Otras vidas. Tres novelas cortas

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Muy de mañanita, arrebujada en negro mantón de seda los días ordinarios y en grueso y pesado tápalo de damasco los feriados, sin más adorno que la tunicela de gran respingo, acudía a misa, repitiendo con el celebrante las oraciones desde el introito hasta el ite missa est, merced a su gran eucologio, y vuelta a su casa, ya no salía, teniendo por solaz y esparcimiento únicos sus pías lecturas, el cultivo de sus flores y el cuidado de sus canarios, clarines, cenzontles y mirlos.

Por la tarde, luego que el toque de oraciones estremecía el diáfano y sereno espacio, ella y su madre rezaban el ángelus y el rosario, con “muchos sobornales”, y a renglón seguido disponían la cena en el austero y vasto comedor amueblado con balumbosos armarios pintados de verde, donde se guardaban los cubiertos de plata, la vajilla exornada con el busto del narigudo don Fernando el Deseado; los anchos tibores del Japón, que trajo la nao de Manila, colmados de frijol, garbanzo, arroz y lentejas, y los platones de grecas y paisajes convencionales, muestras de la mejor cerámica del siglo pasado.

A las ocho en punto, el jefe de la familia, terminada la tertulia con el español abarrotero de la esquina, llegaba a casa y se dirigía incontinenti al comedor, donde se le aguardaba, y tras el benedícite reglamentario, se sentaba a la mesa y cenaba despacio y fuerte la invariable carne asada de diezmillo con chilaquiles, condimentando la pitanza con sencillas pláticas con su mujer, asuntos predilectos de las cuales eran: el cariz de las siembras, las penurias municipales, las diversas fases de la explotación territorial —dirigida por ambos cónyuges con esa habilidad instintiva en las viejas familias de provincia—, los pronunciamientos y cuartelazos en boga y la ingenua chismografía local. En tales departimientos no alternaba Francisca, por respeto, y concluida la cena el viejo labrador poníase en pie y tendía la diestra a su primogénita que la pedía con estas palabras:

—¡La mano, señor padre!

A las que el viejo respondía:

—Que Dios te haga una santa, hija.

En seguida, la joven íbase a su alcoba, rezaba sus oraciones de la noche y se dormía apaciblemente en su gran cama de palo, cubierta por amplios cortinajes, pabellón albeante que velaba los frescos encantos de aquella doncellez.

Una hora más tarde, todo el mundo dormía en la casa, y en amaneciendo Dios, el viejo dejaba el lecho marital, se vestía con diligencia y pasaba al comedor, donde ya le tenían preparados ancha jícara de chocolate y rebosante vaso de leche coronada de espuma.

Terminado el desayuno, salía al patio; ahí le aguardaba, ensillada y enfrenada, su mula favorita —una retinta poderosa y pasilarga—, cabalgábala y a buen paso salía rumbo al rancho, de donde tornaba al atardecer.

Por campanada de vacante hacía Francisca una visita a la madre Angustias o a la madre Mercedes, del convento de capuchinas o de teresas, ya para encomendarles una necesidad; ya para enviarles por el torno alguna limosna, a que las madres solían corresponder con rosarios benditos de Jerusalén, estampas, escapularios y frutas de horno; ya para entablar con ellas sencillo palique en el locutorio acerca de los acontecimientos religiosos, durante los cuales rompía únicamente su clausura y mostraba más viva devoción, asistiendo de gran mantilla a la procesión del Corpus, a los oficios del Jueves Santo y al pésame del Viernes, enviando de antemano sus pájaros a la iglesia, para el monumento y el Monte Calvario, y llevando siempre flores al Divino Preso que se exhibía en el bautisterio, convertido en aposentillo, al son de flautas plañideras.

