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Amaury

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XXXI

Antonia, al verse descubierta, lanzó un grito y vertiendo abundantes lágrimas se acercó a la enferma. Magdalena hizo un movimiento instintivo para echarse hacia atrás; pero, luego se rehizo y, dominando aquel mal impulso abrió los brazos para recibir a su prima que se arrojó en ellos con efusión, quedando así abrazadas un buen rato hasta que Antoñita se desprendió y retrocediendo fue a ocupar el puesto del sacerdote, que acababa de dejar la habitación.

A despecho de las inquietudes y desazones de aquellos dos meses y de la profunda pena de aquel momento, Antonia estaba más hermosa que nunca; rebosante de vida, parecía destinada a disfrutar una existencia prolongada y feliz y podía creerse con derecho al amor de un corazón tierno y apasionado. Así, podía sin dificultad interpretarse el primer movimiento de Magdalena como un impulso de celos revelado también por la involuntaria mirada en que envolvió a la vez a su hermosa prima y a su desesperado novio que iba a dejar al lado de ella.

Su padre, para quien nada pasaba inadvertido, se inclinó y le dijo en voz muy baja:

– Tú misma la has llamado; no ha hecho más que obedecerte.

– Sí, papá, y me alegro mucho de verla.

Y la infeliz moribunda miró a Antonia, sonriéndose con angélica resignación.

Amaury no supo ver en aquel ímpetu de Magdalena otra cosa que un sentimiento de celos, muy natural en un ser ya aniquilado respecto a otro lleno de vigor y de vida. El mismo, comparando a la una con la otra, sintió algo parecido (o al menos así lo creyó él) al sentimiento experimentado por la hija del doctor, esto es, un sentimiento de odio y de cólera contra la insultante belleza, causa de aquel cruel contraste, y hasta le pareció que si no hubiese de morir como tenía resuelto, llegaría a aborrecer a Antoñita, por considerarla como viviente ironía, con la misma intensidad con que amaba a Magdalena.

Disponíase a tranquilizar a la moribunda deslizando un juramento en su oído cuando se oyó una campanilla que le hizo estremecerse y quedar como clavado en su sitio.

Era el sacerdote que volvía en compañía del sacristán de San Felipe de Roule y de dos monaguillos para administrar a Magdalena los últimos sacramentos.

Todos callaron al sonar la campanilla y se postraron de hinojos. Únicamente Magdalena se incorporó como disponiéndose a recibir la visita del Señor.

Entró el sacristán con la cruz, luego los monaguillos con la vela en la mano, y por fin el venerable sacerdote portador del santo Viático.

– Padre mío – dijo Magdalena, – los pensamientos pecaminosos pueden llegar a combatir nuestra alma hasta los umbrales de la eternidad. – Temo mucho haber pecado desde que me confesó esta mañana y le agradeceré a usted que antes de recibir el cuerpo del Señor, se digne permitirme que le manifieste mis dudas.

Se apartaron Amaury y el doctor para dejar que el párroco se acercase a la enferma, la cual en voz muy baja y mirando alternativamente a su prima y a Amaury, le dijo algunas palabras. El santo varón, por toda respuesta la bendijo. Después de esto comenzó la santa ceremonia.

Solamente aquel que se haya arrodillado en momentos semejantes al pie del lecho de muerte de una persona querida es capaz de saber el efecto que causan en nuestra alma las palabras que en tal caso pronuncia el sacerdote y repiten los presentes. Amaury, con el corazón próximo a estallar, retorciéndose los brazos y vertiendo amargo llanto, semejaba la estatua de la desesperación y del dolor.

El señor de Avrigny, mudo e inmóvil, sin lanzar ni un suspiro ni derramar ni una lágrima, mordía el pañuelo, tratando de recordar las plegarias recitadas en su niñez y olvidadas hacía ya mucho tiempo.

Antonia, débil mujer, no podía contener los sollozos que la ahogaban.

