Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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1 Sobriedad y proyección de Castilla

Vicente Méndez Hermán

1.INTRODUCCIÓN
1.1.Consideraciones previas

La secuencia histórica de los talleres castellanos de escultura que laboraron durante los siglos del Barroco y hasta la llegada del Neoclasicismo es el objeto del presente capítulo, y a la sazón, un enfoque más dentro del carácter poliédrico que encierra el tema en sí mismo, según se desprende de la estructura del presente volumen. Deudoras de las regiones de Castilla la Vieja, León y Castilla la Nueva, a excepción de Madrid[1], las actuales autonomías de Castilla León y Castilla-La Mancha son, respectivamente, la primera y tercera en amplitud dentro del conjunto de comunidades españolas. Esta extensión territorial, junto a la indiscutible calidad de sus producciones artísticas en el panorama de la escultura barroca española, nos obligan a tener en cuenta dos factores a la hora de enfrentarnos a su estudio o, más bien, a la difícil pero obligada síntesis de su desarrollo[2]: por un lado, la importante historiografía artística sobre la que sustentamos nuestro conocimiento, y por otro, la abundancia de obra escultórica de tan amplia zona geográfica.

Enrique Serrano Fatigati (1845-1918) principiaba en 1908 su conocido y pionero trabajo sobre la escultura madrileña —en el que valoraba la importancia del centro peninsular en materia escultórica— con una amplia introducción dedicada a la plástica “castellana de diversas épocas“; bien es cierto que en ella abordaba la obra tanto de Gregorio Fernández como de Francisco Salzillo —por citar dos de los ejemplos más señeros—, pero la cita no deja de ser interesante por cuanto que constata el desarrollo que empezaban a cobrar entonces los trabajos dedicados al estudio de la escultura en general, y barroca en particular[3]. En esta línea se sitúan los trabajos de Georg Weise (1888-1978), que en 1931 hablaba del “movimiento de interés universal [existente] por todo lo que se refiere a la Historia del Arte español”[4], y que en su caso ya se había concretado —como señalara Martín González[5]— en la aportación de una rigurosa metodología para el estudio de nuestra escultura (1925-1929)[6]; si a las investigaciones sobre el arte español en Alemania —que se remontan sobre todo al siglo XIX[7]— sumamos la importancia de una cada vez más creciente historiografía española sobre el tema[8], cuyo desarrollo inicial ya recogía Serrano Fatigati, obtendremos como resultado una abundante historiografía artística, con la que se han logrado definir, materializar y ampliar de un modo notable los catálogos de los diversos escultores que se dan cita y protagonizan los centros artísticos que surgen a lo largo de las dos Castillas durante los siglos XVII y XVIII.

La ciudad del Pisuerga siempre ha destacado por sus importantes aportaciones en esa línea, desde la etapa finisecular del siglo XIX hasta el presente. Entre 1898 y 1901 José Martí y Monsó (1840-1912), pintor y director de la vallisoletana Escuela de Bellas Artes, publicaba sus monumentales Estudios histórico-artísticos relativos principalmente a Valladolid[9], basados en una ingente labor de archivo y en el apoyo de numerosos fotograbados con los que se sumaba a la metodología de Jacob Burckhardt que H.Wölfflin se encargó de glosar en 1940[10]; todo ello le hizo valedor de numerosas citas desde las páginas del prestigioso Boletín de la Sociedad Española de Excursiones. El historiador y arquitecto vallisoletano Juan Agapito y Revilla (1867-1944) también acometió, desde su cargo como presidente de la Comisión Provincial de Monumentos y director del Museo Nacional de Escultura, valiosas aportaciones, como su bien documentado trabajo dedicado a la obra de los maestros de la escultura vallisoletana[11]. El riosecano, y cronista de la ciudad de Valladolid, Esteban García Chico (1893-1969) fue un asiduo investigador en los archivos, hasta el punto que su trabajo documental —el cual abarca las provincias de Valladolid y Palencia, con incursiones en Madrid— es uno de los más copiosos que se han realizado por una única persona en nuestro país; destaquemos sus Documentos para el estudio del arte en Castilla[12], o la dirección de la primera etapa del Catálogo Monumental de la provincia vallisoletana (1956-1972), con la redacción de los cinco primeros tomos, el último en colaboración y editado de forma póstuma[13]. Juan José Martín González (1923-2009), prestigioso historiador del arte y catedrático de universidad, retomó el testigo de García Chico al hacerse cargo de dirigir el citado Catálogo Monumental. “Especialista en el barroco castellano y en sus artistas, se le considera el moderno constructor del concepto de arte castellano-leonés[14], y a su pluma debemos las líneas maestras para afrontar el tema que nos ocupa y que expuso en sucesivos trabajos, de entre los que cabe citar títulos como Escultura Barroca Castellana (1959 y 1971)[15], Gregorio Fernández (1980)[16] o Escultura Barroca en España (1983)[17]. A esta amplia pléyade de historiadores se suma el profesor Jesús Urrea Fernández (1946), director de la última etapa del Catálogo Monumental de Valladolid, y autor de un buen nutrido número de artículos y libros versados sobre el tema, de entre los que descuella la exposición que comisarió entre 1999 y 2000 dedicada al escultor Gregorio Fernández[18], y cuyo catálogo vino a ser el corolario —al menos de momento— de las obras publicadas hasta la actualidad sobre el artista.

