Archipiélago de una vida otra

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Adivinaba que preguntaría por aquello de lo que siempre había logrado eludir la herida. Traté de pensar en cómo esquivarla. ¿Preguntarle el nombre del río que sonaba en la noche? ¿Preguntarle quizás adónde iba?



Sus palabras se articularon con lentitud:



–Y a tu madre… ¿no la conociste entonces?



–Sí, creo haberla visto... Una vez.



No conseguía moverme, mi mirada fija en la tetera que, en medio de las brasas, emitía una nube de vapor. Una visión cuidadosamente escondida se apoderó de mí: un niño pequeño acostado en su cama, una mujer que se le aproxima, lo besa y, sin distinguirla en la oscuridad, el niño que se sumerge en su ternura. La mujer se va y, antes de que la puerta se cierre, deja ver su rostro surcado de lágrimas y sus labios que murmuran palabras, una melodía que logra reencontrar en el sueño...



Una lucha estática por reprimir el llanto se apoderaba de mi pecho. Si el hombre me hubiera dirigido la palabra, no habría podido contener el estallido de angustia. Pero se levantó, cogió la tetera y se internó en la noche.



El fuego se había casi apagado cuando regresó, un cuarto de hora más tarde. Había conseguido dominar mi respiración y me sentía extrañamente más viejo. Ese instante de infancia parecía resumir todo el amor y todo el mal que conocería en mi vida.



El hombre llenó la tetera con un manojo de hierbas y se sentó frente a mí, sobre el tronco de árbol donde había amarrado la cuerda con la que me había atrapado. La desamarró, la enrolló y la guardó en su bolso... Y se puso a hablar, casi murmurando, mientras atizaba las brasas:



–Fue en la época de Stalin, tú aún no habías nacido. Yo... en fin, ese tipo que se llamaba Pavel... Pavel Gartsev... creyó, un día, que podría vivir como todo el mundo...



Titubeando al principio, como si tuviese que apropiarse nuevamente de la identidad de ese tal Pavel Gartsev, retomó su relato, evocando ese «yo» de antaño, más creíble para otros que para sí mismo:



–En esos años, el planeta podía haber desaparecido. 1949, 1950... La guerra de Corea. Los yankis estaban dispuestos a hacer una nueva Hiroshima bombardeando la China maoísta, nuestra aliada. Pero el mensaje llegó a tiempo: Rusia venía de obtener su propia bomba. Los ensayos habían superado las expectativas, calcinando grandes extensiones de desierto, construcciones de cemento, el ganado que habían puesto para aumentar el valor del test, e incluso, decían, algunos prisioneros condenados a muerte... No había quedado más que un espejo de arena fundida. Los aviones de reconocimiento se veían reflejados como en un lago. Los pilotos de hecho morían a los dos días, tan monstruoso era el nivel de la radiación. En ese entonces, yo no sabía nada de aquellos preparativos. Y sin embargo, ese ensayo de la tercera guerra mundial cambiaría mi vida...



Se quedó en silencio, frunció el ceño y bajó la cabeza, como si buscara abrirse un pasaje en el espesor de los años. Su voz se tiñó de una melancolía irónica que ya me parecía reconocer.



–De hecho, una tarde, volví a mi casa en un mal momento... Pero espera, tengo que contarte esto desde el principio.







II





–Y bien, esa noche llegué a mi casa en un mal momento...



El hombre se calló, buscando las palabras que mejor pudieran expresarle su destino a un adolescente como el que yo era.



–Aquel mes de junio de 1952, teniendo veintisiete años, me encontraba a punto de desposar a una mujer que hacía poco había cumplido la mayoría de edad.... Vivía entonces con la certeza de una alegría que finalmente parecía posible, una ilusión a la cual entregarse después de un periodo oscuro.... La muerte de mis padres, veinte años antes, no estaba relacionada con la represión stalinista. Mi padre dirigía la construcción de una estación hidroeléctrica que, una vez terminada, inundaría una decena de poblados. Un habitante de la zona se filtró en las canteras e hizo explotar la reserva con dinamita. El embalse cedió, arrasando con la oficina donde trabajaban mis padres.



