La educación secundaria

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CAPÍTULO 1
La educación secundaria ante los desafíos de la obligatoriedad. Discursos y textos en las políticas educativas

Estela M. Miranda y Nora Z. Lamfri

“El grado de universalización de la educación, en una sociedad democrática, se mide por los niveles de expansión de su red escolar, por los años de escolaridad que transitan los niños, niñas y jóvenes y, también, por el grado de justicia educativa que esa sociedad es capaz de construir, contrarrestando los procesos de exclusión, discriminación y desigualdad que se producen no sólo afuera sino también dentro del sistema escolar” (Gentili, 2010: 120)

Introducción

Las reformas de los sistemas educativos iniciadas en las últimas décadas del siglo XX tuvieron como denominador común la ampliación de la obligatoriedad de la educación hasta finalizar la enseñanza media o educación secundaria, como también se la denomina.

Si bien en los países europeos y en los Estados Unidos la obligatoriedad de la secundaria inferior apareció como preocupación en las reformas de los años sesenta, recién a partir de los años noventa se extendió para el ciclo superior de ese nivel. Algunos países lo hicieron con posterioridad como es el caso de Portugal en 2009 (European Commission, 2014).

Los países latinoamericanos, en la última década, sancionaron nuevas legislaciones o modificaron las existentes a fin de introducir cambios en la estructura académica del sistema educativo ampliando la obligatoriedad de la educación hasta finalizar el nivel medio (IIPE/CLADE, 2015; Salto, 2015). En el caso de Argentina, durante los gobiernos nacionales de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández de Kirchner (2007-2015) se sancionaron un conjunto de leyes2 en materia de educación que reactualizaron los debates en torno a los desafíos que plantea la real efectivización de la obligatoriedad de la educación secundaria fijada en la Ley de Educación Nacional (Art. 31); en complejos escenarios marcados por las “mutaciones de la escuela media” situadas en las nuevas configuraciones del campo sociocultural por el que atraviesan los países de la región (Tiramonti, 2004; Kessler, 2002; Duschatzky y Corea, 2002; Tiramonti y Ziegler, 2008; Tedesco y López, 2002).

Tanto en los países desarrollados como en nuestros países latinoamericanos, con las particularidades propias de cada caso, la sanción legal de la obligatoriedad de la educación secundaria viene enfrentando los desafíos de incorporar a los adolescentes y jóvenes recién llegados a ese nivel del sistema educativo provenientes de los sectores sociales históricamente excluidos del mismo.

En el marco de políticas educativas orientadas a garantizar el derecho a la educación obligatoria, los gobiernos diseñaron un vasto conjunto de planes, programas y proyectos para mejorar el acceso, la permanencia y las tasas de graduación, así como lograr la reescolarización de los jóvenes fuera de la educación secundaria (Acosta, 2011: 89).

El propósito de este capítulo es analizar las políticas educativas y las diversas estrategias de intervención para efectivizar la obligatoriedad de la educación secundaria, concentrando la atención en las condiciones de posibilidad construidas y la tensión histórica entre los principios que fundamentan esas acciones y las prácticas efectivas en “escuelas reales” (Braun et al., 2011).

En la primera parte del capítulo, y avanzando desde un recorrido retrospectivo, nos interesa poner en discusión los nuevos sentidos y contenidos que adquieren conceptos como libertades, derechos, justicia escolar en los contextos actuales de exclusión y desigualdad social que afecta a amplios sectores de adolescentes y jóvenes en condiciones de asistir a la escuela media por una parte, y de fuerte privatización y mercantilización de la educación, por otra. En la segunda parte se identifican viejos y nuevos problemas que persisten en la educación secundaria en los países europeos y latinoamericanos focalizando en algunas de las políticas educativas destinadas al acceso, la permanencia y la culminación exitosas del nivel de todas/os las/os adolescentes y jóvenes con “calidad inclusiva” (Viñao, 2001). El capítulo concluye discutiendo las tensiones que plantea el derecho a la educación obligatoria establecido en los marcos legales nacionales e internacionales y las posiciones ideológicas en pugna que coexisten hoy en el discurso de las políticas educativas: aquella que reduce el papel de la educación a una cuestión de mercado (eficiencia, reducción presupuestaria, privatización, mercantilización, formar para la “incertidumbre”3 en economías globalizadas) y aquella que se ocupa de las escuelas reales, especialmente, las que atienden a los sectores sociales alcanzados por la pobreza y la exclusión educativa.

