La fuente última del acompañamiento

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Aus der Reihe: Diálogos #7
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Hubo hambre en el país, y Abram bajó a Egipto a pasar allí una temporada, pues el hambre abrumaba al país. 11 Estando ya próximo a entrar en Egipto, dijo a su mujer Saray: «Mira, yo sé que eres mujer hermosa. 12 En cuanto te vean los egipcios, dirán: “Es su mujer”, y me matarán a mí, y a ti te dejarán viva. 13 Di, por favor, que eres mi hermana, a fin de que me vaya bien por causa tuya, y viva yo gracias a ti» (Gn 12:10s.).

Lo importante es que Abraham descubre que encontrar el sentido de su vida es un largo camino en un diálogo permanente con los acontecimientos, que es la fórmula mediante la cual Dios le habla. Es un aprendizaje vital en la Biblia saber que, cuando Dios habla, lo hace no solo con palabras y mediadores angélicos, sino con acontecimientos de la vida cotidiana, en la historia. En ese diálogo, Abraham se convierte también, a su vez, en acompañante. Así como los ángeles le ayudan, le retan, le dan órdenes, le preguntan o, a veces, le comunican simplemente lo que están viendo o la misión que ellos tienen, Abraham también actúa como intercesor o como interlocutor de la acción de Dios. Queriendo defender a Sodoma y Gomorra de una inminente y terrible acción divina, o salvar a la familia de Lot, Abraham establece un diálogo de preguntas o dudas que se convertirán en modelo de oración para el pueblo hebreo. Este diálogo se puede entender perfectamente como una oración de intercesión, algo también muy importante en el que acompaña: más que lo que se diga o no, se escuche o se piense es importantísimo el rezar por aquellos a los que se acompaña.

En el camino, puesto que la relación con Dios no es mágica, sino dialógica, Abraham será tentado de idolatrar sus proyectos, de guiarse por su razón en lugar de mirar al que lo eligió. Con esta actitud aprenderá de sus errores y a confiar en aquel que lo llamó y lo amó gratuitamente.

3. LA IDOLATRÍA SIEMPRE ACECHA

Al final ve cumplida la promesa del hijo, y también aquí tendrá Abraham que aprender a ser un hombre libre de la nueva idolatría que se cierne sobre él. Suele suceder que nos apropiamos de lo que Dios nos concede para el servicio de otros. Muchas veces idolatramos el regalo y nos convertimos en esclavos dependientes de él. Lo que era un motivo de alegría se convierte en una necesidad. Nos olvidamos de que el que lo da puede volver a darlo; si lo da es para que lo disfrutemos con libertad y estemos en permanente agradecimiento, no para hacernos sentir en deuda, sino porque del agradecimiento nace la alegría. Al momento de sentirnos poseedores del don, lo convertimos en dependencia. Dios pide a Abraham el sacrificio de Isaac, no tanto para acabar ejemplarmente con el sacrificio infantil común en las culturas coetáneas, como para mostrarle a Abraham un modo de vida liberado de toda idolatría. La razón fundamental no es tanto el miedo a perder al hijo o por la competencia con el hijo de la esclava que suscita la envidia de Sara, sino porque el sufrimiento provocado por la idolatría que Abraham profesa a su hijo entra en competencia con el reconocimiento que Dios reclama de que Él es que lo da o lo quita todo. El don se pervierte. Dios no puede aceptar que su plan se vea truncado por un nuevo ídolo. Con el sacrificio quiere mostrarle que Él es el que da y el que quita, y que su función como padre es administrar un bien de otro. Los hijos son de Dios y para la vida eterna. No nacen para dar satisfacción a sus padres; en todo caso eso es una consecuencia, no el objetivo. Si apuesta por liberar a un hombre de la idolatría, es decir, que apoye su vida en otros en lugar de en él, no puede dejar que el hombre se consuele con un sucedáneo de Dios.

