Cómo investigar en educación

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Aus der Reihe: Pedagogía dialogante
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Primera parte:

Enfoque teórico

La ciencia

¿Qué es la ciencia?

La ciencia, como proceso consciente humano, busca organizar, sistematizar y jerarquizar el conocimiento alcanzado sobre el mundo material y simbólico. Su papel fundamental es el de explicar los hechos, de manera que éstos puedan ser interpretados y predecibles hasta cierto punto y en ciertas circunstancias. En consecuencia, la ciencia representa un tipo particular de conocimiento, diferente al que podemos obtener en la vida cotidiana, ya que el conocimiento científico es más sistemático, más general e intenta ser objetivo; pero como todo conocimiento, está social, cultural e históricamente determinado. En términos de Morin (2001), la ciencia, a diferencia de otras actividades cognitivas, establece un diálogo crítico con la realidad.

Como toda actividad humana, la labor de los científicos e investigadores está enmarcada en el contexto en el que nos desenvolvemos. Los procesos cognitivos, y entre ellos la ciencia, están demarcados por los contextos históricos y culturales en los que viven los sujetos, tal como lo demostró la Escuela Histórico-Cultural1. En este sentido, una teoría, una ideología o una hipótesis, no pueden comprenderse si se desconocen los contextos sociales, económicos y políticos en los cuales fueron gestadas. Ello nos obliga a privilegiar el análisis de los contextos sociales e históricos en los que se formulan y desarrollan las ideas, para poder entenderlas, interpretarlas y valorarlas adecuadamente.

El enfoque histórico de las ciencias nos muestra que la ciencia no ha sido siempre lo que es hoy....En sus orígenes se confundía con saberes prácticos, técnicas cotidianas, sentido común, mitos y filosofía (Torrado, 2004).

Cada época de la historia se caracteriza, pues, por una particular concepción del mundo e incide en la conformación de una cosmovisión a la que con frecuencia llamamos verdad (Cravero, 1992). La verdad aparece así, necesariamente, como relativa.

Sin contextualizarlos, sería incomprensible, por ejemplo, entender los cambios paradigmáticos realizados en la física durante el Renacimiento, por una parte (Galileo, Newton, Leibnitz), o los llevados a cabo a comienzos del siglo XX, por otra (Einstein, Planck, Dirac, etc.) ¿Cómo entender, por ejemplo, la tenaz resistencia a la tesis del movimiento de la Tierra o a los postulados heliocentristas del Renacimiento, sin tener en cuenta el papel predominante de la Iglesia a nivel económico, político, ideológico y cultural durante la Edad Media, o la gran resistencia que generaron las tesis evolucionistas de Darwin sin comprender lo que ello representaba para la visión de un ser humano, creado a “imagen y semejanza de Dios”, como había sustentado la Iglesia desde siglos atrás?

Somos –como diría Merani– seres histórica y culturalmente determinados. De este modo, los individuos somos por nacimiento, nos mantenemos en el ser histórico por duración y realizamos nuestro ser en las circunstancias socioculturales en que nos toca vivir (Merani, 1977).

Lo sorprendente es que la noción de la evolución había sido planteada 2.200 años atrás por Empédocles, quien se percató que mientras algunas especies desaparecen, las que permanecen lo hacen por su destreza, valor o agilidad (Farrington, 1979). El mundo entonces, con el estado de conocimientos que poseía, con sus instrumentos y actitudes sociales, claramente no estaba preparado para desarrollar apropiadamente la teoría de la evolución. Vale anotar que el mismo Darwin desconocía la existencia de los genes y de las leyes de la herencia mendeliana y no mendeliana, las cuales serían descubiertas posteriormente, cerrando de forma definitiva su teoría.

Nos hacemos las mismas preguntas que se hace la cultura, usamos sus mismos instrumentos mediáticos y tecnológicos, accedemos a los mismos libros y a los mismos medios de comunicación, redes de datos, películas, canciones y obras de teatro. Vivimos un mundo cada vez más pequeño –la globalización lo ha reducido–, en donde los problemas son cada vez más parecidos en los contextos personales, familiares, educativos, culturales y sociales. Por ello hoy por hoy es tan complejo ser creativo, ya que existe demasiada similitud entre nuestras representaciones mentales, nuestras estructuras cognitivas y valorativas, nuestras ideas y nuestros juicios de valor, al interior de una cultura, en un contexto y una época histórica determinada.