Mi tío me llevó al lugar. La catástrofe me parecía incomprensible: mi madre y mi padre mezclados en un caudal fangoso, arrastrados a un abismo negro. La visión me había apretado la garganta hasta la asfixia.



Bajo los restos de concreto, encontré una marioneta de trapo, la misma que tantas veces había visto en las manos de la pequeña Sima, hija de uno de los obreros. Fue el primer estremecimiento, para mí, de un amor infantil.... La imagen de ese desparpajo de telas me dio la sensación de la fragilidad de mi propio cuerpo. La marioneta se incrustó en mí como una especie de ángel guardián, que a partir de entonces me aconsejaría la prudencia, el compromiso, la resignación.



La mirada compasiva que los otros me lanzaban me ofreció, en un comienzo, una penosa pero valorizante identidad: yo, Pavel Gartsev, víctima de los enemigos del socialismo, casi un héroe, casi un símbolo.



Una tarde, escuché por azar una conversación entre mi tío y tía, en la casa de quienes vivía: el «enemigo del socialismo» que había dinamitado la represa era en realidad un marido engañado. Mi padre tenía por amante a la mujer de aquel técnico. El hombre se había vengado, subestimando la potencia de la explosión. Sólo pretendía generar algunas pérdidas, para que mi padre fuera acusado de negligencia y despedido...



La revelación destruyó la imagen de víctima que me había forjado. La vida era tanto más tortuosa. Sus máscaras hacían muecas, cambiaban de carácter; un drama revolucionario se mudaba en una farsa de coqueteos. ¿Era yo el hijo de comunistas convencidos caídos bajo el golpe del terrorismo? ¿O bien el hijo de un don Juan duramente castigado?



En ese mundo confuso, la única constante que se imponía era el odio. Podía ser hijo del deseo, del miedo, o bien de ideas aparentemente nobles y, curiosamente, las más asesinas.



En 1937, el día del vigésimo aniversario de la revolución, la construcción de la represa fue recomenzada. Poco después, el nuevo jefe de los trabajos fue arrestado por «hechos de sabotaje antisoviético». Yo ya era capaz de sacar mis propias conclusiones: si un marido celoso no hubiera asesinado a mis padres, habrían sido arrestados entre los miles de responsables acusados de malversaciones, de sabotaje, de espionaje... Entonces, vástago de esos traidores de la Patria, mi suerte habría sido la de los campos de reeducación.



La marioneta de trapo se estremecía en mí: la fría crueldad de esos juegos de máscaras no tenía relación con aquello que se nos enseñaba en la escuela y que seguiría aprendiendo, más tarde, en la universidad.



Visto mi edad, no fui llamado bajo los estandartes hasta el año 1943, cuando se me enroló en la redacción de un diario militar. No era un juego, los corresponsales de guerra avanzaban en medio de los combatientes. Tifus, heridas, noches pasadas bajo la nieve, lo probé todo, y hasta guardé, como recuerdo, esta marca dejada por un lanzallamas: una marca de piel quemada sobre mi cuello. La cicatriz parecía una araña atorada en sangre.



Había también otra secuela invisible que había desgarrado mi memoria: un pueblo sobre el Báltico, soldados de infantería que había acompañado para mi reportaje, casas destruidas por las bombas y, en una callejuela, una decena de cuerpos de mujeres que los soldados pisaban al correr, porque nos faltaba el tiempo, en medio del fuego, para quitar de en medio los cadáveres... De todas las masacres observadas, el hecho de haber pisado un rostro femenino me perseguiría con la persistencia más despiadada...



