El conde de montecristo

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Transcurrieron tres días… setenta y dos horas mortales contadas minuto por minuto. Al fin una noche, cuando el carcelero acababa de hacerle su última visita, tenía Edmundo por centésima vez pegado el oído a la pared, y le pareció que un rumor imperceptible vibraba sordamente en su cabeza, puesta en contacto con la pared. Apartóse un poco para refrescar su cerebro exaltado, dio algunas vueltas por la habitación, y volvió a colocarse en el mismo sitio. No había duda: algo pasaba en el otro lado. El preso había reconocido lo arriesgado de su empresa y la proseguía de otro modo. Sin duda había sustituido el cincel por la palanca. Animado por este descubrimiento, Edmundo decidió ayudar a aquel obrero infatigable. Empezando por apartar su cama, pues detrás de ella creía que sonaba el rumor, buscó con los ojos un objeto que le sirviese para rascar la pared y arrancar una piedra de sus húmedos cimientos. No tenía cuchillo ni instrumento cortante alguno, sino sólo los barrotes de la reja, y como más de una vez se había convencido de que era imposible arrancarlos, ni siquiera lo intentó. Todos sus muebles reducíanse a la cama, una silla, una mesa, un jarro y un cántaro. La cama tenía los pies de hierro; pero los tenía unidos a las tablas con tornillos. Para poder arrancarlos necesitaba de un destornillador.

Sólo le quedaba un recurso: romper el cántaro, y emprender su tarea con uno de los pedazos que tuviesen forma puntiaguda. Dicho y hecho: dejó caer el cántaro al suelo, con lo que se hizo mil pedazos. Eligió dos o tres de los más agudos y los ocultó en su jergón, dejando los otros en el suelo. El romperse el cántaro era una cosa tan natural, que no le daba cuidado alguno. Edmundo tenía toda la noche para trabajar; pero con la oscuridad no se daba mucha maña, pues tenía que trabajar a tientas, y conoció bien pronto que su primitiva herramienta se embotaba contra un cuerpo más duro. Volvió, pues, a acostarse y esperó que amaneciera: con la esperanza había recobrado la paciencia, y durante toda la noche no dejó de oír al zapador anónimo que continuaba su trabajo subterráneo.

Al amanecer entró el carcelero. Díjole el joven que bebiendo, la víspera, con el cántaro, se le había caído de las manos, rompiéndose. El carcelero, refunfuñando, fue a traer otra vasija nueva, sin tomarse el trabajo de llevarse los restos de la rota. Volvió con ella un instante después, encargando al preso que tuviese más cuidado, y se marchó.

Dantés escuchó con alegría inexplicable rechinar la cerradura, que en otros tiempos cada vez que se cerraba le oprimía el corazón. Oyó alejarse el ruido de los pasos, y cuando se extinguieron enteramente corrió a retirar la cama de su sitio, con lo que pudo ver, al débil rayo de luz que penetraba en el calabozo, lo inútil de su tarea de la noche anterior, ya que había rascado la piedra y no la cal que por sus extremos la rodeaba y que la humedad había reblandecido bastante. Latiéndole con fuerza el corazón observó Dantés que se caía a pedazos, y que aunque los pedazos eran átomos, en realidad, en media hora arrancó un puñado poco más o menos. Un matemático hubiera podido calcular que con dos años de este trabajo, si no se tropezaba con piedra viva, podría practicarse un boquete de dos pies cuadrados y veinte de profundidad. Entonces el preso se reprendió a sí mismo por no haber ocupado en aquella manera las largas horas que había perdido esperando, rezando y desesperándose. Eran cerca de seis años que llevaba en el calabozo. ¿Qué trabajo no hubiera podido acabar por lento que fuese? Esta idea le infundió alientos.

A los tres días logró, con infinitas precauciones, arrancar todo el cimiento, dejando la piedra al aire. La pared se componía de morrillos interpolados de piedras para mayor solidez. Una de estas piedras era la que había casi desprendido y que ahora anhelaba arrancar de su base. Recurrió Dantés a sus dedos, pero fueron insuficientes, y los pedazos del cántaro, introducidos a manera de palanca en los huecos, se rompían cuando él apretaba. Después de una hora de inútiles tentativas se levantó con la frente bañada en sudor, lleno de angustia el corazón, preguntándose si tendría que renunciar al principio de su empresa. ¿Tendría que esperar, inerte y pasivo, a que su compañero, que quizá se cansaría, lo hiciese todo por su parte?

