Azabache. Cienfuegos III

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Aus der Reihe: Cienfuegos #3
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Al coronar la cima del inmenso médano y comenzar a descender por la ladera opuesta, Azabache aceleró el paso para ponerse a su altura e inquirió sorprendida:

–¿Es cierto eso de que habías estado antes aquí?

–No.

–¿En ese caso no estás seguro de que sea tierra firme?

–En absoluto.

–¿Por qué le has dicho entonces que no es una isla?

–Porque él tampoco lo sabe. Ni la tripulación. Le perderán el miedo, y sin miedo esa bola de grasa es más inofensiva que un sapo en una charca.

La muchacha se detuvo un instante, meditó cuanto acababa de oír, inclinó levemente la cabeza y comentó con aire divertido:

–¡Me gusta! Tal vez nos muramos de hambre y sed pero imaginar el pánico que debe sentir en estos momentos la vieja foca me compensa de todas las calamidades que podamos pasar. –Él se había detenido también volviéndose a observarla y le guiñó un ojo con picardía–. ¿Qué haremos ahora? –quiso saber.

–Caminar.

–¿Hacia dónde?

–Hacia el Sur. Siempre hacia el Sur. –Escupió hacia el cielo e indicó con un gesto la dirección que había tomado la saliva–. Aquí el viento siempre sopla del Norte: del mar al interior. Estos médanos deben haberse formado por tanto con la arena de la playa que el viento ha ido empujando tierra adentro. Cuanto más nos alejemos de la costa, más posibilidades habrá de encontrar un lugar que las dunas no hayan invadido aún y exista agua. –Hizo un imperativo gesto con la cabeza–. ¡Así que en marcha!

–¡Eres un tipo listo! –admitió la africana obedeciéndole con paso un tanto tambaleante, ya que estaba acostumbrada a caminar sobre una cubierta siempre inestable–. ¡Condenadamente listo!

–Es que he decidido no morirme sin volver a Sevilla.

–¿A dónde?

–A Sevilla; una ciudad del Sur de España en la que me espera una mujer.

–¿Cuánto hace que te espera?

–Cinco o seis años… No estoy seguro. Perdí la noción del tiempo.

–¡Pues sí que tiene paciencia! Yo jamás esperaría a un hombre ni seis días.

–Es que tú no sabes lo que es el amor.

–Sí que lo sé –replicó ella extrañamente seria–. Es lo que sentía por un gaviero de Coimbra al que el gordo obligó a beber plomo derretido porque nos vio juntos. –Hizo una corta pausa y chasqueó la lengua como si se tratara de una travesura infantil ya olvidada–. Entonces yo era muy joven –añadió–. Nunca me volverá a ocurrir.

El canario se volvió a mirarla, fue a decir algo, pero no llegó a hacerlo porque de improviso se detuvo y se quedó observando un punto a su espalda.

–¡Mira! –señaló.

Azabache obedeció y no pudo disimular un gesto de preocupación al advertir que media docena de hombres los seguían.

–¡Corramos! –exclamó de inmediato haciendo ademán de iniciar la huida, pero el cabrero la detuvo aferrándola firmemente por el brazo.

–¡Espera! –le tranquilizó–. No es que nos persigan; es que se marchan.

–¿Se marchan? –repitió incrédula.

–Exactamente.

–¿Por qué?

–Por lo mismo que nosotros: ya no le temen al viejo piojoso. Saben que en tierra ha perdido su poder.

–¿Los esperamos?

El cabrero negó mientras indicaba cuanto los rodeaba:

–Dos personas pueden arreglárselas para sobrevivir en un lugar como este; cuarenta, no, y me juego la cabeza a que antes de que se oculte el sol, el capitán Euclides Boteiro se habrá quedado completamente solo.

