Al-Andalus

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CAPÍTULO II

EL EMIRATO DEPENDIENTE Y LA LLEGADA DE LA DINASTÍA OMEYA

La conquista del reino visigodo

Dos mundos tan distintos y antagónicos, y en un principio tan lejanos, como eran el visigodo y el islámico, habían llegado a unirse prácticamente con una frontera común. A principios del siglo VIII, solo los catorce kilómetros de agua que configuran al que habría de darse en llamar estrecho de Gibraltar separaban a uno del otro.

Esa distancia no podía ser obstáculo suficiente para que un mundo en expansión, como era el islámico, pudiera evitar la tentación de dar ese pequeño salto para ocupar un Estado en decadencia, como era el visigodo. Solo hacía falta que la oportunidad se presentase para atravesar ese pequeño espacio y penetrar en el continente europeo desde el norte de África.

Lo que dejó sorprendidos a propios y extraños no es que los musulmanes decidieran penetrar en la península Ibérica, sino la facilidad con la que lo hicieron y sobre todo la rapidez con la que ocuparon ese extenso territorio.

Para explicar esto, las crónicas cristianas posteriores recurrieron a crear curiosas leyendas que explicaban por qué la monarquía visigoda se rindió a las primeras de cambio sin prácticamente oponer resistencia a los invasores.

Según algunos, los visigodos fueron sorprendidos por los musulmanes pues, absortos en sus luchas internas, casi desconocían el peligro que procedía del sur. Esto es casi con toda probabilidad falso. Es cierto, no obstante, que en esta época perteneciente a la denominada Alta Edad Media, las comunicaciones se habían deteriorado hasta tal punto desde época romana que cada parte del mundo Mediterráneo se había convertido casi en una especie de isla, cuyo aislamiento hacía que las noticias procedentes de otros lugares apenas sí tuvieran eco en otros territorios.

No es imposible que esto sucediera dada la postración en la que se encontraba el mundo de aquel tiempo. Pero aun así, no es creíble que hechos como la caída de Jerusalén o la del patriarcado de Alejandría en manos de los musulmanes no llegasen al menos al conocimiento de las altas jerarquías eclesiásticas hispanas. El factor sorpresa, por tanto, no es suficiente para explicar la rápida desaparición del reino visigodo.

Hay otra curiosa leyenda que, unos cuarenta años después de la caída de la monarquía visigoda, intentó explicar el porqué de la rapidez de la invasión. Según esta fue el conde de Ceuta, don Julián, el que llamó a los musulmanes para vengar una afrenta personal. Esta se basaba en que la hija del conde, Florinda, apodaba la Cava (qahba, ‘prostituta’ en árabe), había sido violada en la corte de Toledo por don Rodrigo, que al parecer se había prendado de ella cuando la vio bañándose desnuda en el río Tajo, mientras que por el contrario, la hija del conde no se avenía a los requisitos amatorios del monarca.

El indignado Julián, cuando se enteró de que su honor había sido mancillado por el rey, tramó dura venganza y se prestó a apoyar a las tropas musulmanas con el objeto de que invadieran la Península, para lo cual él cedería el puerto de su ciudad y también su escasa flota para poder transportarlos.

Esta leyenda, aunque ha cautivado la imaginación de muchas generaciones, no tiene el más mínimo viso de realidad, pese a que, como toda leyenda, algo de verdad sí que esconde.

Como vimos en el capítulo anterior, la península Ibérica a comienzos del siglo VIII era prácticamente un Estado que vivía en la anarquía. Las conspiraciones y las luchas intestinas entre los aspirantes a la corona habían minado la vitalidad del reino y lo habían debilitado enormemente.

Es más, cuando se produjo el hecho de la invasión musulmana, una nueva guerra había estallado en la Hispania visigoda. Fueron los witizianos, es decir, los partidarios del bando perdedor en esa guerra civil, los que sin duda llamaron a los musulmanes para que les ayudasen en la lucha contra el usurpador Rodrigo.

Musa ibn Nusayr, que por aquel entonces era el emir o gobernador musulmán de la provincia de Yfriqiya, lo que hoy conocemos como el norte de África y más propiamente como el Magreb, prestó oídos a la petición y decidió intervenir en la lucha. Para ello ordenó a su lugarteniente Tariq ibn Ziyad que llevase con él a unos siete mil bereberes, es decir, hombres pertenecientes al pueblo que habitaba y aún habita en la zona del Magreb, y que con ellos desembarcase en la Península para ayudar al bando que lo había llamado.