1. Poniendo el tema en contexto: de libertades, derechos y justicia escolar

¿Tiene sentido reflexionar acerca de libertades, derechos y justicia escolar vinculadas a las políticas educativas actuales? Se trata de temas con una larga y controvertida construcción histórica sobre los que se ha escrito mucho, pero que, sin embargo, en los contextos que vivimos adquieren nuevos sentidos/significados y contenidos que nos interpelan e invitan a revisitarlos. Acordamos con Fairclough (1993), quien al estudiar los cambios en las prácticas discursivas y su relación con los cambios sociales, señala que “ha habido un cambio significativo en el funcionamiento del lenguaje social” (p. 6).4 Nos interesa comprender (desde un primer acercamiento) la historicidad intrínseca en los conceptos en su doble relación: los conceptos en la historia y la historia de los conceptos; y ver ese proceso como “intertextualidad: “los textos son construidos a través de otros textos articulados de maneras particulares, que dependen de y cambian con las circunstancias sociales” (p. 10). Ahora bien, los significados son sociales y “los sentidos con que las palabras son empleadas entran en disputa dentro de luchas más amplias, toda vez que las estructuraciones particulares de las relaciones entre las palabras y de las relaciones entre los sentidos de una palabra son formas de hegemonía” (p. 65). Por ello, buscamos evitar, como señala el autor, “una imagen del cambio discursivo como un proceso de arriba-abajo: existe una lucha por la estructuración de los textos y sobre los órdenes del discurso y la gente puede resistir o apropiarse de los cambios que vienen desde arriba, así como simplemente rechazarlos” (p. 10).

Stephen Ball nos recuerda la importancia de examinar los contextos o “arenas” en que la política educativa es producida (contextos de influencia y del texto político), puesta en práctica (enacted) y los efectos que generan (contexto de los resultados y efectos) (Miranda, 2013: 110-111). Esto significa, por una parte, reubicar los conceptos en las nuevas condiciones que adquieren la desigualdad y la exclusión que afecta a una mayoría creciente en “El Capital del Siglo XXI”, usando una expresión de Thomas Piketty (2013). Mientras, por otra parte, posicionarnos desde una perspectiva superadora de la inclusión educativa como racionalidad técnico-burocrática, “que ve a la educación como una carga presupuestaria constante y creciente; una fuente de conflictos sindicales; y un sector políticamente improductivo por sus efectos a largo plazo” (Rivas et al., 2007). Por el contrario, coincidimos con Juan Carlos Tedesco, quien en diálogo con Luis Porter (2006) señala:

En este nuevo capitalismo, para lograr incluir a los excluidos hay que querer hacerlo: tiene que ser un producto voluntario, político, ya que no es algo que va a ocurrir naturalmente, automáticamente, como consecuencia de la propia dinámica social (p. 3-4) (la negrita es nuestra).

Analizar los desafíos de la ampliación de la obligatoriedad supone atender a las condiciones materiales y simbólicas de los sujetos y de las escuelas conjugando una “dimensión ética y valorativa” (Porter, 2006) con un compromiso político, frente a un contexto de “declive y mutaciones” del relato y de las instituciones que sostuvieron el imaginario igualitario e inclusivo de la educación moderna. Como señala Guillermina Tiramonti (2008),

la propuesta educativa moderna se sostuvo en un conjunto de definiciones universales. La universalidad del derecho a ser educado, la universalidad de la definición cultural que debía ser difundida por la escuela –y con ello, de la constelación de valores que sostiene su concepción del mundo– y finalmente la universalidad de un formato escolar que organiza el proceso de enseñanza-aprendizaje (p. 7).

En el contexto de la globalización y del capitalismo del siglo XXI, el fuerte debilitamiento de la dimensión material y simbólica del Estado-Nación ha ido generando lo que Dubet y Martucelli (2000) definen como el proceso de desinstitucionalización del Estado. Mientras el Estado redujo el financiamiento de los sistemas educativos y/o lo trasladó al sector privado, también fue perdiendo su capacidad para imponer el orden que proporciona predecibilidad social generalizada, garantiza la igualdad ciudadana a los miembros de la nación a través de los derechos políticos y la efectividad de las garantías individuales (O’Donnell, 2004). En otros términos, el proceso de desinstitucionalización que afecta al Estado-Nación (y a otras instituciones como la familia y la escuela) impacta en lo que Dubet y Martucelli (2000: 201) interpretan como cambios en la producción de los individuos porque provoca la separación de dos procesos: socialización y subjetivación (y) “ninguna de esas instituciones funciona como aparatos capaces de transformar los valores en normas y las normas en personalidades individuales”. En definitiva, el Estado-Nación y sobre todo la escuela pública, que encarnó los valores universales de la comunidad nacional, aparecen debilitados en su capacidad de configurar subjetividades en torno a un proyecto político de ciudadanía plena (Miranda, 2011).