Vida tan austera e interior, hizo a la muchacha un sí es no es melancólica y reservada; pero con una melancolía mansa y sonriente, con esa melancolía que Victor Hugo define: “el placer de estar triste”,1 y una reserva paliada por la natural bondad de su carácter. Puede decirse que era como todos los seres verdaderamente virtuosos, implacable consigo misma en tratándose del deber y tolerante con respecto a las faltas de los demás. Por otra parte, conocía tan poco el alcance de la maldad humana, había tropezado siempre con gentes tan buenas, que sus juicios, hijos de un talento claro aunque parcamente cultivado, guiábanse por un optimismo consolador. Jamás el simún de las pasiones conmovió su organismo perfectamente equilibrado. No conocía los grandes amores ni en las novelas, porque no leyó, debido a la cautela maternal, ni Atala, ni las ficciones de Walter Scott, ni Pablo y Virginia, que de tan amplia hospitalidad gozaron en los hogares mexicanos.

Los libros devotos que componían la piadosa biblioteca de su madre, sí le hablaban de exaltaciones sentimentales; mas de exaltaciones de santa caridad, muy otras de las pasiones mezquinas de la tierra.

Cierto es que la iluminada de Ávila en modo tal adolecía de amor que, según las palabras del maestro Luis de León, “el ardor grande que en aquel pecho santo vivía salió como pegado con sus palabras, de manera que levantan llama por dondequiera que pasan”.2 Cierto es igualmente que el Corderuelo de Asís se consumía en inextinguible fuego de caridad, hasta iluminar con flamígeros fulgores el cuarto en que con santa Clara “departía de las cosas de Dios”. Y no menos verdadero que la baronesa de Chantal pasó sobre el cuerpo de su primogénito para seguir al esposo que le hacía fuerza. Pero transportes tales había aprendido Francisca a hallarlos justos y lógicos, puesto que se hacía objeto de ellos a la misma divinidad que, según la feliz expresión de san Lorenzo Justiniano, siendo sabiduría infinita “por la magnitud de su amor a los hombres se había vuelto insensata”; y sin intentar imitarlos, por humildad, tampoco pensó en parearlos con los transportes del mísero amor humano: que no es comparable, como en la pomposa lengua vernácula le enseñaban sus libros, la flaca hoguera que basta apenas a calentar los miembros ateridos del viandante con la hoguera inmensa del almo sol que invade, llena y penetra con su calor vivífico todo el enjambre de los mundos y se mantiene en medio de los espacios ilimitados, como imponderable luminar prendido al domo de zafiro de los cielos; ni comparable es tampoco la linfa clara que resbala con música igual por los guijarros pulidos y multicolores de su cauce sombreado por la verde opulencia de las hojas, al mar océano que dilata sus llanuras infinitas y perennemente palpitantes, desde las blancas playas hiperbóreas hasta las tostadas riberas tropicales.

Acaso, si en el medio sencillo y restringido en que se había educado la joven, surgido hubiera una de esas pasiones volcánicas y fatales, tan traídas y llevadas por el asendereado lirismo romántico, la sugestión de Eros llegara hasta aquel corazón sano, más susceptible que cualquier otro a la influencia ambiente; pero ni se habló jamás en la ciudad de pasiones de esta laya, ni aun cuando hablado se hubiera, oyera ella el relato, en el retiro semiconventual en que vivía como todas las jóvenes sus coetáneas.

Los sueños profundos traen, empero, aparejados bruscos despertares; tarde o temprano la plétora vivífica de una sangre rica en glóbulos rojos se desborda hinchando las venas y asciende al rostro coloreándolo con el color de la fiebre y del deseo; y quizá la muchacha fuera un día presa de ese brutal despertamiento que sucede a aquel profundo sueño, o de ese golpe inopinado de deseos que sigue a esa expansión de savia virgen y opulenta; mas de todas maneras, la hora no había llegado, y Francisca pasaba por la vida como las mujeres incoloras y diáfanas de las baladas del norte por la riberas de los lagos azules, sin dejar una huella ni proyectar una sombra.