Con la ayuda del conde de Ceuta, Tariq desembarcó en abril del 711, en un lugar que los geógrafos de la Antigüedad denominaban el promontorio de Calpe. Pero los musulmanes le cambiarían el nombre, y a partir de esta época el lugar se conoce como el ‘Monte de Tariq’, en árabe Yabal Tariq, y esa misma denominación por deformación ha llegado hasta nosotros como Gibraltar.

Cuando llegaron los musulmanes, el rey visigodo se hallaba de campaña por el norte, según unos para sofocar una rebelión de los vascones, según otros combatiendo contra Agila II, que era el candidato de los witizianos que todavía luchaba contra él al sur de los Pirineos. Sea como sea, con las comunicaciones existentes en aquella época, la noticia debió tardar al menos dos o tres semanas en llegar a conocimiento del rey Rodrigo y su ejército.

El monarca pidió a las escasas tropas que había en el sur peninsular que se enfrentaran con las de Tariq y las detuvieran, pero este las derrotó con facilidad en una breve escaramuza que debió tener lugar entre mayo y junio del año 711 cerca de la zona de al-Yazira, en árabe ‘la isla’, conocida hoy por nosotros como Algeciras, muy cerca de Gibraltar.

Conocedor de estas noticias tan desastrosas, Rodrigo hizo un llamamiento a la nobleza visigoda para que se reuniera con él en Toledo y Córdoba y se aprestara a enfrentarse contra el enemigo musulmán. Con renuencia, muchos nobles acudieron a la batalla, pero entre ellos se hallaban también partidarios de Agila que no se habían atrevido a oponerse a las órdenes del rey, si bien resultaban ser tropas escasamente de fiar como se demostró poco después.

Tariq tampoco perdió el tiempo. Visto la facilidad con la que había desembarcado, y las escasas dificultades que había encontrado en los meses posteriores, solicitó más ayuda a su superior Musa ibn Nusayr y le pidió permiso para enfrentarse directamente al grueso del ejército visigótico.

Musa le envío unos cinco o seis mil hombres más, y con ese pequeño ejército, Tariq se decidió a penetrar más hacia el interior en busca del ejército visigodo que se dirigía contra ellos.

El choque tuvo lugar a finales de julio del 711. El lugar no está nada claro. Debió ser entre la laguna de la Janda (que ya no existe como tal laguna, pues fue desecada hace aproximadamente medio siglo para que la superficie que ocupaba fuera puesta en cultivo) y el río Guadalete, que atraviesa aproximadamente la parte central de la actual provincia de Cádiz. Se trata de un lugar bastante impreciso, pues entre un hito y otro hay una distancia de unos sesenta o setenta kilómetros, pero las crónicas de la época no dan más precisión al respecto.

La batalla del Guadalete fue un desastre absoluto para los visigodos y un gran triunfo para los musulmanes. Rodrigo se situó en el centro de su ejército, mientras que en las alas del mismo puso a las tropas que les resultaban menos fiables, lo que en el transcurso de la misma se reveló como un terrible error. Es muy difícil precisar el número de visigodos que lucharon bajo sus órdenes, pero se calcula que debieron ser algo más de treinta mil, es decir, probablemente el doble o quizás el triple que las fuerzas de Tariq que se le enfrentaban.

La lucha pareció ir más o menos igualada hasta que en un momento de la batalla, una parte del ejército de Rodrigo al mando del obispo don Oppas lo traicionó y se pasó al enemigo. Ante esta pérdida, los visigodos no pudieron reaccionar, y fueron las tropas musulmanas las que se lanzaron al ataque definitivo y masacraron a buena parte de los visigodos. Se calcula las bajas de estos en más de diez mil hombres, mientras que las de los musulmanes quizás no llegaron a tres mil.

El cuerpo del rey jamás se halló, aunque sí el de su caballo, que fue encontrado junto al río totalmente destrozado por una gran cantidad de saetas que le habían clavado los arqueros musulmanes. Don Rodrigo probablemente cayó al río y allí se ahogó, si es que no estaba muerto anteriormente a que esto sucediera. De todas formas, luego aparecieron nuevas leyendas que narraban que el rey se había salvado y había huido, pero jamás se volvió a saber nada de él, y con su muerte se inició también la del reino visigodo.

