Trilogía Océano. Océano

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Aus der Reihe: Tomo #1
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Damián Centeno se maldijo por no haber calculado que los Perdomo «Maradentro» pudieran reaccionar con tanta rapidez.

En cuanto el centinela fue a despertarle anunciando que el «Isla de Lobos» había desaparecido de su amarre, subió a la azotea y buscó con ayuda del catalejo dorado a todo lo largo y lo ancho del horizonte, aunque comprendió bien pronto que su enemigo no era estúpido y lo primero que habría hecho sería colocarse lo más lejos posible de su campo de visión.

Advirtió luego que en la playa los hombres que no habían salido a faenar –que eran los más pese a que el mar apareciese en calma y con buen viento– se hallaban reunidos en torno a los renegridos restos de «La Dulce Nombre», y no le cupo duda, por cómo miraban de tanto en tanto en su dirección, de que estaban plenamente convencidos de quién había sido el causante del desastre.

Sin volverse llamó a Justo Garriga, un alicantino que había sido siempre su mano derecha:

–Coge tres hombres y baja a ver lo que dicen... –le ordenó–. No niegues ni admitas nada, pero que comprendan que no nos andamos con bromas ni jodiendas... ¡Y tráeme a Maestro Julián!

Tomó luego asiento en el muro y encendió un cigarrillo dispuesto a disfrutar del espectáculo desde su privilegiada posición, advirtiendo el nerviosismo de los lugareños y su contenida indignación cuando sus cuatro hombres avanzaron hacia ellos.

Torano Abreu intentó dar un paso adelante y encarárseles, pero entre Isidro el tabernero y dos más lo contuvieron, atemorizados al comprobar que Justo Garriga y un tipo flaco y calvo, al que llamaban «Milmuertes», lucían a la cintura inmensos pistolones.

Damián Centeno sabía a ciencia cierta que exhibir de ese modo sus armas podía acarrearle problemas con la Guardia Civil, que era en aquellos momentos la única autoridad conocida en la isla, pero confiaba plenamente en la palabra de don Matías Quintero, que le había prometido mantener a los hombres del tricornio lejos de Playa Blanca.

–Conozco bien al delegado del Gobierno –dijo–. Sé qué sistema empleó para apoderarse de unas tierras y una casa en Teguise, y él sabe que yo lo sé. Si hablo con mis amigos de Madrid se acaba su carrera, y por lo tanto me atenderá y mantendrá tranquila a su gente... ¡Tú a lo tuyo!

La discusión entre sus hombres y los del pueblo no fue larga. La mayoría de los lugareños se retiraron a la taberna o a sus casas convencidos de que Juan Garriga y sus acompañantes serían muy capaces de echar mano a sus armas a la menor provocación, y cuando vio regresar a dos de ellos precediendo a Maestro Julián «el Guanche», bajó a recibirlo al porche, manteniendo la charla al aire libre para que cuantos atisbaban tras las celosías de sus ventanas pudieran verle claramente:

–¿Dónde está su compadre? –fue lo primero que preguntó sin saludar siquiera–. ¿Cómo es que ha huido tan aprisa?

–No creo que haya huido... –replicó el otro con un notable esfuerzo por conservar la calma–. Puede que haya salido a faenar, o prefiera fondear su barco en seguro... A nadie le gusta que le quemen el barco. Es el más sucio crimen que se pueda cometer por estos rumbos.

–Imagino que peor será asesinar a un muchacho indefenso.

–Eso depende... Hay gente que va por el mundo buscando que lo maten.

–¿Es eso una amenaza?

–Yo nunca amenazo... La gente de por aquí no actúa de ese modo. Hace o no hace.

–Espero que no hagan... –fue la suave respuesta–. No les conviene... Mi gente «sí» que hace.

–Ya lo hemos visto... Pero ¿qué culpa tiene el pobre Torano? Ni siquiera estaba en Playa Blanca aquella noche de San Juan. Había salido a pescar.