Cuando cumplió 18 años, pensaron en casarla. No era hermosa y aún se notaba en su faz de un blanco mate y en sus ojos de un azul claro, ojos de vidrio, una total ausencia de expresión. Sus formas no hacían alarde alguno de morbidez; era delgada, aunque robusta, y se presentía que la edad la tornaría enjuta y apergaminada. Sus cabellos de un rubio uniforme, sin matices, sin quebraduras, se tramaban sobre sus espaldas en trenza florida, pero sin encantos. Carecía por completo de coquetería, de flexibilidad y de esbelteces; no había en sus movimientos esa rítmica languidez llena de voluptuosidad, esa cadencia, ese garbo ingénito, merced a los cuales nuestras trigueñas de la costa desencadenan los deseos; sin embargo, era tal el tranquilo señorío de su actitud, tales eran el candor y la serenidad que de ella emanaban, que esto unido a su juventud firme y a su hacienda no menguada inclinó y domeñó la voluntad de don Pascual Aguilera, el que fue su esposo (que gloria haya).

Don Pascual ya peinaba la edad de Cristo y era oriundo de la misma ciudad. En sus verdes años —no de otra suerte que los jóvenes sus compañeros que, como consecuencia de aquel medio que tan pocas distracciones ofreciera, rendían culto, que solapaba la cautela, a las mozas de menor cuantía— calavereó recio y tupido, ejerciendo sus depredaciones preferentemente en el accesible gremio de las gatas o doncellas de servir. Acaso se excedió algo en sus placeres y ellos le dejaron como reliquias, primero, cierto agotamiento nervioso y, a últimas fechas, un hijo espurio, al cual su madre, que pronto despejó de la vida, al cristianarlo llamó Pascual, con voluntad manifiesta de que el nombre y apellido del vástago proclamasen la cepa, hidalga para ella, de donde procedía. Mas fue ésta la última aventura de Aguilera. El otoño se iniciaba con asomos de calvicie y patas de gallo que prolongaban las comisuras de los párpados, y don Pascual vio que era tiempo de amainar y dar con su averiada barca en el tranquilo golfo del matrimonio. Cambió, pues, de procederes, y abonado ya como hombre de pro entre sus conciudadanos, pudo llegar por la vía legítima al lecho de doña Francisca (previos nueve días de ejercicios espirituales que se recetó la novia y quince días de castidad que le recetó al novio, a partir del de las bodas). No fue obstáculo para éstas el vergonzante retoño, a la sazón de dos años de edad, pues mediante la venia del confesor de la desposada y patente el propósito de enmienda del contrayente, doña Francisca se comprometió, llevada de su caridad, a servir de madre a aquel fruto de un vientre plebeyo, y amarle como suyo.

 

No hizo ascos la joven a este matrimonio que aprobaban sus padres, en primer lugar porque don Pascual, sin despertarle fibra alguna, no le era antipático, y en segundo, porque cualquier marido le venía a su guisa; puesto que sus padres, tarde o temprano, habían de abandonarla en este valle de lágrimas, era claro que debía buscar un apoyo, casarse y llevar una vida cristiana, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí misma.

Como si sus progenitores no esperasen más que su colocación definitiva, en el estado que le convenía, se le murieron casi al mismo tiempo: el viejo de congestión cerebral, provocada por las criadillas de que se atiborró en unas capazones, y la vieja de una pleuresía, para la que no valieron punciones y que atrapó al salir de unas vísperas.

Quedose, pues, la moza huérfana, mas al amparo de su esposo y bien acondicionada, porque la hacienda de la Soledad valía hartos dineros, la casa paterna era maciza y amplia, y además don Pascual contaba con haberes saneados y no escasos.

En su legítimo ayuntamiento fue doña Pancha mutatis mutandis, lo que había sido en su soltería: mujer de su casa antes que todo y católica a macha martillo por temperamento y por idiosincrasia. Suprimió una ración a las prácticas piadosas para aumentar otra a las labores domésticas que exigía su nuevo estado, y vivió tranquila, viendo hacer a su esposo lo que había visto hacer a su padre y haciendo ella lo que su madre hacía.