Pasó entonces por su imaginación una idea que le hizo quedarse parado y sonriendo. Su frente húmeda de sudor se secó al punto. El carcelero le llevaba todos los días la sopa en una cacerola de cinc. Además de su sopa, contenía esta cacerola seguramente la de otro preso, puesto que había observado Dantés que unas veces estaba enteramente llena y otras hasta la mitad únicamente, según que su conductor empezaba a distribuir por él o por su compañero.

La cacerola tenía un mango de hierro, que era justamente lo que Edmundo necesitaba, y lo que hubiera pagado con diez años de su vida. El carcelero solía vaciar la cacerola en la cazuela de Dantés, quien después de comerse la sopa con una cuchara de palo, lavaba la cazuela para que le sirviera al siguiente día. Aquella noche Edmundo colocó la cazuela en el suelo entre la puerta y la mesilla, de modo que al entrar el carcelero la pisó y la hizo mil pedazos sin que pudiese decir nada a Dantés: si éste había cometido la torpeza de dejarla en el suelo, el carcelero había cometido la de no mirar dónde ponía los pies; por lo que tuvo que contentarse con refunfuñar. Miró luego a su alrededor para hallar donde dejarle la comida; pero Dantés no tenía más vasija que la cazuela.

-Dejadme la cacerola -dijo Edmundo-, mañana podréis recogerla cuando me traigáis el desayuno.

Este consejo convenía tanto a la pereza del carcelero, como que así no necesitaba subir y bajar otra vez la escalera. Dejó pues la cacerola. Edmundo tembló de alegría, y comiendo esta vez a toda prisa la sopa y el resto de sus provisiones, que, según costumbre de las cárceles, se juntaban en una sola vasija, esperó más de una hora para cerciorarse de que el carcelero no volvería; separó la cama de la pared, cogió la cacerola, e introduciendo el mango por la junta de piedra, sirvióse de él como de una palanca.

Una ligera oscilación de la piedra le probó que su ensayo tenía buen resultado; al cabo de una hora, la piedra había salido de la pared, dejando un hueco como de un pie de diámetro. Recogió con cuidado toda la cal, y la esparció en los rincones del calabozo. Luego raspó el suelo con uno de los pedazos del cántaro y mezcló aquella cal con tierra negruzca. Queriendo después aprovechar aquella noche, en que la casualidad, o mejor dicho, su sabia combinación le proveyera de tan precioso instrumento, siguió cavando con mucho afán. Al amanecer volvió a colocar la piedra en su agujero, colocó también la cama en su sitio y se acostó. Su almuerzo consistía en un pedazo de pan, que poco después vino a traerle el carcelero.

-¡Cómo! ¿No me bajáis otra cazuela? -le preguntó Edmundo.

-No, porque todo lo rompéis -respondió aquél-. Habéis roto un cántaro, y tenido la culpa de que yo rompiese la cazuela. Si todos los presos hiciesen tanto gasto como vos, el gobierno no podría soportarlo. Os dejaré la cacerola, y en ella os echaré la sopa de hoy en adelante: acaso no la romperéis.

Dantés levantó los ojos al cielo y cruzó las manos debajo de su cobertor porque aquel pedazo de hierro, de que dispondría ya a todas horas, le inspiraba una gratitud al cielo, más viva que la que le habían inspirado todas las venturas de su vida anterior. Había observado solamente que su compañero no trabajaba desde que él había comenzado su tarea. Pero ni esto importaba, ni era razón para desmayar: si su compañero no llegaba hasta él, él llegaría hasta su compañero. Todo el día trabajó sin descanso, de manera que por la noche, gracias a su nuevo instrumento, había arrancado de la pared sobre diez puñados, entre morrillos, cal y piedra del cimiento.

