Historia y nación

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 En estos aspectos es interesante tener en cuenta los trabajos de Bernardo Tovar, “El pensamiento historiador colombiano sobre la época colonial”, en

Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura

 (Bogotá) n.º 10, 1982, pp. 5-118, citado en adelante como

ACHSC

. Del mismo autor puede consultarse: “La historiografía colonial”, en Bernardo Tovar Z. (comp.),

La historia al final del milenio: Ensayos de historiografía colombiana y latinoamericana,

 vol. I, Santafé de Bogotá, Universidad Nacional, 1994, pp. 21-134.



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 José M. Groot,

Historia eclesiástica

, vol. I,

op. cit.

, p. 387.



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 En el siglo XIX se publicaron un número considerable de

memorias

 por parte de muchos de los principales actores de los primeros años de la República como Francisco de Paula Santander,

Apuntamientos para las memorias sobre Colombia y la Nueva Granada

 (1837); José María Obando,

Apuntaciones para la historia

 (1842); Francisco Soto,

Mis padecimientos y mi conducta pública desde 1810 hasta hoy

 (1841); José Hilario López,

Memorias

 (1857) y José María Espinosa,

Recuerdos de la Patria Boba 1810-1819

 (1876). Cf. Jorge O. Melo, “La literatura histórica en la República”,

op. cit.

, pp. 600-604.



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 Joaquín Posada Gutiérrez,

Memorias histórico-políticas,

 vol. I, Medellín, Bedout, s. f., p. 18 (Bolsilibros Bedout, 84).



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Ibid.

, vol. I, p. 19.









Capítulo II





Institucionalizar el pasado nacional





Las pretensiones de los escritos históricos del siglo XIX eran obvias: construir un espacio de comprensión homogéneo que instaurara los elementos donde podrían insertarse las redes de pertenencia y legitimidad que cubrieran por igual a todas las regiones geográficas y culturales que abarcaba el país. Su labor consistió en crear una imagen colectiva de pertenencia y orígenes comunes que debía imponerse sobre la realidad de una sociedad plural.



El esfuerzo unificador resultó mucho más preciso a raíz del triunfo del proyecto de la Regeneración en los años ochenta del siglo XIX, que perduraría en el poder con la hegemonía del Partido Conservador hasta 1930. Con este triunfo se instauraron las bases de la integración nacional que se mantuvieron incólumes durante casi todo el siglo XX y se construyeron una serie de imágenes sobre el periodo liberal

radical

 que resultó derrotado en la pugna por el poder. El liberalismo como tendencia política quedó relegado con signos negativos y abandonado al ostracismo de la memoria nacional hasta los años treinta del siglo XX; aunque ello no implicó la superación de muchos de los lugares comunes consagrados por la Regeneración.



Los acontecimientos traumáticos de la guerra civil de los Mil Días (1899-1902) y la separación de Panamá (1903) marcaron la entrada de Colombia en el siglo XX. El caótico inicio sirve de contexto para rastrear la problemática acerca de la unidad nacional colombiana. En este periodo resalta el ascenso y el predominio de grupos dirigentes en la esfera de lo económico y lo político cuyo desenvolvimiento dio indicios de que tales grupos no tenían como horizonte un espacio nacional. Estos procesos ratificaron a fines del siglo XX la necesidad todavía palpable de construir una nación como parte complementaria del Estado levantado bajo los signos de la Regeneración.



Un predominio político y económico como aquel puede explicar el modo en el que muchas producciones intelectuales surgidas del seno de algunos grupos trataron de dar una posible definición de los elementos constitutivos de la nación. Las imágenes y los estereotipos que produjeron sobre la composición de la sociedad y el territorio manifestaban ciertos prejuicios y perspectivas acerca de la nación que dirigían. Esclarecer estas representaciones plasmadas en textos puede ayudar a explicar, de cierta manera, los conflictos sociales desarrollados a lo largo del siglo XX, que propusieron la necesidad de la unidad nacional a través del fortalecimiento del Estado.