No tuvo fruto aquel matrimonio, que a pesar de la perfecta aptitud que para la fecundidad autorizaban a suponer en doña Francisca sus patentes buenas cualidades fisiológicas, don Pascual, debido a los dispendios de energía vital de antaño, hogaño estaba reducido, o poco menos, a la triste condición de la higuera maldita del Evangelio; pero el lacrado retoño del extenorio suplió de mala manera, es cierto, al negado fruto de bendición, siendo para la señora un verdadero cosijo, al cual, empero, amó con cristiana caridad, tolerándole todo lo tolerable y no desmandándose en el castigo cuando éste era necesario.

III

Criaron entrambos al chicuelo como Dios manda, y así que hubo cumplido los cinco años enviáronle a la escuela, venciendo su resistencia en parte con admoniciones y en parte con la promesa del cubierto clásico que ostentaba esta inscripción: “Para un niño bonito”; regalo que tenía el don de poner de buen talante a los escolares reacios; mas estaba de Dios que el dómine, con el auxilio de la palmeta y demás adminículos disciplinarios, nada podría contra aquella mollera difícil de asimilarse algo de provecho y que temprano dio señales de un histerismo sospechoso; solía padecer el niño grandes alteraciones sensitivas y obsesiones voluptuosas; amaba el engaño y el disimulo; mostraba celos precoces en sus cariños; adolecía de frecuentes accesos de melancolía, a los que sucedían transportes de loco júbilo; irritábase con facilidad y era, en edad relativamente corta, dominado por un erotismo salvaje.

A duras penas aprendió el silabario: “Jesús, a, b, c, d”; el libro segundo, el catecismo y una miaja de historia sagrada. En cambio, era consumado jugador de canicas y rayuela, y candidato constante al calabozo en el cual se guardaban los mutilados trebejos de la escuela.

En aquellos buenos tiempos, las orejas de burro constituían un gran procedimiento penitenciario para los estudiantes perezosos; mas Pascualillo ni por ésas dio de sí. Casi de diario poníanle de rodillas con las susodichas orejas aplicadas al pabellón de las de carne, en el alféizar de la única ventana de la clase, como un ecce homo de nuevo género, expuesto al vilipendio y a la burla de los transeúntes, y todo era en vano. El muchacho empezaba por irritarse hasta berrear y patalear a más no poder; pero a poco reía cínicamente y cuando el maestro, rebosante de justa indignación, le decía: “No tienes vergüenza”, él murmuraba de suerte que sólo sus compañeros le oyesen: “Era verde y se la comió un burro”.

Para hacer nubes con saliva y polvo de pizarrín en la pizarra, era en cambio habilidoso; para armar bataholas en la clase tenía todos los tamaños necesarios; ninguno disparaba con tanto acierto como él una bola de papel mascado a las narices de un compañero a quien tuviese tirria, una de esas ojerizas inmotivadas y crueles propias de él; ninguno encalillaba con más precisión las moscas, hacía mejor el 31 con la navaja o salaba a un escolar neófito con más tino. Su vozarrón de zángano sobresalía entre todos cuando los escolapios repasaban la lección a grito herido, ya para enojar a alguno diciéndole: “¿Me das a tu hermana?”, o bien para canturrear el

Lero, lero, calzones de cuero,

mete la mano y saca dinero…

Era cruel con los compañeros débiles, incitábales a la riña y ponía las reglas en las manos de los contendientes, aplaudiendo cuando había descalabraduras; y como si todo esto no bastase, apenas se inició la pubertad, despertáronse en él, según se ha dicho, los más asquerosos erotismos.

