Trilogía Océano. Océano

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Aus der Reihe: Tomo #1
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Cabría imaginar que don Matías Quintero se había momificado en poco tiempo, tan triste era su aspecto, porque parapetado tras los gruesos muros del caserón de sus antepasados se negaba a comer, alimentado al parecer únicamente por el odio, y desde que el teniente Almendros había iniciado sus largas vacaciones, a nadie recibía más que a Damián Centeno, que subía un día sí y otro no de Playa Blanca a informarle del curso de los acontecimientos.

Ya ni siquiera se acomodaba bajo las buganvillas del porche a observar cómo moría la tarde en Timanfaya, sino que aguardaba paciente, atrincherado en un vetusto salón de apolillados cortinajes, y únicamente cuando sobre el limpio cielo de la isla no brillaba más luz que la de cien millones de estrellas escapaba al huerto o al jardín como una furtiva sombra más entre las sombras de la noche.

Rogelia «el Guirre», que sabía mucho de sombras, pues toda su vida no había sido más que sombra de mujer incluso a la plena luz del mediodía, pasaba entonces las horas acechando tras las celosías de la ventana de su cuarto, aguardando el estampido de un disparo, ansiosa por no perderse el espectáculo de ver cómo aquel maldito viejo que la había humillado durante tantos años se levantaba de una vez la tapa de los sesos.

Todo lo tenía ya dispuesto; elegidos los escondites para la cubertería de plata; falsificados, aunque sin fecha, los cheques que había ido sustrayendo con infinita paciencia a través de los años, y bien oculto en el fondo de un arcón el duplicado de la llave de la vetusta caja fuerte, y cuanto necesitaba para ver realizados sus más íntimos deseos era que su odiado patrón decidiera morirse sin más testigos que ella misma.

–¡No lo hará! –repetía una y otra vez su marido, Roque Luna, que había sido siempre un hombre terriblemente pesimista–. , Aunque te acuestes con él, yo lo conozco mucho mejor que tú...: ese viejo maldito no se muere hasta que vea el cadáver de Asdrúbal Perdomo cortado en pedacitos. Tan solo esa ilusión le mantiene el aliento, pero para tan poco aliento como usa, ya le basta y le sobra...

–¿Crees que el sargento le traerá a ese muerto?

–¿Centeno...? –inquirió él–. Desde luego... A don Matías le gustaba mucho hablar sobre la guerra, y a menudo contaba cosas de ese Damián Centeno, la bestia más feroz de cuantas hayan pasado nunca por el Tercio. Cuando volvió de Rusia ni siquiera la Legión fue capaz de aguantarlo, y algo gordo debió de hacer porque pasó cuatro años en presidio y lo expulsaron. Aun así, el viejo lo admira, le ayudó durante aquellos años, y mantuvo su amistad donde quiera que fuese... –afirmó con la cabeza seguro de sí mismo y de lo que estaba diciendo–. Supo elegir su hombre: le entregará a Asdrúbal Perdomo hecho cachitos.

–¿Cuándo?

–En cuanto le ponga el ojo encima; ten paciencia... Damián Centeno es como el hurón, que no se precipita hasta que descubre la madriguera de su presa... En ese momento cae sobre ella y de un solo mordisco le quiebra el espinazo.. En cuanto salga a la luz, el «Maradentro» es hombre muerto.

–Su padre estuvo aquí. Quiso hablar con el viejo y no me dio la impresión de que se asuste fácilmente. Es un gigante.

–Lo conozco... –admitió Roque Luna–. Abulta dos veces lo que Damián Centeno, pero no tiene ni la décima parte de su mala leche. Cuanto más potente el veneno más pequeño el frasco, y Damián Centeno es puro veneno concentrado.

–Pero no defiende a un hijo.

–Razón de más... Actúa con la cabeza y no con el corazón, y eso le da ventaja.

A Rogelia «el Guirre» las cosas no se le aparecían tan claras, y el tiempo se le hacía infinitamente largo sin ver llegar la hora de que aquellas riquezas entre las que había vivido desde que tenía memoria, pero que nunca fueron suyas, pasaran a pertenecerle de una vez para siempre.

