Escultura Barroca Española. Las historias de la escultura Barroca Española

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6.4.3.Medina de Rioseco. La dinastía de los Sierra y el camino hacia el Rococó

Medina de Rioseco, la ciudad de los Almirantes hasta que en 1726 Felipe V la desposeyó de este título, se revela en el siglo XVIII como un centro artístico de primer orden en el panorama castellano a raíz de la instalación en su seno del obrador de Tomás de Sierra, que de este modo daba principio a una importante saga de artistas. Pero los Sierra no fueron los únicos titulares de los talleres riosecanos durante la nueva centuria, pues allí también se encontraban avecindados los ensambladores Carlos Carnicero, Melchor García, Manuel Benavente, Sebastián de la Iglesia, Bernardo Quirós, Florencio Pasto y el burgalés Bernardo López de Frías[327].

6.4.3.1.Tomás de Sierra Vidal (c.1654-1725), fundador de la dinastía

La dinastía de los Sierra alcanza durante el siglo XVIII un protagonismo que podemos poner en relación con otras dos de las familias más importantes del barroco dieciochesco, como son lógicamente los Churriguera y los Tomé; tres sagas de artistas, por tanto, que presentan en común la amplitud del obrador en el cual se enmarca su trabajo, los múltiples encargos que les llegan, e incluso los parentescos familiares, pues los Tomé quedarán unidos a los Sierra cuando Simón Gabilán despose en 1729 a Águeda de Sierra, hija de José y nieta del célebre Tomás de Sierra.

Esta distinguida e importante familia de escultores radicaron en Medina de Rioseco tras el asiento de Tomás de Sierra Vidal en la ciudad de los Almirantes. El profesor Urrea clarificó en 2001 la génesis y desarrollo de la saga, cuyo inicio corresponde al citado Tomás. Este nacería hacia 1654 en Santalla (El Bierzo, León), obispado de Astorga, fruto del matrimonio establecido entre Baltasar de Sierra Vidal y Catalina Rodríguez. De aquí pasaría a Valladolid y después a Medina de Rioseco, donde se instala y contrae matrimonio en enero de 1681 con Inés de Oviedo Calla. El que figuren entre los testigos de este enlace los conocidos ensambladores Juan de Medina Argüelles y Juan Fernández es sintomático para pensar en la buena relación que ya había entablado con el ambiente artístico de la ciudad. Y la estabilidad en la misma se constata a partir de la llegada de otros miembros de la familia Sierra a vivir en su seno[328].

El matrimonio alumbró diez hijos, la mayoría de los cuales ejercieron un oficio artístico o estuvieron muy relacionados con el arte, salvo las excepciones de los cuatro niños muertos a corta edad. Francisco fue clérigo presbítero y escultor; Tomás ejerció de pintor policromador; José fue también escultor como su padre; Jacinto profesó como franciscano y fue ensamblador; Pedro, cuya maestría en el arte de la escultura le convirtió en el mejor heredero de Tomás; y Josefa, la única niña que vivió de las tres que tuvo el matrimonio, a la que desposó en 1709 el zamorano Cayetano Carrascal Álvarez, quien trabajó como oficial en el obrador del suegro tras haberse formado con él como aprendiz. El taller aún se perpetuará durante la tercera generación, de la que tenemos documentada la actividad que ejerce como escultor Santiago de Sierra, nieto del fundador de la dinastía[329].

La formación de los hijos de Tomás en las distintas especialidades artísticas citadas nos permite hablar de un taller familiar con gran capacidad para atender todo tipo de encargos, dado el número de integrantes y el alto grado de especialización de los mismos. Como bien señala Jesús Urrea, se añade la circunstancia de contar en su seno con un clérigo y un franciscano, que sin duda actuarían como garantes para atraer nuevos contratos. En virtud del inventario que se hace de los bienes de Tomás de Sierra tras su muerte, ocurrida en enero de 1725, nos podemos hacer una idea aproximada del sistema de trabajo que imperaba en su obrador, de la importante serie de elementos auxiliares con los que trabajaba, sobre todo los modelos en barro y cera y las estampas, y justificar de este modo el que llegara a industrializarse —el mismo tipo de escultura se repite con asiduidad—: 302 modelos de barro cocido y crudo, entre grandes, medianos y pequeños; 82 modelos de yeso y otros de cera, entre los que se encontraban cabezas, brazos y otros miembros; 125 estampas grandes, 532 medianas, 192 pequeñas, junto a 50 libros grandes y pequeños[330].