Transcurrió la ceremonia en medio de aquellas tres penas manifestadas de un modo tan diferente. Terminó el sacerdote su triste misión acercándose a Magdalena, que, incorporada, con las manos cruzadas y los ojos alzados al cielo recibió en sus secos labios la sagrada hostia.

Luego, abatida por este esfuerzo, se desplomó en su lecho, diciendo con apagado acento:

– ¡Dios mío! No permita Tu bondad que nunca sepa que cuando he visto a mi prima he sentido deseos de que ella muriese también conmigo.

El ministro del Señor, acompañado de su séquito, salió de la estancia.

Reinó en ésta un silencio que nadie se atrevía a interrumpir. Magdalena, que aún seguía con los brazos cruzados, lanzó una intensa mirada a su padre y otra a Amaury. Antonia oraba en voz baja.

Entonces comenzó una vela silenciosa y triste. La enferma quiso hablar por vez postrera para despedirse de los seres más queridos de su corazón, pero su debilidad era tan grande y sus fuerzas decaían de tal modo, que sólo a costa de un esfuerzo sobrehumano, logró articular algunas palabras. El doctor, inclinando hacia ella su encanecida cabeza, le suplicó que callase: bien claramente veía que todo había acabado y ya sólo deseaba retardar cuanto pudiera la eterna separación. El, que en los comienzos de la enfermedad había pedido a Dios la vida de su hija, que después le había rogado que le concediese algunos años, luego algunos meses y más tarde solamente algunos días, contentábase con pedir para ella unas horas más de vida.

– Tengo frío – dijo Magdalena con voz apagada.

Antonia se acostó entonces sobre los pies de su prima e intentó calentárselos con su aliento a través de la sábana. Magdalena murmuraba algo entre dientes sin que lograse hacer salir de sus labios un sonido articulado.

No es posible describir la angustia y el dolor que oprimían aquellos tres corazones. Quien en una noche terrible y suprema como aquélla haya velado a su hija o a su madre comprenderá lo que nosotros no sabríamos explicarle; y aquellos a quienes su buena fortuna no haya puesto en tales trances pueden bendecir a Dios por no verse en el caso de tener que comprenderlos.

Amaury y Antonia no apartaban su mirada del doctor. Es tan costoso para el hombre el renunciar a toda esperanza, que ellos no se resignaban a creer que todo hubiese acabado y de un modo instintivo buscaban en el rostro del señor de Avrigny algún rayo de esa ilusoria esperanza.

Pero el padre de Magdalena permanecía grave y sombrío, sin que ningún resplandor iluminase su rostro impasible ni el rayo de esperanza deseado viniese a desdoblar las arrugas de su frente ceñuda.

Hacia las cuatro de la madrugada se aletargó la enferma. Amaury, al verla cerrar los ojos, se puso en pie de un salto, pero el doctor le detuvo diciéndole estas palabras:

– Ahora duerme; aún le queda una hora de vida.

Efectivamente, Magdalena dormitaba con el último sueño de la vida mientras el crepúsculo ahuyentaba las sombras de la noche y las estrellas se eclipsaban una a una ante la limpia claridad de la rosada aurora.

El señor de Avrigny tomó el pulso a su hija, notando que ya desaparecía poco a poco de las extremidades.

A las cinco oyose la campana de una iglesia próxima que tocaba el angelus, llamando a la oración a los fieles.

Un pajarillo se posó en la ventana, entonó un gorjeo y emprendió el vuelo de nuevo, perdiéndose en los aires.

Magdalena abrió los ojos, quiso incorporarse exclamando: – «¡Aire! ¡aire! ¡Me ahogo!» y se desplomó lanzando un suspiro.

Era el último. Magdalena de Avrigny ya no existía.

Levantose el doctor y con voz ahogada dijo:

– ¡Adiós, Magdalena! ¡Adiós, hija mía!

Amaury lanzó un grito terrible.

Antonia sollozaba como si su pecho fuera a desgarrarse.