Había asistido desde el primer momento y desde primera fila a la desintegración de los Quintero, que se habían ido diluyendo como un gigantesco pilón de azúcar desgastado por la lluvia, y en aquellos momentos, cuando contemplaba al último de la estirpe vagar como un fantasma por sus campos dormidos, se complacía en pasar recuento mentalmente a cuantos habían ido quedando en el camino, mientras ella, Rogelia, la más flaca, la más débil, la que tuvo un principio de tisis hasta el punto de que nadie ofrecía una peseta por su vida, continuaba allí, tan tiesa como un huso, a punto de ser dueña absoluta de cuanto había pertenecido a todos los difuntos.

–¡Bendito sea Asdrúbal «Maradentro»! –musitaba a menudo–. Acabó de un solo golpe con aquel gusarapo que se divertía empegostándome el pelo con su leche, y será también el causante de la muerte de este viejo hediondo.

Más de una vez en el transcurso de aquellos días de tinieblas en los que don Matías Quintero se negaba a probar bocado y tan solo aceptaba de tanto en tanto un vaso de leche con una yema batida y un poco de coñac que le mantuvieran vivo le había asaltado la tentación de añadirle una cucharada de matarratas al azúcar, y no fue el temor a sus remordimientos, sino el hecho de ser descubierta y castigada lo que le había impulsado a seguir siendo paciente.

El único inconveniente de conservar esa paciencia estribaba en que abrigaba la casi absoluta seguridad de que don Matías Quintero la conocía tan a fondo que adivinaba hasta el más recóndito de sus oscuros pensamientos, y aunque no decía palabra, alguna forma de destruir sus sueños debía de estar tramando.

No andaba en absoluto desencaminada Rogelia en sus sospechas, porque en cierto modo el viejo ya había tomado sus medidas al respecto, y desde el momento mismo que recibió a Damián Centeno, apenas media hora después de que hubiera puesto el pie en el muelle de Arrecife colocó abiertamente sus cartas sobre la mesa:

–Si acabas con el hijo de puta que asesinó a mi chico te nombro mi heredero, y puedes creer que conseguirás mucho si sabes apretarle el pescuezo a Rogelia obligándole a escupir cuanto me ha robado en estos años... En verdad que pájaro parece, pero más que «Guirre» debieran llamarla «Urraca» por su insaciable ansia de rapiña.

Damián Centeno se vio desde ese momento dueño del caserón y los viñedos de Mozaga, pues se le antojaba que acabar con Asdrúbal Perdomo no era cosa demasiado difícil, y el capitán Quintero nunca se atrevería a prometerle algo que no estuviera dispuesto a cumplir, pues sabía que su antiguo sargento era hombre al que no se le podían gastar bromas.

Al concluir la entrevista, cuando contaba ya con todos los datos que le hacían falta, y don Matías le había hecho entrega de un grueso fajo de billetes con que hacer frente a los primeros gastos, Damián Centeno abandonó la penumbra del caserón y desde el porche de la puerta principal contempló durante largo rato la amplia finca en la que cada viñedo, inmerso en el fondo de un hoyo cubierto de grava negra y protegido del viento por un semicircular muro de piedras, confería al paisaje un extraño aspecto lunar.

Se aproximó a un hombre que reparaba con infinita paciencia uno de los pretiles que el viento había derribado y señaló con un amplio gesto a su alrededor.

–¿Cómo se las arreglan para regar todo esto? –inquirió–: No veo acequias, y por lo que me han dicho, en esta isla pasan años sin llover.

–No se riega... –replicó Roque Luna, irguiéndose con el sombrero en una mano y un trozo de lava en la otra–. Estos cultivos casi no necesitan agua.

Damián Centeno le observó con aquella dureza que era capaz de imprimir a sus ojos cuando lo deseaba y que parecía avisar seriamente de que no trataran de burlarse de él.

–Todos los cultivos necesitan agua... –sentenció–. De otra forma incluso el Sahara sería un vergel.

El otro se inclinó, tomó un puñado de la negra gravilla que cubría por completo la tierra y se lo alargó dejándolo caer sobre su abierta palma.

