Otras vidas. Tres novelas cortas

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—Siéntate ahí… ahora va la mía… y al chivato ese… verás cómo lo capo.

La pobre mujer, lívida de espanto, no hizo movimiento alguno.

—¡Siéntate ahí o te siento! —repitió Santiago.

La hembra entonces se abrazó a sus rodillas y tales súplicas dirigió al muchacho que éste, generoso al fin, la dejó ir con el susto. En cuanto al cómplice, en vez de la capadura, sufrió una paliza concienzudamente aplicada.

Con su madre, Santiago era respetuoso y dócil y llamábala cariñosamente “mi manojito de huesos”, en virtud de que la buena señora de puro canija y esqueletosa a causa de una hemiplejia, estaba “más para la otra que para ésta”.

A Refugio la cogió, como suele decirse, en el cascarón, y ella le quiso como él la quería, con ese amor irreflexivo y franco de los organismos vírgenes y llenos de savia. Llegaba, pues, tarde Pascualillo, y de preverse era que todas las alcahueterías y los ardides se estrellarían contra la firme voluntad de la doncella, que le hallaba repugnante y no le perdonaba que la buscase con el solo fin de burlarla como a tantas… Su criterio superior en una miaja al pedestre criterio de sus compañeras, le sugería que ella valía más que las otras; y si no se creía al nivel del amo, sí se juzgaba superior al de las que se entregaban por una saya de indiana o una mascada de seda.

A ser bachillera, habría hecho suya aquella hidalga redondilla:

Soy, dijo a mi furor loco,

—y aún parece que la escucho—

¡para vuestra dama, mucho,

para vuestra esposa, poco!8

Por su parte Pascual, a ser versado en la prehistoria, envidiara los milenarios en que el antropoide, nervudo y musculoso, en virtud del derecho del más fuerte, desprendía de la nómada manada femenina a la hembra que hallaba de su gusto y la fecundaba brutalmente al amparo del soto espeso, del malezal esquivo, de la agria torrentera, del hondo barranco, maguer sus gritos de dolor y sus protestas inarticuladas.

En el campo el matrimonio no ofrece dificultades ni demanda retardos. Apenas puede un mozalbete ganarse su real y medio en la yunta, busca mujer que le eche las calientes tempranito; que cuando es mediodía por filo, le lleve el bastimento a la labor; que zurza su menguada ropa y comparta con él por las noches el vil tálamo de cordeles entretejidos, donde la miseria se muestra fecunda. El mobiliario es lo de menos: una docena de cazuelas, otra de ollas, media docena de cucharas de palo, un armatoste de pino con calados churriguerescos, donde se acomodan los cacharros; el ya mencionado lecho de mecate, una percha, dos equipales, una estera de palma (petate) y, sobre todo, el metate, al cual se le da regocijadamente el nombre de piano.

Algunas botellas de mezcal y algún cacharro panzón henchido de tepache, hacen el gasto por lo que ve a la bebida, en el bodorrio; dos gallinas de pipián y una olla de pozole constituyen el menú extraordinario, y para hacer la digestión un zapateado sobre la tarima al son del Butaquito9 y el Palomo,10 y una riña en que salen a lucir los corvos machetes abajeños.

Santiago podía hacer la boda con más rumbo, y no la había retardado sino en atención a que corría la cuaresma y estaban cerradas las velaciones. Así, pues, habló al capellán, que no puso peros; a doña Francisca, que convino en apadrinar a la pareja, y a la tía de Refugio, que no dijo esta boca es mía.

Mas por consejo de don Jacinto, que quería moralizar a sus feligreses y que abrigaba sus temorcillos de que la muchacha, siguiendo una inveterada costumbre rural, brincara las trancas con Santiago, antes de que la Iglesia los ayuntase, Refugio se fue a vivir en calidad de depositada al casco de la hacienda, donde se le dio liberalmente casa y hogaza.