Cienfuegos se equivocó en sus cálculos, puesto que los oficiales aguardaron hasta que las primeras sombras de la noche comenzaron a deslizarse mansamente sobre el petrificado mar de dunas amarillas para escabullirse furtivamente sin tener que soportar la porcina mirada de reproche de su tiránico jefe. Tal precaución resultaba no obstante por completo innecesaria, ya que hacía más de tres horas que este parecía absolutamente ajeno a cuanto pudiese ocurrir, permaneciendo con la vista clavada en el ancho mar que nacía a sus pies y fuera del cual se sentía tan indefenso y torpe como una auténtica morsa.

Constituía una extraña visión aquella inmensa mole de grasa y mugre apoltronada en un sufrido sillón de enormes brazos, con su gigantesco testículo inflamado colgando entre dos fláccidos muslos, abandonado en la cima de un médano que iba cambiando de color minuto a minuto, y a no más de un centenar de metros de distancia de un desvencijado navío que comenzaba a escorarse a medida que la marea descendía.

Hubiera resultado empeño inútil tratar de preguntarse qué era lo que estaba pasando en aquellos momentos por su mente, puesto que lo más probable es que se le hubiera quedado completamente en blanco, tan en blanco como la de un tiburón al que hubiesen arrancado violentamente del agua imposibilitado de lanzar una sola dentellada o avanzar ni siquiera un centímetro pese a la portentosa fuerza de su cola.

Estaba muerto y lo sabía. Muerto en vida pese a que todavía respirase y continuase respirando aún durante horas, puesto que al temido capitán Euclides Boteiro le resultaba casi imposible valerse por sí mismo, y abrigaba el pleno convencimiento de que tratar de regresar al «Sao Bento» hubiese significado rodar como un cómico melón colina abajo.

Un postrer residuo de dignidad, oculto sin duda en el más recóndito rincón de su conciencia de capitán de barco, acudió por unos instantes en su ayuda, pero al poco no pudo evitar sentir una insondable lástima de sí mismo, y cerrando los ojos permitió que las lágrimas corrieran libremente por sus sucias mejillas.

Fue una larga noche la que pasó en la cima de la duna, primero terriblemente a oscuras y más tarde iluminado apenas por un último despojo de luna, sin más compañía que el rumor de las olas, la suave canción del viento, y el lastimoso crujir de las cuadernas del «Sao Bento» que, al quedar en seco con el descenso de la marea, semejaba una inmensa ballena a la que su propio peso estuviera aplastando contra la arena.

Le dolió escuchar los estertores de muerte de su barco, ya que pese a que fuese sin duda el más mugriento, maloliente y desvencijado de cuantos hubiesen surcado los océanos, era lo único que realmente había poseído a todo lo largo de su mísera existencia; su hogar, su reino y su refugio.

Al alba le venció la fatiga, le despertó un sol tempranero que le abrasaba los piojos, y cuando buscó la sombrilla descubrió que aparecía clavada a unos diez metros de distancia, dando sombra ahora a un rapazuelo que, sentado en la arena, le observaba fijamente con su único ojo.

–Así que has vuelto a verme morir –musitó con voz ronca, y ante el mudo gesto de asentimiento, añadió–. Eso no impedirá que seas tuerto el resto de tu vida.

–Más vale tuerto vivo que cerdo muerto, y usted es un cerdo al que el sol le va a achicharrar los sesos… –Agitó la cantimplora que el capitán Euclides Boteiro había tenido junto a sus pies y añadió secamente–: A medio día me ofrecerá un ojo a cambio de un sorbo de agua.

–Eres un pequeño hijo de puta.

–Tuve el mejor maestro.

No volvieron a pronunciar ni una sola palabra, limitándose a permanecer muy quietos, frente a frente, el uno derritiéndose bajo el sol de fuego, y el otro tan inmóvil como si se hubiese convertido en un ídolo de piedra sin más rastro de vida que aquel único ojo en cuyo fondo podía leerse un odio infinito.