A la hora de la visita enderezó lo mejor que pudo el mango de su cacerola, colocándola en su sitio. Vertió en ella el llavero su ordinaria ración de sopa y de provisiones, o por mejor decir de pescado, porque aquel día, así como tres veces por semana, hacían comer de viernes a los presos. Este habría sido un medio de calcular el tiempo, si Edmundo no hubiera renunciado a él desde hacía mucho.

Fuese el carcelero y esta vez quiso Dantés asegurarse de si su vecino había en efecto renunciado o no a su empresa, y se puso a escuchar atentamente. Todo permaneció en silencio como durante aquellos tres días en que los trabajos se habían interrumpido. Suspiró, convencido de que el preso desconfiaba de él.

Con todo, no por esto dejó de trabajar toda la noche; pero a las dos o tres horas tropezó con un obstáculo. El hierro no se hundía, sino que resbalaba sobre una superficie plana. Metió la mano, y pudo cerciorarse de que había tropezado con una viga que atravesaba, o, mejor dicho, cubría enteramente el agujero comenzado por él. Era preciso cavar por debajo de ella o por encima. El desgraciado no había pensado en este obstáculo.

-¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! -exclamó-, tanto os recé, que confié que me oyeseis. ¡Dios mío!, después de haberme quitado la libertad en vida… ¡Dios mío!, después de haber hecho renunciar al reposo de la muerte… ¡Dios mío!, que me habéis devuelto al mundo… ¡Dios mío! ¡Apiadaos de mí, no me dejéis morir entregado a la desesperación!

-¿Quién es el que habla de Dios y se desespera? -murmuró una voz, que como salida del centro de la tierra, llegaba a Edmundo opaca, por decirlo así, y con un acento sepulcral.

Erizáronsele los cabellos y retrocedió, aunque estaba de rodillas.

-¡Ah! -dijo-, oigo la voz de un hombre.

Ya hacía cuatro o cinco años que Edmundo no hablaba sino con el carcelero, y para los presos el carcelero no es un hombre, es una puerta viva que se aumenta a la puerta de encina, es una barra de carne sujetada a los hierros de su ventana.

 

-En nombre del cielo, quienquiera que seáis el que habló, imploro que sigáis hablando, aunque vuestra voz me asuste: ¿quién sois?

-¿Y vos, quién sois? -le preguntó la voz.

-Un preso desdichado -respondió Edmundo, que no tenía ningún inconveniente en responder.

-¿De dónde sois?

-Francés.

-¿Os llamáis?

-Edmundo Dantés.

-¿Vuestra profesión?

-Marino.

-¿Cuánto tiempo hace que estáis preso?

-Desde el 28 de febrero de 1815.

-¿Cuál es vuestro delito?

-Soy inocente.

-Pero ¿de qué os acusan?

-De haber conspirado para que volviera el emperador.

-¿El emperador no está ya en el trono?

-Abdicó en Fontainebleau en 1814, y fue desterrado a la isla de Elba. Pero ¿desde cuándo estáis vos aquí que ignoráis todo esto?

-Desde 1811.

Dantés se estremeció; aquel hombre estaba preso cuatro años antes que él.

-Está bien: no cavéis más -dijo la voz muy aprisa-. Decidme solamente: ¿a qué altura está vuestra excavación?

-Al nivel del suelo.

-¿Y cómo puede ocultarse?

-Con mi cama.

-¿No os han mudado la cama desde que estáis preso?

-Nunca.

-¿Adónde cae vuestro calabozo?

-A un corredor.

-¿Y el corredor?

-Al patio.

-¡Ay! -murmuró la voz.

-¡Dios mío! ¿Qué ocurre? -preguntó Dantés.

-Que me equivoqué; que lo imperfecto de mi croquis me engañó; que la falta de compás me ha perdido, pues una línea equivocada en mi croquis equivale en realidad a quince pies. He creído que esta pared que nos separa era la muralla.

-Pero entonces hubierais salido al mar.

-Era lo que yo quería.

-¿Y si lo hubieseis logrado?

-Nadaría hasta llegar a una de esas islas que rodean al castillo de If, la isla de Daume o la de Tiboulen, o la costa, y me hubiera salvado.

-¿Habríais podido nadar tanto?

-Dios me habría dado fuerzas. Ahora todo está perdido.

-¿Todo?