–Esto es «picón»... –dijo–. Ceniza de volcán. Por la noche absorbe la humedad de la atmósfera y la traspasa, por capilaridad, a la tierra. De día sirve de aislante e impide que esa humedad se evapore. –Sonrió levemente, como si se debiera a su exclusiva astucia un descubrimiento centenario–. De esta forma cultivamos, y basta con que llueva un poco para que la cosecha sea buena.

Damián Centeno observó con fijeza a Roque Luna, y luego, tras palpar repetidamente la consistencia del «picón», lanzó una nueva y larga mirada a los viñedos y al impresionante caserón que pronto serían suyos y le proporcionarían un lugar en el que echar raíces después de tantos años de no poseer más que un camastro, una maleta de madera y un par de desteñidos uniformes.

–Siempre está uno en edad de aprender cosas nuevas... –admitió–. Y siempre es útil aprenderlas.

Luego se encaminó sin prisas al carcomido taxi que le había traído hasta allí y aguardaba a la sombra de un muro, y le preguntó a su dueño:

–¿Puede llevarme a Playa Blanca?

–Poder, puedo –admitió el hombre–. Pero de Uga hacia abajo, aquel camino de piedra está maldito, y si se me rompe un eje tendrá usted que correr con los gastos... –Hizo un gesto con los hombros, como tratando de disculpar su comportamiento–. Entienda que de otro modo no me compensa el viaje... Aquello es el confín del mundo.

Tras la cristalera de su inmenso salón, acurrucado en un enorme sillón de cuero que parecía ir creciendo a medida que él adelgazaba y se consumía, don Matías Quintero observó poco después cómo el vehículo se alejaba hacia el camino que se abría paso por entre ríos de lava en dirección al infierno de volcanes de Timanfaya, y por primera vez desde aquella maldita noche de San Juan en que todo empezara experimentó algo muy parecido a la paz interior.

Cuando Asdrúbal Perdomo hubiese muerto tal vez la vida volvería a ser digna de ser vivida, ya que dejaría de sufrir aquel insoportable dolor que le comía las entrañas y disfrutaría nuevamente con una partida de dominó con sus amigos del casino, un buen vaso de ron, un cabritillo al horno, e incluso alguna esporádica mamada por parte de aquellas putitas que habían llegado a Arrecife y de las que tanto había oído hablar durante las últimas tertulias.

 

Luego haría que Damián Centeno le apretara las clavijas a Rogelia obligándola a devolverle cuanto se había llevado, buscaría gente nueva que se ocupara de la cocina y de la casa y descargaría el peso de la administración de la finca en el que había sido durante tantos años su hombre de confianza y su sargento.

Que a la hora de su muerte pasara todo a sus manos, ya nada le importaba. Consumida la última gota de sangre de los Quintero de Mozaga, el caserón, las viñas, las higueras, muebles, cortinas, cuberterías de plata, e incluso las tan preciadas joyas de familia podían irse al infierno, porque no esperaba que ninguno de aquellos que con tanta urgencia le habían precedido en su camino al cementerio viniera a pedirle cuentas de sus actos.

Lo único que podían exigirle era vengar la sangre de los Quintero alevosamente derramada, y eso era algo que estaba seguro de cumplir antes de ir a hacerles compañía para siempre.


Sobre la medianoche comenzó a arder una barca.

Estaba junto a las otras, varada en la arena, lejos del alcance de las olas y bien erguida en sus calzos aguardando a que la empujaran a la mar para ir en busca del sustento diario, cuando sin motivo ni explicación lógica alguna pasó a convertirse en una antorcha, lanzando al aire chispas y pavesas que la suave brisa de levante arrojó sobre otras barcas vecinas.

El pueblo entero dormía. Dormían incluso los perros y tan solo cuando la mujer del tabernero, que era quien más cerca vivía, se despertó gritando, se alborotaron los hombres y corrieron, semidesnudos y espantados, portando cubos y latas con los que formaron una cadena que iba del mar a las barcas, todo ello entre gritos, llantos, caídas y maldiciones.