La desesperante agonía del grasiento y hediondo Euclides Boteiro, capitán del «Sao Bento», duró tres largos días, durante los cuales no hizo más gesto que cerrar los párpados para llorar, abrirlos para observar a su verdugo, o bajar de tanto en tanto la vista hacia el despanzurrado casco de su barco.

Murió cuando ya el verde y cristalino mar de la ensenada penetraba mansamente hasta el corazón de la nave a través de los innumerables destrozos que ella misma se había causado al aplastarse, y tuvo una muerte, que aun terrible, no bastó ni con mucho para compensar todo el mal que había causado a su paso por el mundo.

El grumete, que apenas había hecho tampoco más gesto en ese tiempo que beber de tanto en tanto un corto sorbo de agua, permaneció aún más de dos horas observando aquel inmenso cadáver que casi de inmediato comenzó a corromperse, y cuando el zumbido de un millón de moscas le hicieron comprender que no le quedaba ya por saborear ni una sola gota más de su dulce venganza se puso lentamente en pie y emprendió sin prisas la marcha en pos de sus compañeros de martirio.

El esqueleto de un carcomido navío y una montaña de grasa que se iba derritiendo bajo el furibundo sol del trópico quedaron para siempre allí como inquietantes monumentos a la maldad humana.


El calor, lejos ya de la costa y sus refrescantes vientos, reflejándose el sol sobre el blanco violento de las dunas, resultaba tan agobiante que ni la negra Azabache, nacida en las tórridas y húmedas tierras dahomeyanas, ni incluso el cabrero Cienfuegos, que se había achicharrado por días y semanas sobre una tosca canoa en mitad del Mar de los Caribes, conseguían resistirlo, hasta el punto de que tuvieron que tomar la decisión de dormir de día y caminar de noche.

Debía hacer años que no llovía en la región, y el aire, seco y polvoriento, hacía daño al aspirarlo irritando las fosas nasales y engañando a la vista, ya que una densa calima impedía distinguir cualquier accidente del terreno que se encontrara a más de una legua de distancia, por lo que del alba al ocaso permanecían atrapados en la magia de aquel paisaje de temblorosos contornos en el que resultaba imposible diferenciar el espejismo de la realidad, y donde vivir era como soñar que se vivía, mientras conciliar el sueño constituía la única forma factible de mantenerse vivo.

 

Y del ocaso al alba intervenían los fantasmas, puesto que la débil luz de las estrellas jugaba a cambiar las dunas de lugar o a camuflar los estilizados y agresivos cactus de terribles púas, que de improviso se alzaban como nacidos de la nada obligando al desprevenido caminante a lanzar un alarido de dolor y un sonoro reniego.

Y es que podría creerse que los espinosos cardones, altos, flacos, oscuros y acorazados habían sido elegidos por la astuta Naturaleza para acabar de convertir aquella tierra en el lugar más inhóspito del planeta, desanimando de ese modo a los audaces que pretendieran descifrar de noche los secretos que les estaban vedados bajo la tórrida luz del día.

¿Pero qué clase de absurdo secreto podía ocultar tan infinito montón de ardiente arena?

–Ninguno… –fue la firme respuesta del gomero a la pregunta de Azabache–. Es tan solo un capricho de la Naturaleza, que se divierte en demostrar que junto a una isla verde, húmeda y lujuriante en la que todas las formas de vida son posibles es capaz de crear esta especie de infierno alucinante. –Se encogió de hombros con gesto de impotencia–. Lo hace por joder.

–A menudo hablas del mar, la tierra, las nubes o las estrellas como si se tratara de seres vivos dotados de inteligencia y voluntad –le hizo notar la negra–. Y eso es absurdo.

