La ciencia no respeta nada

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Aus der Reihe: En serio #13
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Collage

El doctor Joris-Abraham-W. Snowdrop, de Pigtown (Estados Unidos), había alcanzado la edad de cincuenta y cinco años sin que ninguno de sus parientes o amigos hubiesen podido endilgarle una mujer.

El año pasado, unos días antes de Navidad, entró en la gran tienda ubicada en 37 Square (Objetos artísticos de banaloide), para comprar sus regalos de Christmas.

El doctor fue atendido por una joven pelirroja tan encantadora que lo conmovió por primera vez en su vida. Y enseguida fue a la caja a averiguar el nombre de la muchacha.

—Miss Bertha.

Así que le preguntó a miss Bertha si quería casarse con él. Miss Bertha respondió que, por supuesto (of course), sí quería.

Quince días después de este encuentro, la seductora miss Bertha se convertía en la bella mistress Snowdrop.

A pesar de sus cincuenta y cinco años, el doctor era un marido absolutamente presentable. Abundantes cabellos de plata enmarcaban su rostro galán, siempre afeitado con esmero.

Estaba loco por su mujercita, le daba todos los gustos con una ternura conmovedora.

No obstante, en la noche de bodas le había dicho con terrible tranquilidad:

—Bertha, si alguna vez me engaña, arrégleselas para que yo lo ignore.

Y había agregado:

—Es por su interés.

Por entonces, el doctor Snowdrop, como muchos médicos estadounidenses, acogía en su casa como pensionista a un estudiante que asistía a su consultorio y lo acompañaba en las visitas; excelente forma de educación práctica que deberíamos aplicar en Francia. Quizás así lograríamos reducir ese índice de mortalidad que afecta tan cruelmente a la clientela de nuestros jóvenes doctores.

El alumno del señor Snowdrop, George Arthurson, un apuesto joven de unos veinte años, era hijo de uno de los más antiguos amigos del doctor, y este lo quería como si fuera su propio hijo.

Al joven no le resultaría indiferente la belleza de miss Bertha pero, como era un muchacho honesto, reprimió sus sentimientos en lo más hondo de su corazón y se dedicó a estudiar para mantener la mente ocupada.

Por su parte, a Bertha también le había gustado el muchacho enseguida pero, como era una esposa fiel, quiso esperar a que George le hiciese la corte primero.

Esta artimaña no podía durar mucho tiempo. Y un buen día George y Bertha cayeron uno en brazos del otro.

Avergonzado por haber sido débil, George juró que no volvería a intentarlo, pero Bertha se juró lo contrario.

El joven le huía; ella le escribía cartas de pasión desmedida:

«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único ser!... ».

La carta en la que destacaba este pasaje cayó en manos del doctor, quien se limitó a murmurar:

—Es muy factible.

Esa misma noche, cenaron en White Oak Park, una propiedad que el doctor tenía cerca de Pigtown.

Durante la comida, una extraña e invencible somnolencia se apoderó de los dos amantes.

Ayudado por Joë, un atlético negro que estaba a su servicio desde la guerra de secesión, Snowdrop desvistió a los culpables, los acostó en la misma cama y completó la anestesia aplicándoles un carburo de hidrógeno de su invención.

Preparó sus instrumentos de cirugía tan tranquilamente como si fuera a sacarle un callo a un chino.

Después, con notable destreza, quitó el brazo derecho y la pierna derecha de su mujer, desarticulándolos.

Repitió la misma operación con George, quitándole la pierna y el brazo izquierdos.

A lo largo del lado derecho de Bertha y del lado izquierdo de George, separó una tira de piel de tres pulgadas de ancho.

Entonces, acercó ambos cuerpos de modo que las dos heridas en carne viva coincidieran. Las mantuvo pegadas juntas, muy fuertemente, por medio de una larga cinta de tela con la que envolvió unas cien veces a los jóvenes.

Durante toda la operación, Bertha y George permanecieron inmóviles.

Después de comprobar que se hallaban estables, el doctor les introdujo en el estómago, con una sonda esofágica, un buen caldo y un burdeos añejado.

Bajo la acción del narcótico administrado con habilidad, permanecieron así quince días sin recuperar el conocimiento.

Al decimosexto día, el doctor comprobó que todo estuviera correcto.

Las heridas de hombros y muslos habían cicatrizado.

Los dos lados ahora eran uno solo.

Entonces, Snowdrop, con un brillo triunfal en los ojos, suspendió los narcóticos.

