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100 Clásicos de la Literatura

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—Sí —contestó el otro—. Y creo que tú conoces el motivo.

—Creo que sí —dijo Horne Fisher—. Pero antes de pasar a cuestiones más importantes, voy a decir lo que creo haber averiguado. Mr. Hawker, además de ser un truhan, fue también un bígamo. Cuando se casó con aquella judía, su primera esposa no estaba muerta, sino muy viva, y fue encerrada en esta isla. Ella tuvo un hijo aquí, el cual suele rondar en la actualidad por el lugar que le vio nacer con el nombre de Long Adam. Un empresario arruinado llamado Verner descubrió el secreto y se dedicó a chantajear a Mr. Hawker con el propósito de que éste acabase entregándole sus tierras. Todo eso está sobradamente claro. Pero ahora prestemos atención a algo que resulta más difícil de adivinar. Ahí es donde te toca a ti explicar qué demonios pretendías conseguir secuestrando a tu propio hermano.

Tras una pausa Henry Fisher contestó:

—Supongo que no esperabas encontrarme aquí —dijo—. Claro que, después de todo, ¿qué podías esperar realmente?

—Me temo que no te entiendo —dijo Horne Fisher.

—Quiero decir lo siguiente: ¿qué más podías esperar después de haber hecho el ridículo de la manera que lo has hecho? —dijo su hermano denotando un ligero resentimiento en la voz—. Todos te creíamos tan inteligente… ¿Cómo íbamos a imaginarnos que en realidad no ibas a ser más que un… maldito fracasado?

—Resulta verdaderamente curioso —dijo el candidato frunciendo el ceño—. Dejando a un lado toda vanidad, yo nunca tuve la impresión de que mi candidatura fuese un fracaso. Todos los mítines han resultado un gran éxito y mucha gente ha prometido votarme.

—¡Eso mismo debería creer yo! —dijo Harry con pesar—. Has logrado una victoria arrolladora hablando de tus malditos acres y tu condenada vaca mientras Verner se las va a ver y se las va a desear para conseguir unos pocos votos. ¡Maldita sea! Al final lo has echado todo a perder.

—¿Qué demonios quieres decir?

—¡Maldita sea! —repitió Harry con algo que, por primera vez desde que había comenzado todo aquel asunto, sonaba a sinceridad—. ¿Es que acaso pensabas realmente que ibas a poder conseguir ese escaño? ¡Demonios! ¡No me lo puedo creer! Escúchame bien: Verner tiene que lograr ese condenado escaño. Ya lo creo que sí. Tiene que asistir a las próximas reuniones que convoque el Ministro de Hacienda. Y luego está también lo del préstamo del gobierno egipcio y sabe Dios cuántas otras cosas más. Lo único que queríamos era que dividieras los votos de los reformistas, pues podrían ocurrir cosas muy graves si Hughes llegara a ganar en Barkington.

—Ya veo —dijo Fisher—. Y tú, por lo que parece, ibas a ser la base y el apoyo del partido reformista. Como tú bien dices, no soy precisamente un tipo inteligente.

Su intento por recurrir a la lealtad del partido cayó en saco roto, pues Harry, aquel «Apoyo del Partido», se había puesto a pensar en otras cosas. Finalmente, dijo con voz un tanto apenada:

—No quería que nos descubrieras porque estaba seguro de que ello supondría un golpe muy duro para ti. Pero, ¿sabes una cosa? Nunca nos hubieras descubierto si yo no hubiese venido aquí en persona para cerciorarme de que esos tipos no te maltrataban y de que todo te resultaba tan llevadero como fuese posible —hubo algo parecido a un temblor en su voz al añadir—. Incluso llegué a poner aquí esos puros porque sé que te encantan.

Las emociones son algo extraño, y lo insignificante de un detalle como aquél ablandó súbitamente a Horne Fisher hasta un extremo difícil de comprender.

—No te preocupes, hombre —dijo—. Dejémoslo todo tal y como está. Admito que eres el canalla y el hipócrita más atento y bondadoso que jamás se empeñó en arruinar a su país. Y siento tener que hablar así, chico, pero no se me ocurre otra manera mejor de expresarlo. A propósito, gracias por los puros. Creo que, si no te importa, voy a fumarme uno ahora mismo.