Esto es replicable en nuestro modo de acompañar. En ocasiones, nuestro sufrimiento reside en querer asegurar nuestra vida sobre un proyecto como si este fuera la salvación, y perdemos la libertad y, por tanto, la distancia necesaria para vivirlo con agradecimiento. Hemos de saber que es algo recibido, no conquistado, y que lo mismo que vino se puede ir. Tratar a un hijo desde la libertad y educarlo para la libertad es la pretensión de YHWH, pero no podemos hacerlo si nosotros no vivimos esa misma libertad y ese agradecimiento debido. Un padre obsesionado por la seguridad, la salud, por proteger a su hijo como si fuera un dios omnipresente en su vida solo logra apocarlo, hacerlo pusilánime y convertirlo en un tirano. Vivir al hijo como un regalo que administrar que viene de Otro al que amamos y del que nos reconocemos deudores es lo único que nos puede rescatar de la idolatría. Si acudimos a la psicología, podremos apreciar el sufrimiento de tantos hijos que se sienten utilizados para cubrir los miedos, la necesidad de afecto, el proyecto frustrado de los padres. La lección de YHWH es cómo acompañar a un hijo para que sea libre y capaz de amar desde la libertad.

Abraham, tras muchas vicisitudes, muere en la tierra que se le prometió, aunque al modo de YHWH; no, tal vez, como él se lo imaginaba, porque lo único que acaba poseyendo es el terreno donde enterrará a Sara.

Es muy importante en este pasaje descubrir que el sentido de la vida está en relación con un itinerario vital, que el encuentro no es un hallazgo mágico, permanente, místico, inamovible, sino un ir día a día andando por el camino que YHWH muestra a sus elegidos. Un ir día a día en la historia siguiendo una llamada sobrenatural a través de mediadores naturales para desarrollar una vocación y una misión. Llamado a ser padre de una multitud a través de la simple obediencia. Esta llamada es importantísima: es lo que llamamos acompañamiento bíblico.

5. Jacob: el acompañamiento como combate

1. LA ELECCIÓN DE DIOS

El pasaje que vamos a comentar tiene dos aspectos importantes para el acompañamiento espiritual: Jacob es el elegido; Esaú, el rechazado. Esta elección es un escándalo que habla de la arbitrariedad de un Dios incomprensible para la mentalidad justiciera humana. Entre otras cosas porque Esaú es mucho más coherente y mejor hijo que Jacob desde el punto de vista humano. Y el segundo es que esta elección no se basa en las virtudes o dones que nosotros juzgamos en los demás. La mirada de Dios ve más lejos que la nuestra: mira al corazón y discrimina entre el hombre que sabe discernir lo verdaderamente importante y aquel que no sabe.

En el Génesis 32:23ss. nos hallamos ante un texto intrigante, cuando no misterioso, en el que un hombre tiene un encuentro místico con lo absolutamente Otro. Este encuentro, definitivo en la vida del patriarca, es la culminación de un recorrido histórico de encuentros y desencuentros con YHWH.

Jacob se llamaba el personaje que da protagonismo a esta historia. Hijo de Isaac y padre de José, el patriarca de cuyo nombre procede Israel, nos habla de la importancia de ese personaje enigmático con el que Jacob tiene que luchar. Jacob es la historia de un acompañamiento en toda regla. Elegido por Dios para ser amado desde el seno materno, ha de experimentar en su carne las consecuencias de sus decisiones libres al margen de lo previsto para él en la historia.

Desde el primer momento, el relato se centra en la rivalidad entre dos hermanos, que además son gemelos. Tal como se relata en el pasaje del Gn 25:19-27, la vida de Jacob cuelga inseparable de la de su hermano Esaú:

Isaac suplicó a YHWH a favor de su mujer, pues era estéril, y YHWH le fue propicio, y concibió su mujer Rebeca. Pero los hijos se entrechocaban en su seno. Ella se dijo: «Siendo así, ¿para qué vivir?» y se fue a consultar a YHWH. YHWH le dijo: «Dos pueblos hay en tu vientre, dos naciones que, al salir de tus entrañas, se dividirán. La una oprimirá a la otra; el hermano mayor servirá al pequeño». Cumpliéronse los días de dar a luz, y resultó que había dos mellizos en su vientre. Salió el primero rubicundo todo él, como una pelliza de zalea, y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, cuya mano agarraba el talón de Esaú, y se le llamó Jacob (Gn 25:21-26).