Libro segundo

I

El cascorvo apenas vio las veras del matrimonio, sin comprender que en éste radicaba la fuerza de Santiago, empezó a valerse de todos los ardides y argucias que su escaso caletre le sugería, ya haciendo que se le retirasen las rayas a su rival o bien que se le pagase en cereales las cuatro quintas partes de su haber, ya redoblando sus insinuaciones con Refugio.

Mas ésta, apercibida a la lucha y cierta de las prietas intenciones de Pascual, que no le habían de traer provecho alguno, no cedió. Los empeños del muchacho produjeron resultados opuestos a los que se prometía, a saber: una ira sorda en Santiago, que estaba al tanto de los manejos del amo y que hubiera salvado la valla de la servidumbre a no ser por el respeto tradicional, atávico y cuasi feudal, que los rancheros profesan al hacendado y que, no excluyendo la murmuración, hace empero la agresión difícil, y una impaciencia viva en Refugio, factores ambos que contribuyeron poderosamente a que se expeditasen los trámites de la boda.

Mayo tendía alfombras de flores en los llanos y en los cerros; la cosecha de trigo empezaba; había barruntos de lluvia tempranera; los vahos cálidos de la tierra abrasada por el sol condensábanse ligeramente y los ocasos opulentos mostraban majestad inusitada. Ora el sol, al tramontar, velaba su rostro tras un gigantesco abanico de flavos colores, cuyas sutiles varillas iban bajando de tono hacia su extremidad hasta diluir su oro rojizo en el azul del cenit; ora se desangraba dejando un rastro cárdeno, paralelo al horizonte, que coloreaba vivamente los campos y los cerros, poniendo sobre ellos un tapiz purpúreo; ora encendía ignívomo volcán en cuyo ardiente cráter flotaban escardados copos, o bien inundaba el poniente de oro pálido, uniforme, que iba languideciendo hasta trocarse en gris perla, vencidas al fin sus olas por las riberas de la noche.

Las mañanas eran radiosas y tibias; luego de amanecer llenaba el cielo una invasión de rosa leve, una apoteosis sonrosada; después, el orto era un piélago de nácar y, por fin, asomaba el sol candente y enorme, alborozando con su tórrido beso todo lo creado.

¡Qué mejores días para el amor!

Llegaba para las bestias la época del celo y se advertía por dondequiera un desbordamiento de vida… Mayo violaba los capullos, precipitaba la preñez de los óvulos, hacía tumultuar la savia en los tallos y la sangre en las arterias.

¡Y qué diáfanas noches de luna!

Las presas eran hervideros de diamantes; el astro, en creciente, fucilaba en un cielo impoluto semejando, al nacer tras la cordillera, mitra argentina que coronase la sien de la montaña.

En el valle dormían todas las chozas; los umbráticos fresnos erguidos en el llano fingían tumulares obeliscos; la luz del astro untaba su cobre pálido en las paredes de la casa de la hacienda, colábase al corredor, desfalleciente y mate; en el patio caía con infinita dulcedumbre, tamizada por el follaje de los naranjos, sobre la arena, formando como una alfombra de caprichosos florones blancos en fondo oscuro; en el corral besaba mansamente el multicolor plumaje de los gallos y las gallinas que dormitaban en las estacas hincadas en los adobes; alargaba perezosamente las sombras de los marranos inmóviles, tendidos con epicureísmo indefinible en sus chiqueros, y plateaba el terregal, donde se advertían como flores de lis las huellas recientes de los bípedos.

Los naranjos, los alelíes, las azaleas policromas y los plúmbagos azulados, mecíanse con movimiento cadencioso y rumor apacible y vago, y de vez en cuando estremecía la plácida quietud el ríspido ladrido de un perro somnoliento, el metálico y trémulo relincho de un caballo, el asmático rebuzno de un rucio o el agudo clarinazo de un gallo alerta.