Para cuando Horne Fisher terminó de contarle esta historia a Harold March, ya habían llegado a un parque público y habían tomado asiento en una elevación del terreno desde la que se dominaban los amplios espacios verdes que se extendían hasta bien lejos bajo un cielo azul y despejado. No obstante, una vez allí, Fisher dijo, dando una nota incongruente a las palabras con las que había acabado el relato:

—He permanecido en aquella habitación desde aquel día. En realidad todavía sigo en ella. Gané las elecciones, pero nunca fui al Parlamento. Mi vida ha transcurrido en la pequeña habitación de aquella isla solitaria. Llena de libros, puros y demás lujos; llena de conocimientos, aficiones y sabiduría; pero ni una sola vez se ha oído mi voz fuera de aquella tumba ni le ha llegado al mundo que se encuentra al otro lado de la puerta. Lo más probable es que acabe muriendo allí dentro.

Y dicho aquello, esbozó una sonrisa mientras su mirada, tras pasar por encima de la vasta extensión del parque, se perdía en el horizonte.

VIII. LA VENGANZA DE LA ESTATUA

Fue en la soleada terraza de un hotel a orillas del mar desde la que se dominaban una ancha franja de mar azul y los graciosos dibujos que, más abajo, formaban unos macizos de flores, donde Horne Fisher y Harold March protagonizaron un enfrentamiento cara a cara que sobrevino entre ellos de la manera más brusca y repentina.

Harold March, famoso ahora por ser uno de los más destacados periodistas políticos de su tiempo, había aparecido junto a la pequeña mesa y se había sentado a ella preso de una excitación que apenas era capaz de reprimir bajo sus soñolientos y distraídos ojos azules. En los periódicos que arrojó sobre la mesa podía encontrarse lo suficiente para aclarar, si no toda, sí al menos buena parte de la emoción que le embargaba. Allí podía leerse que los asuntos públicos de cada uno de los ministerios habían alcanzado un punto crítico. El Gobierno, que llevaba tanto tiempo en el poder que el pueblo había acabado haciéndose a él como si se tratase de un despotismo hereditario, comenzaba a ser acusado de haber cometido graves errores e incluso de haber abusado de las malas gestiones financieras. Algunos decían que el intento de establecer un nuevo campesinado en el oeste de Inglaterra siguiendo las pautas que Horne Fisher había dictado hacía tanto tiempo no habían dado otro resultado que peligrosas reyertas entre los campesinos y los obreros industriales. Muy en particular, se habían elevado quejas contra el mal trato que estaban recibiendo ciertos grupos de extranjeros inofensivos, en su mayor parte asiáticos, que trabajaban en las obras de carácter científico que se estaban realizando en la costa. Para colmo de males, las nuevas fuerzas que habían alcanzado el poder en Siberia, respaldadas por Japón y otros poderosos aliados, se hallaban dispuestas a tomar cartas en el asunto en interés de sus súbditos exiliados, razón por la cual los embajadores respectivos habían llegado a cruzar palabras muy violentas e incluso algún que otro ultimátum. No obstante, algo de mucha mayor trascendencia, en opinión del propio March, parecía cubrir aquel nuevo encuentro con su amigo con una mezcla de vergüenza e indignación.

Quizás su enojo se debiese tan sólo al hecho de haber descubierto una inusual vivacidad en la figura, por lo general lánguida, de Fisher. La imagen que de él se había formado March era la de un caballero pálido y de notable calvicie que parecía haber envejecido y perdido el cabello prematuramente. Solía recordarlo como alguien que siempre manifestaba opiniones de un marcado carácter pesimista expresándolas como si fuese el bohemio más despreocupado del mundo. Ni siquiera en aquel momento March podía estar seguro de si aquel cambio era simplemente una especie de máscara o si se debía al efecto conjunto que sobre él habían producido los cielos claros, el ambiente soleado y veraniego propio de toda zona costera, y la cercana presencia del mar. Sea como fuere, lo cierto era que Fisher, además de lucir una flor en el ojal, manejaba su bastón con una alegría que, en opinión de su amigo, resultaba en él completamente inusual. Con todas aquellas nubes cerniéndose en torno a Inglaterra, aquel pesimista nato parecía ser el único ser vivo capaz de ver brillar la luz del sol.