El Estado tenía que darle una forma al pasado nacional e indicar cuál era su estructura y esencia, porque la memoria del pasado nacional había caído bajo el monopolio de esfuerzos individuales y privados en el siglo XIX. A esta tarea se entregó la Academia Colombiana de Historia como ente encargado de fomentar los estudios históricos en el país, de orientar los contenidos de la enseñanza de la historia en los planteles educativos y de la asesoría y enriquecimiento de los acervos de la Biblioteca Nacional, el Archivo General de la Nación y el Museo Nacional de Colombia.



Los presupuestos bajo los cuales se creó la Academia indican que la historia cumple un papel importante en la constitución de sentimientos de pertenencia. El conocimiento del pasado constituye una fuente de legitimación para las prácticas que inculcan valores y normas de conducta, tal como sucede con las ceremonias cívicas, las conmemoraciones históricas, la consagración de los símbolos nacionales y sus rituales de reconocimiento. Al mismo tiempo, estos ejercicios establecieron un mausoleo nacional donde descansan los héroes que personifican los valores de la nación.



A pesar de los logros, el paulatino aislamiento de la Academia en el ámbito educativo y cultural colombiano desde los años sesenta plantea la necesidad de reflexionar sobre los alcances de esta corriente de escritura de la historia que forma parte de la tradición de escritura de la historia en Colombia.








Los caracteres de la Academia Colombiana de Historia





La constitución de la historia como una disciplina autónoma en los países latinoamericanos tiene una estrecha ligazón con las condiciones sociales, políticas e institucionales que tuvo la “cultura letrada” en el ámbito de las sociedades de América Latina. Puede notarse que en comparación con instituciones similares en el subcontinente, la apertura de la Academia colombiana es tardía. La fundación del Instituto Histórico y Geográfico de Río de Janeiro, por ejemplo, se remonta a 1838; el Instituto Histórico y Geográfico de Uruguay fue fundado, a semejanza de aquel, en 1843; la Facultad de Humanidades de la Universidad de Chile, donde la historia desempeñó un papel central, fue inaugurada en 1843; el Instituto Histórico y Geográfico del Río de la Plata fue fundado por Bartolomé Mitre en 1854; la vecina Venezuela creó en 1888 la Academia Nacional de la Historia, a través del esfuerzo de Juan Pablo Rojas Paúl. No puede perderse de vista que, pese a las vicisitudes de cada una de esas corporaciones del conocimiento, en general, predominó sobre ellas el aislamiento y la brevedad de su existencia, aunque hubo sus excepciones como ocurre con la Academia venezolana. Tales corporaciones tenían como una de sus principales metas crear condiciones propicias para abordar el pasado. Esos centros serían los pilares de las formas de asociación y producción del conocimiento en torno al tema del pasado nacional.



La producción de aquellas agremiaciones intelectuales del siglo XIX estuvo ligada a los vínculos privados en los temas que interesaban a sus miembros, generalmente biografías de hombres unidos a través de lazos familiares con el biógrafo o el carácter excepcional que les daba a ciertas narraciones la proximidad temporal y personal del autor. Estos lazos fueron la base de la distribución y difusión de los documentos históricos y de los libros de historia. La producción de conocimientos sobre el pasado nacional se basó de antemano en un ejercicio privado cuya circulación difícilmente sobrepasó la esfera de aquellas asociaciones; aunque el carácter utilitario de estos trabajos para las faenas de afianzamiento de los Estados y las naciones les abrieron posibilidades de expansión que solo hasta el siglo XX permitieron la consolidación y el establecimiento de la investigación histórica y de normas comunes de trabajo. En este sentido, se distinguen, sin duda, dos esferas en la constitución del pasado nacional: la de la producción de este conocimiento, recluida al ámbito privado de los “primeros historiadores” nacionales, y la pública, asociada a los vínculos entre el poder político y los hombres de letras.



El espíritu en el cual surgieron las asociaciones de intelectuales en el siglo XIX, en particular los salones literarios cuyas orientaciones también abarcaron los institutos de historia y geografía, marcaron el interés de constituir un lugar de asociación diferente al ámbito público de la política. A pesar de este propósito, era inevitable la participación de sus miembros en el mundo de la política. La característica del ejercicio de las letras era la de ser un instrumento de la política en las nacientes repúblicas latinoamericanas.