–¿Te lo parece? –se sorprendió el isleño–. Más absurdo se me antoja imaginar que son elementos inanimados, que están ahí sin razón aparente y que no pueden escucharnos, hacernos compañía o compadecerse por nuestros sufrimientos. Yo me crié en las montañas de La Gomera y descubrí que unos días amanecían tristes y otros alegres. De igual modo, el mar cambia de ánimo en cuestión de minutos y las nubes se divierten o se enfadan según les sople el viento. He pasado tantísimo tiempo solo que si no supiese que puedo hablar con las cosas y me entienden acabaría por volverme loco.

–Tú jamás podrás volverte loco –sentenció la africana convencida–. Ya lo estás de remate, pero lo que te agradecería es que, si crees que la Naturaleza te escucha, le supliques que deje de hacernos la puñeta, porque cambiar el «Sao Bento» por este arenal es como escapar de la sartén para caer al fuego.

Pero aquella Naturaleza no escuchaba y se vieron obligados a pasar cinco días acurrucados bajo la mísera sombra de los cactus y cinco noches vagando sin rumbo por los médanos, para descubrir que acababan siempre a la orilla del mar, hasta el punto de que llegaron a la conclusión de que habían desembarcado en una auténtica isla.

El océano surgía inevitablemente al Este, al Oeste, al Norte y al Sur, y la reverberación o la calima les impedía distinguir a qué distancia podría encontrarse otra tierra menos infernal que aquel ardiente desierto cuyas arenas concluían una y otra vez al borde del agua.

–Creo que en esta ocasión me pasé de listo –admitió al fin el canario una noche en la que su deambular le llevó de nuevo a una ancha playa sin horizontes–. Esto no tiene salida.

Lo mismo debían opinar los restantes miembros de la tripulación del destruido «Sao Bento», ya que en tres ocasiones distinguieron sus sombras vagando tan sin destino como ellos, e incluso una noche descubrieron el maloliente cadáver de un viejo cocinero al que la desesperación y la sed habían concluido por derrotar definitivamente.

Cienfuegos se sentía hasta cierto punto culpable por la suerte de aquellos desgraciados, aunque su compañera de fatigas se esforzara por recordarle que a decir verdad no había invitado a nadie a que le siguiera.

–Incluso a mí me lo desaconsejaste –dijo–. Y si lo hice fue porque prefería morir en libertad que continuar agonizando en aquella pocilga. Igual les debe ocurrir a ellos.

–A bordo al menos sobrevivían.

–Ten paciencia; saldremos de aquí –pronosticó la dahomeyana, y sus vaticinios comenzaron a tomar cuerpo cuando al amanecer del sexto día, y perdida ya toda esperanza de escapar de tan cruel trampa de dunas, descubrieron, casi por casualidad, que en el extremo sudeste de la isla, una baja y estrecha franja de arena se adentraba profundamente en el mar para entrever, a través de la enrarecida atmósfera, que a cuatro o cinco leguas nacía una tierra nueva y diferente.

Por aquel entonces, ni el canario Cienfuegos, ni la dahomeyana Azava-Ulué-Ché-Ganvié, ni ninguno de los tripulantes del «Sao Bento» podía siquiera imaginar que habían pasado una espantosa semana deambulando como muertos vivientes por la inmensa y solitaria Península de Paraguana, al Noroeste de la actual Venezuela; uno de los lugares más tórridos, desolados y agresivos del que ya por entonces empezaba a ser considerado Nuevo Mundo.

Habían llegado por fin a Tierra Firme.

Un gomero pelirrojo y una africana que más bien parecía un muchacho eran quizá los primeros no aborígenes llamados a pisar el continente, aunque nada se encontrase entonces más lejos de su mente que reparar en semejante acontecimiento, preocupados como estaban por encontrar agua y algo sólido que llevarse a la boca.

Un riachuelo ancho, tranquilo y poco profundo desembocaba, perezoso, en el amplio y dormido golfo que formaba la costa norte de Tierra Firme con la sur de la península, y tras saciar su sed, pasar más de una hora inmerso en sus cálidas aguas y devorar dos docenas de las innumerables papayas y guayabos, el gomero llenó hasta reventar los ya resecos odres que había requisado en el «Sao Bento» y se dispuso a iniciar el regreso.