-Sí, tapad muy bien ese agujero, no trabajéis más, no os ocupéis en nada, y esperad que yo os avise…

-¿Quién sois? Decidme quién sois, por lo menos.

-Soy… soy el número 27.

-¿Desconfiáis de mí? -le preguntó Dantés.

Y creyó oír por toda respuesta una risa amarga.

-¡Oh! Soy buen cristiano -exclamó en seguida, adivinando instintivamente que aquel hombre pensaba abandonarle-. Os juro por Cristo que primero consentiré que me maten, que dejar entrever a vuestros verdugos y a los míos un átomo de la verdad; pero, en nombre del cielo, no me privéis de vuestra presencia, no me privéis de vuestra voz, porque, os lo juro, me van abandonando ya las fuerzas… porque me estrellaría contra la pared y tendríais que reprocharos mi muerte.

-¿Qué edad tenéis? Vuestra voz parece la de un joven.

-No sé mi edad a punto fijo, como no sé el tiempo que he pasado aquí. Solamente sé que iba a cumplir diecinueve años cuando me prendieron en 1815.

-No ha cumplido aún veintiséis años -murmuró la voz. A esa edad el hombre no es traidor todavía.

-¡Oh! No, no, os lo juro -repitió Dantés-. Os lo dije, consentiré que me despedacen antes que haceros traición.

-Hicisteis bien en hablarme, hicisteis bien en rogarme, porque ya iba yo a trazar otro plan y a separarme de vos. Pero vuestra edad me tranquiliza; esperadme, que me reuniré con vos.

-¿Cuándo?

-Antes calcularé nuestros recursos: dejad a mi cargo el avisaros.

-Pero no me abandonaréis, no me dejaréis solo, ¿verdad? Os vendréis a reunir conmigo o consentiréis en que vaya a reunirme con vos. Huiremos juntos, y si no podemos huir, hablaremos, vos de las personas a quienes améis, yo de aquellas a quienes amo. Vos debéis de amar a alguien.

-Estoy solo en el mundo.

-Entonces me amaréis a mí. Si sois joven seré vuestro amigo; si viejo, vuestro hijo. Mi padre debe de contar ahora setenta años, si aún vive; yo sólo amaba a él y a una joven llamada Mercedes. Estoy seguro de que mi padre no me ha olvidado; pero ella… sabe Dios si aún piensa en mí. Os amaré como amaba a mi padre.

-Está bien -dijo el preso-. Hasta mañana.

Aunque pocas, el acento de estas palabras convenció a Dantés, que sin hacer ninguna pregunta más se levantó, y tomando para ocultar los escombros las mismas precauciones de otros días, volvió a arrimar su cama a la pared. Desde aquel instante se entregó en cuerpo y alma a su felicidad: ya no estaría solo, quizás iba a ser libre; y lo peor que podría sucederle, si seguía preso, era tener un compañero, y como es sabido, la prisión en compañía es sólo media prisión. Las quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi himnos de gratitud.

Dantés no hizo en todo el día más que pasear de un extremo al otro de su calabozo, saltándosele el corazón de júbilo, júbilo que en algunos intervalos le ahogaba. Sentábase en la cama, apretándose el pecho con las manos, y al menor ruido que se oía en el corredor lanzabase hacia la puerta; porque una o dos veces le pasó por su imaginación la idea horrible de que le separasen de aquel hombre, a quien ya amaba aún sin conocerle. Entonces tomó una resolución: si el carcelero separaba su cama de la pared, y veía la excavación, y se inclinaba para examinarla, él le asesinaría al punto con la baldosa en que colocaba el cántaro de agua.

Le condenarían a muerte, bien lo sabía; pero ¿no iba él a morir de fastidio y desesperación cuando aquel ruido milagroso le volvió a la vida?

A la noche volvió el carcelero. Dantés estaba acostado, porque le parecía que así ocultaba mejor la excavación. Con ojos muy extrañados debió de mirar sin duda al inoportuno carcelero, porque éste le dijo:

-Vamos, ¿vais a volveros loco otra vez?

