El nervio poético

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(4)

LA CONVERSACIÓN SE ALARGÓ casi hasta el amanecer. Eugenio destacó el color que el cielo protagonizaba por el Este del mundo. Comparó los ocasos de Güigüe con las caídas de sol de Galicia. Pepe, ligado a las alturas, era de la opinión de que ese mismo cielo a veces es un personaje acomplejado, ambiguo y gallego.

Ambos hombres, ahora recostados de una baranda que daba a una calle, leían el destino de sus vidas. Ninguno de los dos advirtió que la muerte estaba a sus espaldas, recostada en el sofá del apartamento.

—Todo poeta es mirado desde la muerte, la que carga a despecho de la conciencia del Otro, dijo Montejo.

—Todo poeta mira su propia corriente alterna, su electricidad, su energía en el poema. Pero está destinado a borrarse, a quemarse con el mundo. Un solo poema hace de su historia un extraño, un sujeto de silencio. Un lugar para las cenizas. Un adversario del tiempo, completó Barroeta.

Frente a los ojos de los personajes apareció el día. Sus sombras se alargaron, quedaron detenidas en el piso.

Ahora no hay nadie.

(5)

EL PENSAMIENTO POÉTICO arrastra mucho polvo viejo. Ya las metáforas existían antes de que el mundo apareciera como tal. Una esfera brillante, el ojo del universo: la mirada de Dios y todos los secretos que guarda aún en estos tiempos de tantísimos libros, unos legibles, otros insoportables, como éste, que no es libro y que es insoportable.

No deja de ser un ejemplo la pesquisa realizada por Mairena, quien citado por Miguel Casado afirma: «En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso damos nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, ésa es la moneda que vuelve siempre a nuestra mano».

Las palabras ruedan en medio de las tribulaciones de quien las usa. Un poema no es más que un milagro cotidiano, porque éstos ya son normales, tan comunes algunos que no asombran. Todo poeta tiene su horario. No obstante, como escribe Roberto Juarroz: «Tal vez la poesía nos salve todavía del infierno de los habladores profesionales». Y, en efecto, hay mucha poesía habladora, pero además, profesional. Atizada por los remilgos y hasta por la falta de nervio, de la neuralgia propia de quienes deberían sentirla temblor y conmoción.

De allí que la metáfora, esa efigie que aún mira de frente, siga su trayecto en poéticas anémicas, desvinculadas de la sangre, de los huesos, del semen y el orgasmo de la nocturnidad verbal. Quién puede decir algo en contra de la aforística presencia de Mairena, si, precisamente, ese rostro oculto de Machado no es más que un aforismo: son conciencias reveladas, preparadas para infundir poesía, para mitigar los conceptos elegidos por cierto facilismo.

Poesía cataléptica, osada, más bien poema, «artefacto», máquina de descontar sueños. Idea en la que Octavio Paz pasa y repasa sus horas.

—También el silencio es un poema. Contradicción que admite el hecho de que en el silencio también hay palabras, arguye Montejo.

—El pensamiento poético está por detrás de las palabras. ¿Cómo sabemos de la presencia del pájaro o del asesino en el momento de poner el huevo, el primero, o de clavar la puñalada, el segundo? Habrase visto ave que apuñale o criminal que empolle, bromea Barroeta.

(6)

HANNI OSSOTT SE DERRAMA con el poema. Ella se lee en su verso angustiado. Se indaga, se limpia el cuerpo. Hace un poema de un ensayo. Ensaya y se hace huesos de las imágenes que usa, las que invoca para derramarse. Muchas fueron las experiencias que llevó en los textos. La de la mística, la del éxtasis, las del cuerpo aterido, enfermo y sano, distante.

—¿Quién puede recoger los restos de sus palabras, las que nos quedaron grabadas sin necesidad de oírlas?, se pregunta Montejo.

—Si la leemos, podríamos volver a Hanni y encontrarla, aun en la Muerte:

Los hombres se van

como a pedazos

de a ruinas

de a despojos.

En silencio pulsan

golpean

hacen ruido

hacia una nada

hacia un silencio.

Los hombres muerden y contraen

violentan

activan

atrás, siempre atrás

hacia nada.