–¡No seas loco! –protestó Azabache–. Estás agotado. Espera a mañana.

–Mañana puede ser demasiado tarde –fue la decidida respuesta–. Esa pobre gente está atrapada ahí dentro por mi culpa y jamás volvería a dormir tranquilo si no acudo en su ayuda.

–La mayoría de esa pobre gente no son más que una partida de desgraciados que no dudarían en cortarte en rodajas si se les presentara una oportunidad –sentenció la africana–. Piénsatelo, porque si no estás en perfectas condiciones, al menor descuido te degüellan.

–Correré el riesgo.

–En ese caso voy contigo.

–¡No! –La decisión no admitía réplica–. Esta vez sí que no. Me esperarás aquí, porque yendo solo me moveré más aprisa y más seguro.

Azabache hizo intención de protestar, pero no tardó en cambiar de opinión puesto que se encontraba demasiado agotada, ya que sin duda había tenido que caminar más durante aquella interminable semana que a lo largo de los cuatro últimos años de su vida. Pareció llegar a la conclusión de que, efectivamente, su presencia no acarrearía más que problemas, y concluyó por tumbarse a la sombra de un hermoso araguaney cuyas ramas se inclinaban sobre la corriente, para cerrar de inmediato los ojos y quedarse dormida.

El canario la observó con innegable envidia, y a punto estuvo de dejarse vencer por la tentación de imitarla, pero recordó el sufrimiento que debía significar la sed para quienes llevaban tanto tiempo perdidos entre las dunas, y echándose al hombro los pesados pellejos rezumantes se alejó playa adelante en busca del largo istmo arenoso.

Atravesarlo en pleno mediodía se le antojó tan agobiante como atravesar las mismísimas puertas del infierno.

Ningún lugar del mundo llegaría a conocer el sufrido cabrero tan tórridamente asfixiante como aquella estrecha franja de tierra en que ahora se encontraba, y es que pocos lugares tan agresivos y calurosos existen sobre la superficie del planeta, dejando a un lado, quizá, las más profundas depresiones del temible desierto sahariano.

Fueron seis horas de marcha durante las cuales a punto estuvo mil veces de arrojarse al suelo para siempre o dar media vuelta y regresar a tumbarse junto a la negra Azabache, y tan solo su probada fuerza de voluntad y su ansia de salvarle la vida a un puñado de hediondos portugueses que tal vez no dudarían en cortarle el pescuezo le permitieron mantenerse en pie y avanzar a trompicones advirtiendo cómo a cada paso se hundía en la blanda arena bajo el insoportable peso de los odres de agua.

Una vez más se maldijo por lo bajo.

Y es que una vez más se veía sacrificándose estúpidamente por quienes a todas luces no merecían semejantes sacrificios, lo que le obligó a preguntarse de nuevo hasta cuándo continuaría pensando en los demás sin pensar en sí mismo.

Le había tocado vivir tiempos terribles en un mundo duro y difícil, y en lugar de tratar de simplificar las cosas eludiendo problemas parecía complacerse en acentuarlos, ejerciendo de salvador hasta de sus propios enemigos.

–Pronto aprenderé… –murmuró, como si eso pudiera servirle de consuelo, pese a que tenía la absoluta seguridad de que la conciencia es algo que nunca aprende, puesto que nace y muere con los seres humanos sin cambiar un ápice su esencia.

Luego, a media tarde, rodó desde la cima de un alto médano y perdió el sentido, pero en el fondo lo agradeció, puesto que la reconfortante y dulce figura de Ingrid Grass acudió a su mente con tanta claridad como si acabara de despedirse de ella unas horas antes, pese a que hacía ya años que la poseyera por última vez y a menudo su rostro parecía querer diluírsele en la memoria.