La ciencia como actividad social. Considerando estos factores, será preciso considerar a la ciencia, en primer lugar, como una actividad social y no solamente individual, para no correr el riesgo de imaginar al científico como un individuo aislado a la manera caricaturesca, tal como lo representaba Disney a través de “Ciro Peraloca”, como un ser que no vivía en el mundo cotidiano, no trabajaba en equipo, no tenía familia, ideología o necesidades; con lo que se perdían por completo de vista las inevitables incidencias históricas y culturales que tienen los conocimientos científicos y la necesaria y esencial interrelación que mantienen la ciencia y la sociedad (Bernal, 1979). En su momento, Marx habló de las “Robinsonadas de la Economía”, para referirse al equivocado intento de explicar los fenómenos sociales como si fueran realizados por individuos aislados, a la manera de Robinson Crusoe.

Aunque un solo individuo sea capaz de proponer perspectivas científicas originales y revolucionarias, es la sociedad de científicos, en primer término, y la del hombre común, en segundo, quienes habrán de evaluar, juzgar, acoger o rechazar tales descubrimientos que, como ya se dijo, estarán inmersos en el marco contextual en que ocurran. Por tanto, el cambio paradigmático se da únicamente por un acuerdo social.

Como afirmara hace algunas décadas Alberto Merani (1969):

El pensamiento, por lo demás, no es un puro acto del individuo; corresponde al conjunto de los individuos, y no de una generación, sino de todas las que se han sucedido a lo largo de la historia de la humanidad. Hecho individual, por una parte, también lo es, a igual título, social.

O como años atrás sustentara Albert Einstein (1932):

Un individuo aislado al nacer permanecería en un estado tan primitivo del sentir y del pensar, como difícilmente podríamos imaginarlo. Lo que es y lo que significa el individuo no surge tanto de su individualidad como de su pertenencia a una gran comunidad humana, que guía su existencia material y espiritual desde el nacimiento hasta la muerte.

La sistematicidad de la ciencia. La sistematicidad es la segunda característica que quisiéramos resaltar. La ciencia pretende ser sistemática y organizada en sus búsquedas, en sus métodos y en sus resultados. Se preocupa por organizar sus ideas de la manera más coherente posible, tratando de incluir todo conocimiento en conjuntos y clases cada vez más amplios, para establecer conceptos, principios, leyes, redes de conceptos y paradigmas. No pasa por alto los datos que pueden ser relevantes para un problema sino que, por el contrario, pretende conjugarlos dentro de teorías, hipótesis y leyes más generales. El conocimiento científico se organiza así en estructuras jerárquicas en las que los conceptos más inclusivos ocupan la más alta jerarquía y los conceptos más particulares un lugar más bajo. Se establecen de esta forma leyes, principios, conceptos y redes conceptuales, organizadas de manera jerárquica.

Por oposición, el conocimiento cotidiano carece de estos niveles de jerarquía y organización, ya que es mucho más espontáneo, desorganizado, subjetivo, vivencial y asistemático. En otras palabras, es menos riguroso y se expresa a través de juicios laxos en situaciones cotidianas sobre, por ejemplo, el clima, la política o los deportes, entre otros.

La ciencia explicativa. La ciencia procura explicar por qué ocurren los sucesos observados de un hecho, identificando las condiciones que hacen posible su expresión; dichos esclarecimientos deben ser formulados de tal manera que puedan ser sometidos a pruebas empíricas y a confrontaciones teóricas, aunque éstas generalmente no son suficientes para que una teoría científica desplace o mejore a otra; esto sólo se consigue si la nueva teoría demuestra que posee un mayor valor explicativo y argumentativo (Ruiz y Ayala, 1998). Para Putnam (1985) una teoría es aceptada cuando logra éxitos explicativos fundamentales. De allí que podamos afirmar que una tercera característica de la ciencia está dada por su finalidad de explicar. La ciencia es explicativa de lo real y de lo simbólico.