 

Como señaláramos en la introducción, nos proponemos hacer un recorrido por los sentidos y contenidos otorgados al derecho a la educación para luego mostrar las resignificaciones que asume el discurso acerca de la libertad de enseñanza en los contextos actuales de mercantilización y privatización de la educación.

Para el constitucionalista argentino Héctor Félix Bravo (1972), en los comienzos del liberalismo todos los derechos recibieron el nombre de libertades, porque consistieron en la liberación de las trabas provenientes de la autoridad, civil o eclesiástica. En las constituciones y leyes post Revolución Francesa, la proclamada libertad de enseñanza constituyó fundamentalmente, “una manifestación de la lucha entre la iglesia y el Estado por el poder de enseñar”. Mientras, la libertad de aprender se expresó en la escolaridad que debería recibir la población. Con posterioridad esas libertades se convirtieron en derechos. La libertad de aprender pasa a denominarse derecho a la educación (“derecho fin”), “un derecho esencial, dirigido a la satisfacción inmediata del fin, tal vez más alto del hombre: su educación”. El derecho de enseñar (“derecho medio”), invocado siempre por los defensores de la denominada libertad de enseñanza, “es un derecho accesorio, un medio para el ejercicio de otro fin” (Bravo, 1972: 43; Paviglianiti, 1993). En otros términos, como señala Eduardo Rinesi (2014), los derechos vienen a ocupar en nuestras preocupaciones el lugar central que en otro momento habían ocupado las libertades “y esa es posiblemente la primera consecuencia importante del desplazamiento que estamos presentando desde la idea de la democracia como utopía hacia la idea de la democratización como un proceso” (p. 163).

Del derecho a la educación a la justicia escolar

Desde una mirada retrospectiva y recuperando algunos hitos de una larga controversia acerca del derecho a la educación, nos situamos en la segunda mitad del siglo XIX cuando los Estados nacionales se consolidan como organización política de la sociedad y asumen la responsabilidad sobre los asuntos educativos dictando constituciones y leyes para organizar el sistema masivo de instrucción pública.

Hacia fines del siglo XIX, tanto en Europa como en los países latinoamericanos de modernización temprana como Argentina, que habían sancionado la obligatoriedad de la educación elemental o primaria, la educación secundaria era para pocos, con una función selectiva legitimada socialmente para la formación de las élites dirigentes urbanas destinadas a la administración pública del Estado o como antesala para los estudios universitarios. Desde una concepción eminentemente meritocrática, la formación del ciudadano y la homogeneización social y cultural de los grupos que accedían a este nivel se apoyaba en un modelo de formación humanista con un curriculum enciclopedista y fragmentado, un sistema de exámenes y promoción acorde a esa segmentación curricular y rígidas normas de asistencia, horarios de clase y control de la disciplina que exigían un alto acatamiento para transitar con éxito por esa escuela o, de lo contrario, ser excluido o autoexcluirse, si el rendimiento académico no era el esperado (Miranda, 2013; Acosta, 2011).

Finalizada la Segunda Guerra Mundial, “la democracia como utopía y la democratización como proceso”, tomando las palabras de Rinesi, se manifiestan en la promoción de nuevos derechos políticos y sociales, entre ellos el derecho a la educación. A partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos5 en 1948, el derecho a la educación adquiere estatus internacional, tomando los avances de la escolarización obligatoria, gratuita y laica que los Estados nacionales asumieron como compromisos en sus textos legales (constituciones, leyes de educación) en los orígenes de los sistemas educativos. La educación se interpreta como un derecho humano fundamental y se traduce, posteriormente, en el contenido de las declaraciones, acuerdos, convenciones y pactos internacionales, como referencia conceptual de política educativa que adquiere carácter obligatorio ratificada por los países en sus textos legales (Pacheco Méndez, 2010).

Paralelamente, durante gran parte del siglo XX el Estado de Bienestar sostuvo el imaginario universalista e igualitario de la expansión de la educación como un derecho social. Los derechos de segunda generación o derechos sociales marcan una concepción diferente respecto de la perspectiva liberal que entendía el derecho a la educación como un derecho individual, derechos de primera generación, que el Estado debía garantizar a los ciudadanos. Desde una perspectiva de justicia distributiva, la igualdad de oportunidades se asume como “un mecanismo que trataría de eliminar aquellas características que fueran moralmente arbitrarias” como las condiciones socioeconómicas (Fernández Mellizo, 2003: 32). En otros términos, la igualdad de oportunidades en educación se apoyaba en los principios fundacionales de la escuela moderna: igualdad y libertad, mientras el Estado debía garantizar las condiciones de ingreso y luego el esfuerzo y el mérito justificarían las diferentes trayectorias escolares.

