Los cuerpos partidos

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Aus der Reihe: Candaya Narrativa #61
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XVI

La interacción entre autóctonos y forasteros resulta muy compleja, escribió Magnus Enzensberger. En ella intervienen tanto la curiosidad como el servilismo, el rechazo y la humillación, la autocrítica y la ironía. Se produce un choque muy intenso, una colisión que estalla tras el roce de dos polos: lo propio y lo extraño. Una situación difícil de resolver, porque siempre es complicado nivelar los dos extremos de una balanza.

El emigrante, también el exiliado, se mueve entre el ethos y el nomos, entre un conjunto de rasgos y modos de comportamiento que configuran su propia identidad y los códigos provisionales que adopta a través de nuevos hábitos y costumbres. Debían trasladarse entre uno y otro, desde un esquema fijo a un estado transitorio. Sus puntos de referencia quedaban cada vez más en el aire.

En este sentido se produce un hecho paradójico: el que está condenado a la movilidad se ve abocado finalmente al encierro. Se le invita a replegarse sobre sí mismo, como una defensa ante las adversidades que va encontrando en el exterior. Así se construyen los guetos, las comunidades que, en un exceso de celo, resultan impenetrables. Recuerdo un fragmento de Richard Sennet que podría aplicarse a los emigrantes del siglo XX, aunque sus palabras vayan dirigidas a una época distinta, a la Venecia del Renacimiento: «Únicamente quienes eran oficialmente marginados estaban obligados a ocupar un lugar fijo».

En el origen de ese aislamiento está el éxodo, la fuga. Sorprende esa antítesis: el destino de quien se abre al mundo se va trasformando en un progresivo aislamiento, como si, de repente, se encontrara sitiado por una frontera invisible. Al final, todo el universo recién conquistado le empuja al ensimismamiento, a la soledad compartida, al abandono entre iguales. Ahí se encuentra el verdadero tránsito, en el camino que busca abrir una nueva vida y se acaba convirtiendo en una simple actitud de resistencia.

A veces los nuevos hábitos se nutren de reacciones. La identidad se va configurando a partir de respuestas, de modos de afrontar lo que nos rodea con tal de que nos duela un poco menos. En el caso de muchos emigrantes, el punto de partida fue la réplica a una injuria, a una ofensa. Fue el resultado de diversas humillaciones difíciles de combatir. No hablo solo de las palizas que sufrieron algunos de ellos o de la violencia que ocasionalmente encontraron entre los habitantes del país que los acogía. Me refiero a un tipo de maltrato más sutil, como una herida que costara cerrar completamente, aunque se apliquen en ella todos los apósitos del mundo.

De eso me hablaba una emigrante extremeña hace un tiempo. Entre las experiencias que me explicó de su paso por Alemania, recuerda una especialmente: mientras paseaba por una ciudad, vio cómo varias mujeres se tapaban la nariz cuando se cruzaron con ella. A partir de ahí iniciaba su aislamiento, porque ese gesto era la constatación de que alguien la señalaba. Una advertencia concreta, casi insignificante, y sin embargo cargada de una potencia inmensa. Una agresión que la convertía en una persona distinta, relegada del centro hacia los márgenes. Como le sucedió a mi abuelo una tarde, después de un paseo en moto por París. En la calle Rivoli, se detuvieron para hacer alguna compra. Cuando volvieron, un policía se les acercó inmediatamente. Les pidió los papeles, su permiso de circulación y de residencia. Los ojeó sin demasiado interés y comenzó a redactar una multa. Preguntaron cuál era el motivo, pero apenas obtuvieron respuesta. Les señaló la moto, con la rueda delantera subida a un bordillo de la acera. No era el único vehículo mal estacionado. Había otras motos que ocupaban también un espacio peatonal, y sin embargo la suya era la única que iba a ser multada. El resto podía aparcar como les viniera en gana. Ellos no.

Quisieron ocupar un espacio central, pero las circunstancias los desplazaron. Intentaron asimilarse, porque no se puede permanecer siempre en un lugar sin saberse de ese lugar, como escribió en una ocasión Francisco Candel. Aunque el precio que pagaran fuera una lenta despersonalización. Un no saber en qué territorio vivían realmente. Pere Calders estaba en lo cierto: o aceptas el lugar donde vas a parar con todas las consecuencias que el hecho entraña, o serás devorado inexorablemente por él.