Tariq se encontraba ahora libre para avanzar y no desaprovechó el tiempo en absoluto. Inició una rápida carrera que le llevó hasta la corte de Toledo. Según algunos autores, el motivo de tan veloz marcha era capturar el tesoro de los reyes visigodos que se había ido acumulando allí durante tres siglos. Otra explicación más razonable es pensar que era allí donde se tomaban las decisiones del reino visigodo y que por tanto el control de la ciudad era una necesidad estratégica de primer orden.

Durante el resto del año 711 y los comienzos de 712, Tariq avanzó con sus hombres con una escasa oposición por parte de los vencidos. Es más, lo que se encontró en muchas ocasiones fue el sentimiento contrario, porque las minorías perseguidas por los visigodos, como los judíos, se prestaron a ayudarle cada vez que pudieron, como sucedió cuando las tropas musulmanas llegaron a la actual ciudad de Écija. De ahí se dirigieron a Córdoba, sede de la facción que apoyaba a Rodrigo, y de ahí a Toledo, que se rindió como las anteriores prácticamente sin combatir.

 

Una vez tomada la capital del reino, las tropas de Tariq siguieron avanzando sin un objetivo claramente definido. Parecía como si los invasores no tuvieran muy claras las ideas desde un punto de vista geográfico y avanzaban por aquí y por allá sin llevar un orden determinado que les permitiera ocupar sistemáticamente un territorio que desconocían. Así, a lo largo de ese año, el 712, fueron ocupando diferentes localidades del norte como Guadalajara, Soria, León o Astorga.

Por otra parte, Musa seguía atentamente la evolución de los acontecimientos. Se sorprendió por el rápido triunfo de su general, y cuando le llegaron noticias sobre la facilidad con la que se estaba derrumbando el reino visigodo, consideró que había llegado su momento y tomó también cartas en el asunto. A mediados de ese año 712 desembarcó a 18.000 hombres al otro lado del Estrecho y se dispuso a completar la conquista que Tariq había iniciado un año antes. En este caso, sus tropas ya no solo eran de la etnia bereber, sino que en ellas tomaban parte también árabes y gentes procedentes de otros territorios de Oriente, en particular sirios, así como algunos bereberes más del norte de África.

Entre el 712 y el 713, las tropas de Musa se dieron casi otro paseo militar por la Península sin apenas resistencia. Las ciudades y los notables que dominaban el territorio se iban rindiendo prácticamente sin oponerse a los invasores. Sus tropas llegaron a Sevilla, de allí a Mérida, donde tuvo lugar el único caso en el que se planteara una verdadera resistencia por parte de los antiguos visigodos, pero después de varios meses de asedio, la ciudad acabó también capitulando. Luego continuaron hacia Palencia, Oviedo, Logroño y Zaragoza.

La facilidad de esta victoria solo puede ser comprendida desde la óptica de la disgregación del mundo visigodo y de sus constantes luchas internas que lo habían llevado a un estado de casi anarquía. Los nobles godos que habían sido partidarios de Witiza preferían estar dominados por los musulmanes que por el usurpador Rodrigo. Daba igual que estos hubieran llegado para prestar ayuda a su bando, los preferían incluso después de esta traición a caer bajo la férula del monarca que ostentaba la corona. También los judíos se pusieron rápidamente de parte de los musulmanes. Durante las últimas décadas habían sido duramente perseguidos por los reyes visigodos, y su situación era bastante lamentable. Eran gentes con riqueza y con instrucción, y fueron una apreciable ayuda que les brindó un gran apoyo a los invasores en su avance.

Estaba también la población hispanogoda que, mayoritariamente, residía en las zonas rurales. Pero a estos les daba realmente igual quien mandara. Los visigodos no eran precisamente unos terratenientes amables y condescendientes, más bien todo lo contrario. Los esquilmaban a base de elevados impuestos y siempre estaban enzarzados en querellas internas en las que los grandes perdedores eran siempre los más pobres y los que nada tenían que ver con las guerras de sus señores. En consecuencia, optaron por mantenerse al margen de los acontecimientos y esperar que el gobierno de los recién llegados fuese más eficaz que el de los antiguos nobles, y en efecto, así fue con el paso del tiempo.