La especialización que se alcanzó en el seno del taller nos la corrobora el encargo que le llegó a su titular desde el pueblo zamorano de Rabanales, que en 1715 daban cumplida libranza de 830 reales por las imágenes de san Francisco Javier y san Antonio de Padua: 500 abonados al escultor por la hechura y los 330 restantes por las tareas de estofado y dorado de su hijo, el homónimo pintor policromador. La fama alcanzada hizo que los parroquianos se deshicieran en elogios, hasta el punto de considerarle uno “de los mejores maestros de Castilla” y uno “de los primeros de España”[331].

En el momento de fallecer, Tomás de Sierra tenía en su casa 39 esculturas destinadas tal vez a la venta directa, y más de 20 ya ultimadas y pendientes de entrega para dar cumplimiento a los contratos establecidos. Entre ellas se encontraban dos imágenes estofadas y doradas para la catedral de Burgo de Osma, una dedicada a san Sebastián y otra a san Antonio de Padua, que se conservan en la actualidad, además de las cinco efigies que en su momento había contratado don Miguel Martín, prior de la catedral de León, para el templo parroquial de Abanco (Soria), y que Llamazares Rodríguez ha identificado con las efigies de san Francisco, san Antonio de Padua, santa Águeda, santa Apolonia y santa Bárbara[332]. Del amplio número de esculturas que estaban aún pendientes de venta o de entrega en el momento de su muerte se desprende que Tomás de Sierra fue un artista muy prolífico. Con todo, el catálogo de su obra aún está pendiente de precisar, línea en la que ya inició importantes trabajos el profesor Martín González[333], y a los que han seguido otras muchas publicaciones fruto de tan amplia y fecunda actividad artística. En su estilo, nuestro artífice buscó un camino propio, y se dejó influir por el arte de Juan de Juni.

La trayectoria de nuestro artista se inicia con las obras que le encarga la Cofradía riosecana de la Quinta Angustia para su ermita, en cuyo retablo trabaja junto al ensamblador Alonso del Manzano en 1692, además de retocar otras esculturas, aligerar el paso de Longinos y hacer las efigies de Ntra. Sra., san Juan, la Magdalena y un soldado (1696)[334], según vimos. Al año siguiente nuestro escultor se comprometió a realizar el relieve de Santiago en Clavijo para el cascarón del retablo de la iglesia vallisoletana de Villalba de los Alcores, utilizando para ello el dibujo que había realizado Cristóbal de Honorato el Joven, escultor y ensamblador procedente de Salamanca. Esta obra es en todo punto interesante por dos motivos, tanto por la relación que establece con este artífice de la ciudad del Tormes, como por el precedente que la obra supone para el monumental retablo de Santiago que posteriormente contratará para su iglesia en Medina de Rioseco. La estrecha colaboración con el citado Alonso del Manzano se volvería a establecer para ejecutar el retablo mayor de la iglesia de San Pedro en Villalón de Campos (Valladolid), a cuya ejecución el ensamblador se obligaba en agosto de 1693, y en el que Parrado del Olmo identifica como obras de Tomás de Sierra las efigies de san Pedro y san Pablo, san Andrés, la Asunción y un ángel portaestandarte[335].

Aquel mismo año de 1692 nuestro escultor emprendió su trabajo para el relicario de la colegiata de Villagarcía de Campos, fecha en la que se documentan los bustos de los tres mártires cuyas reliquias se habían incorporado en 1690 a este conjunto dedicado a ensalzar la memoria de quienes murieron por la fe: Marcos, Eutimio y Vicente[336]. El trabajo para este relicario lo volvió a retomar entre los años 1695 y 1696, y en 1706, período en el que se documenta el envío de numerosas esculturas que fueron a sumarse a los trabajos realizados por la amplia pléyade de artistas que los jesuitas habían contratado para tal fin[337], junto a los relieves del retablo de la capilla del Noviciado, que también le pertenecen[338]. Recordemos que el fomento del culto a las reliquias, que había potenciado el Concilio de Trento, se reactivó durante el siglo XVIII y tuvo su mejor aliado en la emoción que suscitaba la contemplación de unas esculturas realizadas para dar forma plástica a la vida de los santos que reposaban en el relicario. A todo ello contribuyó la Compañía de Jesús, que propagó de forma entusiasta este tipo de culto en el que se reverencian las sagradas reliquias.