Vuelvo a unas palabras de Sennet: «Ser extranjero es vivir a disgusto fuera del país; nos referimos al inmigrante que siente el impacto de una cultura y se aferra a sí mismo, al exiliado que hiberna con indiferencia en una ciudad que apenas lo roza, al expatriado que pronto sueña con el retorno».

XVII

Un lugar en las afueras. Ese era el espacio que debían ocupar. Aunque estuvieran en el interior de un territorio, su sitio permanecía a mucha distancia. Construyeron un país nuevo a partir de quien no tenía nación alguna. Con habitantes doblemente golpeados, porque eran percibidos como una amenaza y, precisamente por eso, estaban siendo amenazados. Desde fuera, no eran simples trabajadores, sino seres de otro mundo que practicaban una lenta e imparable invasión, como si su verdadero cometido fuera borrar del mapa las costumbres del país al que habían emigrado y no como reconstructores de un lugar que no era el suyo. O no era suyo todavía, porque tendrían que pasar muchos años para que alguien acabara reconociendo sus nombres en las capas subterráneas de una ciudad, en el alzado de sus ruinas.

Ese es el material del que se nutren los lugares. Ya deberíamos saber que una ciudad no es única, sino múltiple, y que está compuesta por tantos sedimentos que la sola idea de descifrarlos nos llevaría toda una vida. No hay una sola forma de narrar la ciudad, sino infinitas maneras de abordarla. La tierra que pisamos es un palimpsesto. Si escarbamos un poco, lograremos descifrar las huellas de los que pasaron por allí mucho antes que nosotros.

Por eso a menudo suelo preguntarme qué queda de mi abuelo en Bousbecque o qué queda de él en Barcelona. Qué señales perduran de todos los que fueron hasta allí y, pasado el tiempo, regresaron al lugar desde el que partieron. Si serán recordados al cabo de los años o se convertirán en una evocación imprecisa, cada vez más difuminada a medida que nos vayamos alejando.

Hago mía la sospecha que formulaba Luis Landero en El balcón de invierno: «los que nazcan dentro de veinte o treinta años no llegarán tampoco a saber nada de nosotros. No seremos ni siquiera fantasmas. Quizás ni siquiera un hombre flotando a la deriva de los tiempos».

Apariciones que lentamente se evaporan. Tal vez eso. Solo eso.

XVIII

Reagruparse para sobrevivir: en los bares, en las barracas con otros españoles, en habitaciones minúsculas mientras pasaban la noche con algo de baile, bebida y guitarras. Así combatían el desarraigo, la soledad o la indefensión, y así nacía también una alegría distinta, la felicidad pesarosa de quien apenas tiene nada. Surgía la necesidad de compartir y de ayudarse, como si el frío y el hambre nos obligaran a recuperar una cierta solidaridad entre iguales.

Las ciudades y los pueblos quedaban lejos. Aunque se encontraran a solo dos pasos, el centro permanecía a mucha distancia. Casi no había tiempo para disfrutar de esos nuevos emplazamientos, ni dinero que gastar mientras paseaban. Aún recuerdo una frase que me dijo una emigrante leonesa, mientras hablaba de sus años en Francia. París me vio a mí, dijo, pero yo no vi París en ningún momento. Algo muy similar a lo que escribió Aleksandr Solzhenitsin: «Moscú era una ciudad enorme, pero no había adónde ir».

Entre tanto, la espera de las cartas, leídas en alto en los cafés. Muchos eran analfabetos y necesitaban ayuda de sus compañeros. En este punto, me viene a la memoria algo que escuché sobre mi abuelo. Era el único que sabía escribir entre el grupo de españoles de Bousbecque, por eso se encargaba de redactar algunas cartas. A menudo he pensado en esa escena, en las confidencias que fue trascribiendo, en el tono con el que fueron expresadas. Todo un universo al que él entraba casi por obligación, como un mensajero o un invitado de piedra. Solo escribir lo que otros decían.