Era verdad, Magdalena ya no existía… Se había eclipsado con las estrellas del cielo; suavemente había pasado del sueño a la muerte sin esfuerzo, sin exhalar más que un suspiro.

Los tres contemplaron en silencio a la pobre criatura. Luego, viendo Amaury que sus hermosos ojos habían quedado abiertos, quiso cerrárselos, pero el doctor detuvo su ademán diciéndole:

– Lo haré yo, que soy su padre.

Prestó a la muerta este servicio piadoso y terrible, y después de contemplarla un instante con muda y dolorosa mirada, cubrió con la sábana a guisa de sudario aquel hermoso rostro helado por el soplo de la muerte.

Y entonces los tres, arrodillados y llorosos, oraron en la tierra por la que en el mismo instante también oraba por ellos en el Cielo.

XXXII

Cuando Amaury volvió a su cuarto encontró en derredor suyo en los muebles, en los cuadros, hasta en el aire, recuerdos tan amargos que, no pudiendo resistirlos y loco de dolor, se lanzó a la calle, saliendo a pie, sin objeto, sin propósito deliberado, sin otra idea que la de llevar lejos de allí a cualquier parte la pena que le abrumaba.

Eran las seis y media de la mañana.

Caminaba con la cabeza baja, y en medio de las tinieblas en que su alma se agitaba sólo distinguía la figura de Magdalena envuelta en un sudario, y en la soledad de su espíritu sólo oía un eco que sin cesar repetía esta palabra: «¡Morir! ¡Morir!»

En el bulevar de los Italianos, a donde llegó sin saber cómo, le cerraron el paso tres antiguos amigos, alegres camaradas de su vida de soltero que con el cigarro en la boca y las manos en los bolsillos revelaban bien a las claras hallarse en ese estado de expansiva animación que raya en la embriaguez.

– ¡Caramba, chico! ¡Pues no es Amaury! – exclamó uno de ellos con estentórea voz, hija de su despreocupación del momento. – ¿De dónde sales, di? ¿Y adónde vas ahora? ¿Dónde te has metido en estos dos meses, que no te has dejado ver en ninguna parte?

– ¡Poco a poco! – dijo otro interrumpiendo al primero. – Todas esas preguntas están muy en su punto; pero vayamos por partes. Ante todo tenemos que justificarnos a los ojos de Amaury, que es hombre bien nacido, de nuestro crimen. ¡Miren que andar por las calles a las siete de la mañana! Chico, no vayas a imaginarte que hemos madrugado tanto: lo que ocurre es que aún no nos hemos acostado, ¿entiendes? Ahora nos vamos a la cama… Los tres hemos pasado… (es decir, tres y tres, ¿eh?)… hemos pasado la noche en casa de Alberto, donde nos hemos regalado con un festín digno de Sardanápalo y ahora nos volvemos santamente a nuestras casas a pie, como puedes ver, para tomar un poco el aire de la mañana.

 

– Todo lo cual demuestra – agregó el tercero, que estaba más borracho que ninguno – la verdad que se encierra en aquel aforismo político (¡oh! ¡es un gran apotegma!) de Talleyrand: Cuando uno ha sido siempre feliz…

Amaury les miraba aturdido y como alelado, sin entender lo que hablaban.

– Ya estás enterado – repuso el primero que había tomado la palabra; – ahora estás tú en el deber de justificar tu madrugón y de decirnos por qué te has eclipsado estos dos meses.

– ¡Bah! Eso lo diré yo mismo, señores – saltó el segundo, – porque, a Dios gracias, no ando mal de memoria, lo cual, dicho sea de paso, viene a probar lo que digo hace ya rato y es que habiendo bebido por dos soy el que está más sereno de los tres. Yo sé por qué no hemos visto a Amaury en tanto tiempo y ahora lo diré. Recuerdo muy bien que nuestro amigo está enamorado de la hija del doctor Avrigny y acaricia respecto a ella proyectos matrimoniales.