—En nosotros la encontramos, porque lastima profundamente nuestra propia ausencia. El poema fenece con la palabra al ser pronunciada, pero se hace visible y presente en el nervio, en el temblor de quien lo creó. Se traduce con los personajes, con el personaje que no nombra, dice Montejo.

—El poema es entonces, pronuncia Pepe.

—Sí, queda en suspenso, como la misma muerte: Montejo.

—En un poema, la muerte es sólo reflejo: Barroeta.

—O el reflejo es la muerte en la respiración del poema: Montejo.

—La muerte es una honda respiración: Barroeta.

—Como el poema, profundo: Montejo.

(7)

¿CÓMO SE ESCRIBE LA HISTORIA de un poema sin derrotarlo? ¿Cómo se autopsia un poema sin abrirle el vientre? Sin aliento, a punto de resbalar por un precipicio, el que pregunta deviene mudo, aturdido por su propia indagación. Un poema está lleno de vísceras. Un poema es un cuerpo que se pudre si no se sabe leer. Un poema es la mortaja de quien lo silencia, de quien lo coloca a un lado. Un poema abierto sobre la página es más que un poema, es la realización de la poesía si el texto que se lee está contenido, lleno de gases, de heces, de astros, de diversos planetas, de cuerpos ausentes, de preparaciones para huir, de muerte. Un poema es también el dolor provocado por el cáncer, por una herida, por un disparo, por la hendija de un ojo acuchillado, por un salto mortal si se sabe que la muerte llegará con el golpe.

Un poema chilla si lo leemos mal. Un poema se retuerce de rabia si lo obviamos. Por eso este poema de Jacqueline Goldberg es el balance, el inventario de todo lo socorrido por las palabras:

PARIR UN POEMA

con la gracia de los ahuecados

los nerviosos

soltarlo desde la rodilla

la cintura

hacerlo excremento

pus

sarampión

lo importante

es que hurgue

desuna el provecho

demedirlo

capturarlo

lo importante

es su marcha

despojada

expirante

El público que asiste a la lectura de la menuda mujer se mira las rodillas. Eugenio y Pepe respiran un aire de condena, el mismo que el poema contiene. Goldberg solloza internamente. Se anima con la mirada, sonríe. Sabemos que allá adentro, donde están sus antepasados, hay un cáliz y un cordero herido. El poema lleva una larga cicatriz, una costura que nos permite estar dentro de él. Leído con la fuerza de las sombras, con la liquidez de la memoria, es poema vivo, un trozo de carne, el temblor nervioso de un cuerpo que retorna y se asoma cuidadosamente.

—Duelen los textos de esta mujer, Barroeta.

—Arden y nos corroboran, Montejo.

Más adelante, cuando las páginas se estacionan en el reencuentro del tono, pasada la emoción, se oye:

De pronto la boca del poeta se cuaja de larvas.

Tanta es su levedad.

Hay que extraerlas una a una,

para que el poema revierta su cauce,

para la vorágine de las calmas heridas.

Han sido muchos los gritos acuchillados,

la índole curva de las exequias.

La frente queda en tierra.

La felicidad es una filiación no tan diurna.

Al enraizar el último fortunio,

habrá que talar el poema que obligue,

como diente, trance voraz.

El poema crecerá en su propio perdón.

Dirá cruces, empeños, viajes. A ras de cierta

[esclavitud.

¿Y el dolor?

¿Habrá que recuperarlo para que el libro

[crezca en el libro?

¿Para los tajos de la futura lágrima?

Volver a escribir es ser triste y pretérito,

abundante hasta el fin.

Poética que dimana en pulso conmovido, en presión nerviosa, en el hormigueo de quien respira con el dolor entre los dientes. Boca llena de gusanos, de estiércol de la tierra perdida. El poema es un barro intransitable. El perdón que no buscamos. El que también anhelamos en la última hora.

Eugenio Montejo y José Barroeta se levantan y se estrellan contra la noche. La luz de la sala ha cegado la salida. La oscuridad tiembla en sus ojos, como el poema recién escuchado, llevado a cuestas, silabeado, mordido, comido como pan ácido, digerido como el nervio de un dios ciego, como el poema que es, doloroso.