Ese hecho suele generarme varias dudas. ¿Escuchaba lo que le decían o simplemente se limitaba a seguir al pie de la letra lo que iba oyendo? ¿Intervino en esas cartas? ¿Ayudó a escribirlas? No me refiero a cumplir únicamente con su papel de emisario, sino a otra cosa distinta. Me pregunto si añadió frases o palabras, si terminó de dar forma a los mensajes que le dictaban, si su cooperación no se reducía a las funciones de un simple escriba y se acercaba a ser algo parecido a un confidente, a un consejero.

Por encima de todo eso, lo que me pregunto con frecuencia es si esas cartas ajenas, que escuchaba de primera mano, permearon en él, si le afectaron de algún modo. Si esas emociones que le iban trasmitiendo consiguieron herir su propia sensibilidad. Porque imagino que cada palabra, cada frase, añadía más tristeza a la tristeza, como si no tuviera la oportunidad de olvidarse en ningún instante de dónde estaba. El relato de otra persona era su propio relato y a él quedaba sujeto para siempre.

Quizás la redacción de esas cartas ayudara a mi abuelo. Tal vez trasformar en escritura esas emociones ajenas le beneficiara y le hiciera comprender un poco más lo que estaba sucediendo en su propia vida. Una narración de palabras prestadas que le sirviera como un bálsamo. En eso consiste la literatura: en un mecanismo que permite explicarnos lo que no entendemos del todo. Aunque en esta historia solo hablemos de cartas anónimas firmadas por otra persona.

 

XIX

En el relato de las cartas que escribió mi abuelo hay una historia paralela, un epílogo que tenía lugar a mucha distancia, en el pueblo natal de aquellos emigrantes de Granada. Una historia que sucedía en las casas que abandonaron tiempo atrás, en los salones y en las chimeneas donde colgaban las cartas, como una exposición privada que se abría al público algunas tardes.

Esa historia paralela vuelve a tener a un mismo personaje: mi padre. Aún recuerda cómo entraba en algunas casas y veía colgadas las cartas. Todas ellas estaban escritas en hojas con líneas. Así evitaban que las frases se torcieran, lo que sucedía a menudo. Las confidencias desplegadas en la hoja formaban parte de un hombre al que no conocía. Era la voz de otra persona, la noticia de un familiar ausente, el eco de alguien que volvía de tarde en tarde en un papel. Sin embargo, mi padre siempre supo algo que no llegó a confiar a nadie. Una especie de secreto que no desveló hasta hace pocos años: la letra de aquellas cartas no era la de un desconocido, porque identificaba en ella la caligrafía de su propio padre.

Él no era el destinatario de esas páginas y sin embargo le servían para acercarse a mi abuelo. Le ayudaban a saber algo más sobre él. Probablemente se tratara de una lectura doble, o de una lectura indirecta, como si en lugar de palabras ahí se inscribiera algún tipo de jeroglífico que solamente él podía descifrar mientras las observaba sobre la chimenea de un hogar que no era el suyo.

Esas cartas le pertenecían de alguna manera. Solo así, creyendo que también le eran propias, he logrado entender un verso de José Emilio Pacheco: «No leemos a otros: nos leemos en ellos».

XX

No conservo ninguna carta de mi abuelo. He buscado entre los papeles y no he dado con ningún documento que esté firmado con su puño y letra. Podría dedicarme a encontrar las cartas que escribió para otros, pero eso significaría abrir un baúl que no es el mío.

Reconstruyo a mi abuelo gracias a mi padre y a las fotografías que permanecen en una de las maletas que empleó durante sus viajes a Bousbecque. Esas fotos y esa maleta forman parte de las pocas cosas que pude salvar de mi abuelo. El resto se encuentra dentro de un armario cerrado, en una habitación a la que ya no puedo acceder. No consigo entrar en ella porque el piso de la avenida de Madrid en el que vivieron mis abuelos está completamente cerrado, con doble o triple llave. Ese mínimo espacio es uno de los territorios prohibidos de la ciudad. Podría rebuscar en habitaciones ajenas, en memorias que no me pertenecen, y sin embargo sé que jamás abriré el armario en donde se guardan viejos recuerdos de mi familia.