—Escúcheme bien lo que voy a decirle —le dijo Harold March algo bruscamente—. Usted ha sido para mí mucho más que un simple amigo. Podría incluso decir que nunca antes me había sentido tan orgulloso de disfrutar de la amistad de alguien. Pero hay algo que debo confesarle. Cuantas más cosas consigo averiguar, más difícil me resulta comprender cómo puede usted soportar convivir con ellas. Por lo que a mí respecta, le aseguro que cada vez se me hace más insufrible la convivencia con todo ese tipo de cosas.

Con gravedad y profunda atención, Horne Fisher clavó en él su mirada, a pesar de lo cual daba la impresión de hallarse en realidad muy lejos de allí.

—Usted siempre me ha caído bien. Eso es algo que usted sabe sobradamente —dijo Fisher con gran tranquilidad—. Pero no sólo eso, sino que además le respeto, lo cual no es siempre lo mismo. Quizás se haya dado usted cuenta de que me caen bien muchas otras personas a las que me resulta imposible respetar. Quizás sea ésa mi cruz, o quizás se trate tan sólo de uno de mis defectos. Pero al ser el suyo un caso muy especial, puedo prometerle una cosa: que nunca será usted para mí alguien a quien simplemente acepte, sino alguien que, además, se merezca todo mi respeto.

—Ya veo que es usted magnánimo —dijo March después de un breve silencio—. Pero, a pesar de ello, es usted capaz de tolerar e incluso dejar impune todo aquello que puede tacharse de vil y rastrero en este mundo.

Guardó silencio pero, al poco, añadió:

—¿Recuerda usted la vez aquella en que nos conocimos, cuando se hallaba usted pescando en aquel arroyo poco antes de que empezase lo del asunto de la diana? ¿Y recuerda aquello que dijo entonces de que, después de todo, sería inútil cualquier intento de hacer saltar por los aires toda esta complicada maraña que es la sociedad?

 

—Sí. ¿Qué pasa con ello? —preguntó Fisher.

—Pues que voy a ser yo quien se encargue de dinamitar la sociedad —dijo Harold March—, por lo que creo conveniente advertirle primero de mi propósito. Durante mucho tiempo me negué a creer que las cosas estuviesen tan mal como usted las planteaba, pero nunca me creí capaz de permanecer impasible si alguna vez llegaba a saber la mitad de lo que usted sabe. En resumidas cuentas, el caso es que he acabado cobrando plena conciencia de cómo están las cosas y ahora, por fin, tengo además la oportunidad de hacer algo. Sepa usted que he sido puesto al mando de un importante periódico independiente en el que se me ha dado carta blanca y desde el que le voy a declarar la guerra a la corrupción.

—Supongo que Attwood se encuentra detrás de todo eso que me está usted contando, ¿verdad? —dijo Fisher reflexivamente—. Me refiero al comerciante de maderas, ese que sabe tanto acerca de China.

—También sabe mucho acerca de Inglaterra —dijo March tenazmente—. Pero a lo que iba: no vamos a permanecer callados por más tiempo. La gente de este país tiene derecho a saber de qué manera se la está gobernando, o, mejor dicho, de qué manera se la está arruinando. El Ministro de Hacienda está completamente atrapado por los prestamistas y no tiene más remedio que hacer lo que ellos le dictan. De no ser así, se encontraría en la más profunda bancarrota. Una bancarrota que, de producirse, dejaría al descubierto lo que hay detrás: partidas de cartas y devaneos con mujeres. El propio Primer Ministro se vio metido hasta las cejas en aquel feo asunto de las comisiones relacionadas con los contratos del petróleo. El Ministro de Asuntos Exteriores no es más que un pobre pelele a merced del alcohol y las drogas. Claro que, cuando uno acusa de esta manera a un hombre que posiblemente acabe enviando a miles de ingleses a morir inútilmente, siempre aparece alguien que lo acusa a su vez de tener algo personal contra el pobrecito ministro. En cambio, cuando un pobre maquinista de tren se emborracha y resulta responsable de la muerte de treinta o cuarenta personas y alguien lo acusa de borracho, a nadie se le ocurre pensar que tras esa acusación puede esconderse alguna cuestión de carácter personal. Y eso que son situaciones que, salvando las distancias, resultan muy similares.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted —dijo Fisher con calma—. Tiene usted toda la razón del mundo.