La racionalidad. Esta es otra de las características que podemos tener en cuenta para definir la actividad científica, y está referida al hecho de que la ciencia utiliza la razón como arma esencial para llegar a sus interpretaciones y resultados. Los científicos trabajan, en la medida de lo posible, con conceptos, redes conceptuales, categorías, paradigmas, juicios y razonamientos. Los enunciados que realizan son combinaciones lógicas de esos elementos conceptuales que intentan ensamblar de la manera más coherente posible, evitando las contradicciones internas, las ambigüedades y las confusiones que la lógica nos invita a superar. En este sentido, el conocimiento científico tiende a distanciarse del conocimiento común o “vulgar”, y por ello intenta delimitar y precisar su lenguaje, aspecto casi nunca presente en los discernimientos cotidianos. El conocimiento científico pretende ser más preciso y por ello debe crear, delimitar y restringir el uso de los términos. Con el lenguaje natural sucede en general lo contrario: es en esencia polisémico y un mismo término representa múltiples conceptos. Con ello, el conocimiento cotidiano pierde rigor y precisión frente a lo que se busca con el conocimiento científico2.

 

La racionalidad tiende también a alejar a la ciencia de la religión y del dogma, así como de los sistemas donde aparecen elementos no-racionales o donde se apela a principios explicativos extra o sobre-naturales; así mismo, intenta separarla también del arte y de la estética, dimensiones en las que la razón aparece en mayor medida vinculada a la expresión de sentimientos y sensaciones. Precisamente por ello, la modernidad, según la original expresión de Habermas (citado por De Zubiría, S, 1999), le entregó a la ciencia la custodia del mundo. Para la modernidad, los límites y la diferenciación entre el arte, la ciencia y la religión son claros y están delimitados con precisión, primando entre ellos, la ciencia como sistema para explicar lo real. En términos de Morin (2000), “Si la modernidad se define como fe incondicional en el progreso, en la técnica, en la ciencia y en el desarrollo económico, entonces esta modernidad está muerta”. Y podría tener razón, ya que como veremos en el próximo aparte, estos límites entre ciencia, arte y religión y las posibles diferencias entre ellos son más tenues y menos precisos en las lecturas actuales, en las que tienden a predominar visiones menos universales y que en mayor medida involucran el relativismo, la complejidad y la transversalidad.

Búsqueda de la objetividad. La palabra objetividad se deriva de objeto; es decir, de la cosa o problema que se estudia y sobre el cual deseamos saber algo. Objetividad significa; por lo tanto, que se procura obtener un conocimiento que concuerde con la realidad del objeto, que lo describa o lo explique tal cual es y no como nosotros desearíamos que fuese, elaborando proposiciones que reflejen sus cualidades. Lo contrario es la subjetividad, lo que se presenta cuando las ideas tienden a nacer de la lectura individual, del prejuicio, de la costumbre, de la tradición, de las opiniones, deseos o impresiones del propio sujeto. Para poder luchar contra la subjetividad es preciso que nuestros conocimientos puedan ser verificados por otros, que cada una de las proposiciones que elaboremos sea comprobada y demostrada en la realidad material y simbólica, sin dar por aceptado nada que no pueda sufrir este proceso de argumentación y verificación. La argumentación permite discernir y evaluar entre dos o más ideas y, por ello, es y seguirá siendo una manera esencial para aceptar o rechazar un juicio. En términos de Habermas (2002):

La argumentación continúa siendo el único medio disponible para cerciorarse de la verdad, ya que las pretensiones de verdad que devienen problemáticas no pueden examinarse de otra forma. No hay ningún acceso inmediato, ningún acceso que no esté filtrado discursivamente, a las condiciones de verdad de las creencias empíricas.

En este punto es conveniente mostrar las diferencias entre verdades demostradas a la luz del conocimiento científico durante un periodo y en un contexto histórico y social particular, por una parte, y juicios de valor, por otra. Las primeras son aceptadas por el hombre a la luz de lo factible o lo probable, de la demostración, de la experimentación o de la argumentación en un momento y un contexto determinado. Los segundos, corresponden a apreciaciones de los sujetos y, por tanto, expresan opiniones. Así, por ejemplo, afirmaciones como el delfín es bonito o los seres humanos deberíamos ser más solidarios, son valoraciones del sujeto –individuo o colectividad–, por lo que no necesariamente encontramos argumentos para demostrar su verdad o falsedad. Los juicios de valor, por consiguiente, están fuera del dominio de la ciencia (Frondizi, 1994), aunque el uso de la ciencia obligue a enfrentar múltiples tipos de dilemas éticos.