Con el plenilunio empezaron los conciertos de los cenzontles melómanos. Iniciábanse con discreto piar que iba en crescendo hasta desatarse en cristalina cascada de gorjeos, en scherzos fugitivos, enlazados por fermatas matizadas; en vibrantes diatónicas y en atrevidas cromáticas, en fugas vivaces y en viriles y limpios silbidos, a cuya vibración la reina de la noche11 abría místicamente los pétalos de nácar enverados de púrpura real.

II

Pascual Aguilera no podía más. Su tormento era el de Tántalo; su carne azotada por el deseo se encabritaba, se estremecía como bestia herida en el ijar y sofrenada por un jinete implacable. Las veladas eran horrendas y una lo fue sobre toda ponderación.

Refugio tenía su cuarto al final de uno de los corredores que veían al patio. Concluidos los quehaceres domésticos a los que se acomedía solícita, queriendo pagar con buena voluntad la hospitalidad que recibiera, recogíase tranquilamente sin darse cuenta de que muchas veces dos ojos insomnes, intensamente dilatados, la seguían desde lejos con avidez insaciable.

Una noche Pascual aguardó a que todo se aquietase en la casa y, descalzándose, se dirigió con cautela al extremo de la oscura galería, tendiose en tierra frente a la puerta de la moza y, aprovechando el breve orificio que le proporcionaba uno de los ojos de la madera, vaciado previamente, espió…

Refugio no se acostaba aún. Una gruesa veladora ardía sobre un baúl próximo a la cama, vibrando su lengüeta de fuego, y, a su luz, Pascual pudo contemplarla a su talante.

La moza iba y venía arreglando una almohada, mudando de sitio una silla, doblando una prenda de ropa, sacudiendo otra…

Pascual no respiraba…

De pronto Refugio se detuvo al borde del lecho, dando el rostro a su espía, y lentamente empezó a destrenzarse la opulenta mata de su cabellera negra, agitando después la cabeza con movimiento encantador. Hizo luego saltar los broches de su blusa de indiana, que se abrió como nutrida yema que revienta, y desnudose de ella, suspendiéndola de una de las perillas de la cama. Sus brazos y su garganta, de un moreno apiñonado, hoyuelados, llenos, de líneas purísimas, se mostraron a Pascual como una gloria vedada y atormentadora que jamás había de poseer… El desgraciado ahogó un sollozo.

 

Refugio se detuvo un momento, cruzó perezosamente sus manos sobre la nuca, encorvando sus brazos como las asas de un ánfora maravillosa, y sus ojos se posaron con mirada vaga en la puerta.

¿Sospechaba el espionaje? No, sin duda, puesto que poco después continuó desnudándose. Llevando sus manos hacia el talle, desató rápidamente la rosa en que se reunían las cintas de su saya, y ésta cayó crujiendo alrededor de sus pies, encerrándola en un círculo de lienzo. Salvolo con ágil movimiento y recogiendo la prenda fue a colgarla de un perchero.

Aparecía ahora con su camisa baja pespunteada de negro y sus enaguas de imperial, infinitamente seductora. Las formas se iban revelando y tras la manta leve temblaban sus senos ligeramente, como las dos pomas de una rama en fruto, besada por la brisa.

Un movimiento análogo al anterior hizo caer la segunda enagua, y la camisa, libre, onduló levemente dejando sorprender los admirables contornos de sus piernas.

Pascual se mordió desesperadamente el brazo en que apoyaba su cabeza; sacudiolo un escalofrío voluptuoso y siguió contemplando.

Faltaba la última prenda, el último velo de aquella virginidad, el postrer cortinaje que encubría la divina estatua, como esos paños con que los escultores cubren sus moldeajes ya concluidos y que dejan presentir la amplitud ideal de las líneas al ajustarse blandamente a la arcilla húmeda.

Refugio pareció vacilar; sus manos tornaron a atarse sobre su nuca… entornó lánguidamente los ojos… ¿Qué espejismo erótico pasaba por aquellas pupilas negras, como pasa la imagen de una nube arrebolada por la luna sobre un lago dormido?