Al despertar, Georges y Bertha creyeron ser presas de una horrible pesadilla.

Pero la cosa se agravó cuando advirtieron que no se trataba de un sueño.

El doctor no podía contener su sonrisa ante tamaño espectáculo.

Por su parte, Joë se doblaba de risa.

Bertha era quien más chillaba, como una hiena enloquecida.

—¿De qué se queja, querida mía? —la interrumpió con suavidad Snowdrop—. No he hecho más que cumplir su deseo más caro:

«...Estar siempre contigo; no separarnos jamás; ¡que nuestros cuerpos sean un único ser!...».

Y con una delicada sonrisa, el doctor agregó:

—Esto es lo que los franceses denominan collage.

À se tordre, 1891

El colmo del darwinismo

¡Jóvenes! No crean que siempre fui el viejo caprichoso y enclenque que hoy conocen.

Hubo tiempos en los que destellaba de tanta gracia y belleza.

Las señoritas exclamaban al verme pasar: «¡Oh, qué joven encantador! ¡No hay dudas de que es alguien como es debido!». Y en ese punto las señoritas se equivocaban curiosamente, porque nunca fui alguien como es debido, ni siquiera en los tiempos más recónditos de mi primera juventud.

En esa época, la musa de la Prosa había rozado tenuemente, con la punta de su ligerísima ala, mi frente de marfil.

Además, la naturaleza de mis ocupaciones era poco proclive a impulsarme hacia tan etéreas fantasías.

Me preparaba, gracias a unas prácticas realizadas en las mejores casas de París, para el ejercicio de esta profesión tan desprestigiada en la que se formaron, en el siglo xvii, el señor Fleurant y, en nuestros días, el travieso Fenayrou.

¿Es necesario añadir que el mero hecho de entrar a trabajar en una farmacia daría paso a las más inminentes e irremediables catástrofes?

Mi jefe de turno pasaba rápidamente de sorprenderse a preocuparse y, finalmente, a enloquecer, rayando a veces la demencia.

En cuanto a la clientela, buena parte quedaba diezmada por una prematura defunción; los restantes manifestaban su desconfianza con vehemencia y acudían a otro establecimiento.

En resumidas cuentas, arrastraba entre los pliegues de mi bata el fantasma de la ruina, una ruina de sonrisa sardónica.

Yo era terriblemente escéptico respecto de las sustancias venenosas; tenía un horror instintivo por los centigramos y los miligramos, ¡qué medidas más miserables! ¡A mí háblenme de gramos!

Por eso, a menudo agregaba generosamente los más temibles tóxicos a preparaciones consideradas inocuas hasta entonces.

● ○

Lo que más me gustaba era generar viudas: una ocurrencia mía.

Cuando una clienta medianamente amable venía a la farmacia con una receta médica, yo le preguntaba:

—¿Quién es el enfermo en su familia, señora?

—Mi marido, señor... Pero no es nada grave, eh, un pequeño resfriado.

Ahí yo me decía: «¿Así que tu marido está resfriado? Pues bien, ya me ocuparé yo de devolverle la pureza a su organismo». Y era raro no toparse al día siguiente con un entierro por el barrio.

¡Qué tiempos aquellos!

● ○

En una farmacia en la que trabajaba más o menos por esa época, tenía un jefe que podía ser acólito de la señora Benoîton. Siempre de paseo.

Lo cual me venía de perillas, porque nunca fui un amante de la vigilancia perenne.

Todos los mediodías, un viejo rentista del barrio, una especie de memo enemigo del progreso y clerical acérrimo, venía a enredarme en interminables charlas sobre Darwin como tema principal.

El viejo memo consideraba a Darwin el gran culpable de todo y soñaba con meterlo preso (Darwin aún no había muerto por entonces).

Yo le respondía que Bossuet era un payaso y que, si me enteraba dónde estaba su tumba, iría a cubrirla de excrementos.

Y así transcurrían tardes enteras hablando de adaptación, selección, mutación, herencia. El viejo memo exclamaba:

—¡No me puede negar que la Providencia es la que crea determinado órgano para determinada función!

—No es cierto —le respondía apasionadamente—, su Providencia es más gansa que un asno. El medio trasforma el órgano y lo adapta a su función.

—¡Su Darwin es un canalla!

—¡Y su Fénelon, un mono!

● ○

Ya pueden imaginar de qué forma despachaba yo, durante nuestras discusiones seudocientíficas, las prescripciones médicas.