Con los fenómenos sobrenaturales ocurre algo similar, ya que no hacen parte de la ciencia, dado que, no se dispone de ningún método para su verificación o demostración lógica (Tamayo-Tamayo, 2000). En este sentido, la existencia de Dios no puede ser demostrada ni empírica ni argumentativamente y, por consiguiente, hace parte de una creencia o fe, la cual se tiene o no se tiene. Todos los intentos lógicos por demostrar su existencia –o por demostrar que no existe– fallan en algún momento de la cadena argumentativa o de la verificación. Corresponde a un terreno de la creencia, no susceptible de argumentar, contraargumentar o verificar.

Una de las tareas esenciales de la ciencia debe ser entonces la búsqueda de la objetividad, aunque no podamos alcanzar sino una aproximación a ella, pero, como refiere Lorenzano (1992), de ser así ¿para qué reemplazamos una teoría falsa por otra cuya falsedad se tratará de demostrar, hasta finalmente lograrlo? Para este autor hacemos ciencia porque cada nueva teoría es una mejor aproximación a la verdad; una teoría reemplaza a otra por su mayor rigor y exactitud o por su mayor aproximación empírica, por lo que el avance de la ciencia, si bien no lleva a un conocimiento más verdadero, sí intenta aproximarnos a uno más adecuado y explicativo.

Esta misma idea la sintetiza Rescher (1994) del siguiente modo: “No tenemos más remedio que reconocer que nuestra ciencia, tal como existe aquí y ahora, no nos representa la verdad real; lo máximo que puede hacer es proporcionarnos una estimación tentativa y provisional de ella”. El conocimiento científico, como todas las demás creaciones humanas, tiene una duración limitada y no será perdonado por el tiempo, ya que no sólo no podemos afirmar que estemos alcanzando la verdad o que nos estemos acercando a ella, pues no sabemos en dónde se encuentra; “... del mismo modo que nosotros creemos que nuestros predecesores de hace cien años tenían una idea fundamentalmente inadecuada del contenido del mundo, también nuestros sucesores de dentro de cien años serán de la misma opinión acerca de nuestro presunto conocimiento de las cosas”.

Evidentemente, la búsqueda de la objetividad es necesariamente una construcción humana y, tal como refería Protágoras cuatro siglos y medio antes de Cristo: “El hombre es la medida de todas las cosas”; es decir, la realidad depende de quien la construye. Adiciona Ángel-Maya que esta posición fue compartida por muchos filósofos, incluido Nietzsche, quien expresó: “...no podemos saber nada del mundo en sí. Cada cultura construye sus propias mentiras para interpretarlo” (Citado por Ángel-Maya (2001). Kant también apoyó esta idea al referir que la percepción que hace el sujeto sobre el objeto viene dada o está determinada por las características cognitivas o los procesos mentales de los seres humanos, por lo que no se puede decir nada objetivo de la “cosa en sí” (Cit. Por García Morente, 2002).

Como puede verse, el problema de la objetividad es mucho más complejo de lo que podría pensarse a primera vista, ya que en todas nuestras apreciaciones va a existir siempre una carga de subjetividad, prejuicios, intereses, valores y conceptos previos de los que participamos muchas veces, a nivel incluso inconsciente. Este problema se agudiza cuando nos referimos a los temas que más directamente nos conciernen, como son los de la sociedad, la economía, la educación de los hijos o la política, en los cuales puede decirse que estamos involucrados en mayor medida y somos a la vez investigadores y objetos investigados. Por eso no debemos decir que la ciencia es plenamente objetiva, como si pudiese existir un pensamiento totalmente liberado de subjetividad, sino que la ciencia intenta o pretende ser objetiva y trata de alcanzar un fin que, en plenitud y en términos absolutos, resulta inalcanzable.