Por fin, cogió con los índices y los pulgares las bandas de tela que fijaban la camisa a sus hombros y tiró de ella…

Momentos después apareció completamente desnuda, surgiendo de las ropas albas que la rodeaban como una hostia morena de un copón de plata.

Pascual ahogó un nuevo sollozo, y poniéndose en pie hizo un gesto de resolución: rompería la puerta…

Pero en aquel instante la voz de doña Francisca se oyó a lo lejos, llamando a una criada, y el mísero echó a correr hacia su pieza, donde en la oscuridad absoluta pidió en vano al sueño consolación y olvido.

Si hubiese leído y penetrado las eternas páginas de Los Libros, habría entonces recordado y aquilatado acaso aquel versículo del Eclesiastés en el que, tras de haberse exclamado: “¡Oh muerte, cuán amarga es tu memoria!”, se afirma que “¡la mujer es más amarga que la muerte!”12

III

Más terrible fue aún la noche siguiente.

Pascual buscó a buena hora un escondite en la estancia de Refugio y aguardó.

La escena de la noche anterior se repitió a su vista, y en el supremo instante en que la desnudez de la muchacha se mostraba en toda su plenitud, el erotómano saltó de un rincón y se abalanzó a ella.

Refugio lanzó un grito y esquivó al infeliz, que se quedó temblando de deseo en todas sus carnes a un paso de ella.

Sobrado brava y fiera la doncella para, después de la sorpresa consiguiente, mostrarse intimidada, cogió la ropa que hubo a la mano, y, velando como pudo sus formas, quedose luego viendo al mozo con mirada semiiracunda, semiburlona:

—¡Atrevido! —le dijo con voz en que vibraban los desprecios—, ¡váyase o grito!

Pascual, sin responder, tragaba espasmódicamente saliva; sus ojos se abrían desmesuradamente y el temblor de sus carnes aumentaba.

—¡Váyase, le digo!... ¡Ah, si él estuviera aquí no haría usted esto!, ¡cobarde!...

Por fin, pudo el cuitado articular dos palabras:

—¡Tenme lástima!

—¡Váyase!, me choca, me choca, ¿entiende?

Y la voz de Refugio se aguzaba para azotarle como un látigo.

“Tenme lástima”: eso era todo; pero en los ojos de Pascual había una elocuencia desgarradora.

—¡Váyase le digo, o grito! —repitió la muchacha.

—Refugio —gimió el enamorado con desesperación—, ¡ten lástima de mí! ¡Te deseo… te deseo!... ¡Pídeme lo que quieras, prietita, lo que tengo, todo, todo!... ¡Pídeme que me mate después… pero no me hagas menos… te deseo, te deseo… tengo hambre…! —y aspiraba la hache con aspiración dolorosa— ¡hambre de ti!

Refugio lanzó contra él el dardo más agudo y cruel de sus ojos y respondió:

—De usted nunca, ¿lo oye?, ¡nunca!... ¡Me choca, me choca! ¡Váyase!... ¡me da asco!

Pascual gimió de nuevo:

—¡Tengo hambre…!

Y de pronto, trocándose la humildad en audacia, pretendió coger a la moza; pero ésta lanzó un grito tan agudo, mezcla de ira y de temor, que el infeliz se detuvo medroso, y empujado y golpeado con rabia, salió tambaleándose al corredor y fuese a su recámara a beberse, despechado, entre la sombra, la salsedumbre de sus lágrimas.

Refugio volvió a su cama y se echó en ella sollozando.

Diría todo a Santiago…

Pero no se lo dijo. ¿La hubiera él creído ilesa?

Ya libre de todo riesgo, sola ya, su carne se rebeló empero de un modo extraño, y el recuerdo de la brutal audacia que estuvo a punto de hacerla víctima, fue un excitante poderoso.