Las esculturas tenían que ir situadas en pequeños receptáculos —tecas o celdillas—, lo que motivó su reducida escala. Citemos como ejemplo las imágenes de san Benito de Nursia, abad, y san Bernardo de Claraval, abad, que Tomás de Sierra realizó en 1695. En ambas descuella el tratamiento expresivo y formal, lo que prueba la pericia del escultor, máxime en un reducido tamaño —35x23 cm y 35x33 cm, respectivamente—. El plegado es minucioso, y el movimiento, contenido[339]. Asimismo, una de las obras que descuella dentro del conjunto de piezas que Tomás de Sierra envió a la colegiata jesuita de San Luis —que estaba bajo el patronazgo de Dña. Inés de Salazar y Mendoza—, es el bello relieve dedicado al Éxtasis de Santo Tomás de Aquino (Fig.31). El santo se representa con un libro en la mano; ha detenido su lectura por sentir la llamada de Dios, de ahí el éxtasis. La escena se desarrolla en su celda, donde se aprecia un sillón frailero, la mesa de trabajo con un tintero y los anaqueles. Se trata en verdad de una escena que rebosa dulzura[340].


Fig. 31. Tomás de Sierra, Éxtasis de Santo Tomás de Aquino, abad, 1695. Villagarcía de Campos (Valladolid), colegiata de San Luis.

 

En 1699 realiza las bellas imágenes, con plegados igualmente menudos, de san Lorenzo y san Francisco de Paula para la iglesia de Santa María, en Villamuriel de Cerrato (Palencia)[341]. En torno a estas mismas fechas ejecuta las efigies de los Padres de la Iglesia para el retablo de la iglesia de Baquerín de Campos, también en Palencia[342], lo que da muestras de la proyección de su taller, ya consolidada.

En 1704 firma el contrato para hacerse cargo de la escultura del retablo mayor de la iglesia de Santiago, en Medina de Rioseco, que Joaquín de Churriguera había materializado en 1703 en lo tocante a la arquitectura. El vasto programa iconográfico al que se compromete el artista, poblado de estatuas y relieves, puso a prueba la habilidad del maestro en un trabajo de semejante alcance. El conjunto ofrece un relato completo de la historia de Santiago Apóstol, que se representa en el cascarón a caballo en la faceta donde descarga la espada contra los infieles, y cuyo precedente se sitúa en el citado retablo de Villalba de los Alcores, si bien el riosecano tiene mayor fuerza a raíz de la experiencia acumulada por el artista. Hay que valorar el conjunto en el contexto de la reacción que se había producido en España a mediados del siglo XVII para devolver al santo el patronato único de la nación[343].

Entre 1711 y 1719 se realizó el retablo mayor de la ermita del Amparo de Boadilla de Rioseco (Palencia), obra en la que colaboran el ensamblador Santiago Carnicero y Tomás de Sierra, cuyas esculturas, no obstante, manifiestan un tratamiento menos delicado de lo que es usual en este maestro[344]. Añadamos a su catálogo las esculturas del retablo mayor de Valverde de Campos (1714), la imagen titular para la Cofradía del Nazareno de Palencia (1716), las esculturas del retablo mayor de Herrín de Campos (1720) o la Asunción que preside el retablo de Valdearcos de la Vega (1724)[345].

El recuerdo a Juan de Juni se pone de manifiesto en obras como la Dolorosa que se conserva en el Museo de la Semana Santa de Medina de Rioseco, realizada hacia 1720 y procedente de la Cofradía de la Vera Cruz (Fig.6). No obstante, y pese a ser más que evidente el modelo juniano —materializado en la vallisoletana obra de la Virgen de las Angustias—, Tomás de Sierra hace una reinterpretación magistral; talla un rostro más dulce y afilado, más natural, en suma. Los pliegues son muy finos, muchos de ellos a cuchillo, menos orgánicos. La fuerza dramática de la imagen se hace más delicada, más dieciochesca y más melancólica, en plena sintonía con el momento hacia el que nos acercamos. También debe ser suya la bonita Virgen de los Pobres de la iglesia riosecana de la Cruz. Se trata de una versión de la Virgen de la Misericordia, aunque bajo su manto se cobije un hombre arrodillado, por la que el profesor Martín González llamó la atención sobre la influencia de Juni: “La disposición en redondo del movimiento y ese ángel niño de la parte inferior acreditan tal inspiración, que se explica porque Juni tiene importante obra en Medina de Rioseco”. Con todo, nuestro artífice logra hacer una escultura amable, poseída ya de la dulzura del estilo rococó[346].

***

Con la muerte de Tomás de Sierra en 1725 es posible que el obrador, plenamente activo, pasara a ser dirigido por el primogénito Francisco en colaboración con sus hermanos, el escultor José y el pintor Tomás. Jacinto, franciscano y ensamblador, debió desarrollar su actividad desde alguno de los conventos de su orden[347], mientras que Pedro, el más sobresaliente de los hijos de Tomás de Sierra, se encontraba en esos momentos trabajando en los reales sitios de Valsaín y La Granja de San Ildefonso.