Desde el optimismo depositado en la educación como factor de progreso económico y social, los Estados realizaron importantes esfuerzos para alcanzar la masificación de la matrícula en la escolaridad básica y expandir la educación secundaria atendiendo al crecimiento y la distribución territorial de la oferta, con un casi siempre inestable financiamiento de los sistemas educativos. Los países centrales enfrentaron la expansión de la escolaridad secundaria con reformas comprehensivas mientras los países latinoamericanos de modernización temprana, como señala Felicitas Acosta (2011: 8), “tuvieron una primera gran expansión a mediados del siglo XX pero, a diferencia de los países centrales, ésta se produjo sobre la base de una limitada capacidad de cambio de la estructura del nivel medio y del modelo institucional de origen de la escuela secundaria”.

A pesar de los esfuerzos por ampliar la cobertura, el derecho a la educación fue una “promesa incumplida del Estado de Bienestar” (Paviglianiti, 1993). El incumplimiento radicaba en sostener una concepción del derecho a la educación sustentada en el principio de la igualdad de oportunidades que supone poner a la escuela al alcance de la población en igualdad de acceso y “formas similares de organización escolar y trabajo pedagógico” para participar de la misma competencia escolar sin considerar que las desigualdades de origen son determinantes directas de las posibilidades de éxito y de acceso a calificaciones escolares poco frecuentes (Dubet, 2005: 14). Esta perspectiva meritocrática del derecho a la educación se sustenta en lo que el filósofo Diego Tatián (2014) interpreta como:

(…) un concepto liberal según el cual el Estado debería garantizar la línea de largada, para que el mérito, el esfuerzo, la inteligencia o el talento sean los únicos motivos por los que algunos lleguen y otros no, por los que algunos lleguen antes y otros después (en Miranda, 2013: 60).

Este modelo de justicia escolar, interpreta Dubet, considera a todos los individuos libres e iguales, pero distribuidos en posiciones sociales desiguales. El supuesto que subyace es que al jerarquizar a los alumnos según “su mérito” se “eliminan” las desigualdades sociales o de otra índole. Esto produce “desigualdades justas” porque “los individuos son iguales y sólo el mérito y el talento puede justificar las diferencias de ingreso, prestigio y poder que producen los diferentes desempeños y por tanto son las únicas causas de las desigualdades escolares” (Dubet, 2005: 14).

El sociólogo francés reconoce las promesas incumplidas de la educación democrática de masas y su contribución al declive de la escuela como institución, al señalar que

La esperanza de formar un mundo de cultura y de justicia parece haber sido traicionada en numerosos países a pesar de que la nación ha consagrado muchos medios a la educación. Las desigualdades sociales siguen pesando mucho en las trayectorias escolares e incluso desde hace algunos años se han acentuando. Y en este asunto, la escuela no puede considerarse perfectamente inocente, como totalmente víctima de las desigualdades sociales, puesto que las estrategias de los establecimientos, los itinerarios, las composiciones de clases parecen reforzar las desigualdades sociales. Muchos alumnos ya no creen en ella y, sobre todo, muchos de los propios profesores han perdido la fe “naïf” en la justicia de la escuela (Duru-Bellat, 2004, en Dubet, 2006: 57 y 58).

Mientras, Rizvi y Lindgard (2013) sostienen que la globalización ha debilitado la capacidad del Estado para generar políticas distributivas que garantizaran condiciones educativas:

Las demandas para una mayor redistribución de recursos se dirigían al Estado. Y se esperaba que fuera el Estado quien desarrollara programas diseñados para garantizar las condiciones que reflejaran principios de justicia y equidad. Sin embargo, en una era de globalización, las elecciones políticas del Estado se han restringido de alguna manera, con una creciente preferencia hacia un Estado minimalista en cuanto a la promoción de los valores instrumentales de competición, eficiencia económica y elección, respaldado por una filosofía individualista en lugar de colectiva (p. 133).