Dantés no respondió, porque temía que lo conmovido de su acento le delatase. El carcelero se fue, moviendo la cabeza. Al llegar la noche creyó Dantés que su vecino se aprovecharía del silencio y de la oscuridad para reanudar la conversación; pero nada menos que eso: transcurrió la noche sin que ningún ruido respondiese a su febril ansiedad; pero, por la mañana, después de la visita de costumbre, cuando ya él había separado su cama de la pared, sonaron tres golpecitos acompasados, que le hicieron ponerse apresuradamente de rodillas.

-¿Sois vos? -dijo- ¡Aquí estoy!

-¿Se ha marchado ya el carcelero? -preguntó la voz.

-Sí, y no volverá hasta la noche -contestó Dantés-. Tenemos doce horas a nuestra disposición.

-¿Puedo, pues, trabajar? -preguntó la voz.

-Sí, sí, ¡al instante! ¡Al instante! Yo os lo suplico.

Y en el mismo momento la tierra en que apoyaba Dantés ambas manos, pues tenía la mitad del cuerpo metido en el agujero, vaciló como si le faltara la base. Echóse hacia atrás Dantés, y una porción de tierra y piedras se precipitó por otro agujero que acababa de abrirse debajo del que había abierto él. Entonces, en el fondo de aquel lóbrego antro, cuya profundidad no podía calcularse a primera vista, apareció una cabeza, unos hombros, y un hombre, por último, que salía con bastante agilidad.

Capítulo 16 Un sabio italiano

Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.

Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada penetrante ocultos por espesas cejas, también un tanto canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en las acciones demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía representar su prolongado encierro.

Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues, efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo calabozo donde creyó encontrar la libertad.

-Veamos primeramente -le dijo- si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.

Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo, aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.

-Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución -dijo al inclinarse-. ¿Tenéis herramientas?

-¿Y vos -le respondió Dantés admirado-, las tenéis acaso?

-He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.

-¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y de vuestra industria -dijo Dantés.

-Mirad, aquí traigo el escoplo.

Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.

-¿Cómo habéis hecho esto? -le dijo Dantés.

-Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.

-¡Cincuenta pies! -exclamó el preso con una especie de terror.

-Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a los presos.

-Saben que estoy solo.

-No importa.

-¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?

-Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro. Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya os dije, era salir a la muralla exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de vuestro calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.

-Es verdad -dijo Dantés-, pero ese corredor sólo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y éste, como veis, tiene cuatro.

-Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años: esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La pared cae… , esperad, esperad… , ¿adónde cae la otra pared?

Esta pared era la del tragaluz por donde entraba la luz. A imitación de las troneras, este respiradero iba estrechándose hasta el fin de un modo tal, que sin contar las tres hileras de hierros, capaces de hacer dormir tranquilo al gobernador más pusilánime, no hubiera podido escaparse ni un niño por allí. Al hacer esta pregunta el recién llegado, arrastró la mesa hasta colocarla debajo del tragaluz.

-Subid- dijo a Dantés.

Dantés obedeció, subió sobre la mesa, y adivinando el intento de su compañero apoyó la espalda en la pared y le alargó ambas manos desde encima de la mesa. Entonces el hombre que se había llamado a sí mismo con el número de su calabozo, y cuyo verdadero nombre ignoraba Dantés aún, con más ligereza que la que su edad hacía presumir, subió del suelo a la mesa, y luego, flexible como un gato o un reptil, de la mesa a las manos de Dantés, y de las manos a las espaldas. De este modo, doblándose extremadamente, porque no le permitía otra cosa el techo del calabozo, pudo meter la cabeza entre la primera fila de hierros y mirar arriba y abajo, retirando al momento la cabeza con mucha prima a la vez que exclamaba:

-¡Oh!, ¡oh! ¡Ya lo sospechaba yo!

Y volvió a bajar a la mesa, y de la mesa saltó al suelo.

-¿Qué sospechabais? -le preguntó ansioso el joven, saltando también.

El anciano se quedó meditabundo.

-Sí -dijo-, eso es… la cuarta pared del calabozo da a una galería exterior, a una especie de ronda por donde pasan patrullas y donde hay centinelas.

 

-¿Estáis seguro de ello?

-He visto el morrión de un soldado y la boca de su fusil. Me retiré tan pronto por miedo de que él también me viese.