–¿Quién es Torano? ¿El de la barca? Dígale que lo siento, pero que debería tener más cuidado... Tal vez eso le ocurra por tener los amigos que tiene.... –le miró largamente a los ojos, tratando de decirle con ellos lo que no decía exactamente con palabras–. Convendría que se lo aclarara a sus convecinos: quien protege a un criminal se expone a que le sucedan cosas desagradables... –Sonrió cínicamente–. Resulta triste admitirlo, pero creo que nadie, ¡«nadie»!, volverá a vivir en paz en este pueblo hasta que Asdrúbal Perdomo aparezca... ¿Me ha entendido?

–Yo entendí desde el día en que llegó –admitió Maestro Julián con voz levemente temblorosa por la contenida indignación–. El que no quiere entender es usted. Asdrúbal no es tan tonto como para volver a que le maten porque «alguien» queme una barca... Hemos hecho una colecta y trabajando juntos le proporcionaremos una barca nueva a Torano en poco tiempo. Pero ni la isla en pleno sería capaz de resucitar a Asdrúbal si lo matan, y por eso nadie quiere que vuelva... ¡Piénselo! Cuando usted y sus amigos ya estén cebando gusanos, Playa Blanca continuará existiendo y continuará siendo como una gran familia. Con problemas internos algunas veces, pero familia al fin y al cabo. Yo me sentiré orgulloso de contarles a mis nietos cómo entre todos le compramos una barca a Torano Abreu, pero no quisiera tener que contarles cómo entre todos traicionamos a uno de los nuestros... ¿Me ha entendido?

–Perfectamente. Pero usted aún no me conoce.

–Ni usted a nosotros. Y más fácil nos resulta a nosotros conocer a un hombre como usted que a usted a un pueblo como el nuestro.

–¿Es que pretenden jugar a convertirse en héroes?

Maestro Julián «el Guanche» negó con la cabeza absolutamente convencido.

–¡No! ¡En absoluto! –aseguró–. Pero tampoco queremos que nadie juegue con nosotros a ser el «Coco». Somos gente de mar; algunos hemos soportado cien borrascas y otros han naufragado hasta tres veces en la vida. La mayoría también estuvimos en la guerra aunque no hayamos hecho de eso una profesión o un motivo de orgullo –le apuntó con el dedo, un dedo tosco y fuerte, encallecido–: Y quiero darle un consejo –añadió–: tenga los ojos bien abiertos, porque si arde otra barca puede que el viento traiga el fuego hacia acá, y los techos de esta casa son de tea vieja que prende como yesca... –Dio media vuelta–. Y ahora tengo que irme –añadió–. No puedo perder el día hablando porque Yaiza Perdomo aseguró que esta misma semana entrarían los atunes...

Damián Centeno lo observó mientras descendía hacia la playa y se alejaba despacio hasta su barca, y por un instante le asaltó el convencimiento de haberse equivocado. Asustar a un pueblo y obligar a sus moradores a que se atacasen los unos a los otros, denunciándose y traicionándose, era una táctica que daba fruto en tiempo de guerra, cuando existían odios internos y la mayoría de la gente vivía aterrorizada, pero no tenía por qué resultar necesariamente eficaz en toda época, especialmente con gente como aquella cuyo enfrentamiento diario con el mar y sus riesgos exigía un arraigado sentimiento de solidaridad.

«Quizá no sean estos unos ‘destripaterrones’ de los que echan a correr como conejos en cuanto presienten el peligro –se dijo–. Tal vez sea gente a la que convenga apretar más las clavijas...».

–¡Justo...! –llamó a su hombre de confianza, que continuaba cerca de las barcas–. ¡Necesito hablarte...!

A solas en lo que había sido un coqueto saloncito de la difunta «Seña» Florinda –la que sabía leer el futuro en las tripas de los marrajos–, le confió sus temores, y añadió, convencido:

–No hay que darles tiempo a reaccionar –dijo–. Tenemos que atizarles un golpe que les haga entender que vamos en serio...

–¿Cómo?

–Demostrándoles quién manda aquí.

–Creo que eso ya lo saben: mandamos nosotros.

–Sí... –admitió Damián Centeno–. Pero están convencidos de que lo conseguimos porque tenemos armas, y mientras lo crean no se sentirán realmente dominados. Hay que demostrarles que somos mejores... Con armas y sin armas...