—Volvamos a la realidad, aconseja Montejo.

—Si es que alguna vez hemos estado en ella, replica Pepe.

—Nunca hemos estado en ella, sólo somos su reflejo, dice detrás de ellos Goldberg.

Los tres salen e increpan el clima. Se mojan con las palabras que han quedado en el libro, en los versos neurales que emergen de la boca y se hacen ceniza y huesos, huso horario y bar abierto en la próxima esquina.

—Allá está la realidad, dice uno que se les agrega.

El poema respira y funda otra realidad.

(8)

LOS EXILIADOS SON MUCHOS. Los poemas pocos. El ardid de quien silencia la hora de la lectura destaca su fuerza en la mano que oculta el poema. Un ligero temblor deja ver un trozo de la escritura. Son versos tortuosos, relampagueantes, duros, pedregosos.

 

No se sabe quién es el autor. Tampoco se sabe qué poema es. ¿Será un poema o acaso el testamento de un condenado? Nadie ha podido leerlo. Quien coloca la palma sobre el sudor de las palabras tampoco. ¿Se trata de un accidente, de una traslación corporal? ¿No conoce el idioma?

La mano se mueve hacia el rostro del hombre. Sus ojos blancos nos increpan. La ceguera es una maldición como el poema que no se puede leer.

—Existe la memoria, dice el ciego. «El poema es una justificación. Cuando lo pronuncio se hace otra cosa. Es el mundo y sus diferentes tentaciones. Soy yo muerto en cada uno de sus silencios. Cada estrofa muerde mi carne. Cada verso es un gusano doloroso».

Desde otro país, desde el país donde los ciegos descubren la poesía en la nervadura de las hojas secas, quien habla ya no existe. Es sólo un eco. Un país borrado de un mapa. Un ligero parpadeo permite recordar otras líneas:

Me muevo entre dos soles, fulminado, debo elegir la guerra o la locura para no sucumbir, ahora condenado preparo mi desastre, mi total destrucción, la voz quebrada de Efraín Hurtado se detiene sobre una pared derruida.

(9)

DIOS O EL DIABLO pueden empujar el primer verso de un poema. Si se dice de Dios, entonces el poema es fundacional, creador de misterios. Si es el diablo el que asoma los cuernos, entonces el poema es ceniza, es llaga de muerte.

Ambos personajes podrían estar en el poema. Sólo que Dios elabora los versos y hace que el poeta asimile la armonía de su grandeza. El pobre diablo suele ser inteligente, pero se le conocen las trampas, las de la fe y las de la terredad, que son las materiales. El diablo sucumbe al final del poema. Dios exalta la eternidad del texto.

La sacralidad o la maldición de la poesía son trasladadas al orden del espíritu. He aquí que poema y poesía confirmen la justeza del estudio de Paz (El arco y la lira). Continente y contenido: ambos, poema y poesía, tocan con gracia las barbas de Dios, y con ira poco sosegada los cuernos de Satanás.

(10)

—CADA POEMA ES ÚNICO. En cada obra late, con mayor o menor grado, toda la poesía. Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo encuentre: Ya lo llevaba dentro, lee con fluidez Eugenio Montejo mientras la luz del día se derrumba sobre la ventana y Pepe Barroeta rescata de su garganta una leve afirmación.

—En efecto, Octavio Paz lo sabía y por eso nos regaló la reflexión. El poema es parte de nuestros huesos. Somos orgánicamente pura poesía. Siempre la llevamos puesta. Un poema nos alimenta, pero también nos consume, dice Pepe con Cabeza de insomnio.

El sueño responde a la necesidad del lector. Barroeta mira por una ventana. La cordillera de los Andes le enseña la lección cotidiana: el cielo cada día está más bajo. Alguien lo amarra a la tierra. Una voz interior lo empuja a someterse a su propio inventario poético:

En mi ventana el fantasma de Aquiles

come helados

mastica con placer hojuelas frescas de

maíz.

Ha cambiado su traje de guerrero por una

ancha camisa

por un blue jean

por unos gruesos zapatos de goma altas

y trenzas enormes.