Y por si esto fuera poco, los musulmanes optaron también por la táctica más sensata. Procuraron no tener que enfrentarse directamente con toda la nobleza visigoda y con todo el campesinado cristiano. A este le respetaron íntegramente su religión, al igual que hicieron con los judíos. Con los nobles visigodos hicieron todo lo posible por llegar a acuerdos. Quizás el más conocido de todos estos acuerdos o capitulaciones es el que se llevó a cabo con Teodomiro, o Tudmir según las fuentes árabes, que era el señor de la región de Murcia.

Teodomiro llegó a un pacto con los invasores en el año 713, del cual todavía se conservan las capitulaciones del mismo. En este acuerdo aceptaba el dominio de los recién llegados y, a cambio, estos le concedían autoridad sobre el territorio siempre y cuando les pagase unos impuestos que se fijaron de manera justa y equitativa entre el propio Teodomiro y los representantes de Musa. Esos mismos acuerdos se llevaron a cabo en otros lugares de la Península, y es con ellos como se explica en gran medida por qué la conquista fue tan fácil y por qué visigodos e hispanos apenas si se opusieron a los conquistadores.

Musa completó la ocupación del territorio que Tariq no había puesto todavía bajo su control. Otras tropas se dirigieron hacia Galicia y fue su hijo Abd al-Aziz el que ocupó la región murciana después del pacto con el ya mencionado Teodomiro.

Abd al-Aziz se separó del grueso del ejército de su padre, y entre el 713 y el 715 ocupó Andalucía oriental y la mayor parte del Portugal actual, además de la ya citada región de Murcia. En un intento por legitimar su situación como gobernante en la Península, decidió casarse con la viuda del rey visigodo Rodrigo, y de esta forma contrajo matrimonio con Egilona. La vida de esta mujer fue curiosa, pues no solo estuvo unida a dos de los principales caudillos de su época, sino también con otro que poco después daría mucho que hablar, Pelayo, con quien al parecer mantuvo una excelente relación en la corte toledana antes de contraer matrimonio con el rey Rodrigo.

A finales del año 714, la mayor parte del territorio peninsular estaba en manos de los musulmanes. En solo tres años se había completado de manera sorprendente la ocupación de un considerable espacio, y ello se había hecho con escaso derramamiento de sangre y con una casi inexistente oposición por parte de los nativos. Solo algunas zonas al norte de las montañas cantábricas y al sur de los Pirineos permanecían prácticamente sin ocupar, pero esto era más por el desinterés que mostraban los invasores con respecto a esos territorios fríos y húmedos, que porque realmente hubiera existido entre sus habitantes una oposición organizada contra los mismos.

No obstante, en algunos lugares sí que se gestó una desesperada oposición. Por ejemplo, los partidarios de Agila se refugiaron en el norte de la actual Cataluña, y allí, durante algunos años mantuvieron un pequeño e intrascendente reino que incluso llegó a emitir algunas monedas propias. Pero pronto fueron también absorbidos en cuanto el impulso musulmán se puso de nuevo en marcha.

El final del expansionismo islámico

De la rapidez de la conquista podría deducirse que esta fue una especie de paseo militar exento de problemas para los invasores. Pero eso no fue del todo así. Los dos caudillos implicados en la misma tuvieron fuertes desavenencias, y estas llegaron a oídos del califa de Damasco Suleimán I.

Así, en el 714, el califa ordenó que tanto Musa como Tariq se presentaran ante él para rendir cuentas de su actuación. Tariq aprovechó la ocasión para denunciar a su superior por haber malversado los fondos destinados a la conquista y por haberse apropiado de ellos. Suleimán I condenó a Musa a muerte, pero finalmente lo indultó a cambio de que el antiguo emir pagara una multa considerable como compensación a todo lo que había robado. No obstante, pocos años después, Musa resultó asesinado como consecuencia de una conspiración contra él.

Pero Musa había dejado en la Península a su hijo Abd al-Aziz como encargado del gobierno y de la expansión por nuevos territorios. El nuevo califa decidió también destituirlo y en el 716 nombró como walí a al-Hurr. El título de walí tenía un significado parecido al de emir, pero este último se aplicaba a gobernadores de territorios más extensos, mientras que el walí gobernaba sobre territorios más reducidos.