El primer dato que llama la atención es que los dos son fruto de una matriz estéril52 que experimenta una acción sobrenatural de la que brotan dos mellizos que, desde ese seno, están abocados al conflicto. Lo que en un principio se presenta como un regalo, don divino, cuyo énfasis remarca que la vida es un regalo gratuito, inapropiable por parte del hombre, es inmediatamente fuente de un conflicto mimético: la envidia, la búsqueda de la propia identidad irreconciliable con la presencia del otro. Ya en el vientre de su madre entran en competencia, pelean y se incordian. La madre, previendo que va a ser una eterna fuente de rivalidad conflictiva, percibe el futuro como una maldición, por lo que confiesa que no merece la pena vivir y consulta a YHWH. La simetría es total, con la pequeña diferencia de que uno es el segundo en nacer, es el hermano del otro. Como cuando a un niño lo definen al presentarlo como el hermano de otro, Jacob ya sabe que su identidad dependerá siempre de la de su hermano, el primero en ver la luz. Es por esto por lo que ya antes de salir del útero se agarra al primogénito por el talón y no lo quiere dejar salir tratando de adelantarse a él: pertenece al ser del hombre tener al otro como doble de uno mismo.

Es el caso paradigmático de gran parte de nuestros alumnos, de mentorandos o acompañados, que tienen que escuchar todos los días comparaciones acerca de cómo es o cómo hace las cosas uno u otro de los hermanos.

En el seno de la relación fraternal se encuentra siempre una de las fuentes del sufrimiento humano, también del gozo, pero sobre todo de la rivalidad sin objeto, cifrada en la competencia por ganar territorios afectivos, materiales o simbólicos en la relación con los padres. Este sufrimiento es universal, necesita ser acompañado, porque basta hacerlo explícito para que el acompañado lo reconozca como fuente de su insatisfacción, de su dolor, de su necesidad de reconciliación para ser feliz.

 

En la propia etimología de Jacob se encuentra velado este secreto con un juego de fonemas como aqev, que significa ‘talón’, ‘calcañar’ y que deriva del verbo aqav ‘talonear’, ‘suplantar’, y ya-aqov ‘suplantador’, ‘zancadilleador’, ‘prevaricador’, ‘mentiroso’: «¿Quizá porque se llama Jacob me ha suplantado dos veces?», dice Esaú en Génesis 27:36. Algo que para nosotros puede no significar nada para un semita tiene mucha importancia, porque el nombre representa una sustancia, una realidad esencial unida a ese nombre de forma inextricable como a la propia naturaleza de la persona que lo sustenta. Además, este calificativo perdura en la tradición profética que lleva a Jeremías a expresar la corrupción moral de Israel con la expresión ka-lach.aqov ya.qov, que podría traducirse con una perífrasis verbal como «es esencial a la naturaleza del hermano engañar, jacobear», y que perdurará como imagen de lo negativo en Isaías 43:27. Como signo de lo importante que fue para la autopercepción de Israel se pueden ver los Salmos 41:10, 49:6; Os 12:3-4, y Jn 1:47, donde hasta Jesús recurre a este significado refiriéndose a Natanael: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay “engaño”», frase en la que israelita nos recuerda enfáticamente el nuevo nombre que recibirá Jacob después de la lucha que sostiene con ese ser misterioso en el vado de Yabboc.53

2. LA IMPORTANCIA DEL ROSTRO DEL OTRO EN EL AT PARA UNA COMPRENSIÓN DEL ACOMPAÑAMIENTO

Es en la relación con el hermano donde se cuestiona la verdad de la propia identidad. Uno no se puede definir sino respecto al otro, como en toda relación gemelar. Uno lleva al otro tan dentro de sí que no puede vivir sin compararse, sin definir sus pasos en el cálculo de los pasos del otro. Ser acompañado reclama tener en cuenta la filiación y las relaciones fraternales sobre las que se fragua la personalidad y el carácter. La Escritura nos muestra cómo no es lo mismo ser el primogénito que el segundo, que ser mujer u hombre, que ser el pequeño. El orgullo, la docilidad, la ternura, la amabilidad, la violencia son herencias del útero familiar.