Terminada la guerra, volví a Leningrado, y después de mis estudios universitarios comencé una tesis sobre la «concepción marxista-leninista de la legitimidad de la violencia revolucionaria»... Perseguía un interés sumamente personal a través de esa investigación: quería comprender qué era lo que se escondía tras los juegos, a la vez brutales y jocosos, de la Historia. La vida de mis padres y su muerte, finalmente.



Al reencontrarme con Sveta, tuve finalmente el sentimiento de que volvía a la maravillosa rutina de la paz.



Originaria de un pueblito a doscientos kilómetros de Leningrado, trabajaba en una biblioteca y, durante la tarde, seguía una formación de contable.



Yo había tenido ya varias relaciones –la muerte de millones de soldados hacía de cada hombre un trofeo raro para las mujeres solitarias–. Avergonzado de aprovechar de ese privilegio equívoco, me solía encontrar excusas: podría no haber escapado a las masacres, la «araña» de la quemadura sobre mi cuello lo demostraba crudamente.



Sveta borró todas mis cavilaciones. Me amaba tal cual yo era, y por primera vez yo me sorprendía apreciando, en una mujer, hasta las torpezas y los olvidos, una tetera dejada en el fuego, una llave perdida... ¿Cómo, con su aspecto de bailar sobre las nubes, podía haber aprendido la contabilidad?



El amor que le tenía no hacía más que crecer; creaba para los dos un cielo aparte; eso era, nubes sobre las que podíamos bailar.



Me lo creía tan firmemente que la idea de explicarle mi tesis no me pareció extraña. Escuchándome hablar de Cromwell o de las guerras vendeanas, fruncía las cejas, y su expresión de niña estudiosa me llenaba de ganas de cubrir de besos las arrugas cogitativas que se formaban en su frente. Interrumpía mi exposición, la acercaba a mí, redescubriendo su cuerpo un poco torpe, pero que parecía aprender más rápido que el pensamiento el concepto de «dictadura del proletariado».



Sveta parecía no inmutarse de mi herida, la «araña» al lado de mi carótida. Y nuestro amor me hizo olvidar la estrecha calle donde se amontonaban los cadáveres de mujeres.

 



Un día, sin embargo, esa nueva vida, tan preciosa para mí, se desdobló, mostrándome una trama completamente distinta...



En el departamento comunitario donde vivían seis familias y en el que nosotros ocupábamos una habitación, la sala de baño era muy solicitada. Esa mañana, yo me afeitaba tratando de no despellejarme el cuello quemado: hazaña de mímicas durante las cuales dejaba la puerta abierta a fin de que los otros, tocando para entrar, no me hicieran fallar en la delicada operación. Nadie me vino a molestar, pero, de repente, al fondo de un viejo espejo, descubrí que era observado. ¡Nunca había sentido una mirada tan hostil! Me di vuelta, esperando encontrar la cara de una vieja vecina que nos envenenaba la vida. En cambio, distinguí un vestido de noche azul que huía por el pasillo, el camisón de Sveta...



Pasé mi mano por el espejo, como tratando de liberarlo de aquella visión, y me observé con insistencia: sí, una «araña» sobre el cuello, más visible después de la afeitada, y que cualquier mujer evitaría tocar con los labios. En fin, una mujer que no tuviera por mí ninguna ternura... Una fina herida dejaba entrever un poco de sangre en el borde de la cicatriz.



Nada cambió sin embargó entre nosotros. Sveta se ofrecía a mí con la misma torpeza adolescente, llamándome en un susurro travieso «mi lobito». Sin mucho esfuerzo, conseguí mantenerme ciego.



Una semana después de esa mirada interceptada en el espejo, recibí una convocación del comité militar de la ciudad: todos los reservistas debían seguir, durante dos días, unos preparativos de movilización. No me disgustaba tener que ponerme el uniforme, aparecer ante Sveta bajo mi aspecto de guerrero. Inconscientemente, esperaba hacer más aceptable la quemadura de mi cuello: para un soldado, las heridas como esas son naturales.