El waliato de al-Hurr fue importante por tres motivos. En primer lugar porque su reconocimiento supone la primera división administrativa del nuevo territorio conquistado. En segundo lugar porque por primera vez aparece el nombre de al-Andalus, escrito en una moneda de un dinar que se acuñó en el año 716.

En tercer lugar porque al-Hurr decidió cambiar la capital que hasta entonces se había fijado en Sevilla y trasladarla a Córdoba. No están muy claros los motivos de esta decisión de gran trascendencia, pero quizás en ello influyó el hecho de que la ciudad cordobesa había sido la base del gobierno de Rodrigo en la Bética, mientras que Sevilla, que había permanecido más favorable a la invasión árabe, mantuvo en cierta medida en el poder a las familias nobiliarias visigodas que apoyaron a los invasores. Tampoco hay que olvidar que Córdoba poseía el puente sobre el Guadalquivir más cercano a su desembocadura (puente de piedra construido en época del emperador romano Augusto y que todavía hoy se conserva en perfecto estado), además de tener una posición más central en el valle del gran río.

Durante el gobierno de al-Hurr se incorporaron a al-Andalus los territorios de lo que hoy día es el País Vasco, Navarra y el alto Aragón, aunque como veremos su permanencia en manos musulmanas fue efímera.

En 719 fue nombrado walí al-Sahm, quien en los escasos dos años que se mantuvo en el poder tomó la decisión de continuar la expansión hacia el norte. Por primera vez los musulmanes se atrevieron a pasar los Pirineos y penetraron en lo que en la actualidad es el sur de Francia.

Ya entre el 719 y el 721 las tropas del walí tomaron Lérida, Urgel y Narbona, y cuando se dirigían a capturar la ciudad de Tolosa, el duque de Aquitania, Eudes, se enfrentó contra sus tropas y en la batalla que tuvo lugar el 10 de junio del año 721 falleció el emir.

Su sucesor fue otro walí llamado Ambasa, que continuó con la política de expansión por el sur de la Galia.

Para ello, Ambasa capturó en primer lugar Barcelona y Gerona, y luego pasó los Pirineos, conquistando Carcasona y Nimes. En el año 725, sus avanzadillas llegaron incluso a un lugar tan septentrional como Autun, tras remontar el rio Ródano, pero en este caso sus intereses no eran tanto la ampliación territorial de los dominios musulmanes como el saqueo de las ricas abadías y de los monasterios que existían en el territorio franco.

Y es que los árabes no sentían una especial atracción por las tierras del norte, casi siempre frías y húmedas, cubiertas por extensos bosques. Estas les eran ajenas a sus lugares de origen, cálidos y secos, de ahí que no mostraran interés en ellas más allá de la mera exploración y rapiña de las riquezas que atesoraban.

Eso explica, en parte, el porqué del poco caso que hicieron a los territorios de las montañas cantábricas. El clima lluvioso y fresco era muy distinto al del resto de la Península y al del mundo mediterráneo o del Próximo Oriente, que les resultaba más familiar. Además, entre aquellos escarpados riscos se refugiaban los últimos supervivientes de los nobles visigodos.

Los pueblos astures, cántabros y vascones ya opusieron una feroz resistencia a las legiones romanas, y lo mismo ocurriría con los jinetes árabes, siete siglos y medio después.

El 28 de mayo del año 722 (aunque las crónicas no son nada precisas pues también hay quien sitúa el acontecimiento hasta cuatro años antes), una expedición musulmana, que según los historiadores cristianos estaba compuesta por la improbable y exagerada cifra de 10.000 soldados, penetró en la zona asturiana de Covadonga, y allí, en lo alto de las peñas, los estaban esperando agazapados unos 300 montañeses bajo las órdenes del noble visigodo Pelayo, que había combatido en la batalla de Guadalete, consiguiendo escapar con vida de aquel desastre.

Para los cronistas cristianos, la escaramuza de Covadonga se convirtió en una gran batalla en la que las escasas tropas cristianas derrotaron por completo al potente ejército musulmán, causándole más de mil bajas. En la realidad, probablemente, nada de eso sucedió, pero los vapuleados cristianovisigodos necesitaban narrar un hecho favorable de armas, por pequeño e intranscendente que fuera. Covadonga les dio la excusa perfecta para convertirla en un símbolo de propaganda antimusulmana y el punto de inflexión, según el cual, se iniciaría la decadencia del poder musulmán en la Península.