Tanto es así que Jacob, aunque advertido por su madre de que Esaú lo quiere matar en cuanto muera Isaac, por el afán de resarcirse derivado del robo de la primogenitura, en los veinte años que pasará en Jarán no parece pensar en otra cosa que en la sed de venganza de su hermano. Tiempo insuficiente, paradójicamente, para que la ira de Esaú se aplaque. Está metido en sus entrañas como desde el día del nacimiento, es parte de él mismo, es su simétrico, su antagónico, su rival, su mismo ser. Mientras está en casa de Labán, este lo jacobeará (Gn 29-31), lo engañará trapicheando con los beneficios y el pacto que hace con Jacob de mutuo enriquecimiento. Pero la promesa por parte de Dios de una tierra hecha a su ancestro, Canaán, exige un viaje de vuelta (Gn 28:34). En Génesis 27:41-45 se relata la posibilidad de retorno, que el género talmúdico y midrásico aportará como uno de los descubrimientos teológicos más profundos del judaísmo: la teshuvá,54 la capacidad de retorno, de arrepentimiento, de volver a nacer, que pasa en Jacob por la reconciliación. En ese viaje sucederán dos acontecimientos importantes: el sueño de la escala de Betel (Gn 28:10-22) y el de la lucha del vado de Yabboc. Tanto en la salida como en la vuelta a la Tierra Prometida, el misterio de Dios envuelve la vida de este hombre y ambos acontecimientos están presididos por la relación intempestiva con su hermano (Gn 28:17, 31:42-53). Estas relaciones fraternales son extensibles como paradigma de toda relación humana; ya se trate de tribus, clanes, naciones, amigos, enemigos o hermanos, no somos nosotros mismos sin otro enfrente que nos define, nos disputa el ser, nos concede la identidad. Sin duda, es la Escritura (Torá) la fuente de la que mana la importancia que Levinas concede al rostro (panim) del otro: la alteridad es primaria ontológicamente. El cuidado del otro necesitado hace que en Levinas la ética sea la filosofía primera. El otro es cualquier otro, aunque las figuras bíblicas que él utiliza sean el huérfano, el pobre y la viuda.

Las preguntas que suscita el relato son muy interesantes para entender lo que es acompañar. YHWH entra en relación con el hombre desde el seno materno. Deja que el hombre crezca con sus traumas, las condiciones que la historia impone (ser mellizos), tener rivalidades y envidias, etc. Pero no deja de aparecer para tener un diálogo continuado en el tiempo, que no condiciona, pero marca las reglas del juego, la continuidad de la Alianza. ¿Por qué es tan importante la bendición? ¿Por qué huye Jacob de Canaán?, ¿por el odio envidioso, mimético a su hermano, o porque no le es posible al hombre vivir odiando? ¿Por qué Jacob hace el camino inverso al otro patriarca de Israel? Abraham había salido de Ur de Caldea —en realidad, Jarán—con el hijo de su hermano, Lot (Gn 12:1-5), y llega a Canaán. Mientras que Jacob, que también tiene que vivir como Lot con su tío, deja el país de Canaán para ir a Jarán, como si no fuera apto para vivir en esa tierra prometida hasta que no se haya reconciliado con su hermano. Parece ser así, puesto que el hermano irrumpe de nuevo en escena como paso obligado, como puente en el Jordán, para poder volver. Esaú se había mantenido como una obsesión, incapaz de eludir su presencia en los sueños y en la vida cotidiana, en las apariciones, hasta tal punto que Génesis se detiene en detalles acerca de la simetría, del rostro a rostro, en la lucha del vado de Yabboc.