-En resumen… -dijo Dantés.

-Ya veis que es imposible huir por vuestro calabozo.

-¿De modo que… ? -preguntó el joven con acento interrogador.

-Conque ¡hágase la voluntad de Dios! -contestó. Y las facciones del anciano se cubrieron de un aspecto de resignación.

Dantés no pudo menos de mirar con extrañeza que rayaba en admiración, a un hombre que con tanta filosofía renunciaba a una esperanza alimentada tantos años.

-¿Queréis decirme ahora quién sois? -le preguntó.

-¡Oh!, sí, como os interese todavía, aunque no pueda ya serviros para nada.

-Podéis servirme de consuelo y de sostén, puesto que me parece sin igual vuestra fortaleza de espíritu.

-Yo soy -dijo el anciano sonriendo tristemente- el abate Faria, preso, como ya sabéis, desde 1811 en el castillo de If; pero antes de esa fecha llevaba ya tres años en la fortaleza de Fenestrelle. En esa fecha me trasladaron del Piamonte a Francia. Supe entonces que el destino, hasta allí su vasallo, había dado un hijo al emperador Napoleón, hijo que en la misma cuna se llamaba ya rey de Roma. Estaba yo entonces muy lejos de sospechar lo que me habéis dicho, a saber: que cuatro años más tarde el coloso se haría pedazos. ¿Quién reina ahora en Francia? ¿Es acaso Napoleón II?

-No; Luis XVIII.

-¿El hermano de Luis XVI? ¡Extraños y misteriosos decretos del Altísimo! ¿Cuál es el objeto de la Providencia haciendo caer al hombre que había elevado, y elevar al que había hecho caer?

Dantés seguía con la vista a aquel hombre que olvidaba un momento su propio destino para ocuparse de tal del mundo.

-Sí, sí -prosiguió-, lo mismo que en Inglaterra. Después de Carlos I, Cromwell; después de Cromwell, Carlos II, y quizá después de Jacobo II, algún pariente, algún príncipe de Orange, algún Statuder que se corone rey, y con él nuevas concesiones al pueblo, y ¡constitución y libertad! Vos lo veréis, joven -dijo volviéndose hacia Dantés, y mirándole con ojos brillantes y profundos, como debían de tenerlos los profetas. Vos lo veréis, puesto que todavía tenéis edad para verlo.

-¡Ay!, si salgo de aquí.

-Justamente -respondió el abate Faria-. Estamos presos aunque hay momentos en que lo olvido y que me creo libre, atravesando mi vista por entre los muros que me encierran.

-Pero ¿por qué estáis preso?

-Por haber soñado en 1807 lo que Napoleón quiso realizar en 1811; porque como él, quise formar con todos esos principados que hacen de Italia un nido de reyezuelos tiránicos y débiles, un imperio compacto y fortísimo; porque creí hallar mi César Borgia en un bobo coronado que aparentó comprenderme para engañarme mejor. Mi proyecto era el de Alejandro VI y el de Clemente VII; siempre fracasará, puesto que ellos lo emprendieron inútilmente, y Napoleón no pudo acabar de realizarlo. No hay duda: ¡Italia está maldita!

El anciano inclinó la cabeza… Dantés no comprendía cómo un hombre puede arriesgar su existencia por semejantes intereses; bien que a decir verdad, si conocía a Napoleón por haberle visto y haberle hablado, en cambio, ignoraba completamente quiénes fuesen Clemente VII y Alejandro VI. Con lo cual fue contagiándose de la creencia de su carcelero, creencia general en el castillo de If, y dijo al anciano:

-¿No sois vos el eclesiástico a quien se cree… enfermo?

-A quien se cree loco, queréis decir, ¿no es verdad?

-No me atrevía -dijo sonriendo Dantés.

-Sí, sí -prosiguió el abate con amarga sonrisa- yo soy el que pasa por loco, soy el que divierte hace tanto tiempo a los huéspedes de este castillo, y el que divertiría a los niños, si los hubiera en esta mansión del duelo sin esperanza.

Quedóse Dantés un momento inmóvil y mudo.

-¿Conque renunciáis a huir? -dijo al cabo.