Desde este contexto, la escritura de la historia en el siglo XIX fue un ejercicio de los hombres de letras. En esta época en América Latina no se definió de manera precisa el ejercicio de la escritura de la historia como un ámbito distinto al de la literatura. Esta problemática compleja plantea una encrucijada de relaciones mutuas y cambiantes entre la literatura y la historia que se tocan en las aspiraciones que ambas tienen de integrar las experiencias vitales individuales o colectivas. En este punto, es importante recalcar que en el mundo cultural latinoamericano la delimitación de los campos de investigación, en especial en el ámbito de las humanidades, es el resultado de diversos procesos de modernización que se vivieron en el siglo XX, los cuales orientaron la interrelación entre los objetos de estudio y las tradiciones conceptuales.

 



La escritura de la historia hizo parte del compromiso de los hombres de letras que comprendieron la escritura como “un servicio público” en un momento en el que los “intelectuales” eran al mismo tiempo “luchadores y constructores”, como los calificó Pedro Henríquez Ureña. No era extraño que a mediados del siglo XIX el ejercicio de escritura de la historia sirviera para tomar partido ante la situación inmediata, ya que muchos textos tenían como tema los acontecimientos próximos en el tiempo. Por eso, tanto la literatura como la historia, como se entienden en la actualidad, tenían fines morales; es decir, pretendían formar y educar, de ahí que predominaran en estos escritos las acusaciones morales y políticas. La escritura, en general, tenía como misión contribuir al “engrandecimiento” y “civilización” de la patria. Las consecuencias para los relatos históricos en este clima de ideas se expresaron en los modos en los que representaron la realidad. La moralización debía estar acompañada de “una imaginación viva y una ardiente fantasía” para que el historiador pudiera conmover los sentimientos. El relato “fiel de los hechos” debía tener un tono dramático que permitiera despertar interés en el lector y que se grabara con facilidad en su memoria.

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Los autores de los primeros escritos de historia nacional en el siglo XIX tuvieron varias formas para poner de manifiesto la presencia de la esfera pública y privada de sus elaboraciones. En algunos casos, hombres de letras participaron en el manejo de la política nacional, pero fueron más los que encontraron un espacio para llevar adelante la organización de entidades tan importantes para el oficio de la historia como las bibliotecas públicas y los archivos. Las relaciones particulares que sostenían entre sí los miembros de estas asociaciones permiten hablar y detectar redes de hombres de letras que, al mismo tiempo, participaron en la consolidación de los Estados nacionales.

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 Con frecuencia, las historias nacionales del siglo XIX fueron escritas por hombres que participaron del mundo político y de la conformación de los Estados que le servían de sujeto de estudio. De cierta manera, esto coadyuvó a la creciente importancia que se le adjudicó a la difusión de los conocimientos históricos como elementos fundamentales en la creación de una “conciencia nacional”.

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El surgimiento de entidades públicas dedicadas exclusivamente a la práctica histórica es el resultado de la consolidación y modernización de la administración estatal. Esto quiere decir que, a pesar de la existencia de las asociaciones privadas ocupadas con el pasado desde el siglo XIX, la escritura de la historia de manera institucional está referida al siglo XX en toda América Latina. Las agrupaciones de hombres de letras en el siglo XIX, en sí mismas, no configuraron un “campo autónomo de conocimiento”, porque sucumbieron a los vaivenes de la política y de los proyectos en disputa, además de las dificultades propias de la inexistente especialización de las disciplinas. Por eso, cuando ya se consolidó el triunfo sólido de alguno de los proyectos en contienda en la segunda mitad del siglo XIX latinoamericano, surgió el clima favorable para que se pudieran fundar instituciones “modernas” encargadas de construir un pasado nacional.



El proceso de fortalecimiento de los Estados llevó a desplazar la injerencia de aquellas asociaciones privadas en un ámbito público como es el del pasado nacional. Esto se puso de manifiesto con la creación de las academias de historia, las cuales tenían como precedente, en general, una asociación privada.