En la guarnición, cerca de Leningrado, un coronel nos habló de los combates en Corea, de las amenazas que el imperialismo americano hacía caer sobre la paz y de la posibilidad de cinco, de diez Hiroshimas, esta vez sobre nuestras ciudades del extremo oriente...



Deseoso de reencontrarme con Sveta lo más pronto posible, obtuve la autorización para volver a casa sin esperar los camiones que debían transportar a todo el mundo durante la tarde.



La noche ya caía cuando alcancé el patio del edificio por los complejos y conocidos pasajes de Leningrado. En el mismo momento, dos faros barrieron el espacio entre las casas y me hicieron retroceder hasta la entrada de los autos. «¿Quién es el bruto que acelera así, en pleno patio?». Un auto se detuvo y, bajo la luz de un lámpara encima del porche, reconocí a Vlas Iouline, un colega de la facultad que, varias veces ya, me había invitado junto a Sveta a su casa. Tres años menor que yo, progresaba con rapidez en su carrera gracias a sus padres, dos notables del Partido. Aquel auto, el famoso Horch 901 de los generales alemanes, era un «trofeo» que su padre se había hecho traer de Berlín...



Sveta salió del auto, y durante un momento pensé que se trataba de una broma que entre ambos me habían preparado. Besó a Iouline y vi sus cuerpos acomodarse en un movimiento al que parecían acostumbrados. «¿Puedo quedarme?», soltó él, en un balbuceo excitado. Ella respondió burlona: «Ya sabes que mi cangrejo asado puede volver. Mañana ya sabré cuánto tiempo piensa jugar a la guerra. Entonces podremos pasarnos varios días juntos, mi lobito...». Se liberó de sus brazos, subió los tres escalones del pórtico y desapareció en la entrada. Para reaccionar, habría tenido que esquivar el auto y perder así la ventaja de la sorpresa. El apodo de «lobito» también se aplicaba a Iouline. Y el «cangrejo asado», el sobrenombre que me designaba a mí en sus conversaciones... Me sentía atónito ante el sentido invertido de todo aquello que había vivido con esa mujer.



La imposibilidad de una brusca entrada en escena me calmó, impidiendo una reacción ruidosa y ridícula. El viento traía el olor de la tierra mojada por la lluvia, el frescor de las hojas. Estupefacto, creía que podía fundirme en ese aire nocturno, en sus olores, su silencio.... Pero había que volver a casa, recomenzar el teatro de la vida.



Sveta ya estaba acostada, lo que me facilitó el rol. Comí, me lavé, y me extendí a su lado. En estado de semisueño, su cuerpo se estrechó contra el mío. No alcanzaba a distinguir sus rasgos, pero adivinaba su vacilación: ella misma no sabía quién era en ese momento. ¿Una joven prometida que, con ingenuidad, se abría al amor? ¿O bien un cuerpo sin otra cosa que aprender que la mecánica del deseo? La abracé dulcemente, con la esperanza de encontrar a aquella que amaba... Se dejó poseer sin que yo llegara a comprender si imitaba la inexperiencia juvenil o bien, simplemente, cedía al sueño. De repente, cuando el placer comenzaba a aumentar, susurró con tono silbante «sí, mi lobito, sí», y sus movimientos bruscamente adquirieron la experticia de quien no ignora nada de las tareas carnales....



La alejé de mí y me senté en la cama listo para hacerle confesar toda la verdad. Pero se había vuelto a dormir, roncando gangosamente, como una mujer de edad, usada por la vida. Sin duda no había siquiera notado mi brutalidad.



Aquella noche, más dolorosamente que nunca, me volvió ese recuerdo de la guerra: una callejuela llena de cadáveres femeninos. Los habitantes de la ciudad nos habían dicho que se trataba de las pacientes del hospital psiquiátrico, discapacitadas mentales asesinadas por los alemanes el día previo a nuestra ofensiva.