A veces pienso que debería forzar esa cerradura y entrar sin que nadie me viera. Los vecinos ya no son los mismos. Casi todos han muerto. Puede que aún sigan los hijos de los antiguos inquilinos, pero nunca llegué a conocerlos. Ninguno sabe que yo también viví en aquella casa hasta que cumplí tres años. Fue mi primer hogar, y sin embargo carezco de nombre allí. Si alguien me viera, pensaría que estoy de visita. No entenderá que si he vuelto, si me he decidido a subir hasta la segunda planta, es porque vengo a recuperar algo que también es mío.

Sé que nunca tendré el valor para entrar en ese piso. Me imagino frente él, observando la rutina de los vecinos, anotando horas y fechas. Me imagino forzando la cerradura y quitándome los zapatos a la entrada para no hacer ruido. Me imagino caminando descalzo en el pasillo, haciendo equilibrio por un alambre. Me imagino quitando el candado del armario. Sin embargo, no logro imaginarme cómo reaccionaría si el armario se abriera, si tuviera frente a mí ese montón de papeles, fotografías acartonadas y documentos. No sabría qué hacer. Es justo eso lo que me da miedo. Podría entrar en una propiedad privada sin medir las consecuencias que conlleva un allanamiento. Acepto la culpa, pero no asumiría el riesgo de encontrarme con un armario abierto que guardara una parte de mi pasado.

Por eso prefiero no hacer nada. Opto por reconstruir, desde otro cuarto, un espacio vedado, un lugar en el que lentamente se desvanecen los recuerdos. Trato de acceder a ellos de otra manera, a través de conjeturas, probabilidades, hipótesis, añadiendo oraciones condicionales que se extienden sin fin en la larga marcha de la desmemoria.

Cuando me detengo y me dejo llevar por la imaginación, me doy cuenta de que la escritura no es más que una resistencia estática. Uno de esos actos que nos retienen antes de cometer un delito. Una opción que nos salva y a la vez nos condena.

XXI

Más que una biografía o un perfil, lo que puedo trazar es una suma de anécdotas cazadas al vuelo, unidas unas a otras por posibilidades y suposiciones, como si me tocara completar una historia fragmentada. Son datos que se despliegan, que se proyectan en múltiples direcciones. Una realidad que se dispara hacia muchos lados y no se detiene en ningún momento.

Sé que, mientras estaba en Bousbecque, mi abuelo visitó varias veces Holanda. Sé también que se hospedó ocasionalmente en París y que allí se reunía con otros familiares y amigos. Lo veo ahora mismo en una de las fotos que conservo: a la derecha de un grupo de ocho personas, abrazando a un compañero, sonríe a la cámara con un gesto cansado. Como en otras imágenes, también viste traje y corbata. Al fondo, unos cuantos edificios del distrito XIV, donde se alojaban.

Compartía su piso con más gente y trató de abrir sus puertas a todos los que necesitaran emigrar por la zona. Las habitaciones tenían, al menos, cuatro inquilinos. Las camas estaban dispuestas en cada una de las esquinas. En medio, una mesa compartida. Uno de sus compañeros era árabe. Le encontraba por la noche rezando, sobre una alfombra que extendía a los pies de su cama. Entre el silencio y la oscuridad, debió tropezarse con él varias veces.

A pocos pasos de su casa de la rue Papeterie, se encontraba su trabajo. Era empleado en una fábrica, no sé si dedicada a la producción de papel o a la reparación de maquinaria pesada. Ignoro qué hacía exactamente, cuál era su función. Una vez me hablaron de una máquina de rodillos, la número 1. Allí debió de pasar todo su tiempo en Bousbecque, aunque nunca he podido confirmarlo.

Sé que se movía en bicicleta por el pueblo y que esa misma bicicleta fue pasando de mano en mano, entre la gente que se iba y la gente que llegaba. Así paseaba por los márgenes del río y hacía todas sus compras. Sobre todo en Bélgica, que por aquel entonces tenía mejor cambio de moneda que Francia.

Cruzaba la frontera a menudo, especialmente los sábados y domingos, mientras acudía a los pocos bares de algún pueblo limítrofe. Siempre iba en grupo y siempre bien vestido, elegante. Por eso en casi todas las fotos que conservo aparece con traje y corbata, como una vieja fotografía de August Sander.