La obra de Pedro de Sierra (1702-† antes de 1760)

El conocimiento de la personalidad y trayectoria de Pedro de Sierra Vidal y Oviedo lo debemos a las aportaciones de Esteban García Chico[348] y Martín González[349]. Fue arquitecto y sobre todo un excelente escultor[350], que nace en Medina de Rioseco en mayo de 1702. Se formó en el arte de la escultura en el seno del taller que dirigía su padre, quien, sabedor de las buenas cualidades del joven, debió inducirle para que se alistara en los trabajos reales y completar de este modo su magisterio. Hemos visto que en el momento de fallecer Tomás de Sierra en 1725, Pedro se encontraba en el palacio real de San Ildefonso y en Valsaín, donde radicaba el taller cortesano de escultura; Martín González llamó la atención sobre esta coincidencia dada la importancia que tendrá en la trayectoria de nuestro artista, al tratarse de la etapa en la que se está haciendo la primera gran serie escultórica para el palacio segoviano con la intervención de los franceses, y maestros de la rocalla, René Frémin (1672-1744) y Jean Thierry (1669-1739), lo que supondrá la introducción de la corriente rococó europea en el arte de Pedro de Sierra.

De Segovia pasa a Toledo, de donde declara ser vecino en marzo de 1726, año también en el que contrata las obras de reparo y el trabajo de escultura para mejorar y embellecer la fachada de la iglesia riosecana de Santa Cruz[351]. El programa iconográfico gira en torno al tema de la invención y exaltación de la Santa Cruz, a la que se advoca el templo[352]. Para ejecutar las estatuas y relieves, Pedro de Sierra empleó un tipo de plegado quebrado, con gran acento de movimiento y claroscuro, si bien el dinamismo está ya tamizado por la dulzura rococó[353].

La estancia en Toledo se prolongó al menos hasta 1736, fecha en la que se hizo cargo de “una imagen de Nuestra Señora con el Niño en el regazo” para la Cofradía de la Piedad en Valladolid[354]. El año anterior había terminado la hermosa sillería del convento vallisoletano de San Francisco, según veremos. Y en enero de 1739 se encontraba en Medina de Rioseco a raíz de la obra que estaba realizando como remate de la torre de la iglesia de Santa María[355]. Es posible que el artista tanteara entonces el ambiente, o sencillamente que aprovechara la amplia serie de contratos que le reportaba el buen nombre de su familia; como quiera que sea, el cambio de vecindad, para instalarse en la ciudad del Pisuerga, no consta documentalmente hasta febrero de 1741, en que ofrece traza y condiciones para hacerse cargo de la ejecución del retablo mayor de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción de Rueda[356]. Este largo período de tiempo que transcurrió en Toledo —o trabajando desde aquí—, unos diez o quince años, dio para mucho; de hecho, su estancia corrió en paralelo a la ejecución del famoso Transparente catedralicio por los Tomé, de modo que en su arte se produjo un enriquecimiento que vino a sumarse a lo que ya había aprendido en La Granja. Sus contactos con los reales sitios no terminaron aquí, pues Nicolau Castro documenta a nuestro artista residiendo en Aranjuez en marzo de 1733[357], a donde pudo haber sido llamado en plena etapa constructiva del palacio a raíz de los contactos que habría establecido en Segovia.

Toledo fue una ciudad muy especial para Pedro de Sierra, pues fue aquí donde debió conocer a la mujer que se convertiría en su esposa, Josefa Sevilla Majano, natural de la villa de Los Yébenes (Toledo), con quien ya estaba casado en marzo de 1726[358]. Nicolau nos aporta algunos datos de la vida del matrimonio, como la obligación que contrajeron en enero de 1732, haciéndose cargo de una niña expósita. Sin embargo, parece ser que el deseo de la pareja de tener hijos no se vio recompensado a largo plazo, razón por la cual Josefa Sevilla terminaría regresando a su tierra natal tras enviudar y encontrarse sin ningún vástago; así consta en la escritura que otorgó en junio de 1761 disponiendo lo necesario para vender una casa que poseía en Medina de Rioseco. Otorgó testamento en noviembre de 1761 y en junio de 1765, nombrando heredera a una hermana[359].