Para muchos autores, Covadonga significa el comienzo de un largo proceso al que se denomina Reconquista y que consiste en la “recuperación”, lentísima, por parte de los cristianos de los territorios que tan rápidamente habían perdido a manos de los musulmanes en el 711.

Covadonga también supone un hito, porque conlleva la creación del nuevo reino de Asturias, del que partirá la mayor parte del esfuerzo militar y político que se desplegó en siglos posteriores. Pelayo será el primer rey de ese territorio cristiano y de este modo fue considerado tradicionalmente por muchos historiadores posteriores como el primer rey de una nueva Hispania, o España, como se denominará a este territorio desde la Edad Media.

 

El hecho de que desde este lugar partiera el fenómeno de la Reconquista hizo que posteriormente, a partir del siglo XIV, los monarcas atribuyeran el título de “príncipe de Asturias” a todos los herederos que deberían de ser proclamados reyes a la muerte del soberano reinante. Felipe de Borbón, el actual príncipe de Asturias, no sería sino el último eslabón de esa larga cadena que comenzó hace más de seis siglos.

Durante un siglo, desde que en el 622 Mahoma protagonizara la Hégira, el imperio musulmán no había hecho otra cosa que avanzar en su expansión por los tres continentes conocidos hasta entonces. En el 712 había llegado a la India, en el 751 hasta los confines occidentales del mundo chino, y entre el 717 y el 739 había intentado conquistar Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, tanto por tierra como por mar, fracasando estrepitosamente.

Durante la primera mitad del siglo VIII, el mundo islámico había alcanzado su máxima expansión. Se había creado un imperio inmenso, solo superado posteriormente en la Historia en cuanto a su superficie por el mongol y el español.

Pero su impulso se estaba agotando. La rapidez de las conquistas había llevado a los árabes a miles de kilómetros de distancia de su núcleo central, y cuanto más se alejaban, más difícil se hacía el control de las regiones periféricas y la adquisición de nuevos dominios de los ámbitos exteriores que todavía estaban sin controlar.

En este contexto es donde hay que ubicar la siguiente y última campaña de importancia que tuvo lugar al norte de los Pirineos. En el 730, un nuevo walí llamado al-Gafiqi, decidió vengar la muerte de su antecesor ante Eudes, duque de Aquitania, y se dispuso a darle un escarmiento.

Para ello sus tropas partieron de Pamplona, atravesaron de nuevo los Pirineos, esta vez por su sector occidental y se dirigieron hacia el norte, justo hacia el corazón del reino franco. Los hombres de al-Gafiqi tomaron las ciudades de Burdeos, Angulema y Poitiers (los nombres de las ciudades no son los que tenían en aquella época, pero para su más fácil comprensión, los hemos actualizado en todos los casos). El duque, aterrorizado ante el imparable ejército musulmán, solicitó ayuda al rey franco en el poder, Teodorico IV, un pelele que no pintaba nada en realidad, pues la dinastía merovingia que fundara Clodoveo había decaído de tal forma en dos siglos que a los soberanos que por aquel entonces reinaban se les denominaba despectivamente “los reyes holgazanes”. Pero estos reyes tenían la enorme suerte de contar a su lado con alguien en quien delegar de forma eficaz los asuntos importantes, y estos eran los mayordomos de palacio.

Desde hacía más de un siglo, una familia procedente del norte de la actual Francia era quien verdaderamente llevaba las riendas del reino. Cuando en el año 732 Eudes solicitó ayuda a uno de ellos, se encontraba al mando de los asuntos del gobierno Carlos Martel, el más poderoso de todos los vástagos que hasta aquel momento habían existido en dicha familia.

Carlos Martel se dio cuenta inmediatamente del peligro que se cernía sobre el territorio franco y comenzó a reclutar rápidamente a todos los hombres que le resultó posible. Se calcula que en octubre del 732 entre 15.000 y 30.000 guerreros (algunos autores hablan exageradamente de hasta 75.000), se reunieron bajo el mando del mayordomo en la ciudad de Tours, hacia donde se dirigían las tropas musulmanas en busca de ricas abadías e iglesias de las que apoderarse de sus tesoros.