Partí temprano en la mañana, prometiéndome aclarar todo a mi regreso: «Va a volver con esa basura de Iouline, me los voy a encontrar nuevamente, y entonces...». Me faltaba la imaginación para decidir en qué podía terminar todo aquello. ¿Una pelea? ¿Una ruptura? ¿Una confesión entre lágrimas? Todas me parecían variantes igualmente risibles y vanas.



La segunda jornada en la guarnición se acabó con un anuncio que provocó el regocijo de la mayoría de los reservistas, liberados, y el derrumbe de los otros, a los que el ejército convocaba por un periodo indefinido. «En función de la situación política», había declarado el coronel. Yo formaba parte de la minoría que debía preparase para la partida. Nuestros equipajes ya estaban embalados. El día siguiente, a las cinco de la mañana, debíamos reunirnos en la estación.



Volví a casa antes de la llegada de Sveta, seguro de que Iouline la acompañaría nuevamente, igual que el día anterior. Me instalé sobre un banco en un rincón del patio, detrás de un arbusto, buscando la posición ideal para abordarlos por sorpresa.



Casi no tuve que esperar. La voz de Sveta sonó en la oscuridad, seguramente Iouline se había estacionado en la calle. Me levanté con la mente hirviendo en reproches. Pero, inmediatamente, tuve que retroceder: ¡caminaba seguida de una mujer!



La habitación que arrendaba se encontraba en el primer piso. Vi la luz de la ventana prenderse y los postigos que se abrían

–hacía mucho calor aquella noche–. Intrigado, casi más que la vez anterior, deteniéndome ante aquella ventana que daba hacia mi casa iluminada, conocida y ajena a la vez.



Las dos mujeres comían una comida modesta, aquella que se podía encontrar en las ciudades recién acabada la guerra. Escuché frases breves que, entre viejas conocidas, condensaban sus propósitos a través de alusiones y suspiros.



¡Lo que hablaban era perfectamente aterrador! Mi «novia» no se llamaba Sveta, sino Zina. En todo caso su amiga la llamaba así. Tenía veinticuatro años y no dieciocho. No teniendo pasaporte, al igual que todos los habitantes de las zonas rurales bajo Stalin, vivía en Leningrado en situación irregular. Su pueblo se encontraba no a doscientos kilómetros, al medio de los bellos bosques, sino a sólo treinta, y había sido totalmente destruido por la guerra. Sólo vivían ahí viejas vetustas y dos o tres «prometidas», dispuestas a todo por salir de ese pedazo de infierno, privado de electricidad, de caminos, de comercio. Sí, estaban dispuestas incluso a hacer el amor con un «cangrejo asado»...



A pesar de mi sorpresa, podía entender la lógica de esa vida joven. Después de todo, las mujeres a las que frecuentaba en la universidad soñaban exactamente lo mismo que Sveta: un marido, una familia, un departamento decente. Y la preferencia por Iouline no tenía tanto que ver con mi cuello «asado», como con la posición más envidiable que contaba poder obtener gracias a él. Sveta la contable...



Me alejé del patio con el rostro inmovilizado en una mueca de disgusto, desde ahora fuera de lugar, y decidí partir directamente a la estación, a pasar ahí las pocas horas que quedaban antes de la partida. Irme sin volver a ver a Sveta me parecía la elección menos dolorosa pero también la más justa: ¿qué podía yo decirle a una mujer que, en realidad, nunca había conocido? Una ficción amorosa fabricada con la ayuda de mis expectativas románticas... Puro teatro.



En la estación, la ira y la amargura no me abandonaron con facilidad. Me imaginaba a Sveta-Zina ofreciéndole a Iouline caricias que a mí nunca me había dado... En realidad, ya no se trataba tanto de ella como de ese personaje que todo hombre engañado se fabrica: una amante a la vez odiada e infinitamente más deseable, porque pertenece a otro.