Si en aquellos momentos hubiera vuelto Pascual habríala poseído. Sus deseos indefinidos de virgen tumultuaban por el brusco sacudimiento despertados… Las repugnancias que Pascual le inspiraba, desaparecían. Continuaría odiándole mañana, mas ahora le deseaba; revolcábase en el húmedo lecho, dolorida y anhelosa, paseando por su cuerpo las manos temblorosas con suaves e inconscientes caricias…

Y aquella noche Refugio tuvo la primera revelación del amor…

IV

Pasó la Semana Mayor, durante la cual doña Francisca residió en la ciudad con el fin de asistir a las grandes ceremonias, y llegada la pascua, los novios previniéronse para la boda.

El día designado, muy tempranito, fuéronse a Villarreal y llegaron a buena hora, dirigiéndose incontinenti con los padrinos a la parroquia.

Refugio vestía un vaporoso traje de gasa, llevaba tápalo de seda, regalo de doña Francisca, y ostentaba en la cabeza un sencillo ramo de azahares naturales. Santiago portaba el vestido dominguero: pantalonera de campana, de paño azul, chaqueta de lo mismo y un sombrero de pelo con anchos galones de oro.

Luego de terminada la ceremonia, la comitiva dejó el templo y fuese a casa de doña Francisca, donde aguardaba el viejo guayín, que la condujo a la Soledad.

Allí estaba ya aparejado todo para la fiesta. En el espacioso portal, a lo largo de la pared y en los intervalos de los pilares, había colocadas sillas. En un extremo se instaló la música, que contaba con dos violines de rancho, enfundados de cuero, con arcos cortos y muy primitivos y, pendientes de la jareta que cerraba la funda, sendos pedacitos de brea para untar las cerdas; un pistón lleno de abolladuras; dos guitarras remendadas intencionalmente, pues es fama que así suenan mejor, y un contrabajo monumental, con bordones que parecían cordaje de fragata.

Al alcance de los filarmónicos, sobre una mesa de ocote, erguíase la consabida olla repleta de aguamiel, y de la cocina llegaban husmos de pipián, mole y otros guisotes no menos apetitosos.

Eran las once de la mañana cuando empezó la fiesta.

Doña Francisca y el capellán, instalados con los novios en un canapé, la presidían, y Pascual, pegado a un pilar, acechaba a Refugio.

Rechinaron los violines, oyose el cri-cri de las clavijas; luego dos acordes: mi la, re sol; bordonearon los guitarristas, bufó el contrabajo, el pistón lanzó con más o menos soluciones de continuidad un registro y por fin, tras un preludio dulzón, rompió el jarabe con los aires precipitados del Palomo.

—Con la venia de sus mercedes —dijo Santiago dirigiéndose al ama y al vicario, tras lo cual dejó su asiento, y quitándose el galoneado, lo aventó a los pies de Refugio. Recogiolo ésta, y poniéndose en pie, avanzaron ambos hasta la medianía del portal, quedando frente a frente a algunos pasos de distancia.

Entonces iniciaron un taconeo leve, al cual hacían coro el retintín de las cadenillas de las pantaloneras de Santiago. Refugio movía apenas los pies y, apoyados los dorsos de las manos en las opulentas caderas y con los brazos en jarras, contoneábase ligeramente.

Mas al llegar el alegro estrepitoso del retozón airecillo, el movimiento se avivó y el taconeo multiplicose hasta producir un redoble loco.

Luego vinieron los motivos lentos, en el intervalo de los cuales los bailadores trocaban sus sitios al desmayado compás de un leve fraseo de los violines. Éstos gemían “Las amapolas”:

Amapolitas moradas

de los llanos de Tepic,

si no están enamoradas

enamórense de mí…13

Y los bailadores avanzaban cadenciosamente hasta la mitad del espacio que los dividía, retrocedían, intentaban abordarse de nuevo y se esquivaban con leve rodeo; pero sucedieron a Las amapolas, Las mañanitas, y ambos tornaron a sus puestos, girando ahí suavemente y moderando el zapateo, sobre todo, cuando los violines suspiraban la frase aquella:

No vengo a que te levantes

ni vengo a quitarte el sueño…14

La languidez fue cediendo en Los monos:

Ya vienen los monos…15

El movimiento de los pies era entonces acompasado; mas fue precipitándose al llegar el

Pica, pica, pica, perico…16

Y volvió a su vertiginoso redoble al iniciarse de nuevo “El palomo”. Entonces los bailadores abordáronse otra vez; ella ladeó el busto, él le quitó el sombrero, agitándolo frente al rostro sudoroso de su pareja y zapateando siempre, giró en su rededor, en tanto que ella se limitaba a avanzar y retirar perezosamente los pies, separándose una vez aún, cuando los violines cantaban “La Pepa”:

Pepa no quiere bordar

ni quiere tejer en gancho:

se quiere civilizar

con uno de sombrero ancho.17

Y por fin, hecho el último esfuerzo, tornó el redoble; el sombrero yacía en el suelo y Refugio bailaba en torno de él empujándole con el pie, al desbocado y vertiginoso compás de la diana, que ahogaron los aplausos, y la pareja fue a caer rendida sobre el canapé.

V

Concluido el jarabe, doña Francisca y el padre vicario se retiraron con el fin de dejar más libertad a los peones. No así Pascual, que con faz huraña y actitud de pocos amigos continuó en su puesto, indiferente a la barbulla y a la zambra regocijadas que clamoreaban en su rededor, y sin ojos más que para la muchacha, cuyas mejillas, coloreadas por el baile y perladas de sudor, incitaban al beso.

Una cólera sorda y un despecho infinito, toda la cólera y todo el despecho de un ninfómano al cual le esquivan el objeto ansiado, le mascaban el alma sin darle punto de tregua. A medida que el día de la boda había ido acercándose, su pasión por Refugio se agigantaba y su carne dominadora rebelábase a la sola idea de que el fruto apetecido tan largo tiempo se lo llevaría otro, y de que él penaría sin esperanza mientras otro se regodeaba. Cuanto más inminente era la pérdida, tanto más sabrosa parecíale la lugareña, desnudada infinitas veces por su imaginación calenturienta con mezcla de tormento y deleite; y aquel día en que la unión de Refugio y Santiago debía consumarse, las comprimidas libidinosidades de Pascual convertíanse ya en horrible hiperestesia sexual.

En vano intentaba el cuitado arrojar de su mente la conturbadora idea; ésta volvía taimada, sublevando impúdicos fantasmas; la hermosa muchacha entregándose con cariñoso abandono al patán; los besos quemadores de las bocas ávidas, esos besos que se aspiran y beben más que se reciben; esos besos que saben tan bien por lo inmensos… la opresión de dos pechos que querrían fundirse en uno; el aliento entrecortado, agónico, porque el hombre agoniza ante el amor como agoniza ante la muerte; la consumación en fin de aquel connubio… y todo en el discreto rincón del jacal entre cuyas grietas se cuela el rayo ictérico del plenilunio.

Y el despecho y la rabia se revolvían en su espíritu bastardeado por el deseo, con ferocidad inaudita.

Parecíale monstruoso que él, a quien todos pagaban pleitesía, el amo, en fin, se viera obligado a cruzarse de brazos, impotente, inerme, en tanto que el otro, el rival afortunado, tomaba para sí aquella virginidad fresca, vigorosa, que tan supremos goces prometía, y la gozaba con el arranque brutal del macho que topa, en la época del celo, con la hembra, y ahitaba en ella su sed de caricias y de amor. ¡Oh no!, él no podría permitir eso. Hasta entonces, ninguna de las mozas que apeteciera se escapó de sus brazos. ¿Por qué aquélla, la única, la amada, había de ser de otro?

 

Y su faz iba poniéndose más y más torva; las pecas aparecían negras sobre el fondo rojizo del cutis; el cabello hirsuto, aquel cabello de jilote, caía revuelto y sudoroso sobre la estrecha frente; la nariz remangada abría sus alas con el gesto del garañón que ventea… y la boca se plegaba amargamente contraída por el odio.