Hicieron el amor sobre la ardiente arena, abrazó una vez más su estrecha cintura, besó sus pechos, penetró hasta lo más profundo de su húmedo sexo, palpó hasta saciarse la textura inimitable de su piel, se embriagó de su olor, escuchó su voz apasionada y tierna, disfrutó sus caricias, y lloró aun estando dormido, porque ni el sueño fue capaz de hacer que olvidara por completo que su sueño era sueño, y que el doloroso despertar traería aparejada la tremenda amargura de su espantosa separación.

Abrió los ojos con la llegada de las primeras sombras de la noche, y ni su fuerza de voluntad fue capaz de vencer en esta ocasión la necesidad de permanecer largo rato tumbado cara al cielo evocando aquel hermoso tiempo tan lejano en que se tumbaba de igual modo sobre la verde hierba de las montañas de La Gomera a recordar el maravilloso día que habían pasado juntos, ansiando que llegara a toda prisa el momento de abrazarla de nuevo.

La felicidad no debería existir cuando se corre el peligro de perderla, y como Cienfuegos sabía por experiencia que ese era un riesgo inevitable había llegado a la conclusión de que ser tan inmensamente feliz como lo fuera durante un corto período de su vida constituía a decir verdad la más infame trampa que el destino pudiera tenderle a un ser humano.

Tanto mejor hubiera sido no acudir aquella tibia mañana a bañarse en la laguna, no descubrir que una diosa desnuda le observaba, no acariciar su piel, besar sus labios, enredarse en su rubio cabello, abrasarse con el ardiente néctar que rezumaba su intimidad, y concluir perdiendo la voluntad y el alma con la plena conciencia de que jamás conseguiría recuperarlas.

–A veces te odio por quererte tanto… –masculló, aun a sabiendas de que odiar a quien se ama resulta más difícil que odiarse a sí mismo, pero como si el simple hecho de dar rienda suelta de tan pintoresca forma a sus angustias hubiera contribuido a liberarlo de una pesada carga se puso en pie y encaró decidido los últimos kilómetros que lo separaban de la desértica península.

Llegó de noche y avanzó desconfiado por entre los altos médanos, llamando a gritos a Tristán Madeira y a aquellos miembros de la tripulación del «Sao Bento» cuyos nombres recordaba, pero no obtuvo más respuesta que el lúgubre ulular de una lechuza en celo y el sollozar del viento muy cerca ya del alba.

A lo largo de la mañana descubrió los cadáveres de dos marinos a los que el escorbuto, la disentería o los malos tratos habían dejado tan sumamente debilitados, que no habían sido capaces de soportar la sed y la fatiga de tan larga caminata.

Luego, ya con el sol cayendo a plomo, distinguió bajo unos arbustos leñosos entre cuyas ramas habían colocado sus ropas en un absurdo intento de conseguir un poco de sombra a poco más de una docena de sobrevivientes del «Sao Bento», y cuando avanzó hacia ellos gritando que traía agua y los vio erguirse casi como cadáveres incrédulos le alegró descubrir la altísima figura de Tristán Madeira, cuya extrema delgadez le hacía semejar ahora un alto cactus con la punta quebrada.

Constituían un triste espectáculo arrastrándose, gimiendo y alzando los brazos suplicantes, y tuvo que imponer toda su autoridad de hombre armado y el único que se encontraba en aceptables condiciones físicas para evitar que se destrozaran en su afán por apoderarse de los pellejos de agua.

 

La repartió como mejor le permitieron las difíciles circunstancias, auxiliando a los más débiles cuya avidez por beber hacía que fuera más el preciado líquido que derramaban que el que llegaban a ingerir, y cuando advirtió que ya no quedaba más que apenas una cuarta parte del total dio unos pasos atrás y blandió amenazante la espada impidiendo que nadie se acercara.

–¡Basta! –dijo–. Con esto tenéis para llegar al río que está al Sur, pasado el istmo.