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 La concepción que el Estado tenía del trabajo que le encomendaba a las academias es explícita en las funciones que se les comisionaron: proteger las reliquias históricas, consignar y preparar los días conmemorativos, promover el respeto de los símbolos patrios, preservar en la memoria popular a “los artífices de la nacionalidad” mediante estatuas y placas conmemorativas.

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 En síntesis, estas instituciones eran: “ interlocutoras privilegiadas tanto para ser destinatarias de fondos estatales para la recuperación de colecciones documentales como, y sobre todo, para ser consideradas las instituciones idóneas para dar una interpretación oficialmente válida de sucesos y personajes del pasado”.

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El Estado colombiano siguió aquella línea de modernización y creó en 1902 una institución que debía organizar y regular el conocimiento histórico: la Academia Colombiana de Historia.



La Academia es el logro definitivo de varios intentos fallidos para consolidar “asociaciones académicas” que impulsaran el “progreso” científico y la educación en el periodo republicano. Los fracasos reiterados de las “asociaciones académicas” en los primeros lustros de la vida republicana colombiana no solo se debieron a las dificultades propias de unos lineamientos disciplinares en ciernes, sino también a la incidencia de las condiciones económicas y políticas en el país. Tales apuros se vivieron por igual del lado de las ciencias naturales como en las humanidades. Sin embargo, los diferentes proyectos asociativos configuraron una línea de continuidad que se fraguaría a la par con la consolidación de un Estado nacional. Es del caso citar aquí como ejemplos de estos rasgos de continuidad a las dos sociedades científicas más antiguas del país: la Academia Colombiana de la Lengua (1871) y la Sociedad Colombiana de Ingenieros (1887).

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Desde los intentos de apertura de la Academia Nacional (1826), los fundadores e impulsores de tales proyectos asociativos, fuera la iniciativa del Estado o de los grupos de “ciudadanos”, tenían como punto de partida coincidente una serie de referentes cuyo eje central de su constitución se basaba en la presencia de “hombres eminentes” o de los llamados “patricios de la República”. Tal consideración se fundaba no solo en la creencia de que estos “hombres” tenían más ilustración y conocimientos que “la mayoría” de la población sino en el criterio de que encarnaban los “auténticos valores nacionales”. Los hombres de letras no solo tenían la autoridad de conocer de cerca a “la civilización” y presumir de “civilizados”,

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 sino que el conjunto de la sociedad colombiana debía aprehender los valores de aquellos hombres que representaban por sí mismos los modelos que debían guiar al conjunto de la sociedad colombiana.



Esta normatividad tenía expresión concreta en el valor social y la manifestación de poder político que alcanzaron el dominio de “los misterios de la lengua”, de la gramática y de las leyes en la sociedad colombiana de fines del siglo XIX. Este fue uno de los componentes principales del periodo histórico colombiano comprendido entre 1885 y 1930. Un buen número de las gramáticas, diccionarios y guías para escribir y pronunciar bien publicadas en este periodo revelan la autoría de personas prominentes en la política; en este aspecto, comparto la conclusión del historiador británico Malcolm Deas que afirma cómo: “Para los letrados, para los burócratas, el idioma, el idioma correcto, es parte significativa del gobierno ; por eso, para ellos lenguaje y poder deberían permanecer inseparables”.

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 Es evidente, entonces, que la fundación del orden normado por el ejercicio de la escritura permitió la constitución de un espacio cerrado sobre sí mismo, que podía ser controlado y sus miembros podían ser reconocidos.



A partir de este principio implícito en la conformación de las asociaciones que podían producir conocimiento en el siglo XIX colombiano, se generaron fronteras rígidas que delimitaron las zonas donde se desenvolvían los criterios de pertenencia e identidad y las zonas incomprensibles e inadecuadas para la normatividad que así se establecieron.

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 El cultivo de la lengua y el ejercicio de la palabra escrita no solo sirvió para afianzar el poder, en un medio social y cultural como el de la sociedad colombiana finisecular,

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 sino que permitió establecer los lazos de continuidad con una herencia específica, la española, que definía la esencia de la nación y la clase de república que estos hombres de letras deseaban.