—Pues entonces, si está usted tan de acuerdo como dice con todo lo que pienso, ¿por qué demonios no se decide a unirse a nosotros? —preguntó su amigo—. Si cree usted que hacer esto o aquello es lo correcto, ¿por qué no lo hace? Resulta espantoso pensar que un hombre con unas aptitudes como las suyas prefiera simplemente permanecer ahí, sin más, bloqueando el camino que nos conduzca a la reforma.

—Hemos hablado de eso a menudo —respondió Fisher conservando su habitual aplomo—. El Primer Ministro es íntimo amigo de mi padre. El Ministro de Asuntos Exteriores está casado con mi hermana. El Ministro de Hacienda es primo hermano mío. Y, por favor, no censure usted mi regocijo al hacer alusión a mis parentescos de esta manera tan detallada, pero es que… Verá usted: resulta que últimamente estoy saboreando una sensación completamente nueva para mí, una sensación de felicidad que no recuerdo haber experimentado nunca antes.

—¿Qué demonios quiere usted decir?

—Quiero decir que me siento orgulloso de mi familia —dijo Horne Fisher.

Harold March lo miró atentamente con sus ojos azules abiertos de par en par y dando la impresión de hallarse demasiado perplejo como para formular tan siquiera una simple pregunta. Fisher se recostó en su silla tan perezosamente como en él era usual y sonrió mientras reanudaba sus palabras.

—Escuche, mi querido amigo. Permita que sea yo quien ahora le haga una pregunta a usted. Presupone usted que yo siempre he sabido todo lo relativo a mis desafortunados parientes. Pues presupone usted bien porque así es. Ahora bien, ¿cree usted acaso que Attwood no los conoce de toda la vida? ¿Cree acaso que no le ha conocido también a usted desde siempre y que no se ha dado cuenta de lo que es usted: un hombre honesto, deseoso de contar lo que sabe en cuanto goce de una oportunidad? ¿Por qué cree que Attwood ha decidido dejarle carta blanca para decir lo que quiera, como se deja ladrar a un perro después de quitarle el bozal, justo en un momento como éste después de tantos años? Yo sé por qué lo hace, al igual que sé muchas otras cosas… Demasiadas, a decir verdad. Y es en función de todas esas cosas que sé que, tal y como ya he tenido el honor de hacerle observar antes, por fin puedo sentirme orgulloso de mi familia.

—Pero… ¿por qué? —repitió March débilmente.

—Verá usted: estoy orgulloso del Ministro de Hacienda porque juega, del Ministro de Asuntos Exteriores porque bebe, y del Primer Ministro porque se llevó una comisión tras firmar cierto contrato —dijo Fisher con firmeza—. Estoy orgulloso de ellos porque hicieron todo eso, porque se les puede denunciar por ello, porque saben que se les puede denunciar por ello, y porque a pesar de todo se mantienen firmes en sus puestos. Me quito el sombrero ante ellos porque son capaces de plantarle cara al chantaje y porque se niegan a traicionar a su país para salvarse a sí mismos. Desde aquí, yo les saludo como si fuesen camino del campo de batalla a encontrarse cara a cara con la muerte.

Tras hacer una breve pausa, prosiguió:

—A propósito, pronto habrá también un campo de batalla. Pero esta vez no en el sentido metafórico. Le hemos estado consintiendo tantas cosas a los hombres de negocios extranjeros que ahora sólo nos queda elegir entre la guerra o la ruina total. Y el pueblo, inclusive aquellos que componen el campesinado, está empezando a sospechar que la ruina se acerca. Ésa es la verdadera causa de todos esos deplorables incidentes de los que hablan los periódicos.