– ¡Ah, sí! ¡Yo también me acuerdo ahora! Y hasta me parece que el suegro, el día del baile, señaló para hoy (¿no es hoy once de septiembre?) la boda de su hija con Amaury.

– Sí; pero te olvidas de que aquella misma noche la novia se puso enferma.

– Pero aquella indisposición sería pasajera y no habrá sido nada…

– No, señores – contestó Amaury.

– ¿Ya está buena?

– Ha muerto.

– ¿Cuándo?

– Hace una hora.

– ¡Demonio! – exclamaron estupefactos los tres.

– ¡Conque ha muerto! ¡Y hace una hora! ¡Qué fatal coincidencia! ¡Yo que iba ahora mismo a pedirte que nos acompañaras a almorzar!..

– No puede ser. Yo, lejos de almorzar con mis amigos, les invito a mi vez a que me acompañen mañana en el entierro de la que fue mi prometida.

Y, despidiéndose de ellos, se alejó con rapidez.

– Está loco rematado – dijo uno, al ver cómo se alejaba.

– O es demasiado discreto – repuso otro.

– ¡Pchs!.. Lo mismo da – agregó el llamado Alberto.

– En fin, no importa… Pero dejemos a un lado el género triste; hay que convenir en que es muy poco agradable eso de tropezarse después de beber bien, con un novio que acaba de enviudar.

– ¿Asistirás al entierro?

– Creo que no podemos excusarnos – observó Alberto.

– No hay que olvidar que mañana la Grisse vuelve a cantar el Otelo.

– Tienes razón; ya no me acordaba. Concurriremos a la iglesia para que nos vean; la cuestión es que Amaury no pueda quejarse de que faltamos.

Y dicho esto, prosiguieron su interrumpido camino.

Cuando Amaury se separó de ellos asaltó su cerebro una idea que ya otras veces había acudido a su mente aunque con más vaguedad. El joven pensó en morir.

¿Qué le quedaba que hacer en este mundo? Muerta Magdalena, ¿qué lazo podía unirle a esta mísera existencia? ¿No lo había perdido todo con su amada? No le restaba otra cosa que reunirse con ella, como ya se lo había prometido a sí mismo tantas veces desde que estuvo seguro de que no había remedio.

Amaury razonaba de este modo:

Una de dos: o hay otra vida o no la hay. Si es verdad que la hay, volveré a ver a Magdalena y con ella recobraré la felicidad perdida. Y si esa vida no existe, al extinguirse la mía todo acaba, mis lágrimas se secan y yo no siento ya mi desdicha. De todos modos he de salir ganando, pues nada perderé al dejar la vida que para mí nada vale.

Tomado ya este partido, le convenía a Amaury aparecer tranquilo y casi alegre. No había por qué interrumpir su vida ordinaria y además no quería que al saberse su muerte se dijera de él que se había suicidado a impulsos de la desesperación, en un rapto de locura. Lejos de eso tenía empeño en que todo el mundo considerase su acto bien premeditado, como prueba de valor y no como signo de cobardía.

Según su plan debía ordenar sus asuntos, escribir sus últimas disposiciones y visitar a sus amigos anunciándoles únicamente que iba a emprender un viaje de larga duración. Asistiría al día siguiente al entierro de su amada y por la noche concurriría al teatro para oír desde su palco el último acto de Otelo, aquella romanza del Sauce, aquel último canto del cisne, obra maestra de Rossini que tanto gustaba a Magdalena. Después regresaría a casa y allí se levantaría la tapa de los sesos.

Hay que advertir que Amaury poseía un alma recta, un corazón sincero y sin doblez; así, que combinaba uno por uno los detalles de su próximo fin, sin echar de ver la afectación que pudiera haber en tales preparativos, sin fijarse en que había otros modos de morir, quizás mucho más sencillos.