El pobre dómine no las tenía todas consigo respecto al muchacho, y considerándose impotente para embridar en él tantos malos ímpetus, acabó un día por afianzarlo de la oreja y llevarlo ante sus padres, diciéndoles:

—Mi señor Aguilera, mi señora doña Francisca, yo ya no puedo aguantar a esta criatura…, hace chilar y medio. Ahí verán ustedes qué medicina le aplican.

Doña Francisca, severa, sin atender a las jeremiadas del mocoso, respondió:

—Pues castíguele recio, don Estanislao; ya le dije que se lo entregaba “con nalgas y todo”.

En cuanto a don Pascual, lanzando por aquellos ojos rayos y centellas, agarró al pillín de un brazo, pidió la cuarta y le condujo al corral.

Pascualillo, presintiendo que la zurra sería buena, y presa de un terror loco, gimoteaba más recio, exclamando:

—¡Perdón, papacito, ya no lo vuelvo a hacer!

Pero en vano, la zarabanda fue de mano maestra y tras de ella vino el encierro.

No así la enmienda. Las diabluras continuaron, y un día, el buen dómine halló a su educando en un rincón del patio de la escuela, sentado en el brocal agrietado y lleno de lama de un pozo, en intencionado palique con la muchacha mandadera, que había ido a sacar agua, diciéndole cosas que no son para repetidas.

Poco le faltó a don Estanislao para llorar; despidió a la fámula, pescó por segunda vez al erotómano, lo llevó a su cuarto y con hondos suspiros que acusaban la desolación del ánimo recto y habituado a marchar por las vías del Señor, le dijo:

—¡Me vas a sacar canas verdes! ¿Quién te ha abierto los ojos, segundo Pedro de Urdemalas,3 para que hagas esas cosas? ¿Qué diría don Pascual, qué diría tu santa madre adoptiva, si supieran que todavía con la leche en los labios, cometes actos tan pecaminosos y torpes?... Allá te lo hayas, hijo; allá te lo hayas. ¡El “cazo mocho”4 es muy grande y un día de estos cargan contigo todos los enemigos malos, para atormentarte per sæcula sæculorum por donde más pecado hayas habido!...

Como Pascual en su casa no quebraba un plato, al parecer, siguiendo su tendencia al disimulo, que le permitía espiar solapadamente a las criadas y a su propia madrastra cuando se bañaban, y hacer otras lindezas sin que nadie se percatase de ello, Aguilera y doña Francisca estaban muy lejos de pensar que sus fechorías alcanzaban las proporciones que de hecho tenían, aventurándose por los cenagosos vericuetos de una libidinosidad tan fuera de sazón; mas a fuerza de oír las quejas del dómine, que jamás se atrevió a referir lo más pardo del caso, resolvieron retirarlo de la escuela y ponerlo a trabajar en la Soledad, al ojo del mayordomo, que era un hombre viejo y de confianza.

Empero, antes de cumplir este propósito, enviáronlo a confesar, no sin que fuesen precisas para ello las conminaciones más duras.

El sacerdote, un santo varón muy hecho a escudriñar conciencias infantiles, se escandalizó sin embargo de todas veras cuando pudo sondear un poco aquella alma torcida, que con temor instintivo y tras hipócritas omisiones se le mostraba.

—¡Pero tú has hecho eso, hijo de mi alma! Dios santo, ¡qué niños los de hoy!

Pascualillo había hecho “eso” y mucho más, y juzgando que el buen padre iba a aplicarle un correctivo idóneo e inmediato, se echó a gimotear, haciendo creer al confesor en una contrición y un propósito firme de enmienda del todo problemáticos.

La penitencia fue severa:

—Un ayuno, diez rosarios y cinco coronas a la Madre de toda pureza, para que te haga limpio como ella, y sobre todo, no te quedes en la cama después de haber despertado. En yéndose el sueño, ¡despabílate y arriba! Ocúpate todo el día, que la pereza es madre de los pensamientos torpes, y evita la intimidad con personas de distinto sexo.

