Conducta violenta: impacto biopsicosocial

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Microorganismos patógenos y alteraciones neurológicas

Nuestro organismo también ha evolucionado en esta relación con los microorganismos, de tal forma que el sistema inmunológico innato posee diversos mecanismos que reconocen rápidamente la presencia de un microorganismo patógeno. El reconocimiento de antígenos bacterianos patógenos desencadena la respuesta inflamatoria, la cual es indispensable para el establecimiento de la respuesta inmunológica específica, sin embargo la inflamación es un proceso perfectamente regulado para evitar una respuesta exacerbada que genere daño tisular (Storek y Monack, 2015). La falta de regulación de la respuesta inmunológica en cualquiera de sus eventos puede ocasionar desórdenes autoinmunes o metabólicos que incluso pueden impactar en la salud mental. Algunos patógenos como Streptococcus pyogenes, Toxoplasma gondii, el virus de la influenza, el virus de la rubeola, el virus del sarampión y el citomegalovirus han sido relacionados con el desarrollo de trastornos mentales que cursan con conducta violenta como consecuencia posterior a la resolución de la infección, razón por la cual el diagnóstico se torna particularmente difícil de establecer (Storek y Monack, 2015, Doshi et al., 2015, Elsheikha et al., 2016, Flinkkilä et al., 2016 y Freedman et al., 2016).

Algunas conductas de irritabilidad y agresividad en menores aparentemente sanos han sido relacionadas con el trastorno obsesivo-compulsivo de origen autoinmune, un desorden neurológico que puede desarrollarse posterior a una infección por Streptoccoccus pyogenes (Doshi et al., 2015, Betancourt et al., 2003 y Black et al., 1998). S. pyogenes es una bacteria Gram positiva que causa principalmente faringitis, escarlatina, síndrome de choque tóxico estreptocócico, erisipela y pioderma, además de estar asociado a complicaciones como fiebre reumática y glomerulonefritis (Storek y Monack, 2015). Existen alrededor de 70% de portadores de la bacteria y es frecuentemente encontrada en la garganta de niños en edad escolar aparentemente sanos. Por tal motivo, la transmisión de la bacteria es alta y en algunos pacientes cursa de manera subclínica. Sin embargo, la respuesta inmunológica que se desencadena ante este patógeno puede generar una exacerbada secreción de anticuerpos hacia antígenos similares a antígenos neuronales propios, lo que a su vez desencadena una enfermedad autoinmune como secuela a la infección cuando el proceso inmunológico no es bien regulado.

El acrónimo PANDAS (del inglés Pediatric Autoimmune Neuropsychiatric Disorders Associated with Streptococcus) se utiliza para hacer referencia a desórdenes neurológicos asociados a la infección por S. pyogenes; se presentan de manera aguda con tics motores y vocales, anorexia nerviosa, ansiedad, trastorno obsesivo-compulsivo y agresividad, entre otros comportamientos anormales (Doshi et al., 2015, Betancourt et al., 2003 y Black et al., 1998). A pesar de que la causa no está bien definida, se cree que la relación entre la infección y la afectación del SNC se debe al proceso autoinmune generado por los anticuerpos anti-proteína M (principal factor de virulencia de S. pyogenes). Algunos anticuerpos descritos en estos pacientes son anti-proteína del complemento 4, anti-alfa-2 macroglobulina, anti-ganglios basales (aldolasa C, enolasa y piruvatocinasa) y antirreceptores de proteínas presinápticas. Algunos de estos anticuerpos han sido aislados y su administración en ratones genera sintomatología característica presente en los pacientes con PANDAS como déficit en la coordinación motora, en el aprendizaje, en la memoria y en la interacción social (Doshi et al., 2015, Betancourt et al., 2003, Black et al., 1998, Yaddanapudi et al., 2010 y Fernández et al., 2005).

Una enfermedad asociada frecuentemente a episodios de violencia es la esquizofrenia. Pacientes con esquizofrenia y con anticuerpos positivos hacia Toxoplasma gondii presentan psicopatología más severa que aquellos sin evidencia de infección previa (Elsheikha et al., 2016). La infección por el parásito ha sido relacionada también con el desarrollo de desórdenes psiquiátricos como el autismo, el trastorno obsesivo-compulsivo y la bipolaridad, entre otras. Este parásito es un patógeno neurotrópico obligado y coloniza células del cerebro causando daño neurológico estructural además de daños en la amígdala, el bulbo olfatorio, el cerebelo y en regiones corticales generadas por la fase latente de la infección cuando el parásito forma quistes que contienen bradizoitos (fase latente del parásito) (Elsheikha et al., 2016 y Elsheikha et al., 2016).