En ese relato, el término rostro aparece un número determinado de veces queriendo expresar indudablemente algo importante: mirar a otro cara a cara es casi una provocación, a la vez que un reconocimiento, es la simetría perfecta, la reciprocidad por excelencia. Es el paradigma del enfrentamiento, en el que el otro es nuestro espejo, nuestro antagonista, el que puede imitar nuestros gestos mirándonos de frente, aquel que en sus gestos imitativos nosotros podemos reconocernos a nosotros mismos. Pues bien, la palabra rostro aparece hasta siete veces en el relato (Gn 32:4.17.18. 21.22.31, 33:10): panim. El poder mirar a su hermano cara a cara parece ser la única vía de reconciliación (32:21-22), y la condición para llegar a la reconciliación pasa por el lugar, Penuel (panim-El ‘rostro de Dios’), nombre con el que Jacob bautizará el sitio donde tendrá lugar la lucha nocturna. Hasta la geografía va a tener que ver con los acontecimientos y se va a someter a ellos. En el original hebreo, panim se repite sin duda porque el hagiógrafo busca darle un significado profundo: «Aplacaré su rostro con el regalo que precede a mi rostro, y luego podré ver su rostro, tal vez me ponga buen rostro. Y así pasó el regalo delante de su rostro, mientras él pasó aquella noche en el campamento» (Gn 32:21-22).55

La repetición simétrica de las expresiones su rostro/mi rostro se encuentra advertida por Girard en sucesivos pasajes de la Escritura, como, por ejemplo, su hijo/mi hijo en el pasaje del juicio de Salomón (1.ª Reyes 3). La frecuencia es demasiado notoria como para ser arbitraria. Y además estará presente en el relato cuando suceda la reconciliación: «Si he encontrado gracia a tus ojos acepta el regalo de mi mano, ya que he visto tu rostro como quien ve el rostro de Dios y me has mostrado simpatía» (Gn 33:10).

Es un lugar común en la Escritura que el ver el rostro de Dios sea sinónimo de muerte. Moisés solo podrá ver su espalda o una zarza ardiendo. ¿quién podrá seguir vivo después de ver el rostro radiante de Dios? El hombre no puede aguantar la mirada esplendente del rostro de Dios sin refulgir, sin quemarse, siguiendo vivo: Ex 34:29-35 (cf. también Ex 3:6, 19:21, 20:18-21, 33:18-20; Lv 16:2; Nm 4:17-20; Dt 5:23-27, 18:16; Jc 13:17-23; Ex 3:13, 4:24-26, 33:18 y 33; 34:59.29-35; Nm 20:12-13; Dt 1:37, 3:26, 32:50-52; Nm 12:1-10; Dt 34:10, etc.). Jacob contempla el rostro de su hermano como si fuera el de Dios. El otro es Dios para el hombre. Así, hacerle a cualquier hombre una ofensa es como arrojar piedras al rostro de Dios. Si la mirada del otro, sus ojos, me muestran simpatía, un mismo sentir, es Dios el que me mira también. Si a Dios no se le puede ver porque es sagrado, el otro también es sagrado, pero se le puede ver y, a través de él, ver el rostro de YHWH. Levantar los ojos, ver en el rostro del otro a Dios, es la condición sine qua non de la reconciliación. Ya no hay dos rostros, sino uno que refleja la misma imagen, la identidad, Dios mismo. Ver en el otro los rasgos de la cara de Dios es verse a sí mismo, imagen del propio y mismo Dios. Cuán importante es en nuestras relaciones cotidianas que veamos a aquellos que nos han sido designados para que los acompañemos como el rostro de Dios. No ha llegado todavía el Evangelio con el mensaje explícito de que el otro es Cristo, pero ya tenemos un anticipo en este pasaje.

Antes de que suceda esto con Esaú, va a venir el relato central de este estudio: la lucha cara a cara con Dios mismo: «panim el panim» (Gn 32:31).