»La auténtica razón de los atropellos cometidos sobre los orientales es que los hombres de negocios han ido introduciendo de manera deliberada en el país mano de obra china con la intención de condenar a los obreros y a los campesinos ingleses a morirse de hambre. Nuestros infelices políticos han estado haciendo, una tras otra, todo tipo de concesiones, y ahora son ellos los que nos piden a nosotros que hagamos lo propio, lo que vendría a significar una masacre sobre nuestras capas más pobres. Si no nos rebelamos ahora, nunca lo haremos, con lo que Inglaterra se verá abocada a una situación económica de pobreza absoluta en apenas una semana. Pero esta vez vamos a luchar. No me sorprendería lo más mínimo que hubiese un ultimátum en el plazo de una semana e incluso una invasión dentro de quince días. Naturalmente, toda la corrupción y la cobardía que llevamos arrastrando desde hace tiempo nos está pasando factura ahora. La zona rural del oeste del país se halla en una situación muy turbia y delicada incluso en el aspecto militar, y los regimientos irlandeses allí apostados, que según el nuevo tratado se supone que deberían apoyarnos, se hallan al borde de la sublevación debido a que, como no podía ser menos, este infernal capitalismo culí se está dejando notar también en Irlanda. Pero todo eso se va a acabar muy pronto, y si las tranquilizadoras promesas del gobierno pueden abrirse camino hasta ellos a tiempo, puede que después de todo aún hagan acto de presencia para cuando el enemigo desembarque allí. Porque parece ser que mi pobre y vieja cuadrilla va a mantenerse en sus trece, algo de lo que ya iba siendo hora. Desde luego, no es de extrañar que, después de haberse dejado manipular como si fuesen unos don nadie durante medio siglo, sus pecados los persigan en el preciso instante en que comienzan a comportarse como hombres de verdad por primera vez en sus vidas. Ya le digo, March, los conozco de pies a cabeza y sé que se están comportando como auténticos héroes. Cada uno de ellos merece que levanten una estatua en su honor y que en el pedestal de las mismas se inscriban palabras como aquellas que dijo el más noble rufián que vio surgir la Revolución: «Que mon nom soit flétri; que la France soit libre».

—¡Santo Dios! —exclamó March—. ¿Pero es que nunca vamos a enfrentarnos con el fondo de la cuestión?

Después de un silencio, Fisher contestó en voz más baja y sin dejar de mirar a los ojos de su amigo:

—¿De verdad cree usted que en el fondo de todo no hay más que simple y pura maldad? —preguntó suavemente—. ¿Cree usted que yo nunca he encontrado otra cosa que suciedad en las profundas aguas a las que el destino me ha precipitado? Créame, nunca se conoce lo mejor de un hombre sin conocer lo peor de él. No siempre resulta fácil conjugar la supuesta obligación que ellos tienen de aparecer ante el mundo como si fuesen obras de arte perfectas e impecables, exentas de todo vicio, con la condición de sus mortales almas humanas, que no pueden evitar mirar con deseo a una mujer o resistir la tentación de las riquezas. Hasta en un palacio se puede vivir bien, e incluso en el parlamento se puede vivir bien siempre que se realice algún que otro esfuerzo para procurarlo. Aunque le aseguro que hay algo que vale tanto para todos esos estúpidos y pícaros ricachones como para los ladrones y los rateros más miserables: que sólo Dios sabe con cuánto empeño han intentado ser mejores cada día. Sólo Dios sabe lo que puede perdurar en la conciencia de cada uno, o de qué manera aquél que ha perdido el honor intenta todavía salvar su alma.

Hubo otro silencio, durante el cual March se sentó mirando fijamente la superficie de la mesa mientras Fisher prefería contemplar el mar. Luego, de repente, Fisher se levantó de un salto y agarró su sombrero y su bastón con la presteza y la tenacidad que ahora parecía haber hecho definitivamente suyas.

—Escuche, viejo amigo —exclamó—. Hagamos un trato. Antes de que inicie usted su campaña al servicio de Attwood, venga y quédese con nosotros una semana para que se dé usted cuenta de lo que realmente estamos haciendo. Al decir «nosotros» me refiero al grupo de Los Leales, anteriormente conocidos como La Vieja Guardia, y a los que en ocasiones se les ha llamado Los Rastreros. En realidad sólo cinco de nosotros solemos ser más o menos fijos a la hora de organizar la defensa nacional. Hemos establecido nuestro cuartel general en Kent, en una especie de hotel destartalado. Venga allí y vea por sí mismo lo que estamos haciendo y lo que aún queda por hacer y entonces podrá usted juzgarnos debidamente. Luego, y sin que ello altere el aprecio y el afecto que este humilde servidor suyo le profesa, publique lo que le plazca y váyase al infierno.