Damián Centeno había tenido tiempo de conocer a fondo las costumbres de Playa Blanca y eligió bien la hora, sobre las nueve y media de la noche, cuando en la única taberna que hacía las veces de casino, la de Isidro, una docena de hombres jugaban a las cartas o se entretenían en comentar los acontecimientos de un pueblo que estaba pasando por más avatares en pocos días que en toda su existencia anterior.

Aparecieron de improviso, todos juntos, se dirigieron a la tosca barra hecha a base de viejas barricas y un grueso madero que un día llegó flotando a Papagallo, y pidieron una jarra del mejor vino de Uga y siete vasos.

Isidro dudó unos instantes, recorrió con la vista los rostros de sus convecinos, que habían quedado en silencio dejando incluso de jugar, y por unos segundos se pudo llegar a creer que iba a negarse, pero al fin pareció comprender que con ello empeoraría la situación, colocó los vasos sobre el mostrador y se volvió a llenar de vino la mayor de sus jarras.

–¡Buenas noches a todos!

La voz de Damián Centeno había resonado fuerte, clara y retadora, y mientras saludaba se volvió hacia los presentes apoyándose en el madero y permitiendo que comprobaran que llevaba la camisa abierta y no portaba armas.

Sus seis acompañantes le imitaron, y resultaba evidente incluso para el más lerdo que venían firmemente decididos a armar camorra.

Nadie respondió, sin embargo, y se diría que Damián Centeno tampoco esperaba respuesta, pues casi inmediatamente añadió:

–¿Quién es Torano Abreu?

–Torano nunca viene a la taberna... –replicó un viejo pescador cuyo rostro parecía haber sido dibujado entretejiendo más de un millón de pequeñas arrugas–. Todo su dinero lo empleaba en pagar una barca que le ha quemado algún hijo de puta.

Damián Centeno tomó el vaso que le había servido uno de sus hombres, lo apuró de un trago, e inquirió en idéntico tono:

–¿Hay aquí algún «hijo de puta» que se atreva a asegurar que fue uno de nosotros quien prendió fuego a esa barca...? –Hizo una leve pausa, como para dar más énfasis a sus palabras, y añadió–: Si lo hay, que se acerque, porque le voy a machacar la cabeza... Y si son dos, que vengan también... e incluso si son tres, porque cada uno de nosotros se basta y sobra para hacerle tragar los dientes a tres de ustedes.

 

Los lugareños comenzaron a ponerse en pie uno tras otro siguiendo el ejemplo del viejo pescador de las arrugas y retiraron las mesas y las sillas mientras algunos se despojaban de las camisas y las doblaban cuidadosamente dejándolas a salvo en un rincón.

Luego, excepto los más ancianos, que se apañaron hasta el quicio mismo de la puerta, decididos a ser únicamente espectadores de la contienda que se avecinaba, iniciaron un lento avance, y fue el hijo de Maestro Julián, más conocido por «Guanchito», el primero que amagó un puñetazo, que Justo Garriga esquivó con facilidad.

Un minuto después la trifulca se había generalizado, y no podía negarse que los vecinos de Playa Blanca, siendo más numerosos, se encontraban sin embargo en inferioridad de condiciones frente a un compacto grupo de auténticos «peleadores» expertos en la lucha cuerpo a cuerpo practicada hasta la saciedad.

El más eficaz de los lugareños era sin duda Isidro, el tabernero, que a las primeras de cambio dejó fuera de combate al llamado «Milmuertes» de un brusco y sorpresivo golpe con la frente en plena nariz, pero Damián Centeno, que había presenciado la escena, se colocó ante él, esquivó fácilmente su nueva embestida ya que, al ser de mayor envergadura le resultaba difícil acertarle en la nariz con la cabeza, y de un rodillazo en los testículos y un seco golpe en la nuca, envió a Isidro a reunirse en el suelo con «Milmuertes».

Extrañamente, la pelea, pese a lo encarnizada transcurrió en absoluto silencio, como si todos comprendieran que no era aquel momento para desperdiciar energías en palabras ni lugar para las quejas y las lamentaciones, y salvo por los golpes, las caídas o el crujido de algún mueble o una barrica al destrozarse, nadie que cruzase por la calle podría imaginar que tras aquella enorme puerta verde se estaba desarrollando semejante contienda.