Aquella noche se levantó, tomó a sus dos mujeres con sus dos siervas y a sus once hijos y cruzó el vado de Yabboc. Les tomó y les hizo pasar el río e hizo pasar también todo lo que tenía. Y habiéndose quedado Jacob solo, estuvo luchando alguien con él hasta rayar el alba. Pero viendo que no le podía, le tocó en la articulación femoral, y se dislocó el fémur de Jacob mientras luchaba con aquel. Este le dijo: «Suéltame que ha rayado el alba». Jacob respondió: «No te suelto hasta que no me hayas bendecido». Dijo el otro: ¿Cuál es tu nombre? —«Jacob»— «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel: porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres y le has vencido». Jacob le preguntó: «Dime por favor tu nombre». — «¿Por qué preguntas por mi nombre?» Y le bendijo allí mismo.

Jacob llamó a aquel lugar Penuel, pues (se dijo): «He visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva». El sol salió así que hubo pasado Penuel, pero él cojeaba del muslo. Por eso los israelitas no comen, hasta la fecha, el nervio ciático, que está sobre la articulación del muslo, por haber sido tocado Jacob en la articulación femoral, en el nervio ciático (Gn 32:23-33).

El velo que envuelve el texto sigue corrido sobre el misterioso personaje: ¿es un hombre o un Dios, o las dos cosas a la vez?,56 ¿quién es el que comienza la lucha?, ¿por qué, en el transcurso de ella, el forcejeo no tiene aparente vencedor, pero al final es Jacob el que pide ser bendecido, como lo pide un súbdito?, ¿por qué el que se había servido de la pierna de su hermano para zancadillearle, hacerlo tropezar, ser piedra de escándalo sufre sobre su propia pierna el estigma de la cojera? El verbo que se utiliza para decir que se ha quedado agarrado a la pierna del vencedor (Dios/hombre) es avaq, que va en asonancia con Iabboc y con ya·aqov. Pero lo más importante es que permite deducir que se trata de una lucha cuerpo a cuerpo, agarrados, mediados por la pura fuerza corporal, como solo constreñidos en el útero puede suceder, una perfecta simetría. El vado respeta la casi homofonía: Yabboc. Así como el gesto del abrazo y el no soltarlo: amar y abrazar sin soltar en hebreo: hb,/.hbq (Gn 34:12; Os 3:2; Ct 8:7; Pr 4:6-9). Es más, Jacob sale de las aguas del vado bautizado, como quien sale rompiendo aguas del útero materno. Jacob vuelve de la muerte anunciada con un nombre compuesto que no deja lugar a dudas: Dios es el hermano de Is-hrael, su rival y su compañero.57

Tantas veces veremos en el acompañado cómo el reto que plantea al que lo acompaña, en sus dudas, sus preguntas y sus respuestas, es una forma derivada de entablar un combate con Dios mismo. Como muy bien captó Nietzsche, Dios es el único rival del hombre digno de ese nombre. Pero sigamos con nuestra historia.

3. EL COMBATE DEL HOMBRE CON DIOS

Paso difícil pero obligado es el vado que sirve de puente entre los hermanos, donde el Jordán permite pasar con el agua casi por la cintura, pero en el que de noche no se pueden ver las piedras, que harán tropezar a todo el que lo intente para llegar a la tierra de Canaán. Paso que introduce en el valle que lleva a Siquén, donde se encuentra el pozo donde viera por primera vez a Raquel en el camino de huida y en el que la historia de Israel se detendrá en varias ocasiones importantes.

 

En suma, todo el relato resulta ser un tratado sobre el acompañamiento: YHWH previendo que el hombre en su libertad va a fracasar en sus relaciones fraternales con otros hombres, empezando por los hermanos de sangre, había previsto un camino de retorno, a través de la búsqueda de sí mismo, de la reconciliación consigo mismo primero, con su hermano después y, por último, con ese ser misterioso que lo ha elegido desde el nacimiento. Por eso le preguntará cómo se llama. Dar nombre es adueñarse del ser del otro, bautizarlo, es hacerlo volver a nacer, ahora sin gemelitud, sin ser dos, la doblez se torna unidad. Ya no se llamará más Jacob, el prevaricador, el mentiroso, el trapacero, sino Israel: «Has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido» (Gn 32:29). El hombre que lucha con Dios sale fortalecido de ese combate. Son muchos los místicos que han visto en este relato la noche oscura de la fe, la soledad óntica del hombre frente a las pruebas a las que nos somete la historia, la vida en común, necesaria pero dolorosa, con otros hombres.