Ese rencor se desvaneció ante la evidencia que súbitamente me golpeó: «en realidad... ¡lo que hizo fue liberarme!». Me imaginaba el saturado estanco de mentiras que hubiese sido mi vida al lado de esa mujer obligada a tolerarme e, inevitablemente, a sufrirme y tolerar esa «araña» sobre mi cuello.



En el tren, mis compañeros reservistas fumaban y bebían té cortado con alcohol. No éramos solamente unos simple convocados, sino gente que, en su mayoría, había vivido la guerra. Los oficiales no nos imponían una disciplina muy estricta. Después de una parada en Moscú, el convoy se dirigió hacia el este y el viaje ya se prolongaba por más de cuatro días.



Los temas de conversación variaban poco: esposas tiranas, verdaderas cargas que desperdiciaban nuestra vida, y, por otro lado, amantes de noche que le devolvían al mundo su verdadero sabor. Evocábamos nuestras hazañas guerreras, contando a cuántos enemigos habíamos matado. Y las ventajas comparativas de ciertos oficios y salarios. Para algunos, también la posesión de un auto. A lo que se sumaban nuestras preferencias futbolísticas... Una escala de valores tal, no suscitaba dudas para ninguno.



Sí, ¡Sveta me había liberado de esa vida! Me acordaba de mis proyectos amorosos, de mi celopatía... A partir de entonces, en ese teatro de sombras reinaba un silencio liberado de toda mentira.



Al cabo de ocho días de viaje, llegamos a Amgun, un pueblo situado sobre un río del mismo nombre. Nos hizo falta un día más de camino, en camión, para llegar al lugar donde se desarrollaría la simulación de la tercera guerra mundial.



*



El acuartelamiento, en la taiga del extremo oriente, tenía por objeto poner a prueba nuestra resistencia frente a un conflicto atómico. La decisión de hacernos atravesar el país había servido ya para verificar si nuestro ejército tenía la capacidad para desplazar a una gran masa de hombres hacia Japón y sus bases americanas. Entonces, a comienzos del año 52, el enfrentamiento era una realidad más que probable.



Las maniobras de las que participábamos no tenían nada de particular: tiros, orientación sobre el terreno, saltos en paracaídas. Sin embargo, la especificidad nuclear aportaba un aspecto inédito: por un trayecto de unos treinta kilómetros, avanzábamos a través del bosque, consultando mapas y chapoteando en la ciénaga.... Una tarea extenuante, visto que estábamos ataviados de trajes antiatómicos, guantes, máscaras, botas y sus combinaciones como armaduras de acero. Para hacer más espectacular la hipotética radiación, aviones fumigadores difundían una neblina amarillenta que, de paso, imitaba también un ataque químico. Así nos preparaban, trataban de explicarnos, a un abominable producto llamado «agente naranjo», cuya increíble eficacia ya había sido probada por los soldados americanos... En la época, esas afirmaciones me parecían un exceso de propaganda, ignorando que algunos años más tarde ese descubrimiento causaría millones de muertes en Vietnam.



La caminata, en pleno calor, nos hacía sudar a mares. Los lentes de mi máscara antigás se empañaron; había olvidado untarlos con un líquido que protegía el vidrio de la humedad. Después de un tiro en el que ametrallé un objetivo un poco a ciegas, nuestra sección se dispersó en itinerarios que se reunirían al final de esa yincana asfixiante.



Me fui por mi lado, zigzagueando como un borracho y ensordecido por mi propio soplo en la boquilla de la máscara. Al cabo de media hora, a través de la bruma de los oculares, distinguí una corriente, la sombra de un sauce...

 



¡Y de pronto una mujer! O más bien su silueta, inclinada encima del agua, haciendo gestos que me hicieron pensar que estaba lavando ropa. En medio del delirio bélico del que participaba, su presencia expresaba una verdad humilde y soberana, una salvación.



Me aproximé unos pasos, la silueta osciló en la bruma de mi visión y desapareció detrás de las hojas. Bajando sobre la orilla, eché mi arma al suelo y, sin esperar, me quité la máscara.