–Solo un poco más, por favor… –suplicó el grumete tuerto que había permanecido hasta el último instante frente al moribundo capitán–. Un último trago.

–¡He dicho que no! –se impuso el cabrero autoritario–. Aún confío en encontrar compañeros que necesiten agua más que vosotros. Descansad el resto del día, porque con la caída de la noche iniciaremos la marcha y el que se quede atrás estará definitivamente perdido.

En total fueron dieciocho tripulantes de la nao de don Juan II de Portugal los que consiguieron poner pie en las costas de Tierra Firme, aunque la mayor parte lo hicieron tan quebrantados de alma y cuerpo, y tan sin ánimo para seguir luchando, que apenas resistieron un par de semanas, y los que al fin sobrevivieron tampoco corrieron mejor suerte, ya que acabaron perdiéndose en la inmensidad de aquel nuevo continente sin que jamás volviera a encontrarse rastro de ellos.

El escorbuto, la temida avitaminosis que causara tan terribles estragos entre la marinería de la época, los había dejado tan sin defensas tras las prolongadísimas y antinaturales travesías a que les había sometido su tiránico capitán que, exceptuando a un puñado de los más jóvenes que lograron a duras penas reponerse, el resto no fue capaz de resistir el violento choque con aquella Naturaleza hostil y exageradamente tórrida.

El canario Cienfuegos pareció comprender bien pronto que en esta ocasión no debía dejarse atrapar de nuevo por un sentimentalismo que no le conduciría más que al desastre, y tomando clara conciencia de la pesada rémora que significaban unos hombres que jamás le habían mostrado simpatía, decidió abandonarlos a su suerte en cuanto abrigó la seguridad de que ya no podía hacer nada útil por ellos.

Tan solo se despidió del gallego Madeira, que pareció aceptar su marcha sin reproches, y que admitió a su vez que prefería mantenerse junto a los que habían sido durante tanto tiempo sus compañeros de fatigas a lanzarse a la aventura de seguir al infatigable canario tierra adentro.

–Tú eres joven –dijo–. Y muy fuerte. En mi estado sé que no resistiría tu ritmo más de un día. Es mejor que me quede con ellos confiando en lo que quiera depararnos la Providencia. –Sonrió con amarga tristeza al tiempo que le estrechaba con fuerza la mano en un amistoso ademán de despedida–. Si he de serte sincero –añadió–, hace ya más de un año que considero que estoy viviendo de prestado.

Caía ya la noche, largas sombras se extendían sobre el infinito mar de dunas, y el gomero señaló con firmeza hacia delante.

–Ya sabes el camino: al Sur encontrarás el istmo; sigue luego al Oeste y a unas tres horas de marcha alcanzarás el río. ¡Suerte!

Se alejó sin volver ni siquiera una vez la cabeza, temeroso de que su buen corazón le impulsara a convertirse en adalid de una causa perdida de antemano, y marchó hasta el amanecer todo lo aprisa que le permitía la fatiga, esforzándose por no pensar en los que quedaban atrás, concentrándose únicamente en salvar la vida y la de la muchacha que le aguardaba a la orilla del río.

Llegó a este mediada la mañana, y lo que vio le dejó estupefacto, pues tras atravesar el muro de espesa vegetación que enmarcaba sus márgenes se enfrentó de improviso a una veintena de aborígenes armados que observaban como hipnotizados a una Azava-Ulué-Ché-Ganvié que aparecía acuclillada contemplando cabizbaja la gran calabaza que habían colocado entre sus piernas.

–¿Qué diablos pasa aquí? –exclamó sin acabar de dar crédito a sus ojos–. ¿Quién es esta gente?

La negra alzó el rostro y sus inmensos ojos negros parecían a punto de anegarse en lágrimas.

–Aparecieron al alba –musitó con voz ronca–. En un principio creí que iban a matarme, pero se pasaron medio día frotándome y metiéndome en el agua como si trataran de despintarme… –Los señaló con un leve ademán de la cabeza–. No acaban de creer que soy negra natural, y al fin me han colocado aquí esperando a que orine.