En roedores la infección con el parásito eleva la cantidad de dopamina liberada y la hormona esteroidea testosterona; causa en ellos impulsividad y pérdida del comportamiento instintivo al olor felino. Por lo tanto el roedor se vuelve una presa fácil para que el parásito complete su ciclo sexual en el hospedero definitivo que es el gato (Kaushik et al., 2014). Esta fue una de los primeras evidencias que apoyaron las hipótesis de que la infección por este parásito modifica el comportamiento y puede ser asociado a los síntomas en individuos infectados. En pacientes se ha demostrado que Toxoplasma gondii aumenta la producción de dopamina, la cual estimula la propagación de taquizoitos, además el aumento de citosinas IL-2, IL-6 e interferón gamma modulan el nivel de neurotransmisores como la serotonina y el ácido gamaaminobutírico (GABA) e incrementa los niveles de dos metabolitos neuroactivos: el ácido quinólico y el ácido quinurénico (Elsheikha et al., 2016). Estos metabolitos generan estrés oxidativo en el cerebro y atenúan la transmisión glutamatérgica, lo que conduce a defectos cognitivos.

Perspectivas en el tratamiento

El uso de microorganismos benéficos para el tratamiento complementario de alteraciones mentales diagnosticadas es empleado con éxito desde hace algunos años. A la mezcla de estos microorganismos se le conoce como psicobióticos (Leclercq et al., 2016, Forsythe et al., 2016 y Wong et al., 2016). Aunque el término hace referencia a microorganismos vivos, también se empiezan a utilizar componentes microbianos o microorganismos inactivados por calor por la modulación que estos ejercen sobre el sistema inmunológico y marcadores de estrés.

Actualmente hay ensayos clínicos que demuestran que el consumo de alimentos fermentados se asocia a menores niveles de ansiedad, menor riesgo de desarrollo de alergias y menor riesgo de enfermedades metabólicas (Tillisch et al., 2014). Esto se debe a que la ingesta regular de estos productos previene la disbiosis. Actualmente se trabaja en conseguir un patrón de alimentos que pueda ser favorable para la diversidad del microbioma de acuerdo a las especies predominantes en cada individuo.

Por otro lado, como medida profiláctica se propone el restablecimiento de la microbiota posterior a la terapia con antibióticos de algún evento traumático o estrés psicosocial. Para estos objetivos se utilizan tanto los probióticos como los prebióticos, los cuales son substancias que estimulan el crecimiento selectivo de bacterias benéficas en el intestino a partir de las que existen (Deans, 2016). Sin embargo, cuando una especie o géneros bacterianos han sido erradicados del microambiente o simplemente el individuo no está colonizado de estos, se recurre el trasplante fecal a partir de individuos sanos. A pesar de que a la fecha no existe evidencia del trasplante fecal en el tratamiento de desórdenes neurológicos, se utiliza con éxito en el tratamiento de enfermedades metabólicas, autoinmunes y enfermedades crónico-degenerativas, así como para reducir niveles de inflamación en infecciones crónicas (Evrensel y Ceylan, 2016).

Finalmente, los ambientes estériles y los rigurosos estándares de higiene, así como el uso indiscriminado de antibióticos en países desarrollados, se ha relacionado ampliamente con el aumento de enfermedades autoinmunes, enfermedades metabólicas, cáncer, desórdenes neurológicos y altos niveles de depresión en la población. El conocimiento de la importancia de la microbiota obliga a replantear los estándares higiénicos del ambiente en el que debe crecer un ser humano para garantizar la adecuada maduración de su sistema inmunológico, metabólico y neurológico.

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Acoso escolar en educación superior

Elba Rubí Fajardo López

Eduardo Gómez Sánchez

Introducción

Hasta la década de 1990 las investigaciones sobre violencia escolar en México eran relativamente pocas en comparación con otros países, como España, Estados Unidos, Francia y Noruega, que tenían ya un bagaje de información sobre este fenómeno. En América Latina varios estudios han mostrado prevalencias altas en países como Argentina, Colombia, Chile, Panamá y México. Entre las naciones que componen la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se considera que en nuestro país las agresiones, la violencia y la discriminación entre la población juvenil se han incrementado significativamente en los últimos 10 años (Barrera y García y Barragán, 2015; Prieto et al., 2015; Silva-Villarreal et al., 2013 y Castillo-Pulido, 2011).