Ya no le quedan dudas a Jacob de que la lucha que todo hombre mantiene a lo largo de su existencia no es contra los hombres, ni contra sí mismo, sino contra Dios. Cuando uno se encuentra con Él, esos combates subterfugiales, representacionales, que creemos que son los otros hombres, como obstáculos para nuestra realización, se disipan y dejan a la luz que es con Dios contra el que todo hombre lucha: «Llamó a aquel lugar Penuel. Pues —se dijo— he visto a Dios cara a cara, y tengo la vida salva» (Gn 32:31). El hombre, el otro, aparece ante nosotros con un nuevo rostro, el de la oportunidad para amar, reconocer y ser reconocido, amado. Una oportunidad para descubrir un modo de ser nuevo, fraternal, hijos que comparten un mismo padre, y no un obstáculo, un enemigo que batir.

Jacob se convierte así en paradigma del problema humano. Todo hombre tiene y desafía a su rival, y el único rival digno del hombre es el propio Dios, ningún hombre es suficiente para enfrentarse con un antagonista digno de nuestra categoría. Nuestras disputas son pírricas, pobrísimas, pero les damos una importancia exagerada. Sufrimos en la relación con los otros porque no tenemos resuelto el problema de la relación con Dios. Si Dios fuera realmente nuestro acompañante, los otros no serían vistos como obstáculos para nuestra realización, sino como oportunidades para nuestra conversión, o, lo que es lo mismo, para nuestra felicidad.

La batalla con Esaú, no obstante, es una expresión de la guerra perenne que los hombres entablamos por pan o lentejas. No tanto porque no haya para todos, como parece darnos a entender la historia sembrada de guerras que parecen tener esa motivación, como por ser humillados, por experimentar que nuestro orgullo ha sido aplastado por otro más listo que nos ha robado ese pan, primogenitura, bendición o puesto afectivo, etc. La mayor parte de los conflictos lo son por cuestiones metafísicas, psicológicas, por prestigio, por ser reconocidos, como dirá Hegel. Esta plaga es fácilmente observable en la relación entre hermanos de sangre, pero es también observable entre personas que conviven en cualquier otro ámbito, sea familia, laboral, universitario, religioso, profesional, nacional o político. Esa guerra rival contra otros, que tan bien nos ilustra Girard en su obra, es un antagonismo diferido. Si uno repasa los grandes ateos de este siglo, percibe sin dilación que han sido los más dignos de los hombres buscando con sinceridad a un Dios en cualquier vado del mundo, en cualquier noche de su historia, pero han querido seguir ganando sin saber que perdían. Han querido seguir siendo suplantadores, no de Esaú, aunque también, sino del propio Dios proponiendo utopías para no rendirse, reconciliarse con su hermano, haciéndolos tropezar a todos, reivindicando la primogenitura. Desde Nietzsche y Sartre, pasando por Freud y Marx, hasta Dawkins y Dennet, encontramos la misma desesperación, la misma angustia, la misma necesidad de explicar la injusticia de no ser el primero en nacer, de haber sido robados, de no ser Dios mismo, de haber sido zancadilleados, en esa lucha de tú a tú, cara a cara con Dios, y querer convertirse en el zancadilleador, piedra de tropiezo de Dios, de los hombres. Aquí también la relación fraterna entraña el misterioso infierno que son los otros para cada uno y que nos desvela Sartre en A puerta cerrada.58 Entre los múltiples modos que los hombres usan para zafarse del verdadero problema, encontramos el atajo de buscar en los otros culpables, rivales o fórmulas de escape del sufrimiento al que nos someten, psicológicas, políticas o económicas. No hay otra forma de afrontarlos que de manera radical. Preguntarle a Dios el porqué de ese rostro ininteligible y hostil frente a mí.

