lugar destacado, fíjese cuando salga, justo entre la hilera de los parches para callos y la adormidera en polvo. Le deseo al señor Wray éxito, aunque creo que Tidbury no es el tipo de lugar para enseñar lo que ustedes llaman «oratoria», ¿verdad?

—Gracias, señor, y buenos días —dijo Annie. Y se marchó de la tienda tan tranquilamente como había entrado.

—Una chica serena —dijo Dunball, observándola mientras caminaba calle abajo hasta el número 12.

«Y también guapa», pensó el ayudante, siguiéndola, como hacía su jefe, desde la ventana.

—Debería ir a conocer al señor Wray —dijo Dunball, girándose hacia la tienda cuando Annie hubo desaparecido—. Y daría algo por descubrir lo que Wray guarda en su caja de caudales —continuó el banquero-farmacéutico mientras volvía a entrar con aire pensativo en el arca de caoba dineraria que había en la parte de atrás del establecimiento.

Dunball, usted es hombre sabio, pero no podrá resolver estos dos misterios con rapidez sentado y solo en esa garita de la sucursal bancaria. ¿Alguien puede resolverlos? Yo puedo.

¿Quién es Wray y qué tiene guardado en esa caja de caudales? Vayan al número 12 y lo verán.

II

EL SEÑOR WRAY Y EL TEATRO BRITÁNICO

Antes de entrar con descaro en el domicilio de Wray, debo decir una o dos palabras sobre él a sus espaldas —pero de ningún modo para calumniarlo—. Tomaré este anuncio colgado en la ventana del establecimiento de Dunball y Dark como tema de mi discurso.

Reuben Wray llegó a ser, como él dice, un «discípulo del famoso y recordado señor don John Kemble» de este modo: empezó siendo aprendiz de escultor durante tres años. No sé si es que el trabajo de tomar moldes y tallar piedras resultaba ser de una naturaleza demasiado sedentaria para encajar con su temperamento o si es que en su interior un consejero del diablo, cuyo nombre era vanidad, le susurró: «busca la admiración del público y asegúrate su aplauso», pero el hecho es que, tan pronto como se acabó este periodo, Wray dejó a su maestro y su lugar natal para unirse a un grupo de cómicos de la legua, o, como él mismo lo expresaba de manera más grandilocuente, se subió a las planchas.

La naturaleza le había regalado buenos pulmones, ojos grandes y nariz aguileña, por lo que tenía un brillante éxito ante el público más plebeyo. Hay que reconocer que sus esfuerzos profesionales apenas bastaban para alimentarlo y vestirlo; sin embargo, se consolaba teniendo en la cabeza la idea, como perspectiva lejana, de un triunfo en los teatros londinenses. Mientras esperaba este atractivo acontecimiento, se permitió un pequeño lujo entremedias, muy apropiado como recurso rentable para los hombres jóvenes en extremas dificultades: el matrimonio. Más o menos a la edad de diecinueve años, Wray se casó con la encantadora actriz que hacía de Colombina en la compañía.

Y consiguió una buena esposa. Sé que mucha gente se negará a creer esto; sin embargo, es cierto. El único éxito que lo compensó del estrepitoso fracaso social que estaba condenado a representar durante toda su existencia fue este matrimonio con una Colombina nómada. Ella, pobre chica, después de casarse, trabajó tan duro y con tanta jovialidad para conseguir su propio pan como lo hacía antes. Recorría penosamente muchas millas de ciudad en ciudad a su lado, y nunca llegó a quejarse. La joven elogió su interpretación, participó de sus esperanzas, le remendó la ropa, disculpó su mal humor, se congració con el director por él, puso paz en sus riñas… en pocas palabras y en el mejor y más elevado de sus significados: ella lo amaba. Permítanme añadir que solo le dio un retoño, una niña. Y, considerando sus recursos económicos, ¿estoy justificado cuando clasifico esta circunstancia como una sólida prueba más de sus excelentes cualidades de esposa?

Tras mucha perseverancia y desilusiones, Reuben consiguió por fin consolidarse en una compañía de provincias estable: la compañía de Tate Wilkinson en York. Antes de lograr conquistar al director, tuvo que bajarse mucho de su anterior pedestal interpretativo. Del papel principal en la tragedia y el melodrama, enseguida pasó, en esta asentada compañía de provincias, a ser «actor de relleno», que en el lenguaje teatral significa que a un actor se le asignan los trabajos dramáticos más pequeños que requieren las necesidades del teatro. Incluso así, él persistía en esperar la oportunidad que no vino jamás, y también la pobre Colombina esperó fielmente con él hasta el final.