En los discursos que sostienen las reformas neoliberales de la educación, algunos de estos conceptos se resignifican o desplazan a otros. Así, la noción de equidad ocupó el centro del discurso desplazando el principio de igualdad y la noción universal de ciudadanía, para operar con el criterio de la compensación focalizada y prioritaria destinada selectivamente a poblaciones en riesgo social (Miranda, 2014). Desde la perspectiva del humanismo liberal, John Rawls

conceptualiza justicia social en términos de equidad en tanto considera la libertad individual así como la idea de que el Estado tiene la responsabilidad primordial de crear políticas y programas encauzados a eliminar las barreras que surgen de las relaciones de poder desiguales, evitando el acceso, la igualdad y la participación (Rizvi y Lingard, 2013: 132).

En los debates sobre justicia social, que reconoce antecedentes en los años setenta, es posible identificar en la actualidad la pervivencia de tres perspectivas: el humanismo liberal, el individualismo de mercado y la perspectiva socialdemócrata. El humanismo liberal de Rawls, como ya mencionamos, conceptualiza la justicia social en términos de equidad y coloca la responsabilidad del Estado en la redistribución de recursos materiales para atender situaciones focalizadas, sin modificar las condiciones que provocan las mismas. El individualismo de mercado, en la perspectiva de Nozick, apela a la idea de lo que merecen las personas y enfatiza la centralidad del mercado en el intercambio económico y social, rechaza las nociones redistributivas e indica que es injusto que el Estado transfiera propiedades individuales sin su consentimiento. Mientras, la justicia social desde la perspectiva socialdemócrata de Walter rechaza tanto el humanismo liberal como el individualismo de mercado, y subraya la importancia de las relaciones sociales y las necesidades individuales dentro de una comunidad. El concepto socialdemócrata contempla la “necesidad” como algo primario en lugar de una categoría residual. De esta manera, su interpretación de las necesidades difiere de los argumentos basados en la caridad hacia los “necesitados” que son perfectamente compatibles tanto con la equidad como con los principios de compensación” (Rizvi y Lindgard, 2013: 131).

A diferencia de las perspectivas mencionadas que centran su preocupación en la justicia distributiva, Nancy Fraser (2008) propone otra visión de la justicia social al introducir el “reconocimiento del otro” como complementario de una idea de justicia redistributiva. Al respecto, señala: “Mi tesis general es que, en la actualidad, la justicia exige tanto la redistribución como el reconocimiento. Por separado, ninguno de los dos es suficiente” (p. 84). Revisa el origen filosófico divergente de los términos “redistribución” y “reconocimiento” colocando la discusión en su “referencia política”, en línea con “los paradigmas populares de la justicia, que informan las luchas que tienen lugar en nuestros días en la sociedad civil” (p. 86). Al tiempo que incorpora una dimensión participativa de la justicia social, Nancy Fraser (1997: 1) destaca que

 

la lucha por el reconocimiento se está convirtiendo rápidamente en una forma paradigmática de conflicto en los últimos años del siglo XX. Las exigencias de “reconocimiento de la diferencia” alimentan las luchas de grupos que se movilizan bajo las banderas de la nacionalidad, la etnia, la “raza”, el género y la sexualidad. En estos conflictos “postsocialistas”, la identidad de grupo sustituye a los intereses de clase como mecanismo principal de movilización política. La dominación cultural reemplaza a la explotación como injusticia fundamental. Y el reconocimiento cultural desplaza a la redistribución socioeconómica como remedio a la injusticia y objetivo de la lucha política (p. 1).

Un concepto que ha ido imponiéndose progresivamente desde la década de los años ochenta, independientemente de la expresión que se emplee para denominar este fenómeno, es el concepto de exclusión social. Para González Faraco et al. (2012) lo que realmente importa es abordar y afrontar el problema de la construcción social de las desigualdades, tomando especialmente en cuenta las categorías y discursos con los que se conciben y se definen estos graves problemas. El concepto ayudaría a identificar un fenómeno complejo y multidimensional relacionado con la pobreza, la marginación, la injusticia social o con los “olvidados de la sociedad” como los llamaría Luis Buñuel (p. 4-5).

La detección en los últimos años de complejos procesos de exclusión educativa originó que el concepto de inclusión social ganara centralidad en los discursos públicos asociando políticas sociales y políticas educativas. La noción de inclusión social se apoya en el reconocimiento de que “la educación y el conocimiento son un bien público y un derecho personal y social garantizado por el Estado,6 lo que constituye un giro paradigmático de diferenciación con políticas educativas anteriores” (Feijoó y Poggi, 2014: 15). La implementación de planes, programas y proyectos sociales vinculados a las políticas educativas tuvieron efectos en el mejoramiento de las tasas de matriculación y en las trayectorias escolares sobre todo de los que habían estado marginados por el juego mismo de las instituciones, para retomar lo que González Faraco et al. vienen planteando.