No duró en total más de doce minutos, los últimos de los cuales constituyeron en verdad un auténtico ensañamiento por parte de la gente de Damián Centeno con los escasos rivales que se mantenían en pie, y al final incluso los ancianos tuvieron que interponerse para evitar que entre Justo Garriga y un gallego destrozasen al hijo de Maestro Julián, al que una especie de amor propio sobrenatural e incomprensible mantenía en pie, apoyado en la pared, pese a la monumental paliza que estaba recibiendo.

Cuando acabó por derrumbarse, Damián Centeno, del que se diría que ni siquiera se había alterado, lanzó una larga ojeada a su alrededor, ordenó con un gesto a sus secuaces que recogieran al «Milmuertes» y a un gitano que daba tumbos luchando por mantenerse en pie, aunque en realidad se encontraba ya inconsciente, y abandonó el local, que había quedado convertido en un lodazal de vino y sangre.


Aproximadamente a esa misma hora, las diez de la noche, el «Isla de Lobos», que había izado su velamen a la caída de la tarde poniendo rumbo, a base de largas ceñidas, hacia la costa de barlovento perdía de vista por estribor la luz del faro de Pechiguera y se aproximaba con infinitas precauciones a los peligrosos bajíos del «Infierno de Timanfaya», probablemente una de las regiones más desoladas que pudieran existir sobre la Tierra.

El primer día de septiembre de 1730, las verdes llanuras y las blancas aldeas del suroeste de Lanzarote se vieron sorprendidas por la más violenta erupción volcánica de que se tenga memoria, tanto por duración del fenómeno –seis años– como por la abundancia de una lava que sepultó diez pueblos y cubrió con un manto de magma incandescente la cuarta parte de la isla.

Treinta nuevos volcanes vinieron a sumarse a los casi trescientos ya existentes, y fue tanta la energía y el calor desprendidos que doscientos años más tarde aún existían puntos en el centro de la geografía del «Infierno de Timanfaya» en los que bastaba con profundizar unos centímetros bajo el manto de grava o introducir la mano en ciertas grietas del suelo para encontrar de inmediato temperaturas que superaban fácilmente los cuatrocientos grados.

De la violencia de la batalla que tuvo lugar entre los ríos de lava incandescente y el fiero mar de barlovento daban fe testigos de la época, que aseguraban que ininterrumpidamente se alzó al cielo una altísima nube de vapor, y quedaban para corroborar sus palabras negras masas de piedra calcinada que habiéndole ganado cientos de metros al océano y no pudiendo vencer su inmensidad configuraron no obstante para siempre una costa martirizada y tortuosa, temible y aterradora, a la que nadie osaba aproximarse pese a la riqueza de sus abundantes «caladeros».

Aventurarse una noche sin luna y de mar agitada hasta las rompientes de Timanfaya constituía en verdad una temeridad inconcebible, y Abel Perdomo tuvo que poner en juego toda su habilidad y conocimiento del lugar para depositar a Asdrúbal y su pequeña balsa a menos de cien metros de una corta ensenada de arena negra.

Luego se dejó llevar por la marea, y tan solo cuando se encontraba a dos millas de la costa comenzó a virar en redondo aproando hacia la punta norte de la isla, de tal modo que, sobre las tres de la mañana, el «Isla de Lobos» se adentró en las quietas aguas del Río, un estrecho brazo de mar que separaba los altos acantilados de Famara de la arenosa isla de La Graciosa, en cuyo único pueblo no brillaba ni una sola luz a aquellas horas, aunque Abel Perdomo tampoco necesitaba luz alguna, pues era muy capaz de navegar sin más referencia que el destello lejano del faro de Alegranza y la mancha oscura que formaban recortándose contra el cielo los fariones que dominaban el canal por su salida hacia levante.

La goleta, con el viento silbándole en las jarcias, jugaba a reclinarse sobre la tranquila superficie del Río, y vista desde La Graciosa por algún tempranero pescador que se encontrara dispuesto a ganarse el jornal, semejaría un barco fantasma recortando la blanca silueta de sus velas contra la amenazadora mole de los altísimos acantilados de la isla mayor.