Transcurrieron los años, pero nunca llegó esta oportunidad, y, un día, Wray y Colombina se encontraron desamparados y hambrientos en Londres. Su vida en esta época compondría una novela por sí misma si tuviera tiempo y espacio para escribirla, pero debo ponerme a hablar de fechas más recientes tan rápido como sea posible, por lo que el lector debe contentarse solo con saber que, en el último suspiro —el último suspiro de esperanza, casi el último de su vida—, Reuben consiguió empleo como actor de la más baja categoría en el teatro Drury Lane.

Véanlo entonces —todavía un hombre joven, pero con su ambición juvenil frustrada para siempre— recibiendo el salario más reducido por el trabajo teatral más bajo, apareciendo en el escenario como soldado, mesonero, lacayo, etc., sin una línea de texto en la obra, únicamente mostrando al público su cuerpo encogido de pobreza, vestido con el atuendo más desaliñado del viejo guardarropa del Drury Lane, apenas uno o dos minutos cada vez, por un chelín la noche más o menos, una existencia miserable en un mundo miserable: ¡el mundo entre bastidores!

 

Por aquel entonces, John Philip Kemble actuaba en el teatro y su fama estaba alcanzando su clímax. ¡Cómo le seguía el rugir de los aplausos prácticamente cada vez que abandonaba el escenario! ¡Con qué majestuosidad avanzaba hacia la sala de espera, inhalando, de forma abstraída, enormes pellizcos de rapé mientras caminaba! ¡Cómo los pobres e inferiores compañeros de valones y borceguíes anhelaban su atención mientras estaban entre bastidores y lo miraban fijamente con reverencia! ¡Y cómo, posiblemente, pocos de ellos podrían conseguirla! Sin embargo, en medio de esta tribu de desafortunados había uno que realmente destacaba, aunque todavía no le había hablado. Había descubierto a este hombre, desaliñado y solitario, que estudiaba constantemente su papel desde el mejor lugar que el pobre desgraciado podía conseguir en medio del polvo, la suciedad, las corrientes de aire y la confusión de los bastidores. Además, Kemble observaba que, si se representaba una obra de Shakespeare, este desconocido tenía un libro viejo y destrozado en sus manos, y aparecía para seguir con atención las escenas siguiendo muy de cerca el texto, en lugar de refugiarse en los rincones caldeados con una pinta de cerveza ligera y con el resto de sus compañeros figurantes. Al observar estos detalles, Kemble pensó, una y otra vez, que tenía que hablar con ese hombre y descubrir quién era, y también, una y otra vez, lo olvidaba por completo. Pero, por fin, llegó el día en que la comunicación personal aplazada tanto tiempo tuvo lugar, y ocurrió de esta manera…

Una nueva obra iba a representarse. Por cierto, era una tragedia especialmente mala incluso para aquella época de escritura de tragedias especialmente malas. La obra transcurría en Escocia, y Kemble estaba decidido a interpretar su papel vestido con el traje de las Tierras Altas de Escocia. La idea de interpretar una obra con el vestuario adecuado de la época que representaba se consideraba una innovación tan peligrosa que nadie se atrevía a seguir su ejemplo y, de todos los personajes, en realidad él era el único vestido de montañero escocés en una obra sobre Escocia. Esto no lo amedrentaba en absoluto. Había interpretado Othello una o dos noches antes con el uniforme de general británico, y era tan consciente de este gran absurdo que estaba decidido a perseverar y a comenzar la reforma del vestuario teatral, la cual estaría destinado a llevar a cabo después muy a conciencia.

Anocheció y comenzó la función. Justo cuando el teatro esperaba a Kemble, este descubrió que no llevaba el bolso de piel de cabra, una de las peculiaridades más llamativas de la vestimenta escocesa. No había tiempo para buscarlo. ¡Todo estaba perdido por culpa del vestuario! ¡Debía salir a escena y exponerse a la vista del público solo como medio escocés! ¡No! ¡Aún no! Mientras todos corrían frenéticamente de acá para allá en vano, un hombre amarró con rapidez algo en la cintura de Kemble, justo a tiempo. ¡Era el bolso perdido! Y, después de todo, nuestro Roscio caminó por el escenario, ¡un escocés completo de la cabeza a los pies! En su primer receso, Kemble preguntó por el hombre que había encontrado el bolso. Era ese pobre figurante en quien ya se había fijado. En realidad, antes de la obra, el gran actor llevaba el bolso en sus propias manos y en un momento de distracción lo había puesto sobre una silla en un lugar oscuro detrás de la concha del apuntador. El humilde admirador, fijándose en todo lo que hacía, se había dado cuenta de esto y había encontrado a tiempo el bolso de piel de cabra perdido, cuando nadie más había podido hacerlo.