Los proyectos asociativos en el campo de la escritura de la historia en el siglo XIX colombiano fueron pocos. El primero que se llegó a plantear se debió a la iniciativa de José María Vergara y Vergara, que concibió al mismo tiempo la creación de una Academia de la Lengua y una Academia de Historia; sin embargo, sus esfuerzos en este último punto no fructificaron. En los años noventa, Jorge Holguín presentó dos fallidos proyectos de creación de una Academia de Historia Patria que, después de las crisis políticas de esta época, solo pudo ver la luz hasta 1902, gracias a la iniciativa de Pedro María Ibáñez, a la postre nombrado secretario perpetuo de la Academia, y de Eduardo Posada, ambos autores de obras sobre el pasado de la ciudad de Bogotá.



La Academia Colombiana de Historia nació como la institución que tenía la tarea de cuidar las “tradiciones nacionales” y la “ampliación de los conocimientos en el área”. En el artículo 3 de los Estatutos de la Academia Colombiana de Historia se afirma que:



Será tarea esencial de la Academia procurar su creciente conocimiento y su eficaz enseñanza, y en despertar y avivar el interés por el pasado de la patria, con permanente criterio de imparcialidad y exactitud, honrando y enalteciendo la vida y obras de sus grandes hombres.

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Esta noción de la historia implicó una actitud vigilante hacia los “recuerdos de antiguas glorias, los cuales guardan con veneración los pueblos cultos, como conservan las familias el apellido de un antepasado”.

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 Con base en estos puntos de partida, el conocimiento histórico que organizó y dirigió la Academia buscó “tonificar las virtudes, vigorizar el respeto por los patricios meritorios y explorar nuevos caminos de perfeccionamiento espiritual y material”. Pero también pretendió fomentar como “caminos del perfeccionamiento espiritual”: el sacrificio y la resignación, ya que la historia es “purgatorio” y “sitio de compensaciones” porque ella enseña



tanto más cuanto mejor se conozcan las virtudes ciudadanas de los héroes, próceres y varones insignes que gracias a su amor por la República, observaron una conducta ciudadana digna de ser imitada: la moral o ética, que lleva consigo la obediencia a normas religiosas y a preceptos de simple equidad que a fuerza de pregonarse la grandeza del renunciamiento y de la abnegación, y de ilustrar el evento con casos frecuentes, la abnegación y el renunciamiento se impregnan en el futuro como la regla general.

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La orientación que le imprimió la Academia a sus trabajos sobre el pasado convirtió la historia en una apología de las capas dirigentes colombianas, con lo cual el pasado se transformó en un proceso unilineal y perfectivo donde no existían otros procesos, otros tiempos, otros sujetos y otras historias. En esta elaboración del pasado nacional es imposible percibir las contradicciones de la sociedad y en el interior mismo de las capas dirigentes. El acuerdo interpretativo estaba basado en la homogeneidad de sus miembros. Desde sus orígenes, la Academia estuvo compuesta por “descendientes directos de los próceres de la Independencia” que estuvieron consagrados a elaborar prosopografías de algunos círculos familiares:



Todos ellos aportaron documentos originales de sus archivos familiares, conservados como legados de sus padres y abuelos próceres de la Independencia y de la República, en buena hora depositados en sus manos, quienes con devoción y sentimiento patrio los salvaron del olvido y de la muerte al llevarlos a las páginas de la historia, cumpliendo así el designio que les imponía su calidad de descendientes del procerato militar y civil de la República. ¿Quiénes más autorizados que ellos podrían estar para escribir la historia de Colombia?



Es a partir de la creación de la Academia Colombiana de Historia cuando empieza la gran tarea de la reconstrucción y publicación de la Historia de Colombia.