Acurrucada en proa, no lejos de la eterna y muda presencia de su abuelo, Yaiza Perdomo permanecía muy quieta observando el mar y las estrellas que aparecían y desaparecían entre las nubes o sobre la cima de los gigantescos farallones de piedra, y a medida que se aproximaban a su punto de destino, la sensación de angustia y vacío se iba agigantando en su interior, pues a cada minuto tomaba mayor conciencia de que por primera vez en su vida iban a separarla de los seres que amaba.

Si se le había antojado insoportable la ausencia de Asdrúbal, sabiéndolo al otro lado del Canal de la Bocaina, le horrorizaba imaginar lo que sentiría al saber que se despenaría en las mañanas sin escuchar el ajetreo de su madre en la cocina y los familiares olores de su casa, o sin asomarse de inmediato a contemplar un mar por el que a menudo regresaba ya la barca de su padre.

Recordaba a Rufo Guerra como a un hombrecillo solitario y retraído, siempre con la nariz dentro de un libro, que pasaba las horas leyendo apoyado en una vieja embarcación volcada sobre la arena de la playa o pidiéndole a Aurelia Perdomo, a la que admiraba por lo que él consideraba una erudición enciclopédica, explicaciones sobre pasajes que no entendía.

Había sido siempre por tal razón mucho más amigo de Aurelia que de Abel, pero a este último le profesaba un especial afecto, ya que una vez, siendo ambos muy jóvenes, habían mantenido a flote durante cuatro horas a su único hermano la noche sin luna en que un vapor partió en dos la barca en que faenaban.

Ocho años atrás, cuando murió una tía dejándole unas tierras y una casa en Haría, Rufo Guerra había decidido que llevaba demasiados años luchando sin provecho con el mar, y había llegado el momento de sentarse a leer a la sombra de una palmera, porque «las cebollas y los tomates crecen solos y no tienes que pasarte el día cebándoles anzuelos».

Cada dos o tres meses bajaba sin embargo a pasar una semana al pueblo en que había nacido, llegaba con una flaca camella cargada hasta los topes de productos del campo, y la mayoría de las veces elegía hospedarse en casa de los Perdomo «Maradentro», porque así tenía ocasión de recurrir a Aurelia pidiéndole aclaración sobre sus dudas.

Yaiza sabía que Rufo Guerra era sin duda uno de los pocos hombres ajenos a su familia con los que podía sentirse a gusto, aunque recordaba, de la única vez que estuvo en ella, que desde su casa, trepada en una ladera y rodeada de palmeras, resultaba imposible ver el mar, y para Yaiza el concepto de felicidad y casi el simple hecho de «vivir» estaba directamente relacionado con la presencia de sus padres, sus hermanos y el mar.

Imaginar que todo ello le iba a faltar la deprimía, produciéndole una ansiedad insoportable, y por tanto su angustia iba en aumento a medida que la baja costa de La Graciosa quedaba atrás y la proa de la goleta se aproximaba inexorablemente a la ensenada.

De La Graciosa conservaba uno de los recuerdos más hermosos de su vida, cuando al cumplir los diez años toda la familia embarcó en la goleta para pasar cinco días anclados al socaire de la isla, participando en los últimos preparativos, la ceremonia y los festejos de la boda del mejor amigo de Asdrúbal y Sebastián.

El muchacho, que no había cumplido aún los veinte, llevaba ya tres años levantando la casa en que conviviría con su novia, y era tradición entre los habitantes de la isla que todo el pueblo ayudara en el trabajo de alzar el hogar de una nueva pareja los días en que la mar no permitía salir en busca de sustento.

En La Graciosa, a la que llamaban en el archipiélago «La Isla de las Dueñas Costumbres», todo se hacía en común: desde construir las casas a reparar los barcos, cuidar a los enfermos o mantener limpio y «enjalbegado» el pueblo, y a Yaiza le había quedado especialmente marcado el impacto que produjo en su madre el haber asistido en aquellos días a una ceremonia de «Reparto».

Durante todo el año la tripulación de cada barco iba entregando a una anciana el producto de la venta del pescado, y la buena mujer se encargaba de guardarlo –casi siempre en forma de monedas de duro– en un pesado arcón de madera.