Al comienzo, en la aduana le solicitaban sus documentos. No dejaba de ser una zona fronteriza, con sus propias reglas de juego y con las turbulencias que conlleva habitar una zona intermedia, entre dos aguas. Pienso en las bandas dedicadas al contrabando, a la extorsión, al tráfico ilegal de productos de toda clase. Eso es lo que generan ciertos lugares. Acarrean una sospecha detrás de ellos. Nos empujan a la desconfianza, como si todo lo que sucediera en sus calles llevara algún trazo enigmático. No he conocido ninguna frontera que no guarde un pasado turbio, un recuerdo inconfesable.

Más tarde, como ya le conocían, cruzaba la aduana sin problema alguno. Hasta que llegaron las huelgas de Mayo del 68. La vigilancia se hizo más exhaustiva y Bélgica no se fiaba de la moneda francesa. Desde entonces, fue imposible transitar con facilidad de un pueblo a otro. Tampoco hacer trasferencias. Durante los primeros años ingresaba el dinero en una cartilla. Luego, con las restricciones, se vio obligado a buscar otros mecanismos para guardarlo. Lo más frecuente era un bolsillo que añadía al pantalón. Cuando depositaba todo el dinero en efectivo, volvía a coserlo. Hasta que llegaba a España y podía cambiarlo en el Banco Popular.

XXII

Fotografías, anécdotas, charlas con familiares o amigos, testimonios de primera y segunda mano… Así delimito una figura desdibujada. En otras ocasiones esa imagen adquiere una nitidez asombrosa y me da por pensar que ya conozco todo, que apenas hay flecos que se me hayan escapado. Pero entonces esa claridad se ensombrece y vuelve a sumirme en innumerables círculos de intriga. Son cuestiones que se van agolpando una tras otra. ¿Cuántas veces fue a París? ¿A quién conoció? ¿Qué espacios hemos compartido, en épocas distintas? ¿De quién heredó la bicicleta y a quién se la dejó cuando estaba de regreso en España? ¿Qué hizo durante los fines de semana, mientras cruzaba la frontera con el resto del grupo? ¿Cómo vivió las revueltas que originaron el Mayo del 68? ¿Qué queda de todo lo que habitó? ¿Es el mismo paisaje que me encontré tiempo después, cuando fui a visitarlo?

Lo único que conservo son datos dispersos que provocan aún más cuestiones. Cuando pienso en esta historia y cuando admito por fin que se trata de una narración inconclusa, recuerdo un fragmento de Ryszard Kapuściński: «Hoy en día, ningún libro que gire en torno a la contemporaneidad puede ser otra cosa que un texto abierto. Tenemos que acostumbrarnos a la idea de que escribimos libros inacabados».

Eso es lo que debo asumir ahora. Hacerme a la idea de que hay historias que jamás tendrán un final cerrado, porque nacen sin darnos cuenta y desaparecen sin que lo advirtamos. Son narraciones que nunca podrán completarse del todo. Están ahí, han sucedido y, sin percatarnos apenas, se van de nuestro lado. Por ese motivo no escribimos más que libros incompletos, segundas partes, epílogos que vamos añadiendo justo antes de dar por concluido algo que no tendrá ninguna conclusión. Porque cuanto más analizamos un suceso más nos queda por descubrir, como si entráramos en una ciudad sin nombre en la que siempre estuviéramos de paso.

En eso consiste vivir: en dar inicio a historias y en recomenzar luego otras distintas. Consiste en atesorar experiencias con el riesgo de que se crucen entre ellas. Aunque las creamos olvidadas, pueden volverse y reclamar un protagonismo momentáneo. Al fin y al cabo, vivir no es más que acumular memoria. No es más que ir sumando recuerdos, aunque esos mismos recuerdos aún nos duelan.

Tenía razón William Faulkner: el pasado no pasa nunca. Por eso es imposible detenerlo y por eso también no termina de cerrarse. Intentamos abarcarlo mientras lo narramos, pero siempre habrá algo que se nos escapa. Por muy cerca que estemos, logrará desviarse por algún lado.

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