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Se evidencia así el carácter cerrado y privado de la fundación de la Academia. Si bien los requisitos para ser miembro de la entidad sentaban por escrito la necesidad de demostrar “un interés manifiesto por la historia”, el desenvolvimiento de la Academia durante el siglo demostró que también era importante pertenecer a ciertos núcleos familiares o del ámbito político. En este aspecto, la Academia mantuvo el criterio de asociar la erudición con el poder político; aunque en muchos casos, la erudición era un requisito supuesto. Así lo corrobora la vinculación como miembros honorarios de la Academia del expresidente de la República, Eduardo Santos, nombrado desde 1962 como presidente honorario vitalicio de la Academia. A él se unieron otros expresidentes del Partido Liberal como Alberto Lleras Camargo, Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López Michelsen, que según el criterio de la Academia pertenecían al grupo de “los colombianos ilustres cuyos conocimientos y elevada jerarquía, así como su comprobado interés por los estudios históricos” les permitían adquirir esta encumbrada distinción institucional. Por ende, pese a que el trabajo de la unificación de la memoria nacional figuraba como una de las tareas del Estado, tales labores quedaron circunscritas a un ámbito privado.

 



La Academia Colombiana de Historia fungió como institución oficial porque fue fundada y patrocinada por el Estado colombiano. El Estado entregó dineros para la publicación de los trabajos de la Academia, para los salarios de algunos miembros de la Junta Directiva y de los empleados básicos, así como la habilitación y obsequio de un edificio que sirviera como sede permanente de la Institución. La Ley 24 del 28 de septiembre de 1909 decretó:



Artículo 1.

 La Academia Nacional de Historia tendrá el carácter de Academia Oficial, y será Cuerpo consultivo del Gobierno, sin que por eso se le prive en manera alguna de su autonomía.



Artículo 2.

 El Boletín de Historia y Antigüedades y la Biblioteca de Historia, se continuarán publicando a costa del Tesoro Nacional.



Artículo 3.

 Destínase la suma de dos mil trescientos pesos anuales para gastos de personal y material de la Academia . En la ley de Presupuesto de cada vigencia económica se incluirá esta partida en el Departamento de Instrucción Pública.

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La Academia adoptó un rol directivo con respecto al establecimiento del pasado nacional. El principal objetivo de esta labor descansó en la consagración de los orígenes y formación de la República. Para ello debió poner a funcionar todos los recursos a mano que iban desde la fundación y ampliación de los museos y el establecimiento y organización de estatuas, placas y festejos conmemorativos, hasta la codificación de los archivos nacionales y la producción de textos impresos.

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 Estas labores se convirtieron en los principales ejes del desenvolvimiento institucional hasta los años sesenta, cuando la Academia fue desplazada en algunas de sus funciones, situación que se corroboró en 1995 cuando la Academia traspasó su archivo histórico a las instalaciones del actual Archivo General de la Nación, puntos a los que se volverá más adelante.



Desde la fundación misma de la Academia se dio prioridad sobre casi todas las otras actividades, a la publicación de textos escritos de la más variada índole. El Estado designó partidas presupuestales para la publicación de un órgano de difusión oficial de la institución, como fue el

Boletín de Historia y Antigüedades,

 donde se exponen hasta hoy los adelantos hechos por los miembros de la institución; así como el sostenimiento de una serie de colecciones acordes con los objetivos y tareas de la Academia. Esta producción editorial constituyó de suyo un canon histórico nacional establecido por la Academia y quedó plasmado en la publicación de diversas colecciones como la Biblioteca de Historia Nacional, la edición completa del Archivo de Francisco de Paula Santander, la Biblioteca Eduardo Santos, la Biblioteca de Historia Eclesiástica, Cartas y Mensajes del General Francisco de Paula Santander, Documentos Inéditos para la Historia de Colombia, entre otras publicaciones de difusión o de carácter coyuntural que sumaban hasta el año 2000: 402 libros de historia nacional, divididos entre 19 colecciones y 807 ediciones del

Boletín.

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La Academia también demarcó su presencia en el ámbito público nacional. El carácter de institución oficial del Estado desde 1909 hasta 1958 le permitió consolidarse como una institución decisoria en la esfera pública. El gobierno encargó a la Academia la organización de las dos principales fiestas patrias: el 20 de julio y el 7 de agosto. I