Recuerdo especialmente a un pobre hombre que llegó en el momento más álgido de la charla con una receta para dos medicamentos: una loción común para masajear el cuero cabelludo y un jarabe para purificar la sangre.

Una semana después, el pobre hombre regresó con su receta y los envases vacíos.

—La cosa va mucho mejor pero, por todos los demonios, esta porquería deja el cabello a la miseria. ¡Y ni hablar de los sombreros!

Eché un vistazo a los frascos.

¡Horror! Me había equivocado de etiquetas.

El pobre hombre había bebido la loción y se había masajeado la cabeza con el jarabe. Me dije: «Bueno, si le funcionó bien, sigamos así».

 

Después me enteré de que el pobre hombre, que padecía una enfermedad en el cuero cabelludo al parecer incurable, sanó por completo después de un mes de tratamiento invertido.

(Someto el caso a la Academia de Medicina.)

● ○

El viejo memo del que hablaba antes tenía un perro lanudo blanco; estaba muy orgulloso de él y lo había bautizado Black, sin duda porque black significa negro en inglés.

Un buen día, Black comenzó a rascarse mucho. El viejo memo me preguntó qué podía darle contra la picazón.

Le aconsejé un baño de azufre.

En el barrio había justamente un veterinario que, una vez por semana, ofrecía un baño de azufre colectivo a los perros de su clientela.

El viejo memo dejó a Black en un baño de esos y se fue a dar una vuelta mientras tanto.

Cuando regresó, ya no estaba Black.

Sí había, en cambio, un perro lanudo de un negro imponente, del mismo tamaño y forma que Black, empeñado en lamerle las manos con un aire inquieto.

El viejo memo exclamó: «¡Vete de aquí, sucio bicho! ¡Black, Black, pssst!».

Se trataba, en efecto, del mismo Black, aunque de color negro; ¿cómo había podido pasar?

El veterinario no entendía nada.

No era por culpa del baño, porque los otros perros habían conservado su color natural. ¿Entonces?

El viejo memo vino a consultármelo.

Hice como que reflexionaba y, de repente, simulando estar inspirado, exclamé:

—¿Acaso ahora se atreve a negar la teoría de Darwin? No solo los animales se adaptan a su función, sino también al nombre que tienen. Usted bautizó Black a su perro y era inevitable que se volviera negro.

El viejo memo me preguntó si por casualidad me estaba burlando de él y se fue sin esperar respuesta.

● ○

A ustedes sí que puedo contarles cómo fue la cosa.

La mañana en la que Black debía darse el baño, yo me había llevado al fiel animal al laboratorio y lo había rociado con abundante acetato de plomo.

Ahora bien, sabido es que la unión de una sal de plomo con un sulfuro determina la formación de sulfuro de plomo, sustancia todavía más negra que las galerías de hulla de Taupin.

Nunca más volví a ver al viejo memo pero, para mi alegría, no dejaba de ver a Black por el barrio.

Del hermoso negro generado por mi química, su pelambrera mutó en un gris desparejo, luego en un blanco sucio y, bastante tiempo después, recuperó el blanco inmaculado.

À se tordre, 1891

Extraña muerte

La peor marea del siglo (ya llevo vistas unas quince y espero que la afortunada serie no se acabe demasiado pronto) ocurrió el martes pasado, 6 de noviembre.

Bonito espectáculo que no cambiaría por una salva de cañones, ni por dos, ni probablemente por tres.

El mar, agitado gracias a una fuerte brisa del sudoeste, asomaba por los muelles de Le Havre y se zambullía en las alcantarillas de la ciudad, mezclándose con las aguas negras y reconduciéndolas a los sótanos de las casas.

Los médicos se frotaban las manos: «¡Qué bien! —se decían—. ¡Vengan a nos los enfermos de tifus!».

Esto era así porque —créase o no— la ciudad de Le Havre-de-Grâce está construida de tal forma que el alcantarillado ha quedado por debajo del nivel del mar. Y ante la más ínfima marea, a pesar de la enérgica resistencia del señor Rispal, los residuos de sus habitantes se expanden cínicamente por las más lujosas arterias de la ciudad.

Hago un paréntesis: ¿no les parece acaso que ese cabrón de Francisco I,1 en lugar de llevar una vida ociosa, rodeado de mujeres, en las tabernas de la encrucijada de la calle Buci, habría hecho mejor en vigilar más de cerca los puentes y caminos de su reino?

¡En fin, qué importa! El espectáculo valía la pena.