No duró mucho el trasiego. En diez minutos el fuego había sido vencido por el agua y sobre la playa no quedó más que un pueblo alelado aún por la sorpresa de una desgracia tan absurda, algunas embarcaciones apenas chamuscadas y una hermosa barca nueva, «La Dulce Nombre», convertida en un esqueleto renegrido y humeante.

Había diez o doce barcas de pesca más sobre la playa y tres pesados lanchones de los que se utilizaban para transportar sal desde la orilla a los veleros que fondeaban a no más de doscientos metros de distancia, pero tuvo que ser «La Dulce Nombre» en la que se acababa de gastar Torano Abreu los ahorros de una vida de trabajo, la que se convirtiera en humo en cuestión de minutos.

Torano Abreu, su mujer y sus hijos, habían quedado como idiotizados contemplando incrédulos, como si se tratara de un mal sueño, el horror de la inevitable ruina que se abatía sobre ellos, pues en Playa Blanca, y en semejantes tiempos de penuria, ningún pescador que no contara con su propia embarcación podía confiar en dar de comer a cinco bocas.

–¿Cómo es posible...? ¿Cómo es posible? –repetían una y otra vez los lugareños–. Cuando nos fuimos a dormir todo estaba tranquilo y dos horas después el fuego empieza solo.

–Tal vez habían dejado una colilla encendida.

–Torano no fuma. Dejó de fumar para pagar la barca.

–Alguien que pasó por la playa.

Todos observaron severamente a Isidro, el tabernero, que era quien lo había dicho.

–¿Alguien del pueblo...? –inquirió con intención Maestro Julián–. Sabemos el esfuerzo que le ha costado esa barca a Torano y tenemos desde niños la costumbre de lanzar las colillas al mar. Es lo primero que aprende un pescador.

–Yo no he dicho que fuera alguien del pueblo... –puntualizó el tabernero–. Conozco a todos los de aquí y ninguno lo haría.

No hacía falta aclararlo, pero en el ánimo de cada uno de los presentes se encontraban los siete forasteros, que se habían limitado a observar lo ocurrido desde su privilegiada atalaya de la casa.

–¿Por qué la de Torano? –quiso saber un viejo desdentado–. ¿Por qué no la de Abel Perdomo, que es quien de verdad les interesa...? –pidió–. Todos sabemos que esa gente ha venido a por Asdrúbal... ¿Qué les ha hecho Torano?

–Nada... –replicó Maestro Julián serenamente–. Hacer no les ha hecho nada, pero vive en el pueblo.

–¿Quieres decir que el pueblo va a tener que pagar hasta que vuelva Asdrúbal? –inquirió alguien con voz inquieta.

–Yo nada digo... –fue la respuesta–. Ni siquiera insinúo. Pero resulta extraño que por primera vez una barca se incendie de ese modo.

–¡Echémoslos de aquí! –propuso el viejo–. ¿Acaso hemos perdido las agallas? Son solo siete.

–¿Tienes tú las armas para echarlos...? –inquirió el tabernero despectivo–. Tres de ellos ya me han enseñado sus pistolas... Y estoy seguro de que saben cómo hay que manejarlas... ¿Qué sabemos nosotros más que de redes y de anzuelos?

–Yo estuve en la guerra... –comentó el hermano de Maestro Julián.

–¡En Intendencia! Y yo pelando papas en un transporte de tropas... ¡No te jode...!

–Mañana subiré a Femés a hablar con los guardiaciviles... –señaló Abel Perdomo.

–Perdona, «Maradentro»... –le replicó convencido el hijo de «Seña» Florinda–. Los guardiaciviles tan solo te escucharán cuando vayas a contarles dónde escondes a tu hijo. ¿Qué otra cosa puedes decir? ¿Que se quemó una barca? Mandarán a los bomberos... No hay pruebas de que hayan sido ellos...

–Observó a los presentes largamente y recalcó–: Ninguna.

Abel Perdomo pareció comprender la razón que le asistía, permaneció unos instantes en silencio, y luego se encaminó hacia donde Torano Abreu continuaba inmóvil observando embobado los restos de «La Dulce Nombre».

–Quédate con mi barca hasta que ayudemos a comprar otra... –dijo–. Yo me las arreglaré con el «IsladeLobos». Al fin y al cabo tú no tienes culpa alguna.