Así fue cómo en la última semana previa al comienzo de la guerra, precisamente cuando los acontecimientos se precipitaban con más rapidez que nunca, Harold March se encontró formando parte de un pequeño grupo integrado por la misma gente a la que tenía intención de denunciar. Para tratarse de gente pudiente, vivían con la mayor sencillez en un viejo albergue de ladrillo marrón rodeado por unos lúgubres jardines cuya fachada se hallaba cubierta casi por entero por una enorme mata de hiedra. En la parte trasera del edificio, un jardín, tras elevarse bruscamente formando una empinada cuesta, daba a una carretera que discurría por entre una cadena de colinas. Un sinuoso sendero trepaba la pendiente hasta allí girando a uno y otro lado y describiendo una serie de curvas muy cerradas por entre una vegetación tan sombría que más bien parecía negra que verde. Por aquí y por allá pendiente arriba se levantaban unas estatuas que poseían toda la imponente frialdad de las esculturas ornamentales del siglo XVIII. Unas cuantas de ellas, formando una hilera que corría a lo largo de la última loma, podían divisarse a lo lejos desde la puerta trasera de la casa. Este detalle fue el primero que se grabó en la mente de March por la simple razón de que formó parte de la primera conversación que mantuvo con uno de los miembros del grupo allí reunido.

Los ministros presentes resultaron ser bastante más viejos de lo que se había imaginado. El Primer Ministro, por ejemplo, ya no era precisamente un muchacho, aunque todavía guardaba un ligero parecido con un bebé, si bien se trataba de uno de esos viejos y venerables bebés cuyos cabellos, aun siendo suaves, ya se habían tornado por entero grises. En realidad, todo lo que a él se refería era suave, incluidas su forma de hablar y su manera de caminar. No obstante, sobre todo lo demás, su función principal parecía ser la de dormir. Aquellos que se quedaban a solas con él se habían acostumbrado de tal manera a que sus ojos permaneciesen continuamente cerrados que casi llegaban a dar un salto de sorpresa cuando descubrían que, en medio de su extrema inmovilidad, aquellos ojos se acababan de abrir de par en par y observaban con atención lo que los rodeaba. Pero a pesar de todo, había al menos una cosa que siempre lograba que el anciano mantuviese sus ojos bien abiertos. Lo único que realmente le importaba en este mundo era su afición por las armaduras y las armas, especialmente por las orientales, y era capaz de pasarse horas enteras hablando, ya sobre las hojas que se forjaban en Damasco, ya sobre el arte árabe de la esgrima.

 

Lord James Herries, el Ministro de Hacienda, era un hombre bajo, moreno y robusto de rostro cetrino cuyo aspecto malhumorado contrastaba con la vistosa flor que lucía en su ojal y con su jovial costumbre de ir siempre demasiado compuesto. Resultaba casi un eufemismo decir que era un hombre conocido en la ciudad, y casi una paradoja el que a pesar de ser un hombre que vivía casi exclusivamente para los placeres pareciera encontrar tan poco de ellos en el campo.

Sir David Archer, el Ministro de Asuntos Exteriores, era, de entre todos ellos, el único del que podía decirse que se había hecho a sí mismo y el único que tenía apariencia de aristócrata. Era un hombre de barba canosa, alto, delgado y muy atractivo. Sus cabellos grises, rizados, llegaban a elevarse en la parte frontal de su cabeza hasta formar dos rebeldes bucles que le daban el aspecto de algún insecto gigante cuyas temblorosas antenas no parasen de agitarse graciosamente a la par que sus tupidas cejas y sus inquietos ojos. No obstante, tras un segundo vistazo, podía adivinarse que, en realidad, la causa de tanta agitación era que el Ministro de Asuntos Exteriores se veía completamente incapaz de reprimir su nerviosismo, cualquiera que fuese la causa de éste.

—¿Alguna vez ha tenido usted ese angustioso estado de ánimo en el que uno podría llegar a gritar a causa del ruido más insignificante? —le preguntó a March mientras ambos paseaban por el jardín trasero bajo la línea formada por aquellas tétricas estatuas—. Suele aparecer cuando uno ha estado trabajando duramente, y yo he estado trabajando mucho últimamente. Tanto, que ahora me pongo enfermo cuando, por ejemplo, veo a Herries llevar el sombrero un poco ladeado. Cuando lo lleva así parece un matón de barrio bajo. Hay ocasiones, se lo juro, en que llegaría a quitárselo de la cabeza de un golpe. Por cierto, ¿se había dado cuenta de que aquella estatua de Britania que se levanta allí no está muy derecha que digamos? Se halla ligeramente inclinada hacia adelante, como si estuviese a punto de volcar. Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor es que no se decide a volcar de una dichosa vez. Como usted mismo podría llegar a comprobar, aún se halla sujeta por un puntal de hierro. Así que no se sorprenda si alguna vez me ve subir hasta allá arriba en mitad de la noche para darle el golpe de gracia y hacerla rodar hasta aquí abajo de una vez por todas.