A Santiago no se le escapaban tan inequívocas señales de despecho; mas no lo intranquilizaban por cierto. Sentía la serena confianza del fuerte y veía con desdén, casi con satisfacción íntima, la ira de su rival. “¡Que rabie! ¿Y a mí qué? —se decía—. Si es tan hombre, que me la quite” —y seguía con monótono movimiento de cabeza el compás del jarabe número dos, que bailaban a la sazón Candelaria, la Gutiérrez y el velador Nicolás.

Refugio habíase acomedido a repartir la bebida que contenía el panzudo cacharro, y a medida que ésta circulaba, los rancheros, no cohibidos ya por la presencia de “la señora”, se animaban. Habían acabado por dejar las sillas y en los intervalos de ellas algunos colocaban los anchos sombreros de paja de trigo en el suelo, junto a la pared, y sentábanse sobre el segmento posterior de la ancha falda, de tal suerte que la copa quedaba entre sus muslos, que con las piernas formaban ángulos agudos, y posándose los pies sobre el segmento anterior de la falda, los codos sobre las rodillas y las mejillas sobre las palmas de las manos.

En aquella actitud cuasi símica, que evocaba figuras de códice, liado a la cintura el zarape a grandes rayas, seguían con los ojos las peripecias del fandango, en tanto que otros formaban grupos de bebedores, ajenos al baile y diseminados aquí y allá. Las rancheras que no bailaban permanecían en sus asientos con inmovilidad de cariátides.

Pascual envió a la tienda de raya por unos frascos de tequila, que se distribuyó incontinenti, siendo él el primero en catarlo más de lo prudente. Quería embriagarse, porque ya no podía más con aquello que le tumultuaba dentro; mas como suele suceder cuando el trastorno moral es poderoso, el alcohol, lejos de anestesiarle, excitó su espíritu y acreció sus iras.

En tanto que la mayor parte de los peones se divertían en el portal, otros, con licencia del amo, procedían a levantar en el amplio solar que se extendía frente a la casa de la hacienda un coso, hincando en el suelo tablones de diversa altura, en doble fila y sustentando en ellos un tablado.

En la tarde se correrían unos toros, y aquellos preparativos despertaban el entusiasmo de los granujas del rancho, que provistos de chirimías y tambores improvisados con cántaros y vejigas, recorrían las terregosas calles limitadas por cercas, precedidos por un pilluelo que, caballero en un borrico, pregonaba las excelencias de la corrida, gritando por vía de epílogo:

—¿Es verdad, muchachos?

—Sííí —respondían éstos a coro.

Y a su algazara reuníase el ladrido de los perros, el malhumorado gruñido de los marranos que huían al trote y los ruidosos aspavientos de las gallinas que, asustadas, escalaban las cercas y los árboles.

Era mediodía cuando la cocinera bajó al portal y dijo la santa palabra: “A comer, hijos”.

En la planta alta se había improvisado, con tablones también, una gran mesa, y allá subieron todos y se instalaron los que cupieron, poniéndose los otros en cuclillas a lo largo de la pared.

Doña Francisca y el párroco ocuparon las cabeceras, los novios una de las medianías de la mesa; seguían a derecha e izquierda de éstos los vaqueros, los medieros, y enfrente de los novios Benito, el encargado de la tienda de raya, y los padrinos.

En el centro, sobre anchos platones, humeaban cochinillos y gallinas rellenos de picadillo, pasas y aceitunas, adornados con lechugas y hierbas aromáticas; aquí y ahí, entre los frascos de rojo carlón, traído expresamente de la ciudad, levantábanse fruteros de cristal, colmados unos de chirimoyas, mameyes y aguacates abiertos en forma de granada y mostrando su blanda carne pulposa, y repletos otros de guayabas pecosas, plátanos de Acapulco, rugosas nueces, sonrosadas manzanas y doradas ciruelas.