A sus años no podía menos de parecerle grande y a la vez muy natural todo lo que pensaba hacer y buena prueba de ello es que, persuadido de que ya no había de vivir más que dos días dominó su pena, y al volver a casa se acostó, y, rendido por tantas y tantas emociones como el joven acababa de sufrir, se durmió tranquilamente.

Despertose a las tres, se vistió con esmero, visitó a sus amigos, anuncioles su viaje, abrazó a unos, estrechó la mano a otros, regresó a casa y comió solo (pues no vio en todo el día al doctor ni a su sobrina), aparentando en todos sus actos una calma tan terrible que los criados dudaban de que estuviera en su juicio.

A las diez fue a su casa y se puso a redactar su testamento, dejando la mitad de su fortuna a Antoñita, un legado de cien mil francos a Felipe, que todos los días había ido a enterarse del curso de la enfermedad de Magdalena, y distribuyendo el resto en diferentes mandas.

Después siguió escribiendo su diario, continuándolo hasta aquel mismo instante y anunciando en él su propósito de quitarse la vida, sin perder la tranquilidad, sin la menor emoción, con pulso firme.

Cuando acabó su tarea eran las ocho de la mañana. Tomó sus pistolas y después de cargarlas con dos balas se las guardó bajo la levita, montó en su carruaje y fue a casa del doctor. El señor de Avrigny no había salido desde el día anterior de la habitación de su hija.

En la escalera tropezose Amaury con Antonia, que se dirigía a su cuarto y tomándole la mano la besó en la frente sonriendo.

Su tranquilidad asustó a la joven, que le siguió con la vista hasta que él hubo entrado en su aposento.

Amaury metió las pistolas en un cajón de la mesa, cerró éste y guardose la llave en el bolsillo. Hecho esto se vistió para el entierro y al bajar luego al salón se encontró con el doctor que había pasado la noche velando el cuerpo de su hija. El infeliz padre, al salir del cuarto de Magdalena con los ojos hundidos y el rostro lívido, como un espectro que saliera del sepulcro, retrocedió cegado por el vivo resplandor de la luz del día.

– Ya van pasadas veinticuatro horas – dijo con ademán meditabundo.

Y estrechó la mano a Amaury, contemplándole en silencio. Quizás pensaba demasiadas cosas para poder expresarlas.

Sin embargo, el día anterior había dictado sus disposiciones con una calma inaudita, con una impasibilidad aterradora. Según sus órdenes el cuerpo de Magdalena, después de estar expuesto en una capilla ardiente a la puerta de la casa, debía ser conducido a San Felipe, en donde al mediodía se celebraría el oficio de difuntos, y de allí sería transportado a Ville d'Avray.

XXXIII

A las once y media llegaron los coches de luto. En el primero de ellos entraron Amaury y el doctor que, rompiendo con la costumbre que no permite a los padres seguir el cadáver de sus hijos, quiso formar parte del cortejo fúnebre.

Llegaron a la iglesia, cuyas naves, coros y capillas, estaban enteramente adornados con blancas colgaduras. El padre y el novio fueron los únicos que entraron en el coro con el cuerpo de la muerta. Los amigos y los curiosos (si es que puede establecerse semejante distinción) fueron a colocarse en las naves laterales para presenciar desde allí la fúnebre ceremonia.

Esta se celebró con gran pompa, contribuyendo a prestar relieve al acto la circunstancia de que Thalberg, que era amigo de Amaury y del doctor, había querido encargarse del órgano, por lo cual, el oficio de difuntos revestía en aquella ocasión los caracteres de un gran acontecimiento artístico.

Véase cómo aquellos tres elegantes de la víspera, que tenían que asistir a oír el Otelo en los Bufos, disfrutaban aquel día de dos conciertos en vez de uno.

Pero, entre aquella muchedumbre que llenaba los ámbitos de la iglesia, sólo el padre y el novio sintieron penetrar en sus corazones las terribles palabras de las plegarias que con lúgubre armonía se elevaban al Cielo entre nubes de incienso; y, particularmente el doctor se apropiaba con avidez el sentido de los versículos más tristes y en el fondo de su alma repetía las palabras del sacerdote que oficiaba:

«Daré el reposo a los justos – dice el Señor – porque hallaron gracia a mis ojos y les conozco por su nombre.