—Señor, le estoy infinitamente agradecido —dijo Kemble cortésmente al hombre ruborizado y confundido que estaba ante él—. Me ha salvado de aparecer incompleto y, por tanto, ridículo ante el público del Drury Lane. Señor, antes, mientras usted esperaba a que lo llamaran, lo he observado mientras leía a nuestro divino Shakespeare, el vínculo poético que une a todos los hombres, aunque puedan separarlos las distancias profesionales. Acepte, señor, este pellizco de rapé.

Cuando el actor sin blanca llegó esa noche a casa, ¡qué maravillosa noticia tenía para su esposa! ¡Y qué orgullosa y feliz estaba la pobre Colombina cuando escuchó que Kemble le había ofrecido un pellizco de rapé de su propia cajita!

Pero el bondadoso actor no se detuvo en una mera conversación educada y en una muestra de condescendencia social. Reuben leía a Shakespeare mientras ninguno de sus compañeros se había preocupado lo más mínimo por el libro, y eso había sido suficiente para fomentar el interés de Kemble. Además, él era un hombre joven y podría tener capacidades que requiriesen un apoyo.

—Por favor, señor, recíteme algo —le dijo el gran John Philip una noche, deseoso de ver lo que este modesto admirador podía hacer en realidad. El resultado fue inequívoco, el pobre Wray no pudo hacer nada que cientos de sus compañeros no pudieran haber hecho igualmente. Su anhelo de llegar a ser un gran actor solo era ambición sin talento.

Aun así, Reuben consiguió algo por haber encontrado el bolso de piel de cabra. Una palabra oportuna de su nuevo protector le hizo ascender dos o tres categorías en la compañía e incrementar su salario proporcionalmente. Entonces, Wray obtuvo papeles con algunas líneas de texto y, condescendencia tras condescendencia, Kemble le declamaba el texto para instruirlo y ensayar, y le mostraba con solemnidad —me temo que a menudo más en broma que en serio— cómo debía caminar por el escenario un soldado romano y patriótico o el fiel lacayo de un padre afligido.

El agradecido Wray siempre recibía estas lecciones de muy buena fe, y fue precisamente en virtud de ellas —aproximadamente media docena, y en torno a dos minutos cada una— por lo que más tarde se presentaría como profesor de oratoria y discípulo de John Kemble. Muchos grandes hombres han brillado fabulosamente ante la mirada del público como discípulos de otros grandes hombres a partir de una fuente de recursos educativos iniciales no más caudalosa que la que pertenecía a Reuben Wray.

Después de haber seguido el rastro de nuestro amigo hasta su relación con Kemble, puedo despachar el resto del anuncio con mayor brevedad. Supongo que todo lo que se necesita explicar con más detalle es cómo llegó a enseñar oratoria y cómo salió así adelante.

Ahora bien, Reuben soportó impasible en el Teatro Drury Lane rivalidades, peleas, desastres y fluctuaciones en los gustos del público que echaron abajo intereses más importantes que los suyos propios. El teatro fue construido, quemado y reconstruido de nuevo, y el «Viejo Wray» —como entonces se le comenzó a llamar— aún formaba parte de la institución, aunque otros pudieron abandonarla. Durante este largo periodo monótono, la aflicción y la muerte se cebaron con crueldad en el hogar del pobre actor. Primero, murió su paciente y cariñosa Colombina. Después, tras un largo entreacto, la única hija de Colombina se casó muy joven, ¡ay!, con un miserable granuja que, primero, la maltrató y, después, la abandonó. Pronto siguió a su madre a la tumba y abandonó a una niña, la pequeña Annie de esta historia, al cuidado de Reuben. Una de las primeras cosas que su abuelo le enseñó fue a llamarse a sí misma Annie Wray. Reuben nunca pudo soportar oír el nombre del disoluto padre de su nieta pronunciado por nadie, y decidió que ella siempre llevaría su apellido.