Frente a Valladolid, debemos considerar la desigual atención que han tenido las distintas zonas geográficas por parte de los investigadores. A una relativa distancia de la ciudad del Pisuerga se sitúan, en función del número de trabajos existentes sobre las mismas y en relación con el tema que nos ocupa, las provincias de Salamanca —y los trabajos de Alfonso Rodríguez G. de Ceballos (1931)—, Zamora, Burgos y Toledo. Un tercer grupo está integrado por León, Palencia, Segovia, Soria y Ávila. Y ya, a muy larga distancia, se sitúan las provincias de Cuenca, Guadalajara, Albacete y Ciudad Real. Podemos apreciar, por tanto, la diferencia existente entre Castilla y León y Castilla-La Mancha. Uno de los factores que contribuyen a justificar esta circunstancia será la pujanza y proyección por las que se distinguirán los talleres ubicados en los principales centros de actividad escultórica, de mucha mayor intensidad en Castilla y León frente a la zona castellano-manchega, y siempre a excepción de Toledo debido al polo de atracción que ejerce la catedral primada. La importancia de un centro como Valladolid podemos cifrarla en ejemplos como el encargo que recibió el escultor Felipe de Espinabete (1719-1799) para realizar una serie de esculturas destinadas a ornar diversas iglesias abulenses a mediados del siglo XVIII[19].

Se añaden otro tipo de factores que también será necesario considerar; son los derivados de procesos como la destrucción patrimonial acaecida durante el desarrollo de la última Guerra Civil. Fue el caso, por ejemplo, de los masivos bombardeos que sufrió Albacete por razones consabidas de ubicación geográfica y situación de las tropas republicanas. En 1978, Agustín Bustamante recogía la siguiente valoración general sobre el patrimonio conservado en el entorno de la corte y la zona castellano-manchega: “La masa documental sobre obras de imaginería de la corte conservada en los Archivos Histórico Nacional e Histórico de Protocolos de Madrid es enorme; pero frente a la riqueza escrita contrasta la pobreza de lo conservado; las guerras y revoluciones de los siglos XIX y XX han esquilmado de forma inusitada el patrimonio artístico de la corte, esquilmación que afecta a la riquísima provincia de Toledo, a Guadalajara y a buena parte de La Mancha. Esta situación de penuria contrasta todavía más si se la compara con la numerosa riqueza conservada en Castilla la Vieja y Andalucía”[20]. En el informe que Antonio Gallego y Burín se encargó de redactar y publicar en 1938 sobre la destrucción patrimonial acaecida en España entre 1931 y 1937, utilizando para ello los datos que le remitieron las Comisiones Provinciales de Monumentos —siendo él presidente de la de Granada—, nos podemos hacer una idea de las consecuencias que tuvo el conflicto para las obras patrimoniales en las zonas señaladas; entre las comisiones ausentes en la firma del documento estaban las de Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara, enfrentadas desde el inicio del conflicto a las tropas militares sublevadas[21].