En el contexto estudiantil el acoso juega un papel importante, ya que el ingreso al nivel de educación superior puede representar una fuente de situaciones muy estresantes, capaz de vulnerar a los estudiantes, quienes deben adaptarse a una forma de enseñanza diferente y a los cambios familiares y sociales que las nuevas demandas académicas les requieren; especialmente los estudiantes del área de la salud, expuestos a dichas situaciones tanto en el ámbito escolar como en el hospitalario y/o comunitario donde realizan sus prácticas. La violencia manifestada puede ser el resultado de la falta de tolerancia y solidaridad por parte de los universitarios ante las situaciones de estrés durante la carrera (Soria et al., 2014 y Silva-Villarreal et al., 2013).

Son muchas las teorías y estudios que analizan cuál es el origen de las conductas violentas, aunque no de forma concreta, sino en lo que respecta a la violencia que tiene lugar dentro de la educación, orientada a la conducta de los jóvenes. Por ello es necesario definir el término violencia escolar como “El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” en instituciones de educación (Barrera y García y Barragán, 2015).

La violencia escolar y el acoso escolar son conocidos por el término anglosajón bullying, entendido como maltrato dentro de un contexto escolar. Dicho fenómeno se caracteriza por la persistencia en el tiempo, la intencionalidad y la no reciprocidad en el uso del poder social que se da en una relación entre agresor o agresores y sus víctimas (Barrera y García y Barragán, 2015 y Prieto et al., 2015).

Se emplea también el término violencia simbólica para referirse a una forma sutil de violencia, que pretende enfatizar el modo en que los dominados aceptan como legítima o propia su condición de dominación. Dicha dominación está dada por grupos de poder que pueden ser maestros, administrativos y compañeros que ejercen o reafirman su control sobre los oprimidos. Es irreflexivamente significada como algo “natural”, fenómeno que requiere de subjetividades estructuradas mediante diversos procesos de socialización, que inician en la familia o la escuela; es cuando las personas interiorizan estructuras sociales que los forman y de las que forman parte (Barrera y García y Barragán, 2015 y Torres-Mora, 2011).

Dentro de lo que genera el acoso escolar se encuentra un aspecto que influye de forma importante en su origen: la escasa educación en el respeto a los demás y a las cosas, así como la pertenencia a grupos de iguales con rasgos conflictivos. Se ha observado que a medida que aumenta la frecuencia con que se es protagonista de la violencia, existe relación con una falta de dedicación por parte de padres y/o tutores en educar en valores como solidaridad, generosidad, bondad, etcétera. En muchas ocasiones las víctimas son jóvenes con desempeño escolar deficiente que pueden llegar incluso a la deserción, quienes padecen de depresión, problemas mentales y/o han tenido intentos de suicidio. Otra causa es el consumo de sustancias como alcohol, tabaco o drogas, usadas por los alumnos como estrategia para afrontar los eventos estresantes (Barrera y García y Barragán, 2015, Soria et al., 2014 y Silva-Villarreal et al., 2013).

La agresividad en términos de la explicación de las conductas violentas de los jóvenes puede provenir de una fuente interna del sujeto o de las variables ambientales socioculturales como la frustración, que deriva en conductas agresivas, según se ha indicado en diversas teorías de la personalidad. Sin embargo la agresividad se considera como un rasgo adaptativo que responde a los instintos en la lucha por la supervivencia entre las especies. Pero lo que propicia la eficacia biológica no es la agresión irrefrenable sino la regulada. Por lo tanto el comportamiento hostil es como una línea recta: en un extremo está la agresividad (mera biología), del otro lado está la violencia (sociocultural); a medida que se avanza en ese continuo, se observa cada vez menos biología y más cultura (Prieto et al., 2015 y Torres-Mora, 2011).

Los diferentes episodios de violencia que en la actualidad se dan en las escuelas no son producto de eventos esporádicos, ni brotan espontáneamente dentro de ellas, sino que es una forma de interacción que a veces se instala en la cotidianidad de las aulas que surge como un fiel reflejo de la sociedad en que los alumnos se desarrollan. Esto entorpece el desarrollo académico y personal del estudiante y, sobre todo, atenta contra el derecho de los jóvenes a recibir clases en un ambiente libre de violencia (Barrera y García y Barragán, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).