¡Felices aquellos que mueren en mí, pues descansarán de sus trabajos y les seguirán sus obras!»

¡Con cuánto fervor exclamaba el pobre padre: – «Señor, liberta mi vida, porque es muy largo mi destierro. ¡Yo aguardo, Señor, esa liberación; mi alma te desea de igual modo que la tierra abrasada por la sequía desea la lluvia; del mismo modo que el ciervo sediento busca con ansia el agua de los torrentes, así mi corazón te echa de menos, Señor!»

Pero lo que más conmovió a los dos fue el imponente Dies iræ, cuando resonó bajo las bóvedas del templo, tocado por el eminente Thalberg.

El fogoso Amaury repitió en su fuero interno aquel himno de cólera como respondiendo a un impulso de su propio corazón; el doctor escuchó profundamente abatido el espantable clamor de aquel canto apocalíptico e inclinó la frente bajo el peso de las terribles amenazas que envolvía.

Mientras que el novio veía expresada por la música su propia desesperación y se complacía en desear el aniquilamiento y la destrucción de este mundo miserable que para él carecía de valor desde que Magdalena lo había abandonado, el alma angustiada del padre, menos colérica que la juvenil de Amaury, tembló ante el versículo, revelador de la majestad de Dios tonante que acababa de absolver a su hija y muy pronto debía juzgarle a él mismo. ¡Qué pequeño, y qué humilde se sintió en aquella ocasión el soberbio doctor, el sabio entre los sabios!

Examinó, aterrado, su conciencia y al verla llena de culpas tuvo miedo, no de ser herido por el rayo de la cólera divina, sino de verse separado de su hija.

Pero ¡ah! cuando al versículo amenazador siguió el de la esperanza ¡con qué fe, con qué fervor escuchó la promesa de la infinita misericordia! ¡cómo, vertiendo copioso llanto, rogó a Dios, invocando su clemencia, que olvidase su justicia, recordando sólo su misericordia y su magnanimidad!

Después de la ceremonia, salió Amaury de la iglesia con la cabeza erguida, como desafiando al universo mientras que el doctor caminaba con la frente inclinada, como queriendo desarmar con su humildad la cólera celeste.

Magdalena, según ya hemos dicho, debía de ser enterrada en Ville d'Avray, porque al doctor le parecía que allí, en un cementerio de aldea, oscuro y desierto, le pertenecería su hija más que en una necrópolis de la gran ciudad.

Los convidados que formaban el cortejo y que venían a ser los mismos que concurrieron al baile, no se sentían con ánimo de acompañar a la muerta hasta su última morada. Habrían transigido con ir al cementerio del Père Lachaise por tratarse de un paseo; pero no era cosa de ir hasta Ville d'Avray, con lo cual perdían un día entero, y un día tiene en París gran valor.

Por eso, conforme a las previsiones del doctor, sólo tres o cuatro amigos muy adictos, entre ellos Felipe de Auvray, ocuparon el tercer coche del duelo. En el primero iba el clero; al segundo subieron el doctor y Amaury.

A la puerta de la iglesia de Ville d'Avray esperaba a la comitiva el cura párroco. En aquella iglesia en que Magdalena había comulgado por vez primera debía hacer su última estación antes de que su cuerpo descendiese a la fosa.

No hubo allí pompa ni boato, ni órganos ni cantos: todo se redujo a una sencilla oración, a un postrer adiós murmurado, por decirlo así, en voz baja al oído de la virgen que había volado al Cielo, y todos continuaron su camino a pie hasta la puerta del cementerio adonde llegaban cinco minutos más tarde.