Las tropas de al-Gafiqi que debían de contar con entre cuarenta y sesenta mil hombres, aunque quizás su número fue posteriormente exagerado por los historiadores cristianos, abandonaron Poitiers siguiendo la antigua calzada romana que conectaba a esta ciudad con la de Tours.

En algún lugar de esta calzada situado entre las dos ciudades se encontraron ambos ejércitos y allí, el día 10 de ese mes de octubre del año 732, tuvo lugar una de las batallas más conocidas de la Historia, pero hay que reconocer que también a su vez se trata de una de la más sobrevaloradas.

Nuestro conocimiento histórico actual deriva en buena medida de los historiadores de Europa occidental de los últimos siglos. Para esos mismos historiadores franceses esta “decisiva” batalla supuso una trascendental derrota de los musulmanes y un cambio radical en la historia del mundo a partir de aquel momento.

Nada más alejado de la realidad. Aquel enfrentamiento en una zona marginal y periférica del imperio musulmán tuvo una escasa repercusión real en el mundo de su tiempo.

Muy probablemente se trató de una batalla más de las muchas que por estas fechas los musulmanes empezaron a perder, pero no fue en modo alguno un hecho decisivo que acabara con el expansionismo islámico y que cambiara de forma definitiva el curso de la historia.

Si acaso hubiera que encontrar esa batalla decisiva habría que buscar al otro extremo del mundo mediterráneo. Allí, entre el 717 y el 718, tuvo lugar un gigantesco asedio contra Constantinopla, la capital del Imperio bizantino, en el que, durante casi dos años, cientos de miles de hombres bizantinos y musulmanes decidieron en buena medida cuál sería el futuro de la humanidad en los siguientes siglos.

Pero fuera como fuese, el empuje islámico estaba llegando a su fin. NI en la Galia, ni en Constantinopla, ni en casi ningún lugar, las tropas musulmanas eran capaces de seguir avanzando. Su vigor inicial parecía haberse detenido por todas partes en el breve espacio de treinta o cuarenta años, y este hecho iba a acabar pasándole una dura factura a los últimos califas de la dinastía Omeya.

Todavía entre el 735 y el 737, el gobernador musulmán de la Septimania (nombre de origen latino que los árabes habían mantenido para el territorio que se encuentra al norte de Cataluña, en la región septentrional de los Pirineos), hizo un último intento por avanzar. Se dirigió con sus tropas hacia la desembocadura del Ródano, ocupando Arlés y Aviñón y penetrando en la Provenza, pero esa acción representaría el canto del cisne del empuje islámico.

Al año siguiente Carlos Martel, cuyo apodo se deriva de “martillo”, pues era así como machacaba a los árabes, irrumpió con su ejército en este territorio y expulsó de él a los invasores, que a partir de entonces comenzaron definitivamente a retroceder.

A mediados de ese siglo VIII, Pipino el Breve, hijo de Carlos Martel, fue recuperando paulatinamente el territorio de manos musulmanas. En el 759 conquistó Narbona, la capital de Septimania. Los musulmanes nunca, salvo en alguna esporádica ocasión, volverían a traspasar la barrera de los Pirineos y desde ese momento quedarían constreñidos a los límites físicos de la península Ibérica.

Como tantas veces se demuestra a lo largo de la historia, es mucho más fácil conquistar un territorio que mantenerlo y administrarlo posteriormente.

En el caso de al-Andalus esto fue lo que ocurrió. A lo largo de casi 800 años, el territorio andalusí no paró de sufrir una crisis tras otra. En algunos momentos se trató de insurrecciones o motines esporádicos, sin menor transcendencia. En otros, por el contrario, los acontecimientos alcanzaron tal gravedad que llegaron incluso a tomar el cariz de verdaderas guerras civiles que se prolongaron durante muchos años.

¿Cuáles fueron las causas de esta situación tan inestable? Para explicarlo se pueden citar factores muy variados que más adelante analizaremos con mayor profundidad. Por un lado, hay que tener en cuenta la presencia de, al menos, tres religiones (musulmana, cristiana y judía), diferentes grupos étnicos (árabes, sirios, yemeníes, bereberes, eslavos, negros africanos, hispanogodos, etc.) y, por otra parte, un complejo componente social (mozárabes, muladíes, esclavos, judíos…).