Pasé la mayor parte del día en el muelle viendo de qué forma entraban y salían los barcos.

Como el cierzo helaba el aire, me levanté el cuello del abrigo. Me disponía a hacer lo correspondiente con los dobladillos del pantalón (soy muy delicado con mis efectos personales) cuando apareció mi amigo Axelsen.

Mi amigo Axelsen es un joven pintor noruego, lleno de talento y emotividad.

Tiene talento cuando está sobrio y emotividad el resto del día.

En ese momento se hallaba dominado por la emotividad.

¿Quizás fue por la brisa que soplaba más fuerte? ¿O porque su corazón estaba colmado...? La cuestión es que los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Qué pasa? —pregunté en tono cordial—. ¿Algo anda mal, Axelsen?

—No, estoy bien. Este es un espectáculo espléndido, pero también un recuerdo doloroso. Todas las peores mareas del siglo me hacen trizas el corazón.

—Cuéntame el motivo.

—Con gusto, pero aquí no.

Y me llevó a la pequeña trastienda de un quiosco de tabaco en el que una joven inglesa, bastante guapa, nos sirvió un ponche svenska que sacó de detrás de unos trastos.

Axelsen se enjugó las lágrimas. Esta es la penosa historia que me contó:

—Hace cinco años de esto. Yo vivía en Bergen (Noruega) y estaba dando mis primeros pasos como artista. Un día, una noche más bien, en una velada en lo de Isdahl, el gran comerciante de huevas de pescado, me enamoré de una muchacha encantadora, que cautivó mi atención al instante. Pedí que me presentaran a su padre y me convertí en una presencia habitual en su casa. Como faltaba poco para su cumpleaños, pensé en hacerle un regalo, pero ¿cuál? ¿Acaso conoces la bahía de Vaagen?

—Aún no.

—Bueno, es una bahía bastante bonita que volvía loca a mi querida, sobre todo un rinconcito especial. Pensé: «Le haré una hermosa acuarela de ese rincón, le encantará.» Así que una mañana bien temprano fui hacia allí con mis enseres de acuarelista. Pero fíjate que me había olvidado una cosa: el agua. Así como a los comerciantes de vino se les prohíbe diluir el vino en agua, a los acuarelistas les resulta algo más bien indispensable. ¡Sin agua! «Qué importa —me calmé—, haré la acuarela con agua de mar, a ver cómo sale.»

Y salió una acuarela bastante bonita, que regalé a mi querida. Ella la colgó enseguida en su habitación. Solo que... ¿no sabes lo que pasó?

—Lo sabré cuando me lo hayas contado.

—Pues bien, pasó que el mar de mi acuarela pintada con agua marina era sensible a la atracción lunar y variaba con las mareas. Amigo, no sabes qué raro era ver en mi cuadro cómo el pequeño mar subía, subía y subía hasta cubrir las rocas y, después, bajaba, bajaba y bajaba desnudándolas de a poco.

—¡Ah!

—Sí... Una noche tuvo lugar, como hoy, la peor marea del siglo y una espantosa tempestad se desató en la costa. ¡Tormenta, truenos, rayos!

Ni bien se hizo de día fui a la casa donde vivía mi amante. Me encontré con la gente en estado de profunda consternación.

Mi acuarela había desbordado: la muchacha se había ahogado en su cama.

—¡Qué desgracia, amigo!

Axelsen lloraba como una foca. Le tendí la mano. Entonces agregó:

—Oye, mira que es completamente cierto lo que acabo de contarte. Si no, pregúntaselo a Johanson.

Esa misma noche vi a Johanson, quien me confirmó que se trataba de una broma.

À se tordre, 1891

1 Si por casualidad un descendiente del monarca se siente ofendido por mi apreciación, solo tiene que buscarme. Jamás he reculado ante un Valois.

El lenguaje de las flores

Puedo llegar a admitir que un turista que haya pasado un siglo o dos lejos de su tierra no se sorprenda si al volver encuentra escombros y ruinas donde antaño había suntuosos palacios; pero no ha sido ese mi caso.

Después de ausentarme cinco o seis meses, grande fue mi estupefacción al encontrar, en uno de esos sitios de la costa que me eran muy familiares, una mansión en completo estado de ruina, una vieja mansión feudal que estaba seguro de no haber visto el año pasado ni ahí ni en ninguna otra parte.

Mi olfato detectivesco me llevó a pensar que esas ruinas eran ficticias y de fecha probablemente reciente.