Otras muchas circunstancias subyacen detrás de la destrucción patrimonial: el proceso de secularización en el que desembocó el siglo XVIII en su etapa finisecular, unido a los dicterios con los que se enfrentó el academicismo a las actuaciones que le habían precedido, o el desarrollismo, y las consecuencias que tuvieron para el arte los postulados del Concilio Vaticano II, ya en la década de 1960. Ibáñez Martínez llega a hacer para Cuenca el “bosquejo de un catálogo de devastaciones”[22]. Pero sin duda, la Desamortización fue el episodio que mayor repercusión tuvo en el patrimonio español, que, en el mejor de los casos, fue descontextualizado y hasta desvirtuado, y, en el peor de los escenarios, esquilmado[23]. Citemos como ejemplo el vallisoletano convento de Ntra. Sra. del Consuelo de Carmelitas Descalzos, a raíz de cuya definitiva desamortización en 1835 el edificio conventual se perdió, mientras que la iglesia se conservó como capilla del cementerio —que el ayuntamiento había ampliado utilizando los terrenos del convento—, si bien algunas de sus mejores piezas artísticas, como el relieve con el Bautismo de Cristo de Gregorio Fernández, fueron recogidas por la Comisión Clasificadora y hoy se encuentran en el Museo Nacional de Escultura (Fig.1). Originalmente, este relieve estuvo situado en un retablo que aún se conserva en la iglesia, que Urrea identificó y relacionó con el que hizo el ensamblador Juan de Maseras en 1624 para la capilla de San Juan Bautista, propiedad de D. Antonio de Camporredondo y Río[24]. Esta actuación fue un ejemplo de la tutela que se intentó ejercer sobre las obras de arte desamortizadas, que, con el correr de los años, darían lugar, gracias a la actuación de la Real Academia de Matemáticas y Nobles Artes de la Purísima Concepción de Valladolid, a la creación del Museo Provincial de Bellas Artes, germen del actual Museo Nacional de Escultura[25].

 

Fig. 1. Gregorio Fernández, Bautismo de Cristo, 1624. Valladolid, Museo Nacional de escultura. Relieve procedente de la iglesia del convento vallisoletano de Ntra. Sra. del Consuelo de Carmelitas Descalzos.

En síntesis de lo expuesto, y aunando los procesos derivados de la exclaustración y de la Guerra Civil de 1936, Francisco Layna Serrano ofrecía en 1944 las siguientes notas en su artículo dedicado a estudiar el Renacimiento y el Barroco en la provincia de Guadalajara: “[…] no pocos [altares] fueron destruidos tras la exclaustración de conventos en 1835[…]”, a lo que añade que “en la provincia de Guadalajara hubo hasta 1936 muchísimas y excelentes esculturas correspondientes a tal época [siglos XVII y XVIII], referidas a imaginería; salváronse […] casi todas las de tierras de Atienza, Molina y Sigüenza; pero, en cambio, pudieron librarse de la destrucción muy pocas en las comarcas central y meridional, donde abundaban las tallas de extraordinario mérito […]”[26].

El segundo de los factores a los que hacíamos referencia al plantear el tema que tenemos por objeto de estudio es la vasta amplitud geográfica de la zona castellana. Esto se va a traducir en una más que evidente sobreabundancia de obra escultórica, habida cuenta además de la gran popularidad que alcanza este tipo de producciones, cuya calidad, no obstante, estará reservada a una minoría, continuada de forma ineluctable por una amplia nómina de seguidores, con mayor o menor nombradía y acierto. Es un arte, por tanto, “que requiere la tarea de filtrado; demasiado frondoso el bosque, no deja ver los árboles. Deben buscarse las categorías”[27]. Durante el siglo XVII, y tras la muerte en 1608 de Pompeo Leoni en Madrid, no habrá ningún escultor de importancia entre Toledo y el norte de España aparte de Gregorio Fernández en Valladolid y Giraldo de Merlo, quien precisamente tenía abierto su obrador en la ciudad Imperial; la del Pisuerga se convertirá por ello en polo de atracción para aprendices y oficiales, además de para clientes y patronos. En el siglo XVIII tendremos las categorías artísticas que nos ofrecen las familias de los Churriguera o los Tomé, junto a otras dinastías, como la que inició Tomás de Sierra en Medina de Rioseco, y a escultores de la talla de Alejandro Carnicero o Felipe de Espinabete, de modo que el eje artístico gravitará en torno al área toresana, vallisoletana, riosecana, salmantina y también toledana, pues no podemos dejar atrás el famoso Transparente, la “octava maravilla” de la época, inaugurado en 1732.