Con el afán de explicar los conceptos de los involucrados en el acoso escolar, se tiene como finalidad entender su participación considerando que se categorizan tres tipos de personas: víctima, agresor y observador. Existen dos tipos de víctima: la primera y la más frecuente es la sumisa o pasiva, que es la que recibe la agresión sin llegar a la confrontación del agresor; la segunda es la víctima agresiva, que reacciona e incluso realiza acciones agresivas como respuesta a la agresión. El agresor o perpetuador también se clasifica como activo y pasivo: el activo es el que violenta directamente a la víctima o víctimas y el pasivo tiene una función de alentar y mostrar simpatía hacia el agresor por sus acciones. Finalmente, los observadores son aquellos que sin estar relacionados de forma directa al acoso escolar, atestiguan y de forma indirecta son partícipes de este y se clasifican así: observador activo, quien ayuda o apoya abiertamente al agresor; observador pasivo, que refuerza los comportamientos del agresor de manera indirecta (por ejemplo, reírse de las agresiones); y observador prosocial, que es el que ayuda a la víctima (Barrera y García y Barragán, 2015).

Por tales motivos la violencia en la educación superior es un problema serio y muy prevalente que adquiere una creciente visibilidad, ya que existen hallazgos suficientes para declarar que el bullying no es un mito, sino una realidad. Es urgente crear conciencia y construir una cultura de respeto a los demás, tanto en docentes como en estudiantes, ya que las situaciones abusivas tienen consecuencias en las personas que las sufren. Por este motivo es urgente identificar los mecanismos de cualquier tipo de manifestación en las instituciones educativas de nivel superior y definir tipos de violencia al interior del espacio escolar como violencia entre alumnos, entre alumnos y docentes y ciberbullying. Estas situaciones se tienen que comprender y explicar para ser intervenidas (Barrera y García y Barragán, 2015; Prieto et al., 2015; Silva-Villarreal et al., 2013; Castillo-Pulido, 2011; Torres-Mora, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).

Acoso entre alumnos de educación superior

Esta violencia entre compañeros se define como una conducta de persecución física y/o psicológica de un alumno hacia otro, al que elige como víctima de repetidos ataques. Esta acción repetida e intencionada sitúa a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios. Es una forma ilegítima de confrontación de intereses o necesidades en la que el agresor adopta un rol dominante, para obtener un beneficio material, social o personal y obliga por la fuerza a que el otro se ubique en un papel de sumisión, lo que significa que mediante la prepotencia rompe las relaciones entre los que eran iguales, causándole con esto un daño que puede ser físico, psicológico, social o moral; corona a un sujeto como supuestamente superior (Barrera y García y Barragán, 2015 y Prieto et al., 2015).

 

Por ser personas que han alcanzado la formación universitaria donde es decisiva la definición del proyecto de vida, la reconfirmación de pautas de comportamiento y la construcción de la identidad, la interactividad con las personas significativas de su entorno guía sus decisiones. Se esperaría que contaran con un bagaje más propicio de herramientas psicológicas para la convivencia pacífica entre compañeros donde predomine la reciprocidad y se permita establecer juicios sobre su autoconcepto, su autoestima y las relaciones equitativas.

Sin embargo la alta proporción de alumnos que reportan ser excluidos de ciertas actividades por sus compañeros, padecer violencia verbal, maltrato indirecto cuando otros disponen de sus pertenencias e incluso acoso sexual, refleja una paradoja: la gente con mayor formación “no debería violentar a sus pares con este tipo de acciones” aunque las interacciones hostiles entre pares tienen la capacidad de ocasionar daños físicos, psicológicos y desvirtuar el razonamiento social y moral probablemente con mayor brutalidad, con lo cual se causan mayores efectos intimidatorios sobre las víctimas (Prieto et al., 2015).

Las modalidades tradicionales de violencia entre los alumnos son la física, la verbal y la sexual, las cuales son producto de la interacción humana que incluyen conductas de acoso, intimidación, hostigamiento y victimización. Conjuntamente se dan otras, como la exclusión, la molestia sistemática y el encierro, la inducción al consumo de drogas y la introducción de armas al espacio escolar, lo cual crea una situación particular de inseguridad cuando los alumnos las presencian. La violencia verbal refiere manifestaciones agresivas directas: gritos, amenazas verbales, apodos negativos, provocaciones, groserías y bromas pesadas o engaños, lo que genera en las víctimas efectos psicológicos relacionados con el estrés postraumático, ansiedad crónica, depresión, pérdida de la autoestima, trastornos del sueño, problemas de apetito, enfermedades psicosomáticas, alcoholismo y, en algunos casos, suicidio (Barrera y García y Barragán, 2015).

Sin embargo, entre los universitarios la violencia física es de las menos frecuentes; los tipos de hostilidad más comunes son los insultos, los chismes y la marginación social, empleados por alumnos de diferentes grados (licenciatura y posgrado) y géneros que aparentemente son inofensivos, porque se perfilan como violencia simbólica, incluso a fuerza de ser cotidianas se instalan como una expresión natural entre jóvenes. En este sentido es posible afirmar que la violencia que no se ve es la más exitosa.