 

El sencillo cementerio de Ville d'Avray es un admirable campo de reposo, tranquilo, casi ameno. En lugar de suntuosos panteones e hipócritas epitafios sólo hay cruces de madera y simples inscripciones. No es imponente, pero sí enternecedor. Al entrar en él se respira paz y recogimiento, y el visitante se siente tentado a exclamar como Lutero en Worts:

– Les envidio porque reposan: envideo quia quiescunt.

Pero cuando Lutero pronunció esas palabras no entraba en el cementerio siguiendo el cortejo fúnebre de una persona querida: hablaba el filósofo, no el padre o el esposo.

¿Quién podría describir las torturas de un alma en tales circunstancias? El canto de los sacerdotes; el espectáculo de la fosa recién abierta; el rumor de la tierra que cae sobre el ataúd, producen emociones que llenan de horror el ánimo más esforzado.

El señor de Avrigny asistió al sepelio, arrodillado y con la frente inclinada. Amaury se quedó en pie pero tuvo que apoyarse en un ciprés, sintiendo que las piernas no querían sostenerle.

Cuando la tumba quedó cubierta de tierra pusieron sobre ella una gran losa de mármol blanco, que ostentaba este doble epitafio:

Aquí yace Magdalena de Avrignymuerta en 10 de septiembre de 1839a los 20 años, 8 meses y 5 días de edad
Aquí yace el doctor Avrigny,su padre, muerto en el mismo díay enterrado en…

Habían dejado la fecha en blanco; pero el doctor confiaba en que estaría llena antes de un año.

Plantáronse rosales blancos alrededor de la tumba porque Magdalena había tenido siempre gran afición a las rosas blancas y el doctor daba a su hija esas flores a fin de que en vida y muerte su cuerpo siempre fuese todo rosas.

Cuando todo acabó, el doctor se despidió de su hija enviándole un beso y diciendo a media voz:

– Hasta mañana, hija mía… Hasta mañana… y para no separarme ya de ti.

Y acompañado de sus amigos salió con paso seguro del cementerio, cuya puerta cerró el sacristán tras de ellos.

– Señores – dijo entonces el padre de Magdalena a sus escasos acompañantes: – ya han visto ustedes por la inscripción de la losa, que el hombre que les habla ya no es un ser viviente. Yo desde hoy, ya no pertenezco a la tierra, sino a mi hija solamente; desde mañana nadie volverá a verme ni yo tampoco veré a nadie en París. Aquí viviré solo y retirado y en esa casa que ahí tengo y cuyas ventanas, como ustedes ven, dan a este cementerio, aguardaré resignado hasta que Dios señale la fecha que en la losa dejé en blanco. Reciban, pues, señores, por vez postrera, el sincero testimonio de mi agradecimiento y mi cordial despedida.

Habló con voz tan firme y con tal convicción que nadie osó responderle, y después de estrechar en silencio y con muestra de tristeza su mano, se alejaron respetuosamente todos.

Cuando partió el coche que los llevaba, se volvió el doctor hacia Amaury, que estaba a su lado de pie y con la cabeza descubierta.

– Ya lo has oído, Amaury – dijo. – Desde mañana no viviré ya en París; no volveré allí jamás. Pero hoy tengo que regresar contigo a casa para dictar mis disposiciones y dejar mis asuntos arreglados.

– Lo mismo que yo – contestó Amaury con frialdad. – Usted no ha pensado en mí para hacer el epitafio de Magdalena; pero he visto con júbilo que a su lado hay sitio para dos.

– ¡Ah! – exclamó el doctor mirándole de hito en hito, pero sin manifestar asombro por sus palabras.

Y echando a andar, agregó:

– Ven.

Subieron al último coche que les estaba aguardando y emprendieron el regreso hacia París.

Ya en la capital, Amaury mandó parar el coche en el Arco de la Estrella.

– Perdone, usted – dijo el señor de Avrigny; – yo también tengo que hacer esta noche. ¿Tendré el gusto de verle?

El padre de Magdalena contestó con un signo afirmativo.

El joven se apeó, y el coche siguió rodando en dirección a la calle de Angulema.