Continuaron caminando por el camino en completo silencio. Al poco, el ministro añadió:

—Resulta extraño pensar que menudencias como ésas cobren de repente tanta importancia cuando hay cosas mucho más trascendentales de que preocuparse. Así que creo que lo mejor será que entremos y procuremos hacer algo de provecho.

Evidentemente, Horne Fisher tenía bien presentes tanto las neuróticas manías de Archer como las relajadas costumbres de Herries y, a pesar de la confianza que demostraba tener en la actual firmeza de todos ellos, se cuidaba muy mucho de poner excesivamente a prueba tanto la paciencia como la concentración de todos ellos, incluido el Primer Ministro. Había logrado el consentimiento de este último para que los documentos importantes, como por ejemplo los que contenían las órdenes destinadas a los ejércitos del oeste, se confiasen al cuidado de una persona capaz de pasar completamente inadvertida y poseedora de un grado mayor de responsabilidad. Tal persona resultó ser un tío suyo llamado Horne Hewitt, un hacendado rural de aspecto bastante anodino que en sus tiempos había sido un buen soldado y que ahora era el consejero militar del comité. Se le había encargado la labor de hacer llegar los mensajes del Gobierno, junto con los planes militares previstos, al ejército semisublevado que se encontraba en el oeste, así como la todavía más apremiante tarea de asegurarse de que toda aquella información no acabase cayendo en las garras del enemigo, el cual podía aparecer en cualquier momento por el este.

Además de él, la otra única persona que se hallaba involucrada en todas aquellas operaciones era un oficial de policía, un tal Dr. Prince, quien originariamente había sido médico forense de la policía y ahora era un distinguido detective que había sido enviado para ejercer de guardaespaldas de todo el grupo. Era un hombre de rostro cuadrado, grandes gafas y una perenne mueca en el rostro que dejaba bien a las claras que prefería permanecer siempre en silencio.

Nadie más compartía aquella especie de reclusión a excepción del dueño del hotel, un hombre hosco y de rostro avinagrado oriundo de Kent, uno o dos de sus criados, y un sirviente privado al servicio de Lord James Herries. Era éste un escocés llamado Campbell, un joven de pelo castaño y rostro taciturno, de facciones un tanto desproporcionadas pero agradables, que daba la impresión de poseer más distinción que su desaliñado patrón y que probablemente fuese la única persona verdaderamente eficiente en toda la casa.

Después de pasar cuatro o cinco días formando parte de aquella especie de reunión de carácter más bien informal, March había comenzado a sentir algo parecido a una grotesca admiración por aquellas personas que, si bien una vez habían despertado sus recelos, se dedicaban ahora a desafiar un peligro inminente como si fueran un grupo de jorobados y tullidos completamente consagrados a la defensa de lo que es suyo por medio del trabajo duro. Y fue cierto día, precisamente durante una de tantas solitarias sesiones de trabajo en una sala apartada, cuando March, al levantar la vista de la hoja en la que estaba realizando unas anotaciones, se encontró con que Horne Fisher se hallaba de pie en el umbral de la puerta equipado como si fuera a emprender un viaje. Nada más verlo, tuvo la impresión de que su amigo se encontraba ligeramente pálido pero, un momento más tarde, en cuanto aquél hubo entrado en la estancia cerrando la puerta a sus espaldas, le oyó decir con total tranquilidad:

—Lo peor ha ocurrido. O, mejor dicho, casi lo peor.

—¡El enemigo ha desembarcado! —exclamó March saltando de su silla.

—Oh, yo ya sabía que el enemigo desembarcaría —dijo Fisher con calma—. Sí, ha desembarcado. Pero no es eso lo peor que podía ocurrir. Lo peor es que existe algún tipo de filtración en esta fortaleza. Descubrirlo ha supuesto un golpe contundente para mí, se lo aseguro, aunque supongo que a estas alturas no tiene mucho sentido sorprenderse. Debí figurarme que encontrar tres políticos honrados es algo poco menos que imposible, así que no creo que deba asombrarme tanto el hecho de que en realidad los políticos honrados sean sólo dos en vez de tres.