–¡Los mataré! –musitó el pobre hombre abriendo la boca por primera vez desde que todo comenzara–. Los mataré uno por uno... Han sido ellos.

–¡No digas tonterías...! –le reprendió colocando afectuosamente la mano sobre su hombro–. Piensa en tu mujer y en los chiquillos... Mi barca es vieja pero te hará el apaño, y ya buscaré el modo de compensarte por la pérdida...

–¿Quiénes creen que son que pueden venir de ese modo avasallando? Esa barca me costó tres años de comer mal, no tomar una copa y no fumar un cigarrillo... Tú sabes que no pagan con la vida.

–Lo sé, Torano, pero el mal ya está hecho... No te envenenes la sangre... Van a por mí y soy el único que debe preocuparse...

El otro tardó en hablar. Se había aproximado a los restos de la embarcación, pasando muy despacio la mano por la proa, que era la única parte de la estructura que no había sido dañada por el fuego:

–¡Navegaba tan suave...! –exclamó casi con un lamento–. Era tan dócil y cogía tan bien la mar y el viento... Se conocía ella sola el rumbo al caladero y parecía cantar cuando volvíamos a casa... Nunca tuve una barca semejante... ¡Nunca...!

¿Cómo se podía consolar a un hombre que amaba su embarcación casi con la misma intensidad con que amaba a sus hijos...?

De regreso a casa, Abel Perdomo admitió que Damián Centeno había sabido asestar certeramente el primer golpe, y no dudó de que sabría elegir con idéntico acierto sus nuevos movimientos. Desde la ventana observaba con ayuda de su dorado catalejo a los hombres del pueblo y su atención debió recaer bien pronto en aquella resplandeciente embarcación a la que su dueño mimaba, limpiaba y repintaba mientras el resto de los pescadores aún dormían o dejaban pasar los ratos de asueto en la taberna.

–Empiezo a entender tu juego... –musitó, como si Damián Centeno en verdad pudiera oírle–. Harás daño al pueblo hasta que le obligues a elegir entre él o yo, y alguien acabe por descubrir dónde está el chico...

El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones y presumía que por la rapidez con que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.

–Tiene que irse... –señaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar–. Por muy al fondo del aljibe que se esconda, si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo... Tiene que irse... –repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza–. Y tú también.

–¿Por qué yo?

–Porque tarde o temprano tú serás su objetivo... Ya lo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daño pueden hacernos... Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia...

–¿Y Asdrúbal?

–Él es un hombre... En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla... Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América... –hizo una pausa–. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan solo para matar el hambre... Algunos incluso han hecho allí fortuna... –Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó–. Tal vez sea ese su destino.

–Quizá yo debería irme a América también... –musitó Yaiza quedamente–. Aquí ya nunca podré vivir en paz.

–Perder dos hijos de golpe es demasiado... –señaló Aurelia en idéntico tono–. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto. –Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niña y le acarició luego levemente la mejilla–. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.

–Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes –replicó la muchacha–. ¡Díselo, padre... ¡Dile que no sueñe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse...

–¿Por qué por tu culpa, hija...? Yo sé que no tienes culpa alguna.

–Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota nada habría ocurrido.

–Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que hubieras estado... –La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre–. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueña de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas o cabezonas... Yo te hice así y quiero que te sientas orgullosa por ello.

–No es fácil.

–Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta... –Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema–. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.

–Lo siento, madre.

–¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un año más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.

–Si ese es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer –sentenció Sebastián, que se había limitado a ser testigo de la conversación–. Pero de todas formas, tienes razón...: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema...: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?

–Como lo hemos hecho todo en esta vida desde que yo recuerde... –le replicó su padre–. ¿Qué hora es?

–Las dos y veinte.

Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan solo un minuto y, volviéndose, señaló:

 

–Sobre las cuatro entrará viento del nordeste... Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua... Las luces apagadas y en silencio... Sebastián, ven a echarme una mano...

Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.

Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.

Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.

–¡Hacia allí...! –susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castañeteando los dientes.