Liberado del asfixiante artefacto, me quedé un momento sin hacer otra cosa que tomar aire, sin pensar en el ejercicio del que venía de desertar. Delante de mí, un río murmuraba su curso sonoro, una planta acuática dejaba flotar sus trenzas floridas. Ese ondulamiento, ritmado por el flujo del agua, me pareció portador de una significación tanto más profunda que nuestros chapoteos en los bosques y nuestros tiros contra los objetivos clavados a los troncos de los árboles....



Una ráfaga de metralleta rugió, trayéndome de vuelta a la realidad de esa simulación postatómica que no había terminado. A mi alrededor, el río ritmaba su melodía y el sol estallaba en esquirlas que se desvanecían en una lenta capa de oro sobre la ensenada. Las puntas de los pinos se mecían, respondiendo a la ventolera que venía del océano invisible.



A una centena de metros de ahí, un grupo de hombres avanzaba pesadamente, cubiertos de una ruda capa de caucho, con la cabeza moldeada bajo un látex espeso. El aire que alcanzaba su respiración tenía el olor ácido del filtro. Sus miradas, borrosas por el vapor húmedo, no veían el cielo ni la transparencia del agua, sino únicamente los objetivos de tiro: siluetas fijadas a los árboles con marcas rojas en el plexo solar que había que acribillar a balas. Ese comportamiento tenía su lógica, visto que el enemigo se aprestaba a calcinar el bosque de junio bajo el calor atómico. Nos lo habían enseñado con un documental: un desierto caliente sobre lo que habían sido dos ciudades japonesas...



Me imaginaba a la mujer a la que había espantado con mi traje de extraterrestre. Ahora seguramente avanzaba por un sendero, apartada de este mundo delirante. ¡Aquel mundo era entonces evitable!



No, mi ingenuidad no era tan grande como para clamar el amor universal. Pero el aire que respiraba era el mismo sobre el otro lado del océano, y el escurrir del agua seguramente tenía la misma tonalidad en las islas japonesas como en cualquier otra parte. Ese instante del verano tenía un mismo eco de serenidad sobre todos los continentes...



La idea me ayudó a mantener la calma frente al oficial que, surgiendo a mi espalda, me interpeló con ferocidad. Reconocí a Ratinsky, el más odiado por los reservistas, un joven militar activo, convencido de su rol y su grado. Rubio, impecablemente vestido con un uniforme que visiblemente había hecho retocar aquí y allá por una costurera, me había parecido desde un principio un tipo peligroso, de un arribismo desenfrenado. Repetía como un loro cada una de las palabras de sus superiores y buscaba sin descanso la acción que suscitara su aprobación. Aquel día, una oportunidad inesperada se presentaba: un desertor refrescándose al borde del río, con la metralleta dejada en el pasto y el traje desajustado. ¡Y en pleno bombardeo nuclear!



Lanzó un grito sin quitarse la máscara y luego, entendiendo que yo no alcanzaba a comprender sus palabras, se la quitó y eructó, disimulando con dificultad el placer de respirar al aire libre. Lo observé casi con compasión: un rubiecito lanzando espuma de rabia, impaciente por ganarse una pequeña estrella en sus hombreras...



Viéndome poco receptivo, subió el tono y se puso a denigrar a los reservistas que, según él, olvidaban de qué lado se cargaba el fusil. Aquella última réplica me despertó, retomé mi metralleta y, con voz calma, me expliqué:



–Usted sabe, camarada subteniente, que llevando la máscara no es fácil ver. Hay un gran riesgo de estar apuntando no sobre uno de los objetivos sino sobre alguno de los compañeros que pasan por al lado. Un error involuntario, un accidente, ya ve. Esas cosas pasan...



Ratinsky se puso rígido, no ignoraba que esos «accidentes» ocurrían a veces con los jefes más tiranos. Sin querer tentar la suerte, respondió:



–Bien, Garts

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