Va peinado con una larga melena

echada hacia atrás.

Con anteojos de sol su rostro parece ausente

De cualquier batalla.

(…)

Su lugar es el ventanal de un paisaje

de montaña

que el fuerte Aquiles confunde con velámenes

y con el mar de Grecia

con los ojos de los soldados que ganaron

y perdieron Troya

que marcharon a un mundo donde la valentía

el coraje y la audacia no detienen el fin de la vida (…)

El huésped del poeta oculto entre las hojas de su espíritu sale a Mérida: recorre las calles ajustado al clima de la ciudad. Mira las montañas y añora su tiempo pasado, la tierra árida pero habitada por hombres audaces, llenos de ira contra los dioses, mientras en lo alto alguien respira el azul del universo.

Pero la vida ya no tiene más días. El que mira por la ventana, el que imagina a Aquiles, tiene los días contados, tiene las horas marcadas en la palma de las manos. Tiene la mirada última puesta en las alturas rocallosas de su tierra. Algo le dice que hay otra tierra, que será huésped del último poema recogido con el cuenco del dolor aquel Enero -4 y 30 A.M.:

Pasó el año nuevo

y reventaron los pulmones.

En mi pared bronquial

con arquitectura parcialmente alterada

por neoplasia maligna epitelial

las células se disponen en nidos y cestos

fragmentando el sonoro tejido de la noche.

Soñé contigo.

Nos tendieron desnudos en la mesa de

la Lección de Anatomía.

No pudieron arrancarnos las nubes del cuerpo

la luz del año nuevo parecía un escalpelo

en tu vesícula.

Dormí entre tus cuernos y el día

esperando el roce de las gaviotas.

Tan lejos como estamos del mar

a la hora de los imponderables

vienen siempre un oleaje y un mascarón de proa

para que soltemos las amarras.

Arriba donde el huracán hala

soy tu cadáver

el gran ocio.

Entre tus litorales y el miedo hermafrodita

el epitelio del sexo en alta mar

erecto y en enjambre.

(11)

DESDE OTRA VENTANA, desde el rumor de todas las calles, Montejo mira el mundo, mira lo que de él queda. Mira y revisa, nombra, cambia de lugar y se somete al designio de la distancia entre sus huesos y los de Pepe. Sus ojos miopes decantan el monumento a Magallanes allá en Lisboa. El mar está cerca, a diferencia de Mérida. El mar de Pessoa, el mar de cualquier poeta nacido a la orilla de un precipicio, de la última tierra, del fin del mundo como antes se creía.

Pasa el hombre por el filo del amanecer. Por el filo oscuro de un siglo que agoniza. Estira la mirada, los músculos, la lengua se debate entre el amargo y el dulce de las horas por venir. Entonces, como el Aquiles del poeta andino, viaja entre las nubes y lee en voz alta:

Cruzo la calle Marx, la calle Freud;

ando por una orilla de este siglo,

despacio, insomne, caviloso,

espía ad honorem de algún reino gótico,

recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros

tatuados de rumor infinito.

La línea de Mondrian frente a mis ojos

va cortando la noche en sombras rectas

ahora que ya no cabe más soledad

en las paredes de vidrio.

Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;

miro el instante donde muere un milenio

y otro despunta su terrestre dominio.

Mi siglo vertical y lleno de teorías…

Mi siglo con sus guerras, sus posguerras

y su tambor de Hitler allá lejos,

entre sangre y abismo.

Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios

por un trago, por un poco de jazz,

contemplando los dioses que duermen disueltos

en el serrín de los bares,

mientras descifro sus nombres al paso

y sigo mi camino.

(12)

EN LA PUERTA DEL BAR coinciden de nuevo. Traen sendos paquetes. Al mismo tiempo echan los bultos en los botes de basura de la entrada del establecimiento. Ropa vieja, antiguos periódicos quedan a la orden de unas moscas que se pelean los restos de comida del restaurante vecino.

Se saludan, pero no sonríen. Saben a qué vienen. Saben que el siglo se borra de sus manos. Saben que en cualquier momento pasará un viento, una nube…

—Mira quien está allí, Vicente.