Además, el aspecto del castillito en cuestión era más ridículo que siniestro. A simple vista todo parecía de pacotilla: almenas desportilladas, torres desmanteladas, matacanes faltantes, ventanas ojivales tapadas con barrotes cuyo espesor no barruntaría ni el mejor de los abogados; en suma, un cúmulo de despropósitos. Una rápida investigación por la zona me reveló enseguida la historia de esta neovieja construcción y de su propietario.

El barón Lagourde, antiguo pedicuro de la reina de Rumanía, con tanto de barón como yo de archimandrita, había amasado una inmensa fortuna gracias al ejercicio de su delicada ocupación.

(Pues no ocultaré —aun a riesgo de despeinar algunas imaginaciones líricas—que Carmen Sylva, igual que ustedes o yo, es campeona en tenencia de callos plantales, y ya sabemos que ni los guardias que vigilan las barreras del Louvre protegen de eso a las reinas).

El barón Lagourde (mantengámosle el título porque parece que le hace ilusión) es un hombre vulgar, gordo, feo, vanidoso y tan tosco como sus pies, que son enormes.

Su mujer, a quien trajo de Bulgaria occidental, tiene pinta de morenaza maleducada pero extraordinariamente dotada para el adulterio. En efecto, esta búlgara del Oeste (o búlgara de la gare de San Lázaro, como se dice comúnmente en París) engañaba a su marido a tutiplén —si se me permite la expresión— con peones viales.

¿Por qué, se preguntarán ustedes, con obreros camineros y no con carteros rurales o agregados de la Embajada? ¡Misterios insondables del corazón femenino!

La baronesa adoraba a los peones camineros y no les daba descanso. De ahí que la carretera de Trouville a Honfleur tuviera tan poco mantenimiento este verano, en contraste con lo bien mantenidos que estaban ellos.

El barón Lagourde se había mudado hacía un año a esta zona. Había comprado una propiedad muy bien ubicada, con unas vistas espectaculares: a la derecha, la bahía del Sena; en frente, la ensenada del Havre; al Oeste, alta mar.

Sin perder un instante, el expedicuro real acondicionó su nueva compra según su estética y gustos feudales.

En poco tiempo levantó una mansión de la nada. Unos obreros especialistas le dieron ese aspecto de antigualla, porque la casa no tenía nada de auténticamente feudal. Para completar la ilusión, esqueletos de verdad, cargados con cadenas, fueron alegremente arrojados en oscuros calabozos.

El barón habría sido el más feliz de los mortales en su símil de Edad Media si no hubiese sido por la testarudez de don Fabricio. Cuanto más insistía el barón, más terco se ponía don Fabricio. Podríamos decir, sin temor a caer en la exageración, que el padre Fabricio se obstinaba.

El objeto de la discordia era un prado vecino, bastante menos ancho que largo, que además de dominar el feudo del barón tenía mejores vistas, un prado que podía valer unos seiscientos francos como mucho.

Lagourde había ofrecido mil francos, después mil cien y, finalmente, dos mil.

—Vale más que eso, estimado barón —se le burlaba el viejo astuto meneando la cabeza.

Pero la suma de dos mil francos fue lo máximo que podía concederle, después de lo cual el barón ya no habló más del asunto.

Un día de este verano, el señor pedicuro-feudal se subió a una de sus torres para otear el horizonte con unos estupendos prismáticos Flammarion.

Muy cerca de la costa, un yate avanzaba lentamente: en el puente de la embarcación había damas y caballeros, también equipados con prismáticos, que parecían sucumbir a homéricas alegrías. Se pasaban los prismáticos y se partían de risa con verdadero escándalo.

El barón Lagourde se sintió un poco ofendido. ¿Acaso se reían así de su mansión?

Al día siguiente y a la misma hora, el mismo yate regresó, acompañado esta vez de dos barcos de recreo cuyos pasajeros manifestaron un buen humor desbordante, tal como había ocurrido la víspera.

Durante los días sucesivos volvió a pasar lo mismo.

Vinieron flotillas enteras que bajaban la velocidad cuando divisaban el castillito. Los pasajeros de a bordo parecían disfrutar de inefables placeres.

También los pescadores de Trouville, de Villerville, de Honfleur pegaban gritos de jolgorio cuando pasaban por ahí.

En síntesis, el mundo náutico de esos lares, desde el opulento Ephrussi hasta mi bullanguero amigo Baudry, apodado «la Roña», se divirtió durante largas semanas como locas en un hospicio.