Pero estos profetas de nuestro tiempo son falsos, porque no tocan el problema profundo del hombre, perdidos en etiquetas y esencias de difícil comprensión, cautivos de su misma trampa para atrapar a Dios y reducirlo a su propio ego. No entienden la potencia teológica del pecado original. El pecado consiste en que el hombre ha sido invitado por Satán a sustituir a Dios y, como todo otro también quiere ser Dios, aparece inmediatamente la rivalidad. Todo otro me quita el ser, me suplanta, me roba el lugar (Penuel, panim, el otro) que tengo en el mundo, de ahí que la lucha que sostiene Jacob con ese otro, indefinido en principio, sea el paradigma de la lucha de todo hombre con su otro y que permanece a oscuras, sumido en la méconnaissance59 (Girard) hasta que llega el momento de la conversión. Momento de humildad en el que se descubre que «nuestra lucha no es contra la carne ni la sangre, sino contra los espíritus del mal» (Ef 6:12). Es Satán el acusador, el que nos acusa día y noche diciéndonos que no somos hijos de Dios, que Dios no es amor hacia el hombre, sino su competidor. El acusador (Job 1:6; Zac 3:1) «que quiere la muerte del hombre por medio de las mentiras y que cuando dice mentira “dice lo que le sale de dentro”» (Jn 8:44). Satán acusa a los hombres en apariencia para el beneficio de uno de entre ellos, pero actúa al efecto para que aquel mismo acabe por acusarse a sí mismo y por disponerse para la muerte sin fin ni tregua; pero la trampa así tendida no puede funcionar en toda su extensión más que si el último hombre no puede ya deshacerse de su responsabilidad (respecto a las víctimas, pero también respecto a sí mismo), más que acusándose a sí mismo. Para hacer eso, Satán debe desaparecer, traicionar la confianza y traicionar su propia traición hurtándose a sí mismo. Solo esta espantada cierra el infierno: el infierno es la ausencia de todo otro, incluso de Satán; la trampa no deviene infernal más que si su víctima se descubre en ella definitivamente encerrada y, por tanto, como única responsable. La fuerza de Satán consiste en hacer creer que él no existe.60 Pero la lógica de Satán se encuentra presente también en Esaú: «Antes vengarse de sí mismo que cesar de vengarse»,61 al no poder olvidar en tanto tiempo el agravio de su hermano y convertir en objetivo de su vida consumar la venganza.

La grandeza del paradigma de Jacob consiste en que ha sido tentado de pensar que tenía derecho a la primogenitura, derecho a robarla, pero cuando ha visto que esa actitud lo sustraía de la paz, tras su exilio privado en Jarán, de las mieles de la reconciliación, ha dado marcha atrás, ha sido fuerte, ha reconocido la primariedad del otro, se ha humillado y retorna. Ese reconocimiento lo deja cojo, le ha mostrado su debilidad, que es criatura y no creador. Si hubiera querido seguir manteniendo una postura soberbia ante los hombres, mostrando que él no se inclina ante nadie, que él es Dios, no quedaría ningún signo de esa lucha titánica —como la tau de Caín—, ni una señal de debilidad, sino la pírrica corona del endiosamiento, de un Prometeo siempre insatisfecho luchando con dioses de carne y hueso. Jacob no pasaría de ser un Sísifo más, trabajador incansable, que le mantiene vivo la sinrazón de querer demostrarse a sí mismo que está solo en la tarea de subir los montes, afrontar los retos de la existencia cargado de razones patéticas, pesimistas, nihilistas, trágicas, de ser un lince en los negocios, un orgulloso en las relaciones humanas, un líder en medio de la nada del mundo, castigado por la envidia de los dioses a vivir como una pasión inútil. Esta es la tarea del acompañamiento espiritual: anonadarse, experimentar ese descenso kenótico a los infiernos, donde nos está esperando el que bajó primero para ascender con él.