—Carajo, qué bueno. Nuestros duendes saben fabricar sorpresas.

Entonces Gerbasi abre los abrazos como un padre feliz. Y los recibe. Y se sientan los tres en aquel bar que ya no recordamos, porque la memoria pasó a otro plano.

—Hemos venido a posarnos en tu nube, bromea Pepe.

—Acabo de despedir a unos ángeles medio borrachos, revoltosos los zánganos, y han caído, según me han informado, en la cabeza de Cadenas. Dudo que Rafael los pueda atender. Pero bueno, ustedes pueden estarse un rato posados en ella.

La carcajada de Vicente Gerbasi arropa la de los recién llegados, quienes han pedido para beber, pero Gerbasi ordena la botella que le tiene guardada el mesonero.

—La del otro día… claro, chico… esa misma.

Entonces liban hasta muy tarde.

Sobre la cabeza del hijo del inmigrante una nube relajada y graciosa amenaza con cubrirlos de nieve.

Vicente canta. Eugenio y Pepe cierran los ojos y piensan en unos gansos azules sobre el lago de Ginebra.

El silencio se adueña del lugar. El poeta de Canoabo se mira las manos y lee desde su interior estas palabras:

Si alguien me llama

digan que no estoy.

Ando por las olas del mar,

sí, ya de noche,

por ese mar de hojas de luna,

por el sonido con que

embrujé el mar,

por la lejanía

en el sonido marino de la mar.

Si alguien me llama

digan que estoy solo

con el mar.

Unas lágrimas brotan del silencio del viejo poeta. Sin embargo, sonríe.

—Ah, Consuelo, Consuelo, la tierra…, dice, para de nuevo volver los ojos a las manos.

Los vasos se alzan. El boulevard se mueve con la gente, con la poca gente que queda bajo el clima nocturno. Afuera la tierra gira con su eje oxidado.

(13)

EN SU MULLIDO SILLÓN de rey transmutado respira Alfredo Silva Estrada. De sus ojos húmedos brota un poema mudo. El nervio de una estrofa le lame la lengua. La mujer que lo acaricia por la espalda tiene las piernas de mariposa. Vuela cuando quiere, danza cuando él la mira. La atmósfera de la sala reclama una palabra, la voz de alguien, el ímpetu de un pasado que se agita en las páginas de un libro, en las nervaduras de unas hojas lejanas. Hojas de árbol alfabético.

—Si yo miro mi verdadero pensamiento —se dice el poeta— no me conformo con tener que soportar esa palabra interior sin nadie y sin origen, esas figuras efímeras, y esa infinidad de empresas interrumpidas por su propia facilidad que se transforman unas en otras sin que nada cambie con ellas. Incoherente sin parecerlo, instantáneamente espontáneo como él sólo, el pensamiento, por su naturaleza misma, carece de estilo.

Silva Estrada deja el tema. Habla desde los ojos, con los ojos. Permite la caricia de Sonia Sanoja. La deja hacer con su piel, con el desgano de su cuerpo. Ella sonríe a quien la mira desde un mueble vacío. Entonces el poeta se inclina lenta y levemente, abre la boca y dice casi sin poder, al borde de la caída:

—Un poema es una duración durante la cual yo lector respiro una ley que fue preparada; doy mi aliento y las máquinas de mi voz; o solamente su poder, que se concilia con el silencio.

Respira con dificultad. Pero su mirada es aguda, honda. Piensa en París y sonríe. Se ve joven, fuerte. Al fondo, la famosa torre. Con él, un poema, su voz imantada por la brisa de un invierno feroz:

La poesía desde el amanecer

Abrir esta ventana

Y celebrar el pan

Y nuestro amor con horizonte

Y la cosa aquí no ha aparecido

Una visión de nunca

por instantes

en el ahondado reposo del latido

captado hasta los poros

se arroja a un delirio de piedra (…)

Corta el frío el hilo de la garganta, el sonido vital de la palabra, el nervio del poema. Ahora, cierra los ojos y ve el presente, es el presente del mismo poema que ha dejado en el aire. La mujer lo acomoda en su seno. Le mesa los cabellos y lo besa.

El poeta se aleja, se aleja.

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