A todo ello habrá que sumar el diálogo que de continuo se establece entre nuestra zona de estudio y otros talleres de España. Esta relación se materializa a veces por medio de artífices que se trasladan en busca de una mejor formación o de una clientela más pudiente, como es el caso de la proyección que la Merindad de Trasmiera tuvo en la zona burgalesa hasta bien entrado el siglo XVIII[28]. O bien, a través de las obras de escultura que llegan procedentes de la gubia o talleres de otros artistas. Es el caso de la producción conservada en Castilla de Pedro de Mena (1628-1688), y la consecuente generalización de sus modelos habida cuenta de ser el mayor creador de tipos en el siglo XVII[29]; no olvidemos el viaje que hizo a Madrid hacia mediados de 1662 y el nombramiento que recibió como escultor de la catedral de Toledo al año siguiente[30]. Junto a Mena, Andalucía sigue teniendo su representación a través de obras —entre otras— como el bello Nazareno que celosamente custodian las MM. Clarisas, vulgo Nazarenas, de la villa conquense de Sisante, una pieza original de Luisa Roldán (1654-1704/06), que Antonio Palomino pudo admirar en el obrador familiar después de la muerte de la artista en 1706, y que fue adquirida a sus herederos por don Cristóbal de Jesús Hortelano, fundador del convento[31]. Madrid también tuvo en Castilla una profunda proyección a través de Luis Salvador Carmona (1708-1767) y las obras que hizo para las provincias de Toledo, Salamanca, León, Zamora, Segovia, Ávila, Guadalajara o Valladolid[32], donde descuellan las tallas que hizo para el convento de los Sagrados Corazones de MM. Capuchinas en Nava del Rey, su localidad natal[33]. Murcia tuvo, asimismo, su presencia a través de la obra que llegó a la provincia de Albacete procedente del taller de Francisco Salzillo (1707-1783) y de su discípulo Roque López (1747-1811)[34].

Esta pléyade de artistas estará al servicio de una devota sociedad que se halla inmersa en la Contrarreforma trentina, y es copartícipe de la propaganda de la fe y de la cultura de la imagen sensible de la que hablaba Maravall[35]. La promoción de distintas empresas artísticas estará en función de la categoría que ocupe el mecenas o cliente dentro del orden estamental, razón por la cual tendrán especial relevancia las impulsadas por los reyes, nobles y las más altas jerarquías eclesiásticas. El mecenazgo regio está representado por el encargo que le hizo Felipe III a Gregorio Fernández del Cristo yacente de El Pardo (1614-1615), conservado en el convento de Capuchinos de Madrid y envuelto en leyendas piadosas, según las cuales el artista llegó a hacer dos imágenes previas hasta que logró alcanzar la perfección en la tercera, que fue la que entregó[36]; la cita es interesante como heraldo de la belleza de la escultura, uno de los más hermosos Yacentes que salieron del taller del escultor (Fig.2), y de la fama que siempre ha tenido. En su ánimo por emular al soberano, y atraída por la creciente nombradía de Gregorio Fernández, la nobleza se disputaba sus obras; entre sus clientes figuran el duque de Lerma, sus hijos los duques de Uceda, el duque de Ciudad Real, la duquesa de Frías, la duquesa de Terranova, la condesa de Nieva y su marido el marqués de Valderrábano, los condes de Fuensaldaña, y hasta el propio conde-duque de Olivares[37].


Fig. 2. Gregorio Fernández, Cristo Yacente, 1614-1615. Madrid, convento de Capuchinos de El Pardo.

No obstante, el siglo XVI había sido la centuria en la cual tanto la Corona como la nobleza habían ejercido un importante mecenazgo frente a lo que sucede en la centuria siguiente. Tras el hundimiento de la economía del Estado, el decaimiento de la nobleza y los gravámenes que se les pone al alto clero a través de una mayor carga tributaria, el arte fluye a través de la veta más popular, que propician los conventos y las parroquias, sin olvidar el protagonismo que ejercen las catedrales como centros impulsores de la actividad artística.

Germán Ramallo analiza e interpreta la catedral como guía mental y espiritual de la Europa barroca católica, resaltando, entre otros aspectos, la potenciación de las devociones que se impusieron tras finalizar el Concilio de Trento[38]. En esta línea se sitúan obras como la imagen de la Asunción que el toresano Esteban de Rueda contrató en 1624 para la catedral nueva de Salamanca (Fig.3)[39], o la actividad que el escultor Mariano Salvatierra desarrolla en la catedral de Toledo, alumbrando ya un cambio de rumbo estético[40].


Fig. 3. Esteban de Rueda, Asunción, 1624. Salamanca, Catedral Nueva.

Las numerosas órdenes religiosas que se establecen a lo largo y ancho de toda la zona castellana —ya sean masculinas o femeninas— procurarán y hasta competirán por alhajar los templos con las esculturas procedentes de los mejores talleres, y siempre tras la deliberación que derivaba de la llamada a capítulo a son de campana tañida. Agustinos, benedictinos, premostarenses o cistercienses, cartujos y jerónimos, las órdenes mendicantes de franciscanos y dominicos, o las nuevas casas religiosas de jesuitas y carmelitas, se encargarán de materializar el impulso de la propia orden en materia artística o de hacer realidad la iniciativa de los más preclaros benefactores.