La generalidad3. Esta es otra característica destacable de la ciencia. La preocupación científica no es tanto ahondar y completar el conocimiento de un solo objeto aislado, sino lograr que cada conocimiento parcial sirva como puente para alcanzar una comprensión de mayor alcance. Para el investigador, por ejemplo, carece de sentido conocer todos los detalles constitutivos de un determinado trozo de mineral: su interés se encamina preponderantemente a establecer las leyes o normas generales que nos describen el comportamiento de todos los minerales de un cierto tipo, tratando de elaborar enunciados amplios, aplicables y categorías completas de objetos. La generalización ha sido esencial a la ciencia y al pensamiento. De este modo, tratando de llegar a lo general y no deteniéndose exclusivamente en lo particular, es que las ciencias intentan abordar explicaciones cada vez más valiosas para elaborar una visión panorámica de nuestro mundo.

La falibilidad. Es la última característica de la ciencia a que nos vamos a referir. Los científicos reconocen explícitamente la propia posibilidad de equivocación. Es en esta conciencia de sus limitaciones donde reside su verdadera capacidad para autocorregirse y superarse, para desprenderse de todas las elaboraciones aceptadas cuando se comprueba su falsedad. Gracias a ello es que nuestros conocimientos se renuevan constantemente y que intentamos marchar hacia un progresivo mejoramiento de las explicaciones que damos a los hechos. Al reconocerse falible, todo científico abandona la pretensión de haber alcanzado verdades absolutas y finales y, por el contrario, sólo se plantea que sus conclusiones son válidas en un contexto histórico, social y cultural determinado. En consecuencia, toda teoría, ley o afirmación está sujeta, en todo momento, a la revisión y la discusión, lo que permite perfeccionarlas y modificarlas para hacerlas cada vez más objetivas, racionales, sistemáticas y generales.

Este carácter abierto y dinámico que posee la ciencia la distancia de los dogmas que agitan la bandera de la verdad infalible, lo que le proporciona a la primera, ventaja para explicar hechos que los segundos no interpretan o explican adecuadamente, puesto que no están en capacidad de asimilar cambios generados por el propio contexto histórico, cultural o de conocimientos, por lo menos sin crear contradicciones evidentes. Es, de algún modo, una de las diferencias más importantes que la distinguen de otros modelos de pensamiento, sistemáticos y racionales muchas veces, pero carentes de la posibilidad de superarse a sí mismos.

Los orígenes de la ciencia

Mucho antes del origen de la civilización occidental, los hombres habían acumulado infinidad de informaciones sobre la naturaleza, vinculadas con el movimiento de los astros, la recolección de frutos y semillas, la fabricación de armas y la caza de animales, el fuego y el movimiento de los objetos, entre otros. Cada uno de estos conocimientos facilitaba la adaptación y la supervivencia humanas; ayudaba a la subsistencia, a la convivencia social, o a elevar el nivel de vida. Toffler (1994), por ejemplo, considera el conocimiento de la siembra de cultivos agrícolas como el más importante en la vida humana hasta la revolución industrial; y de allí que piense que dicho conocimiento constituye la Primera Ola en la historia humana.

Según dicha perspectiva, hace ya 8.000 años se inició una profunda transformación que permitió al hombre dejar de deambular por el mundo, accediendo al sedentarismo y a la vida urbana y dando origen a la mayor división social del trabajo en la historia, con la aparición de los agricultores, la propiedad privada, los administradores, la producción, los excedentes, las clases sociales, el ejército y el Estado, entre otros (Engels, 1884, edición de 1976). De hecho, nos permitió romper el mecanismo de control demográfico que tiene la naturaleza con cada una de las especies vivientes, condición que nos ha llevado a sobrepoblar el planeta. Y esta transformación fue producto de un conocimiento humano organizado y sistematizado: el cultivo de la tierra.

La ciencia en sus orígenes se debió referir a conocimientos aplicados a la resolución de los problemas que aquejaban a la especie humana primitiva. Es así como el hombre aprendió a romper piedras de tal forma que el filo de ellas permitiera adecuadamente el corte de la carne; prontamente debió pasar a dar forma a las piedras, construyendo hachas o cuchillos e igualmente, a moldear otros elementos como la madera y los huesos, para fabricar lanzas, agujas y otros utensilios, hasta llegar, de forma gradual, a laborar los metales.