 

El barón, muy preocupado, muy ofendido y muy atormentado, quiso asegurarse y averiguar por sí mismo la causa de tan descorteses risotadas.

Una mañana alquiló un barco y, con todas las velas desplegadas, singló hasta el lugar que generaba tanta diversión en el prójimo.

Al cabo de unos quince minutos de navegación, avistó su mansión, más feudal que nunca y carente de todo motivo de risa. ¿Y por qué se partían todos esos imbéciles?

¡Súbito horror! ¡El barón no podía dar crédito a sus ojos! Cólera, indignación y muchos otros sentimientos feroces tiñeron de rojo su rostro. ¿Acaso era posible lo que estaba viendo...?

Por encima de su mansión y bien a la vista, la pradera de don Fabricio se extendía al sol cual inmensa bandera verde, una bandera con una inscripción en letras amarillas terriblemente legibles:

¡El señor

Barón Legourde

es un cornudo !

El milagro era muy simple: el sinvergüenzas de don Fabricio había sembrado su prado de florecitas amarillas llamadas «botones de oro» siguiendo una disposición gráfica que les confería esa ofensiva y precisa significación: don Fabricio había practicado la antografía a gran escala.

El barón Lagourde se quedó ahí, en su bote, atontado por el estupor y la vergüenza ante la terrible frase que se formaba alegremente en amarillo clarito contra el verde oscuro del prado.

—¡El señor barón Lagourde es un cornudo! ¡El señor barón Lagourde es un cornudo! —repetía completamente idiotizado.

Las carcajadas de los hombres que lo acompañaban lo hicieron volver a la realidad.

—¡Llévenme a tierra! —ordenó con el tono más feudal que pudo impostar.

Se fue directo a ver al alcalde. Y le espetó:

—Señor alcalde, me están insultado de la peor manera en tierras de su comuna. Su deber es que me respeten y espero que no me falle.

—¿Insultado usted, barón? ¿Y cómo?

—¡Un miserable, un tal don Fabricio, se atrevió a escribir en su prado que yo era un cornudo!

—¿Cómo? ¿En el prado...?

—A la perfección, con flores amarillas.

Por suerte el alcalde hacía tiempo que estaba al tanto de la excelente broma de don Fabricio porque no habría entendido nada a partir de la explicación del barón.

Los dos fueron a ver al difamador, que los recibió y se mostró igualmente sorprendido:

—¿Yo, señor barón? ¡Yo jamás me habría atrevido a escribir que el señor barón es cornudo! ¡Ah, cuánto me aflige pensar que el señor barón pueda creerme capaz de nada semejante!

—Vayamos al lugar —propuso el alcalde.

Allí podían ver el pasto verde y las flores amarillas ordenadas de cierta manera, pero ni con la mejor voluntad del mundo habrían podido leer algo con sentido a partir de esa disposición. Estaban demasiado cerca.

(Este fenómeno es análogo al de ciertas moscas que se pasean, durante toda su existencia, sobre folios in quarto sin entender ni una mísera palabra de los textos más sencillos).

—Y el señor barón bien sabe —prosiguió don Fabricio— que las flores salvajes crecen precisamente allí donde se les antoja. ¡Mire si me voy a responsabilizar de eso!

—Señor alcalde —masculló el barón—, ¿está usted de acuerdo?

—Por Dios, señor barón, quiero creer que lo están insultado porque usted me lo dice pero, en todo caso, es algo que no ocurre en las tierras de mi comuna, dado que aquí la inscripción no es legible. A usted lo insultan desde el mar... Tiene que quejarse ante el ministro de Marina.

Pero el barón hizo algo mejor que ir a quejarse ante el ministro de Marina, lo que quizás le habría insumido un tiempo considerable.

—Veamos, viejo canalla —le espetó a don Fabricio—, ¿a cuánto me deja su prado?

—El señor barón bien sabe que no lo quiero vender, pero ya que parece que al señor barón le complace enormemente tenerlo, se lo dejaré en diez mil francos y así podrá el señor barón vanagloriarse de haber hecho un buen negocio. ¡Un prado donde el cual las flores escriben solas!

Esa misma tarde el ensayo de antografía de don Fabricio sucumbía bajo la despiadada guadaña del jardinero.

Y ahora, si se me permite un consejo para el barón Lagourde, le diría que no repita el mismo procedimiento para burlarse de don Fabricio el año próximo.

La opinión de sus conciudadanos le merece a don Fabricio una insondable indiferencia.

Vive la vie, 1892

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