Con respeto a las parroquias, hasta la más modesta pugnaba por contratar una obra con la que demostrar la fe y devoción de sus convecinos. De hecho, es frecuente que las piezas se abonen mediante suscripción popular, bien con limosnas o a través del trabajo del pueblo en la dehesa boyal —unos días determinados— aplicado a tal fin. En ocasiones, son verdaderamente esplendorosas las obras que se acometen, y para las que incluso se llegó a recomendar a un escultor concreto; Vasallo Toranzo recuerda que los propios vicarios diocesanos aconsejaban a las parroquias y templos zamoranos la contratación del escultor Sebastián Ducete[41]. En definitiva, se trata de una riqueza extraída de los fieles, que a su vez ejercerán un mecenazgo a través de los hospitales de los que se hacen responsables, o por medio de la autoridad de los concejos e incluso agrupados en cofradías.

Las cofradías hunden sus raíces en la Edad Media y están íntimamente ligadas al gremio, constituyéndose en unidades básicas con las que cubrir las necesidades espirituales y materiales de sus asociados —pobreza, enfermedad (a través del hospital que solían sufragar), óbito, etc.—. El Concilio de Trento las potenció, sobre todo las de tipo penitencial —de disciplina o de Sangre—, de modo que abundan durante gran parte de la etapa en la que se prolonga el Barroco y hasta 1750, momento en el que entran en crisis fruto de su propia situación interna y de las reformas introducidas por Carlos III. En relación con la cofradía, hay que estudiar el paso procesional, muestra del culto exterior[42]. La imagen procesional y el paso —del latín passus, que significa sufrimiento— de una o varias figuras terminó por configurarse, tal y como hoy lo entendemos, entre finales del siglo XVI y principios del XVII, en paralelo a las primeras manifestaciones del realismo en nuestra plástica, y recogiendo una amplia tradición que se remonta al bajomedievo[43]. Fue entonces cuando se pasó a madera lo que hasta ese momento se había hecho en papelón o cartón y lino o sargas encoladas —debía ser el caso de aquellos grupos que no estuvieran expuestos de continuo a la devoción de los fieles—, dotándole de un estudio compositivo para lograr la multifocalidad[44], como así se pone de manifiesto en los conjuntos de Valladolid, Medina de Rioseco o Zamora[45], e iconografías como las del Nazareno[46], Cristo Varón de Dolores[47], Cristo yacente[48], el Cristo del Perdón[49] o la Virgen de las Angustias[50]. El empleo de la madera no supuso la desaparición de la tela encolada en la escultura, antes al contrario, pues se convirtió en un recurso más en la búsqueda del realismo[51].

Los pasos se montaban y desmontaban cada año, y era generalmente una tarea encomendada al mayordomo. En ciertos momentos, algunas cofradías dispusieron de un montador o atornillador, cargo de relevancia que llegaron a desempeñar algunos escultores y policromadores, como Francisco Díez de Tudanca o Tomás de Sierra. Sobre las continuas renovaciones —o rectificaciones ante las exigencias de los cofrades— a las que estuvieron sometidos los pasos, es interesante citar el ejemplo que nos ofrece el de la Crucifixión, la Lanzada o Longinos de Medina de Rioseco. La hechura se contrató con el vallisoletano Andrés de Oliveros Pesquera (1639-1689) en 1673 —y a él se deben las tallas de Cristo, caballo, Longinos y sayón de las riendas—, lo modificó parcialmente Francisco Díez de Tudanca en 1675 con la figura del centurión ante el descontento de la cofradía, y de nuevo Tomás de Sierra en 1696 con las imágenes del sayón de la lanza, la Virgen, san Juan y María Magdalena, las mejores del conjunto[52].

Para materializar esta ingente producción de obra escultórica, era frecuente que en los talleres hubiera colecciones de grabados que servían como fuente de inspiración, bien para la iconografía o bien para la composición de una escena o creación de figuras. En 1994, López-Barrajón Barrios retomaba para el campo escultórico esta línea de investigación que Angulo se encargó de iniciar para el de la pintura, y analizaba la influencia del grabado en el programa escultórico que Gregorio Fernández ejecutó para el retablo mayor de la monumental de Nava del Rey, dedicado a los santos Juanes —en 1620 estaba concluido en lo referente a arquitectura y escultura—[53]. Aunque no son muchos los estudios que hasta la fecha se han realizado sobre este tema, cabe citar el trabajo que Manuel Arias Martínez dedicó al análisis de la influencia de los grabados de Sadeler en el ámbito leonés, tanto en el plano escultórico como pictórico y aplicado a los siglos XVI y XVII[54]. O las interesantes aportaciones de Virginia Albarrán a la obra de Alejandro Carnicero y sus fuentes de inspiración[55].