–¡Pues orina!

–¡No puedo…! –sollozó la infeliz muchacha–. Estoy que me cago, pero no orino.

Cienfuegos observó con detenimiento los inescrutables rostros de los nativos, que no parecían prestarle una especial atención, como si el hecho de determinar si los orines de la africana eran negros o amarillos concentrara por el momento todos sus pensamientos.

No vestían más que una delgada liana con la que se amarraban la punta del prepucio a la cintura, se pintaban el rostro con rayas de colores y se adornaban los lacios cabellos con plumas de papagayo, pero aunque exhibían largos arcos, su aspecto no resultaba en absoluto amenazador, sino que más bien parecían una pandilla de inocentes chiquillos fascinados por un desconcertante misterio que iba mucho más allá de su capacidad de raciocinio.

El gomero hizo intención de dirigirse al más emplumado de los guerreros, que era al parecer quien los comandaba, con la evidente intención de exigir la necesaria explicación a tan absurdo comportamiento, pero el indio se limitó a alzar el brazo ordenándole con ademán autoritario que tomara asiento aguardando acontecimientos.

Pasó casi una hora.

Como impasibles estatuas de sal los salvajes parecían no tener la más mínima prisa, y sus rostros de piedra apenas se inmutaban más que para parpadear de tarde en tarde o espantarse una mosca demasiado insistente.

Al fin, nervioso e incapaz de contenerse por más tiempo, el canario exclamó fuera de sí:

–¡Mea, coño!

La africana le dirigió una mirada de reconvención:

–No le riñas –replicó–. No te escucha. El miedo hace que lo tenga más cerrado que ostra en invierno.

–Pues como no lo hagas de una vez y se convenzan de que no orinas tinta, lo vamos a pasar mal.

–¿Crees que es eso lo que esperan?

–Probablemente. Jamás habían visto a una negra, han comprobado que no destiñes, y querrán averiguar si por dentro también eres negra… ¡Lógico!

–Empiezo a odiar tu sentido de la lógica.

Se trataba sin duda de una conversación absurda dadas las circunstancias, pero quizá su propia incongruencia contribuyó a que el nerviosismo que atenazaba a la aterrorizada dahomeyana cediera permitiéndole dar rienda suelta a una natural necesidad fisiológica demasiado tiempo retenida y llenar hasta rebosar generosamente la gran calabaza, lo que provocó una ola de murmullos entre la nutrida fila de atentos espectadores.

Aquel que parecía ser el jefe se puso entonces en pie, tomó la calabaza, estudió su contenido, lo olió, e incluso introdujo un dedo para convencerse de su textura y calor, y concluyó por derramar una parte para que sus compañeros pudieran cerciorarse de que se trataba de puro y simple maloliente pis humano.

Por último colocó el recipiente en el suelo, se apartó un par de metros y, tomando una tea encendida que otro nativo le entregaba, la arrojó dentro.

Como era de esperar la tea se apagó, lo que trajo aparejado que una amplia sonrisa apareciera en el rostro de la mayor parte de los salvajes.

–¡No Mene…! –se repetían el uno al otro con aire satisfecho–. ¡No Mene!

–¿Qué dicen? –inquirió la africana desconcertada.–¿De qué demonios están hablando?

–No tengo ni la menor idea… –se vio obligado a admitir el gomero–. Apenas les entiendo.

Efectivamente, aquellos nativos, aunque de color y rasgos semejantes a los naturales de Cuba o Haití, no parecían tener en común con ellos el idioma, y tan solo conocían algunos términos del dialecto azawan, y menos aún de la gutural y agresiva lengua de los caribes o caníbales, cuya sola mención les obligaba a enseñar los dientes engrifándoles curiosamente el lacio cabello como gatos furiosos.