Con tan buenos consejos aparejado, el penitente se fue a la hacienda. Ahí no dejó, era claro, sus mañas, mas se tornó en poco tiempo tan montaraz como un toro bravío.

Sentía, no obstante, afición a las campestres labores y se dedicaba a ellas con empeño. Pero en llegando las horas de ocio, a pesar del mayordomo y de todos los pesares, cortejaba a las rancheras guapas, cuya conciencia fácil e incauta no se rebelaba ante las caricias del “güero”, como le llamaban, cuantimás que éste no les escaseaba los medios y los cortes de percal floreado.

Repetidas veces al volver del campo, pardeando la tarde, sin detenerse ni aun para que los mozos le descalzaran las espuelas, íbase a tal o cual casuca para entablar insinuante plática con las fléridas que le cuadraban o llegar a mayores si el tiempo lo permitía, y mientras el objeto de sus deseos molía el maíz, de rodillas ante el metate, Pascual, sentado en un tronco, mirábalo con ojos lujuriosos, espiando los momentos en que el vaivén del torso de la muchacha dejaba ver los atezados y blandos globos de los senos, y a la luz viva del fogón y acurrucado en la primitiva silla, dijérase un gnomo maligno, dispuesto a saltar sobre una presa hondamente codiciada. Su pelo rojizo color de jilote, sus ojos de un azul turbio como el de los manantiales removidos, su nariz remangada, su boca grande de labios gruesos que dejaban ver los incisivos y caninos separados, sus mejillas asperjadas de pecas que les daban el aspecto de la corteza de las guayabas, constituíanle una fisonomía de sensualidad tal que a su lado no desmereciera un cretino.

Apenas barruntaba que el mayordomo andaba en su busca, despistábalo con habilidad suma, y cuando aquél volvía a la casa, Pascual ya estaba tranquilamente en la cocina, esperando la cena, terminada la cual el mayordomo jugaba su partida de malilla con el encargado de la tienda de raya, a la luz ictérica del viejo quinqué, mientras el gato barcino de la cocinera se hacía un ovillo junto al fogón, y los gañanes del servicio roncaban sonoramente; y Pascualillo, escabulléndose a lo mejor, lanzábase de nuevo a sus aventuras.

Mas cuando la vigilancia mayordomil no le permitía la escapatoria, sus noches se poblaban de imágenes impuras. A veces padecía insomnios pertinaces, y entonces, con los ojos abiertos en la sombra, excitado por la soledad y por el silencio, veía desfilar más desnudeces que todas las que turbaron las plegarias del santo Abad en el apartamiento del yermo.5

Mísero retoño de un agotado y de una alcohólica, con quién sabe qué heredismos torpes, la redención para él debía ser vana —nulla redemptio—. Su pecado era el gran pecado que clama al cielo y labra perpetuamente las cadenas de la humanidad; era el pecado único y fatal que no ofende acaso a una “divinidad indiferente”, pero que estanca y retiene sin remedio el progreso y la felicidad de los seres, impidiendo el perfecto matrimonio intelectual, soñado por los apóstoles de la civilización; era el nefando pecado que en vano amparará la ley con vil tercería en los tálamos de las nupcias y bendecirá el sacerdote en nombre de Dios: porque ni la ley ni el sacerdote tienen derecho de sancionar prostituciones; era el pecado que arroja a la virgen, criada entre prácticas piadosas, rodeada de solicitudes, amamantada de purezas, en los brazos del macho ávido, haciéndola perder su sola aristocracia, la doncellez; su única majestad; la froide majesté de la femme stérile, que dijo el poeta;6 y su único encanto, el pudor, en nombre de un principio estúpido: la perpetuación de la especie; como si fuera preferible que la especie continuara su vida de desolación sobre la tierra ingrata donde los clamores del sufrimiento son infinitos, a que se extinguiese inmaculada, al fin, sabia y augusta, en una sola generación, vencida ya la bestia que fue el eterno origen de su degradación y de su miseria… Su pecado era, en fin, el espíritu de fornicación.