Los alumnos de posgrado en relación con los de licenciatura son menos propensos al maltrato por sus pares, pero también los más alejados para intervenir; parece que a mayor grado de estudios hay mayor acostumbramiento a las respuestas pasivas frente al abuso al que son sometidos sus compañeros, probablemente por la experiencia laboral y las mayores responsabilidades. Esto aumenta el autocontrol, aminora los comportamientos hostiles o, en su defecto, son canalizados a otras esferas de su vida.

Los roles involucrados en este tipo de violencia se conforman por la triada agresor-víctima-testigo. El acoso más prevalente en el estudiante de nivel superior es ser víctima o agresor victimizado. Ser víctima no sólo predice la victimización en el futuro, sino también la participación en otros roles del bullying. Así, los estudiantes que son víctimas pueden ejercer el rol de agresores en un futuro, al igual que quienes son agresores son más susceptibles a ser víctimas. Esto explica la alta prevalencia de agresores-victimizados. Por otra parte, el carácter intencional de intimidación de esta clase de acoso escolar o bullying engendra un círculo de victimización, donde el hostigamiento tiende a incrementarse, el agresor acrecienta su poder y la víctima se va debilitando, lo que representa una repetición actos de hostigamiento con una frecuencia de por lo menos una vez a la semana y una duración de seis meses (Prieto et al., 2015 y Silva-Villarreal et al., 2013).

En este nivel escolar la mayoría de los agresores son hombres, sin embargo se empieza a desmitificar que las mujeres sean pacíficas y solidarias por naturaleza. El género femenino, bajo ciertas condiciones socioculturales, también expresa abuso de poder (más de tipo psicológico y social) que, en ocasiones, puede llegar a empatar a su par masculino, aunque existen ciertas variaciones en las modalidades y las intenciones (Amortegui-Osorio, 2005).

Se puede advertir un tratamiento diferenciado de la violencia entre compañeros y sus conceptos relacionados, como el acoso escolar o maltrato entre alumnos, respecto de su vinculación con otros problemas de carácter estructural: económico, social y cultural o como fenómeno emergente en determinados contextos locales. Existen múltiples estudios que muestran que la violencia tiende a concentrarse en ciertos lugares, momentos y entre cierta población, debido a que los factores culturales son comúnmente señalados como factores determinantes de cualquier tipo de violencia. Estas personas involucradas en hechos violentos tienden a creer que la violencia está bien y que se justifica en ciertas situaciones (Prieto et al., 2015 y Amortegui-Osorio, 2005).

También los contextos particulares dan una trama única de sentido a los hechos que son estudiados en el marco de la diversidad de culturas que convergen en cada escuela. Por ejemplo, donde existan factores de género, de lenguaje o de poder, esta violencia entre alumnos se tiene que documentar como tal y partir del estudio de las características que el propio contexto aporta, para que ciertas conductas o comportamientos puedan considerarse parte de este problema. La violencia de género que se presenta en estudiantes varones hacia mujeres se asocia principalmente al acoso sexual y académico; en una proporción menor, se registran episodios de violencia psicológica y física entre estudiantes varones, que pueden ser explicados como parte de los patrones de reforzamiento de la masculinidad presentes en los modelos de socialización de género en familias y comunidades rurales. Por ello es necesario establecer cambios en las formas de enseñanza, y privilegiar un currículum antirracista con perspectiva de género, que muestre que las diferencias sexuales, étnicas y de clase no deben ser motivo para discriminar o agredir (Bermúdez-Urbina, 2014).

La percepción que los actores tienen de su cotidianidad y de las disposiciones necesarias para enfrentar el mal general de la violencia infiltrada en el espacio de la escuela, o bien, la conformación de sistemas de valores básicos y las habilidades para manejarse en comunidades donde la violencia entre pares puede corresponder a una forma de supervivencia para evitar la dominación del otro. En esas circunstancias el diálogo y las negociaciones no son concebidos como un medio efectivo para alcanzar objetivos, ya que se cree que los hechos violentos tienen mayor repercusión en las autoridades académicas, a medida que son más intensos o graves. Antes la violencia era un mal que permanecía latente y silencioso, mientras que en estos momentos afecta fuertemente a una institución y a un grupo de sujetos que, por naturaleza, son muy vulnerables socialmente: la escuela y sus alumnos (Prieto et al., 2015 y Torres-Mora, 2011).