De la actividad artística que Pedro de Sierra desarrolló en Toledo señalemos las dos bonitas esculturas dedicadas a los santos Justo y Pastor en la iglesia toledana de esta advocación, situadas sobre la hornacina de la puerta principal del templo y por las que recibió 1.200 reales en 1739; son de plomo vaciado, y después se pintarían imitando bronce. Como bien señala Nicolau Castro, son dos estatuas plenas de gracia rococó, y que revelan hasta qué punto el escultor asimiló los modelos franceses de La Granja y el estilo de los Tomé; de hecho, cabe recordar que la noticia la recogía en 1920 Ramírez de Arellano, y ya entonces dejaba constancia de que ambas obras se habían atribuido hasta entonces a Narciso Tomé[360].

Con esta serie de influencias ya aprendidas inicia la soberbia sillería rococó del convento vallisoletano de San Francisco, hoy conservada en el Museo Nacional de Escultura a raíz de su desamortización (Fig.32). Las noticias sobre esta obra proceden de un autor contemporáneo que trabajó en el equipo encargado de su ejecución, el ensamblador Ventura Pérez, quien tenía la costumbre de anotar en un libro los acontecimientos más importantes de la ciudad, publicado en el año 1885[361]. Según recoge, la sillería se inauguró en diciembre de 1735, y de su ejecución se hizo cargo el ensamblador fray Jacinto de Sierra, hermano de Pedro y quien sin duda le reportó a este el contrato de la obra escultórica. La participación de nuestro artífice la recogía fray Matías de Sobremonte en su manuscrito, quien sin embargo aportaba la fecha de 1742[362]; por un sermón escrito en junio de 1740 y publicado al año siguiente, sabemos que la sillería estaba plenamente ultimada en este año[363]. En la obra hay que destacar los tableros de la sillería alta, donde las figuras de cuerpo entero se agitan con gracia y dinamismo. Los pliegues son también motivo de atención; fluyen con dinamismo, se multiplican y destacan por su diseño en arista. Dentro del conjunto de las sillerías españolas, esta ocupa un puesto cimero para Martín González. Y en ella descuella el tema de las cabezas de serafines dispuestas sobre placas recortadas[364].


Fig. 32. Pedro de Sierra, sillería del convento de San Francisco de Valladolid, terminada en 1735. Valladolid, Museo Nacional de Escultura.

Una vez instalado en Valladolid, en febrero de 1741 proporciona traza y condiciones con el fin de materializar un nuevo retablo (Fig.33) para la recién terminada iglesia parroquial de Rueda, que se le adjudica, y cuya obra arquitectónica y escultórica le corresponde, tareas ambas por las que otorgó carta de pago en agosto de 1749[365]. El retablo se organiza a base de un cuerpo principal con cuatro columnas gigantes que rematan en cascarón, desarrollando una planta de tipo mixtilíneo; en los soportes descuellan las cabezas de ángeles sobre placas adventicias, procedentes del influjo de Narciso Tomé. La imagen de la Asunción cobra en verdad protagonismo, pues queda flotando en el espacio del camarín como si se tratara de una pintura; este camarín-transparente recibe luz de la sacristía. En el ático se sitúa la Coronación de María. Como ya es propio del Barroco, no hay límites entre la obra arquitectónica y la escultórica. El agitado dinamismo de las esculturas, el canon esbelto de las figuras, las posturas sinuosas y graciosamente onduladas o el tamaño reducido de las cabezas, son señas personales del escultor. También dio trazas para ejecutar los retablos laterales, de cuya materialización se hizo cargo Francisco de Ochagavía[366].


Fig. 33. Pedro de Sierra, retablo mayor de la iglesia de Ntra. Sra. de la Asunción, ultimado en 1749. Rueda (Valladolid).

Y entre las obras que se atribuyen a Pedro de Sierra, la Inmaculada de la iglesia de los Jesuitas de Valladolid (1733) está considerada como pieza cimera del arte español del siglo XVIII. En la concepción de la figura destaca el adelgazamiento hacia la base con la que ha sido trazada. La cabeza es diminuta —algo que es característico de su obra—, aunque animada con gran vivacidad. En los agitados paños descuella el tratamiento de los pliegues a cuchillo, en arista. El trono hace las veces de peana, construido a base de nubes y cabezas de ángeles[367].

Pedro de Sierra figuraba en 1752 en el Catastro del marqués de la Ensenada con la nada despreciable cantidad de diez reales como ganancia al día. Sin embargo, y como recogía Martín González, ya no figura en el censo de 1760, lo que prueba que ya había fallecido[368]. Su muerte fue sin duda la que indujo a su viuda Josefa Sevilla a trasladarse a su toledana tierra natal, donde consta que ya se encontraba en 1761, según hemos visto.