 

Aguilera iba diariamente a la Soledad; mas a buena hora tornaba a su casa, a la cual sólo se llevaba al muchacho los domingos y fiestas de guardar, para que oyese la misa de precepto y viese a doña Francisca.

Así vivió el mozo largo tiempo y, a decir verdad, si sus libidinosidades fueron en auge, también aumentó su afán por el trabajo, y temprano dio muestras de ser un hábil hacendado.

Cuando llegaba a los 18 años, su padre emprendió el viaje definitivo, y el muchacho quedó constituido en autoridad en su ínsula.

Doña Francisca, sin más lazo en el mundo que el de su hijastro, dejó la ciudad, poniendo al cuidado de su casa a una vieja ama de llaves que la vio nacer, y fuese a la Soledad a vivir con Pascualillo. Obtuvo del obispo de la diócesis que le enviase para misar y administrar sacramentos a un capellán viejo y verdaderamente apostólico, el padre Buendía, que a una severa e inexorable conciencia adunaba un gran celo, y con él dedicose a las obras piadosas, siendo la providencia de los campesinos.

Ella personalmente llevaba leche a los enfermos que la habían menester; ella los curaba con remedios caseros, y en avecinándose las postrimerías, cristianamente disponíalos a morir; ella sacaba de pila a los infantes, ajuareaba a los desnudos y en los ratos que estos misericordiosos oficios, sus quehaceres domésticos y sus devociones le dejaban libres, reunía a los chicuelos del rancho al amparo del portal; los sentaba a su rededor sobre un ancho petate y poníase a estudiarles el todo fiel, los mandamientos, los artículos, el padrenuestro, el credo y el avemaría. A veces llevaba su caridad hasta espulgarlos, sin percatarse de su miseria, y sus manos patricias de blancura mate, afiladas y exangües, aventurábanse tranquilas por las inextricables cabelleras, tocando sin estremecimientos de horror los pululantes y asquerosos bichos.

Sentía al llevar a cabo estas obras de misericordia una de las pocas satisfacciones que podía darle vida tan igual, tan ajena de accidentes como la suya: esa íntima satisfacción que nos dice acá muy adentro, con lenguaje insinuante: “eres bueno”, y que no deja de estar mezclada a cierta dosis de vanidad, inocente si se quiere, pero vanidad al fin, que ésta es tan sutil que se aguza, se flexibiliza, se encoge, para penetrar en todas las almas, enredarse a todas las intenciones, torcidas o puras, y acurrucarse en los corazones todos y en todos los cerebros.

La conciencia tiene voluptuosidades para las almas que, siendo rectas, son al propio tiempo y por temperamento, serenas y refractarias a la aberración del escrúpulo; voluptuosidades que por ocultas y disfrazadas no alarman al virtuoso y que explican en parte ese estoicismo cristiano ante la renunciación de todo lo exterior, de lo que hace amable y fecunda la vida y le presta un derrotero fácil y sonriente. La vanidad crea estas voluptuosidades, las informa, es su meollo, y bien pudiera llamarse la coquetería de la virtud.

No tenía la buena señora conocimiento de los procederes de Pascual, que, a semejanza de muchos hacendados feudales, amenazaba con poblar de Aguileras la hacienda, pues no había chismosos en la Soledad, y aun cuando los hubiese habido, no pararan mientes en ello, dada la nulidad de criterio moral de que adolece nuestra clase campesina, a quien la comunión con la naturaleza torna bíblica y tranquilamente impúdica.

Si por acaso alguna de las maltrechas doncellas, víctimas del erotismo del muchacho, hallaba, merced a los oficios de éste, un gañán dispuesto a pasar por todo y a casarse con ella mediante una labor a medias o algo por el estilo, el solo comentario del caso era, si dos comadres se encontraban a la margen del aguaje:

—¿Qué razón me da de la fulana, comadre?