En tal sentido, Cid et al. (1977) nos señalan que “… los hombres aplicaron gran cantidad de conocimientos técnicos y científicos antes de ser conscientes de que poseían alguno.”

 

Tales conocimientos se fueron perfeccionando por el azar, el ensayo y error o la inferencia, a la vez que se fueron transmitiendo de generación en generación por medio de la palabra hablada. Se estima que hace cien mil años ya sabíamos manejar el fuego; hace diez mil años la agricultura y los ciclos de las plantas así como los principios de construcción en piedra y madera; hace cinco mil años, la rueda y la escritura. Muchos de estos hallazgos se dieron en la Baja Mesopotamia y a los babilonios se les atribuye el nacimiento de la ciencia, 2500 años antes de Cristo, con la creación de sistemas de medidas, que llevó al surgimiento de la aritmética, el uso del calendario anual, concomitante con las medidas del tiempo como los meses, las semanas, los días, las horas, los minutos y los segundos. Aun así, para los babilonios el conocimiento estaba dado por Dios (Dampier, 1972).

La Escuela Griega de los siglos V a IV antes de Cristo, denominada la Edad de Oro de Grecia, surgió gracias a la gran influencia que recibió de los desarrollos previos de los egipcios, los babilonios y de pueblos del Cercano Oriente. Durante este periodo se catapultó el conocimiento científico, pasando de un saber principalmente aplicado, a uno teórico, lo que permitió a su vez grandes desarrollos en la construcción, la astronomía, la navegación y la medicina.

Para muchos investigadores, el legado más importante de esa Escuela fue esbozado por Tales de Mileto, quien manifestó que: El Universo se conduce de acuerdo con ciertas “leyes de la naturaleza” que no pueden alterarse, de lo que se colige que: La razón humana es capaz de esclarecer la naturaleza de las leyes que gobiernan el universo. Estos dos planteamientos constituyen una ruptura medular con el pensamiento babilónico, según el cual el conocimiento viene de Dios; es este aporte de Tales de Mileto el que define el concepto de ciencia que permanece hasta nuestros días (Asimov, 1984).

La episteme o idea del saber es creación de Aristóteles; proviene del griego y su significado primordial es: saber, conocimiento, ser capaz de, saber con certidumbre, estar bien informado. Del griego pasó al latín como Scientia. El fin, en cualquiera de los casos, consistía en organizar y sistematizar el conocimiento humano.

La teoría del conocimiento o epistemología, como rama especializada, aparece tan sólo hasta el siglo XIX (Sierra-Gutiérrez, 2004). La epistemología se refiere a la teoría de la ciencia. También a la filosofía de, en, desde, con y para la ciencia; describe sus problemas, métodos, técnicas, estructura lógica, resultados generales, implicaciones filosóficas, categorías e hipótesis. Se trata de una filosofía que pretende serle útil a la ciencia al revisar sus fundamentos; si se quiere, se refiere a la metaciencia o ciencia de la ciencia (Bunge, 1996).

La epistemología se sitúa como la teoría del conocimiento científico y se caracteriza por su método, razón por la cual podemos decir que la epistemología de la ciencia es el método científico. Toda ciencia está estructurada por dos elementos básicos: la teoría y el método de trabajo (Tamayo-Tamayo, 2000).

La epistemología hoy día, ha logrado relativa independencia del quehacer filosófico para convertirse en una labor estructurante de cada ciencia. “En tanto discurso sistemático, la epistemología encontraría en la filosofía sus principios y en la ciencia su objeto, tendiendo así un puente entre estas dos formas de discurso racional. La ciencia sería un pretexto para filosofar” (Sierra-Gutiérrez, 2004).

Al respecto, debe enfatizarse el hecho de que las discusiones epistemológicas llegan a acuerdos entre científicos sobre, por ejemplo, cómo buscar el conocimiento, sus métodos, técnicas e instrumentos, pero, por la misma razón, no corresponden a verdades sino a juicios de valor. Esta obviedad que parece una verdad de Perogrullo, con frecuencia se desconoce en discusiones entre científicos que se empecinan en tratar de construir argumentos para probar la validez de tales juicios, como si se tratase de verdades.