–¡Suelta el cabo de la boya y deja que el barco caiga solo...! –musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo–. La marea nos sacará hacia el canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean... ¡Sécate y baja a por los foques! –ordenó luego a la muchacha–. Conviene tener todo el velamen preparado.

Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.

El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.

Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del océano se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.

Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraña y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.

Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niña al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueño y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.

Y era al alba, a punto ya de abrir los ojos, cuando en tantas ocasiones venía el viento a anunciarle desde dónde y con qué fuerza pensaba soplar esa mañana, o corrían por su mente los atunes, los chicharros y los «bonitos» señalándole cuándo y dónde podrían encontrarlos.

Pero ahora sabía que aunque no hablara ni se dejase ver, el abuelo Ezequiel les hacía compañía, e incluso rectificaba la caña del timón si resultaba necesario, pues nadie conocía con tal lujo de detalles como él las corrientes y derivas del Canal de la Bocaina.

Ya viejo y cansado, lo recordaba apoyado en el muro del patio, sentado en su banco de piedra preferido, observando las velas que iban y venían por el ancho canal, y aun sin reconocer la barca a causa de la distancia, sabia quién la patroneaba por la forma con que tomaba el viento o concluía una ciaboga.

–¡Ya no hay marinos como los de mi tiempo...! –repetía siempre–. Esa mierda de motores los echarán a perder a todos... Están tan enviciados con las máquinas que ni con el «siroco» en popa serían capaces de meter una goleta como la mía en Arrecife.

Era bueno sentir la presencia del anciano a bordo aun cuando lo advirtiera inquieto y preocupado, y por primera vez desde que comenzara aquella horrenda pesadilla, Yaiza abrigó la esperanza de que tal vez existía una posibilidad de que la familia volviera a reunirse nuevamente.

Habían penetrado ya en las tranquilas aguas de la Caleta protegidos por la mole del viejo cráter dormido, que constituía la única altura del islote, al noroeste, y Abel Perdomo, que conocía al dedillo aquellas aguas, puso rumbo, bordeando la costa, hacia la punta en la que se alzaba el faro.

–¡Arría la mayor...! –ordenó a su hijo, que permanecía atento a la maniobra–. Seguiré con los foques.

Yaiza ayudó a su hermano a aferrar la vela de la botavara, y aprestaron luego el ancla, que cayó al agua en cuanto alcanzaron el enclave elegido, justo frente a la alta torre cuyo haz de luz cruzaba sobre ellos barriendo el horizonte.

Arriaron también los foques y la goleta se balanceó sobre un mar en calma a unos doscientos metros de la orilla.

–¡Ve a buscar a tu hermano!

Sebastián se despojó de la ropa y se lanzó al agua de inmediato, nadando con brazadas rápidas y fuertes hacia la oscura línea de una costa contra la que las olas batían mansamente.

Pudieron escuchar cómo llamaba a Asdrúbal apenas puso pie en tierra firme, cómo este le respondía al poco rato, y cómo comentaban algo entre ellos antes de lanzarse de nuevo al agua.

Reaparecieron al poco, nadando juntos y sin prisas, y Asdrúbal lo primero que hizo fue abrazar a su hermana, a la que no había visto desde la noche en que ocurriera la desgracia, aunque Abel Perdomo no les dejó mucho tiempo para las efusiones pues ordenó izar de inmediato todo el trapo que fuera capaz de sostener sin resentirse el viejo barco, y en cuanto el ancla se acomodó en su sitio viró en redondo y puso proa al Este, consciente de que tenía el tiempo justo para pasar entre las dos islas mayores y adentrarse en el océano antes de que comenzara a clarear el día.

La noche sabía ya que tenía una vez más perdida la batalla cuando interpusieron entre ellos y Playa Blanca la punta del Cabo de Pechiguera, navegaron así aún dos o tres millas y viraron a babor dejando que el barco ganara velocidad.

A las tres horas, protegidos por una suave calina que había convertido las costas de Fuerteventura en una levísima mancha y sin distinguir siquiera un solo contorno de las más altas cumbres de Lanzarote, Abel Perdomo pidió a sus hijos que arriaran las velas y permitió que la goleta permaneciera al pairo, empujada suavemente hacia el sur por el viento y la corriente. Había llegado el momento de esperar.