Concluida la «zafra», y siempre en vísperas de bautismos y casamientos, las tripulaciones se sentaban en la arena en torno a las ancianas y estas iban depositando una moneda delante de cada hombre, aunque añadiendo luego un montoncito más para las reparaciones que necesitase el barco, otro para los enfermos, un tercero para los convecinos que por cualquier motivo no hubieran podido salir ese año a la mar, y un último destinado a las viudas y huérfanos.

Para Aurelia Perdomo aquel había constituido el más bello ejemplo de solidaridad de que hubiera tenido nunca noticias, y pasó semanas insistiendo a sus hijos, y a quien quisiera oírle, que si todo el mundo imitara el ejemplo que La Graciosa venía dando desde los más remotos tiempos, la mayoría de los problemas de la humanidad desaparecerían, aunque para Yaiza, con diez años, lo inolvidable de aquellos días había sido correr con otros niños por la inmensa Playa de las Conchas, bucear en los nuevos, desconocidos y ricos fondos del Canal que las separaba de la isla grande y atiborrarse de pasteles, sandías e higos secos en una de las más alegres y maravillosas fiestas de que guardara memoria.

Y por las noches la dejaron dormir sobre cubierta, contemplando aquellas mismas estrellas que ahora se mecían al final de los palos y las velas, imaginando que algún día también ella se casaría con un hombre de mar, también luciría un vestido semejante, y sus propios hermanos, con guitarras y «timples», alegrarían su boda.

Y así hubiera ocurrido si se hubiera conformado con ser una novia tan sencilla y recatada como correspondía a un pescador de La Graciosa sin tratar de convertirse en la especie de portento de la naturaleza en que se estaba transformando.

La voz de su padre ordenando arriar velas la sacó de su abstracción y acudió en ayuda de su hermano al igual que hacía cuando no era aún más que una mocosa que estorbaba enredándose entre los cabos y las piernas de los mayores, y cuando se encontraron frente a la única luz que brillaba en una ventana de la media docena de casuchas de Orzola, Sebastián soltó el ancla, se abatieron los foques y el «Isla de Lobos» quedó al amparo de la barra de rocas que protegían la estrecha cala en cuyo fondo se alzaba el primitivo puerto.

 

–Acompaña a tu hermana hasta donde lo de Rufo Guerra y procura que nadie os vea –indicó Abel Perdomo–. Luego vete directamente a casa.

–¿Y el barco?

–Puedo arreglármelas solo, saliendo mar afuera por sotavento y regresando despacio a Playa Blanca... –Besó con ternura a su hija en la frente–. Procura que nadie descubra dónde estás –suplicó–. Matías Quintero tiene mucha influencia y las gentes de tierra adentro no son como nosotros... –hizo una pausa y su voz sonó ronca y claramente preocupada–. Recuerda que si te encuentra no estaremos allí para protegerte... ¿Me harás caso?

–Descuida... –Le acarició la incipiente barba con ternura–. No os preocupéis por mí y cuidaos vosotros.

Su hermano se había desnudado y, colocando su ropa y sus zapatos sobre un gran pedazo de corcho, se deslizó al agua para alejarse nadando por la quieta ensenada hasta poner el pie en tierra firme. Yaiza le imitó entonces y Abel Perdomo se apartó unos metros, y comenzó a recoger un largo cabo evitando distinguir ni siquiera a la escasa luz de las estrellas, el portentoso cuerpo desnudo de su hija.

Diez minutos más tarde, cuando se cercioró de que ambos iniciaban el ascenso por el serpenteante sendero que se abría paso a duras penas por entre la negra lava cubierta de líquenes y tabainas que constituía el «Malpaís del Volcán de la Corona», izó los foques, fijó el timón a babor y alzó a pulso el ancla como si fuera de juguete.

El costado del «Isla de Lobos» pasó a no más de tres metros de la última roca de la punta nordeste y Abel Perdomo puso entonces proa a levante, fijó el timón a la vía y empleó toda su fuerza de Hércules en alzar a pulso la vela mayor.

Cuando al fin la cazó firmemente, la goleta dio un salto hacia adelante, ganó velocidad y su proa comenzó a ronronear como un gato satisfecho a medida que se abría paso por el quieto mar de sotavento de la isla.


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