El que esto escribe pasa por alto la reseña del banquete, que para el pío lector que la leyese en ayunas sería cruel, y para el ahíto más indigesta que un palique de maritornes, pinches y catasalsas. Por otra parte, no hubo brindis, que tal vilipendio de la palabra no se estila, por gracia del cielo, en aquella bendita tierra, ni se habló de política, señora desconocida, por magna fortuna también, de los pobres lugareños.

Concluidos el yantar y la sobremesa que era del caso, doña Francisca se levantó y fuese a dormir su siesta; don Jacinto fue a su vez en busca del breviario, y los comensales bajaron a organizar la corrida, alborotando todos más que un cotarro de monaguillos o escolapios.

Ya se habían encajonado en recinto de palizada anexo al coso tres toros cerriles, acabaditos de separar de la torada; los vaqueros vestían las chaparreras, apretaban los cinchos a sus caballos y revisaban sus reatas; algunos peones atrevidos, provistos de zarapes rojos, a horcajadas sobre las barreras, esperaban la corrida, impasibles ante el sol que chorreaba llamas, calcinando la atmósfera. Las rancheras iban trepando como podían a los tablados, cubierta la cabeza con los sombreros de palma que usan en las cosechas, de cuyas faldas pendían, a guisa de paños de sol, amplios paliacates de hierbas de colores chillones y dibujos historiados que las resguardaban de la solana. Los novios fueron a colocarse en buen sitio en uno de los tablados, cerca de los músicos y del juez vedor, don Abundio, mediero aficionado a los cuernos, que ejercía siempre tal cargo y que tenía a su lado “al señor del pistón”, apercibido a disparar el agudo toque de llamada.

Subió al último “el amo”, y el pistón lanzó a los aires el regocijado tara-ra-ri-ra, que hizo brincar a más de un corazón en los pechos.

Tampoco daré con palabras forasteras una reseña de la corrida. No había en el coso toreros de esos que visten chaquetillas de gayos colores, recamadas de oro y que pasean su pomposa inutilidad por la arena. Los vaqueros capotearon a caballo, los peones a pie; la reata hizo de las suyas, luciendo los más hábiles su agilidad para las crinolinas, los piales y las manganas, hasta que el cansancio los rindió, haciendo proferir a más de uno esta frase dirigida a Pascualillo:

—¡Patroncito, ya se me atrancó la carreta!

Santiago, a pesar de las protestas de Refugio, acabó por bajar a la arena; cada suerte concluía con la inevitable jineteada y a él le tocó jinetear al último bicho a petición del público.

Fueron de verse entonces la serenidad y gallardía del mozo. Ya las anteriores bestias habían sembrado a algunos jinetes, cuando Santiago avanzó hacia la tercera, que maniatada por las reatas, yacía resoplando en medio de la plaza.

—Apriétele el pretal, ñor Jerónimo —dijo el muchacho, y luego de hecha esta operación montó la bestia, gritando con serenidad­—: “¡Suéltenmelo!”

Como por ensalmo desapareció la red de reatas que detenía al bicho, y éste se levantó formidable, resopló una vez más batiendo la tierra y comenzó a hacer cabriolas imposibles. Santiago, con los dedos afianzados al pretal y las espuelas clavadas a los ijares de la res, sonreía a todos, sereno, inalterable, refocilándose a su sabor y talante de la impresión que causaba.

El toro furioso iba de aquí para allá, intentando librarse de la carga; agachaba el testuz, lanzando coces al aire; luego se ladeaba y su gruesa piel tenía una movilidad notable; cabeceaba luego, y por fin, sintiendo su impotencia para arrojar al jinete, tras algunas cabriolas de por no dejar, acabó por recorrer a gran trote la arena, yendo a tumbarse cerca de la barrera, entre el estruendo de los aplausos y el clamoreo de la muchedumbre que vitoreaba a Santiago.

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