Los límites de la ciencia

Hasta la década del sesenta, el positivismo dominaba la mayor parte de los espacios de creación científica y prácticamente monopolizaba los programas de investigación y las explicaciones ontológicas y epistemológicas en torno al conocimiento. La realidad era vista como única, ajena e independiente de los intereses de los observadores y orientada por leyes naturales que el trabajo científico tendría que descubrir mediante procesos de generalización e inducción. Sólo era considerado como científico aquello que era susceptible de ser medido y verificado. Esta manera de leer lo real le permitió al positivismo concluir que el conocimiento se podía ir acumulando a partir del avance presentado en los descubrimientos de las leyes que regulan el funcionamiento de la naturaleza y la sociedad.

Sin embargo, en las últimas cuatro décadas se ha presentado una profunda reconceptualización de lo que es la ciencia y la manera de interpretar y entender lo real, que obliga a relativizar el planteamiento inicial vigente hasta los años sesenta. Como afirma Morin, el mayor aporte del conocimiento en el siglo XX, fue el conocimiento de los límites del conocimiento (Morin, 2001). Y esta profunda transformación estuvo asociada a diversos procesos científicos y epistemológicos que se originan en las reflexiones de la física desde las primeras décadas del siglo pasado. Asimismo, resulta esencial para comprender los límites de la ciencia el que se retomen aspectos esenciales de las reflexiones introducidas por los epistemólogos Tholmin, Kuhn, Lakatos y Popper; las reflexiones epistemológicas de Piaget y los constructivistas, la revolución cognitiva de los años sesenta; y más recientemente, los desarrollos de la teoría de la complejidad (Morin, 1981 y 2001).

Desde 1905, Einstein había resaltado el papel del sujeto y del contexto en la interpretación de la realidad, en lo que se conoce como la Teoría restringida de la relatividad. De acuerdo con ella, a escalas supremamente grandes y a velocidades cercanas a la luz, un mismo hecho podría interpretarse de manera diferente por observadores ubicados en diferentes lugares. Partiendo de que todos los observadores externos estarían de acuerdo en la constancia de la velocidad de la luz, Einstein acabó con la idea de un tiempo absoluto, al demostrar que observadores diferentes registrarían tiempos distintos para medir un haz de luz. En la teoría de la relatividad no existe un tiempo absoluto único, sino que cada individuo posee su propia medida personal del tiempo, medida que depende de dónde está y cómo se mueve (Hawking, 1989).

Por su parte, el científico alemán Werner Heisenberg (Premio Nobel de física en 1932) formuló en 1927 el principio de incertidumbre, agregando nuevos elementos al carácter relativo de la interpretación de la realidad. Este investigador señala que para poder predecir la posición y la velocidad futura de una partícula resulta necesario medir con precisión la ubicación y la velocidad actual de ésta. Lo que demuestra Heisenberg es que al medir la posición, ésta es alterada por la velocidad y, debido a ello, entre mayor precisión sea lograda en la determinación de la ubicación, menor exactitud será alcanzada en su velocidad y viceversa. De esta manera, en el campo de las partículas no se pueden predecir los acontecimientos futuros con exactitud, ya que ni siquiera es posible medir su posición y velocidad actual (Hawking, 1989).

Kuhn (1962, edición 1980) plantea, de manera más directa y explícita, la necesidad de elaborar un paradigma alterno al paradigma positivista a través de su extraordinaria obra en torno al origen y a la naturaleza de las revoluciones científicas. Para Kuhn, los científicos elaboran modelos explicativos, acordados y aceptados por la comunidad académica, paradigmas históricamente determinados y por tanto sujetos a variaciones futuras y provenientes de variaciones anteriores. En la formulación y aceptación de estos paradigmas no participa la comunidad en pleno sino tan sólo la comunidad científica y, posteriormente, se transfiere al resto de la sociedad. Los científicos presentan entonces interpretaciones relativas de la realidad, las cuales han sido y seguirán siendo reinterpretadas. La ciencia no es, por tanto, un proceso sucesivo y acumulativo de conocimientos individuales que permita de manera lineal acercarse gradualmente a lo real, sino una constante reinterpretación realizada a partir de los paradigmas vigentes en cada época. Esta posición ante la ciencia y la historia de la ciencia, representará una sensible reinterpretación del conocimiento y gestará en sus propios términos, una verdadera revolución científica epistemológica.