-Lo reconozco imposible. Es volverse contra Dios intentar lo que Dios no quiere.

-¿Por qué os desanimáis? También es pedir mucho a la Providencia querer a la primera tentativa, de manera que ¿no podéis volver a la excavación por otro lado?

-Pero ¿así habláis de volver? ¿No sabéis lo que ya he hecho? ¿Ignoráis que he necesitado cuatro años para construir las herramientas que poseo? ¿No sabéis que hace diez años que pico y cavo una tierra tan dura como el granito? ¿Sabéis que he necesitado desencajar piedras que en otro tiempo hubiera yo creído imposible mover; que he pasado días enteros en esa empresa titánica, creyéndome dichoso por la noche con haber minado una pulgada en cuadro de ese vetusto cimiento, que hoy está ya tan duro como la misma piedra? ¿Ignoráis acaso que para ocultar los escombros que sacaba, he necesitado horadar la bóveda de una escalera, y que en ella los he ido depositando hasta el punto de que hoy no puede ya contener un puñado de polvo más? ¿No sabéis, por último, que ya creía tocar al fin de mi trabajo, que no me quedaban más fuerzas que las precisas para esto, cuando Dios no solamente lo aleja sino que lo alarga indefinidamente? Así, os repito lo que os dije: nada haré desde ahora para alcanzar mi libertad, puesto que Dios quiere que por siempre la haya perdido.

Edmundo bajó la cabeza para no revelar a aquel hombre que la alegría de tener un compañero le impedía compartir como debiera el dolor que experimentaba el preso, de no haber podido salvarse. El abate se dejó caer sobre la cama de Edmundo, que permaneció de pie. Jamás había pensado en la fuga el joven. Tienen algunas cosas tal aire de imposibles, que no se nos ocurre la idea de intentarlas, y hasta las evitamos instintivamente. Efectuar una mina de cincuenta pies, empleando tres años para salir por todo triunfo a un precipicio que cae al mar; arrojarse desde cincuenta, sesenta, setenta o acaso cien pies de altura, para hacerse pedazos en una roca, si antes la bala del centinela no ha hecho su oficio; verse obligado, si se escapa de tantos peligros, nada menos que a nadar una legua, era lo bastante para que cualquiera se resignara, y ya hemos visto que a Dantés le faltó poco para llevar esta resignación hasta el suicidio.

Pero ahora que el joven había visto a un anciano agarrarse a su vide con tanta energía, dándole ejemplo de resoluciones desesperadas, se puso a reflexionar y hacer cuentas con su valor. Otro hombre había intentado lo que él no se imaginó siquiera; otro, menos joven, menos fuerte, menos atrevido que él, a fuerza de astucia y de paciencia, se había procurado cuantas herramientas necesitaba para esta operación increíble, que sólo pudo fracasar por una línea mal trazada; todo esto lo había hecho otro hombre, conque nada era imposible a Dantés; Faria había minado cincuenta pies; él minaría ciento; Faria, con cincuenta años de edad, había consagrado tres a su obra; él, que sólo tenía la mitad de los años de Faria, consagraría seis; Faria, hombre de iglesia, abate y sabio, no había temido aventurarse a ir nadando desde el castillo de If a la isla de Daume, de Ratonneau, o de Lamaire; ¿cómo él, Edmundo el marino, el hábil nadador que tantas veces había bajado al fondo del mar a coger una rama de coral, vacilaría para pasar una legua a nado? ¿Una hora solamente, cuando él había estado horas enteras en el mar sin hacer pie ni descanso alguno? No, no, Dantés no tenía necesidad más que de ser estimulado por un ejemplo. Todo lo que pudiese hacer otro hombre lo haría él. Se quedó pensativo diciendo al cabo al anciano:

-Ya encontré lo que buscabais.

Faria se conmovió.

-¿Vos? -exclamó levantando la cabeza, como si diera a entender a Edmundo que a decir verdad, su desaliento no sería de gran duración-. Veamos, ¿qué encontrasteis?

-El túnel que hicisteis para llegar hasta aquí tiene la misma dirección que la galería exterior, ¿no es verdad?

-Sí.

-¿Debe de estar a una distancia de cincuenta pasos?