—¡Cómo!, ¿pues qué no sabe que ya encontró “albañil”?7

Y una risa a la sordina, entre el gluglutear de los cántaros que se llenaban, subrayaba las frases, tras de lo cual las rancheras volvían camino de sus jacales.

IV

Pero un día los zarcos ojos del charro acertaron a fijarse en la morena cara de Refugio, en aquella cara oval, graciosa y expresiva, con vellos de albérchigo y color de manzana, y cátalo vuelto loco: ya no fue sola la tendencia idiosincrásica la que le guió entonces, sino algo más; la pasión, una pasión toda sensualismo, avasalladora y tremenda en temperamento tan avieso y tan fuera de regla como el suyo.

Refugio era huérfana; vivía a la sazón con una vieja parienta, que, al morir su padre, mediero criollo de la hacienda, se había hecho cargo de ella.

Por aquellos días su hermosura empezaba a florecer, prometiendo al más pedigüeño gusto lozanías opulentas. Llegaba a los 17 años, y sus formas, sus movimientos, sus actitudes, mostraban esa encantadora indecisión que marca el paso de la impúber a la núbil.

Pascual acabó por despachar noramala los amoríos que con antelación habíanle conturbado. Ante la fresca, sabrosa y prístina belleza de Refugio, ante su gracia y garabato, todas las rancheras con sus enaguas chillonas, sus camisas bordadas de negro, sus collares de cuentas de vidrio, sus rebozos de hilo de bolita tramado de seda, sus zapatos de raso azul o negro de alto tacón y demás detalles de la trashumante indumentaria dominguera “valían un cacahuate”.

¡Refugio sí que era mujer!

Había que verla los domingos, garrida, donairosa, ir a misa con su pergeño de cristianar, contoneando con desenfado el palmito de avispa, haciendo crujir las limpísimas enaguas interiores, almidonadas hasta azulear, que dejaban traslucir la saya de gasa floreada; levantando blandamente con su rítmica respiración la mascada tornasol que velaba el nacimiento de sus senos y que constituía el complemento indispensable del corpiño blanco ornado de valencianos. Había que ver aquella trenza negra, riza, luciente, entretejida de listón oscuro, que ondulaba como víbora de azabache sobre la firme espalda, al menor movimiento de la niña.

Por desgracia para Pascualillo, la tal tenía su dueño y señor en la persona de Santiago, el patán más cumplido que vieron ojos de hembra.

Era éste un real mozo en todo el vigor de sus 22 años y había en él circunstancias para volver el seso a la más antojadiza ranchera. Vaquero de oficio, se pintaba solo para amansar a una potranca o para jinetear un toro cerril. Mangana o pial que él echara no fallaba en jamás de los jamases, y con la reata en la mano era una potencia. Para él todos lo pencos merecían poco, y cuando en el estreno de algún potro, éste para aliviarse del jinete se limitaba a tres o cuatro cabriolas y escarceos, Santiago murmuraba enseñando los blancos dientes con despreciativa sonrisa:

—Salió mansito.

Tenía latentes en su alma todas las exaltaciones de las naturalezas primitivas. Con los amigos era baladronero, decidor, alegre, y se le quería bien porque sabía gastarse sus dineros en aguardiente y hacer un favor a quien se lo pedía. Con sus enemigos era rencoroso y alebrestado; el o la que se la hacía, se la pagaba, y referíanse de él historias capaces de poner los pelos de punta al mismísimo san Pedro, que según todas las tradiciones, era ingenuamente calvo. En cierta ocasión, por ejemplo, una hembra se la pegó con otro, y el garzón, entonces de 20 años, la llevó con engañifas a un potrero aislado y baldío, al caer la tarde; le mostró una estaca de pino, previamente hincada en un barbecho y cuya punta superior estaba más afilada que el cuerno de un toro puntal, y enseñándosela le dijo: