El Dios Salvaje

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Una sombría tarde de noviembre llegó a mi estudio sumamente emocionada. Como de costumbre, había andado por las calles heladas buscando casa, desanimada y más o menos sin rumbo. A cien metros de la plaza de Primrose Hill, donde habían vivido con Ted al llegar a Londres, había visto un cartel de alquiler en una casa recién restaurada. Ya aquello era un milagro en esos tiempos imposibles y atestados. Pero, más importante, una placa en la fachada de la casa indicaba que allí había vivido Yeats. El verano anterior Sylvia había visitado la torre de Yeats en Ballylee y le había escrito a una amiga que la consideraba «el lugar más hermoso y apacible del mundo». Ahora estaba la posibilidad de vivir en otra torre Yeats, en su barrio favorito de Londres, y en cierto modo compartirla con el gran poeta. Se apresuró a ir a la inmobiliaria e, inverosímilmente, descubrió que era la primera en presentarse. Una señal más. Allí mismo firmó un contrato por cinco años, aunque el alquiler le resultara demasiado caro. Luego atravesó un Primrose Hill fosco y ventoso para llevarme la noticia.

Estaba eufórica no solo porque al fin había encontrado departamento, sino porque le parecía que el lugar y sus asociaciones le estaban predestinados. Al parecer, en diversos grados, tanto ella como el marido creían en lo oculto. Imagino que como artistas tenían que creer, ya que a los dos les preocupaba encontrar voces para sus identidades sepultas, desasosegadas. Pero había, creo, algo más en esa creencia. Ted escribió que las dotes psíquicas de Sylvia «eran, casi en todo momento, tan fuertes como para causarle frecuentes deseos de librarse de ellas». Quizá simplemente se tratara de un don de poeta para percibir el contenido tácito de cualquier situación y, más tarde, de un acceso fácil e instintivo al inconsciente propio. Sin embargo, aunque los dos hablaban de astrología, sueños y magia muy a menudo, tanto que podía inferirse que no eran meros temas de interés ocasional, en el fondo yo tenía la impresión de que las dos actitudes eran muy diferentes. Si bien Ted se burlaba constante y exhaustivamente de sí mismo y menospreciaba sus pretensiones, subsistía la sensación de que estaba en contacto con una zona primitiva, una cara oscura del yo sin la menor relación con el joven literato. Sobre esto, al fin y al cabo, giraban sus poemas: una aprehensión inmediata, física, de la violencia inherente tanto a la vida animal como al yo: de la animalidad del yo. También era parte de su presencia física: una suerte de amenaza latente bajo su actitud oblicua y lacónica. Era casi como si, pese a las lecturas, el lustre y la maestría, nunca se hubiera civilizado del todo; o, al menos, nunca hubiera creído del todo en la civilidad. Sardónicamente, se había puesto un caparazón por razones de conveniencia. Así que tanto discurso sobre astrología, religión primitiva y magia negra, por irónico que fuese, era una suerte de metáfora de los estremecedores pero oscuros poderes creativos en cuya posesión sabía que estaba. Por lo mismo, esos dudosos asuntos cobraban para él una inmediatez que, si acaso no implicaban creencia alguna, sin duda los transformaba en algo más que una moda. En definitiva, a lo mejor no estoy describiendo más que un toque de genialidad. Pero una genialidad muy poco relacionada con el concepto romántico de genio, con la astuta ultramundanidad de Shelley o el sentido igualmente astuto que Byron tenía de su propio drama. También Ted es astuto y práctico, como la mayoría de los de Yorkshire; no le gusta dejarse engañar y tiene un agudo oído para los ruiditos de la máquina literaria. Pero, de un modo bastante curioso, también es original: sus reacciones son imprevisibles, su marco de referencia diferente. Imagino que el ejemplo más extremo de este tipo de genio fue Blake. Pero también hay muchos individuos geniales —quizá la mayoría— que carecen casi totalmente de esa calidad dislocante y dislocada: T. S. Eliot, por ejemplo, el poeta polaco Zbigniew Herbert, John Donne y Keats, hombres todos cuya desusada inteligencia creativa, cuya conciencia alerta, no parecía discordar de una manera esencial con su mundo cotidiano. Al contrario: su don particular era clarificar e intensificar lo recibido.

Sylvia, pienso, era de estos últimos. Su intensidad era nerviosa, una cuestión urbana y rayana en el grito. A su manera, asimismo, era más intelectual que la de Ted. Participaba de la fiereza con que había trabajado de estudiante, pasando con brillantez, soltura y voracidad un examen tras otro. Con la misma fiereza se había sumergido en los hijos, en la conducción de un coche, en la apicultura y hasta en la cocina; todo había que hacerlo bien y al máximo. Puesto que a su marido le interesaba lo oculto —por las nebulosas razones personales que fueran—, también en eso se había zambullido, casi por deseo de sobresalir. Y como tenía gran talento natural, se había descubierto «dotes psíquicas». Sin duda, los resultados eran auténticos y hasta sobrenaturales, pero, sospecho, un triunfo de la mente sobre el ectoplasma. Lo mismo se ve en los poemas: los de Ted alcanzan su efecto expresando un sentido de amenaza de manera inmediata e incontrolable; en Sylvia, la expresión, aunque a menudo más poderosa, es subproducto de una necesidad compulsiva de entender.

La nochebuena de 1962 Sylvia me llamó por teléfono: por fin se había instalado con los niños en el departamento nuevo; ¿podía ir yo esa noche a ver la casa, comer algo y oír unos poemas nuevos? El caso fue que no podía, pues ya me habían invitado a cenar unos amigos que vivían a pocas calles de ella. Le dije que de camino pasaría a beber una copa.

La vi diferente. Llevaba el pelo, usualmente ceñido en un rodete de preceptora, totalmente suelto. Le caía lacio hasta la cintura como una tienda, dándole a la cara pálida y a la silueta magra un aire de rapto y desolación, como de sacerdotisa vaciada por los ritos de su culto. Mientras me precedía por el pasillo y la escalera hasta su departamento —tenía los dos pisos superiores de la casa— sentí emanarle del pelo un olor fuerte, agudo, animal. Los niños estaban ya en la cama, arriba, y el lugar en silencio: recién pintado, blanco y glacial. Aún no había cortinas, por lo que recuerdo, y la noche apretaba fríamente en las ventanas. Adrede, ella lo había mantenido vacío: esterillas en el suelo, pocos libros, detalles victorianos y nebuloso cristal azul en los estantes, un par de xilografías pequeñas de Leon Baskin. Era bastante hermoso, a su casta y despojada manera, pero frío, muy frío, y los añadidos de torpe ornamentación navideña duplicaban el aire de desahucio, como si cada uno repitiera que ella y los niños pasarían la Navidad solos. Para los desdichados, la Navidad siempre es un mal trance: la terrible alegría falsa que ataca por todos lados, con su alharaca de buena voluntad, paz y diversión familiar, vuelven la soledad y la depresión especialmente difíciles de aguantar. Nunca había visto a Sylvia tan tensa.

Bebimos vino y, como de costumbre, me leyó unos poemas. Uno era «Death & Co.» («Muerte y compañía»). Esta vez no había modo de eludir el significado. Otras veces que había escrito sobre la muerte era como si la hubiera sobrevivido, incluso superado. «Lady Lázaro» concluye con una resurrección y una amenaza, y hasta en «Papi» acaba arreglándoselas para volver la espalda a la sonriente figura que la llama: «Papi, papi, cabrón, ya me harté». De ahí tal vez la energía de esos poemas, su extraña alegría en las narices de todo, su intrepidez. Pero ahora, como si la poesía fuese realmente una forma de magia negra, la figura que tan a menudo había invocado —solo para desdeñarla triunfalmente— se alzaba por fin ante ella, húmeda, final y no tan negada. Se le aparecía en las dos formas habituales: como su padre, viejo, implacable y muy muerto, y también como alguien más joven, más seductor, una criatura elegida por ella y de su propia generación.2 Esta vez no había salida; solo podía quedarse quieta y fingir que no habían reparado en ella.

Ni me muevo.

La escarcha forma una flor,

el rocío forma una estrella,

campana a muerte,

campana a muerte.

Alguien está acabado.

Quizá la campana tañese por «alguien» que no era Sylvia, pero no parecía que ella creyese eso.

Yo no sabía qué decir. Los poemas anteriores siempre habían insistido, de modos diferentes, en que Sylvia no quería ayuda de nadie; aunque de pronto comprendí que tal vez insistían tanto para dar a entender que cierta ayuda sería aceptada si uno estaba dispuesto a hacer el esfuerzo. Pero ahora ella estaba fuera de alcance. Al comienzo había invocado el horror, en parte con la esperanza de exorcizarlo, en parte para demostrar su omnipotencia y su invulnerabilidad. Ahora se había quedado encerrada con ese horror y se sabía indefensa.

Recuerdo haber discutido estúpidamente sobre la frase «El desnudo / verdegrís del cóndor». Dije que era exagerada, mórbida. Al contrario, replicó ella, era exactamente el aspecto de una pata de cóndor. Tenía razón, claro. Yo solo procuraba, fútilmente, reducir la tensión y, por un rato, rescatarle la mente de los horrores privados… ¡Como si una cosa así pudiera conseguirse con la discusión y la crítica literaria! Debe de haber sentido que era un estúpido y un insensible. Y no se equivocaba. Pero ser otra cosa habría significado aceptar responsabilidades con las cuales, en mi propia depresión, yo no podía lidiar. Cuando a eso de las ocho me fui a mi cena, supe que la había dejado en la estacada de un modo final e imperdonable. Y supe que ella lo sabía. Nunca volví a verla viva.

Fue un invierno infame; el peor en ciento cincuenta años, dijeron. Empezó a nevar justo después de Navidad y no quería parar. Para Año Nuevo, el país entero estaba paralizado. Los trenes se congelaban en las vías; los camiones abandonados se congelaban en los caminos. Las centrales eléctricas, abrumadas por un patético millón tras otro de cortocircuitos, se averiaban continuamente; no es que los incendios importaran mucho, ya que los electricistas se pasaban el día en huelga. En las tuberías se solidificaba el agua; para bañarse había que urdir formas de engatusar a los escasos amigos con calefacción central, que con el arrastre de las semanas se iban volviendo más escasos e inamistosos. Lavar la vajilla era una operación mayúscula. El rumor gástrico del agua en las cañerías obsoletas era más dulce que el son de las mandolinas. A igual paso, los plomeros eran más caros que el salmón ahumado y aún más difíciles de encontrar. Flaqueaba el gas y las costillas de los domingos eran magras. Flaqueaban las bombillas y, por supuesto, era imposible conseguir velas. Flaqueaban los nervios y se desmoronaban matrimonios. Por último flaqueaba el corazón. Daba la impresión de que el frío no acabaría nunca. Rezongos, rezongos, rezongos.

 

En diciembre, The Observer había publicado un largo poema inédito de Sylvia llamado «Event» («Acontecimiento»); a mediados de enero publicamos otro, «Winter Trees» («Árboles de invierno»). Sylvia me escribió una nota al respecto, añadiendo que quizá deberíamos llevar a los niños al zoológico, donde me enseñaría «el desnudo verdegrís del cóndor». Pero ya no pasaba a visitarme con sus poemas. Más avanzado el mes me encontré con el director literario de un gran semanario. Me preguntó si había visto últimamente a Sylvia.

—No. ¿Por qué?

—Me preguntaba, nada más. Nos envió unos poemas. Muy extraños.

—¿Te gustaron?

—No —contestó él—. Demasiado extremos para mi gusto. Se los devolví todos. Pero no parece estar bien. Creo que necesita ayuda.

Su médico, un hombre sensible y sobrecargado de trabajo, pensaba lo mismo. Le recetó sedantes y le arregló una consulta con un psicoterapeuta. Como ya la había mordido una vez la psiquiatría en Estados Unidos, Sylvia estuvo un tiempo dudando de concertar la cita. Pero la depresión no remitía y por fin envió la carta. La cosa no funcionó. Bien se perdió la carta de ella, bien la del terapeuta dándole fecha; aparentemente el cartero entregó una de las dos en una dirección equivocada. La carta del terapeuta llegó dos días después de que ella muriese. Fue uno de los muchos eslabones de la cadena de accidentes, coincidencias y errores que culminaron con su muerte.

Por lo que sé de los hechos estoy convencido de que esa vez no pretendía morir. El intento de suicidio de diez años atrás había sido, en todo sentido, mortalmente serio. Sylvia había robado las píldoras con riguroso disimulo, había dejado una nota engañosa para borrar sus huellas y se había escondido en el rincón más oscuro y menos usado de un sótano, reacomodando a su paso los leños que había desplazado, encerrándose como un esqueleto en el armario familiar más recóndito. Luego se había tragado un frasco de cincuenta somníferos. La habían encontrado tarde y por casualidad, y solo había sobrevivido de milagro. La vida fluía en ella con demasiada fuerza incluso para la violencia que le había infligido. Así es, en todo caso, como describe ella el hecho en La campana de cristal; no hay razón para pensar que lo haya falseado. De modo que había aprendido por la fuerza qué posibilidades tenía un suicidio de no consumarse; había aprendido que la desesperación debe ser compensada con una atención casi obsesiva al detalle y al disimulo.

A esta luz da la impresión de que en el último intento se cuidó de no tener éxito, pero a esas alturas todo conspiraba para destruirla. Una agencia de empleo le había encontrado una au pair para que la ayudara con los niños y la casa mientras ella escribía. La chica, una australiana, debía llegar el lunes 11 de febrero a las nueve de la mañana. Entretanto se le había agravado un problema recurrente, la sinusitis; en el departamento recién remodelado se habían congelado las cañerías; seguía sin haber carta ni llamada del psicoterapeuta; el tiempo se mantenía monstruoso. La suma de enfermedad, soledad, depresión y frío, combinada con las demandas de los dos pequeños, era demasiado para ella. Por eso el fin de semana se marchó con los niños a la casa de unos amigos en otra parte de Londres. El plan era, creo, volver la mañana del lunes, a tiempo para recibir a la muchacha australiana. Pero en cambio decidió volver el domingo. Los amigos no estaban de acuerdo pero ella insistió, hizo alardes de gran eficiencia y se mostró alegre como no lo estaba desde hacía mucho. De modo que la dejaron irse. Esa noche, a eso de las once, llamó a la puerta del pintor que vivía debajo de ella, un hombre mayor, para pedirle prestadas unas estampillas. Se demoró en la puerta conversando, hasta que logró saber que él debía levantarse temprano al día siguiente. Sylvia le dio las buenas noches y subió a su casa.

Sabe Dios qué noche de insomnio habrá pasado o si habrá escrito algún poema. Por cierto que en los últimos días de su vida escribió uno de sus poemas más hermosos, «Edge» («Filo»), que trata específicamente del acto que iba a llevar a cabo:

La mujer está concluida.

El cuerpo

muerto muestra la sonrisa de la realización,

en los rollos de la túnica fluye

la ilusión de una necesidad griega.

Los pies

desnudos parecen decir:

hasta aquí hemos llegado, se acabó.

Cada niño muerto se enroscaba, serpiente blanca,

ante una jarrita

de leche, que ahora está vacía.

Ella los ha plegado

de nuevo a su cuerpo como pétalos

de una rosa cerrada cuando el jardín

se tensa y las hondas gargantas dulces

de las flores nocturnas sangran aromas.

La luna, que mira desde su capucha de hueso,

no tiene por qué entristecerse.

Está acostumbrada a estas cosas.

Su atuendo negro cruje y se arrastra.

Es un poema de paz y de resignación profundas, totalmente falto de autocompasión. Aun con un tema tan abrumadoramente cercano, Sylvia sigue siendo una artista absorta en la tarea práctica de permitir que cada imagen desarrolle una vida propia plena y quieta. El hecho de que esté escribiendo sobre su muerte es casi irrelevante. Hay otro poema también muy tardío, «Words» («Palabras»), que trata de cómo el lenguaje permanece y resuena mucho después de que haya pasado la agitación de la vida; lo mismo que «Filo», tiene una calma traslúcida. Si estas piezas fueron de las últimas que escribió, creo que al final Sylvia debió de aceptar la lógica de la vida que había estado llevando y llegar a un acuerdo con sus terribles necesidades.

Hacia las seis de la mañana subió a la habitación de los niños y dejó un plato de pan con manteca y dos jarros de leche, por si tenían hambre antes de que llegara su au pair. Después volvió a la cocina, selló la puerta y la ventana lo mejor posible con paños, abrió el horno, metió la cabeza dentro y giró la llave del gas.

La muchacha australiana llegó puntualmente a las nueve. Por mucho que tocó el timbre y golpeó largamente la puerta no obtuvo respuesta. De modo que fue a buscar una cabina para telefonear a la agencia y confirmar la dirección. Dicho sea de paso, el apellido de Sylvia no figuraba en ninguno de los timbres de la casa. Normalmente, a esa hora el vecino de abajo debía estar despierto; aun si se hubiera dormido, los golpes de la chica lo habrían despertado. Pero resultó que el hombre padecía un grado de sordera y dormía sin el audífono. Más importante aún, tenía el dormitorio justo debajo de la cocina de Sylvia. El gas se filtró hasta allí y lo dejó desvanecido, a tal punto que los golpes no lo despertaron. La muchacha volvió y probó otra vez, siempre sin éxito. Una vez más telefoneó a la agencia para pedir consejo; le dijeron que fuera de nuevo a la casa. Ya eran casi las once. Ahora tuvo suerte: habían llegado unos albañiles a trabajar en las instalaciones heladas y la dejaron entrar. Cuando llamó a la puerta de Sylvia no le respondió nadie y el olor a gas era abrumador. Los albañiles forzaron la cerradura y encontraron a Sylvia tendida en la cocina. Todavía estaba tibia. Había dejado una nota que decía «Por favor, llamen al doctor…», y daba el número de teléfono. Pero ya era tarde.

De haber salido todo como hubiera debido —de no haber drogado el gas al vecino de abajo, impidiéndole oír a la au pair—, no cabe duda de que se habría salvado. Creo que ella quería eso; si no, ¿por qué iba a dejar el número del médico? Al contrario que diez años atrás, esta vez había muchas cosas atándola a la vida. Sobre todo estaban los niños: era una madre demasiado apasionada para querer perderlos o dejarlos sin ella. También estaba el extraordinario poder creativo del que ahora se sabía poseedora inequívoca: los poemas surgían a diario, desencadenados e incontenibles, y estaba trabajando en una novela nueva sobre la cual, por fin, no tenía reservas.

¿Por qué se mató, entonces? Supongo que en parte fue un «grito de auxilio» que erró fatalmente en el blanco. Pero también fue un último y desesperado intento por exorcizar la muerte que había convocado en sus poemas. Ya he sugerido que acaso había empezado a escribir obsesivamente sobre la muerte por dos razones. Primero, con la separación de su marido, la hubiera deseado o no, había vuelto a sentir el mismo dolor penetrante y la desposesión que debió de sentir cuando el padre, al morir, había parecido abandonarla. Segundo, creo que el choque automovilístico del verano anterior la había liberado; había pagado sus deudas, se había calificado como sobreviviente y ya podía escribir sobre la cuestión. Pero, como he dicho en otro lugar, para el propio artista el arte no es necesariamente terapéutico; no por expresar sus fantasías siente un alivio automático. Al contrario: por cierta lógica perversa de la creación, el acto de la expresión formal puede ponerle más al alcance el material desenterrado. A fuerza de manejarlo en el trabajo bien puede encontrarse viviéndolo. Para el artista, en resumen, la naturaleza suele imitar al arte. O, para cambiar el cliché, cuando un artista pone un espejo frente a la naturaleza, descubre quién es él y qué es; pero a veces el conocimiento lo cambia tan irremisiblemente que tal vez se convierte en esa imagen.

Creo que, de un modo u otro, esto Sylvia lo percibía. En una introducción a «Papi» que escribió para la BBC, dijo acerca de la narradora del poema: «Antes de librarse de la pequeña y horrible alegoría tiene que representarla una vez más». La alegoría referida era, según ella misma, su lucha interior entre la fantasía de un padre nazi y una madre judía. Pero quizá fuera también la fantasía de llevar en sí al padre muerto, como una mujer poseída por un demonio (de hecho, en el poema lo llama vampiro). Para librarse de él tenía que soltarlo como a un genio de una botella. Y precisamente eso lograron los poemas: corporizaron la muerte que ella llevaba dentro. Lo hicieron, además, de un modo intensamente vivaz y creativo. Cuanto más escribía sobre la muerte, más robusto y fértil se volvía su mundo imaginativo. Y esta era la mejor de las razones para vivir.

Sospecho que al final quiso acabar con el tema para siempre. Pero lo único que se le ocurrió fue «representar la pequeña y horrible alegoría una vez más». Siempre había sido un poco jugadora, una mujer acostumbrada al riesgo. En parte, la autoridad de su poesía reposaba en una valerosa insistencia en seguir el hilo de la inspiración hasta la cueva del minotauro. Y este coraje psíquico corría paralelo a su arrogancia y a su descuido físico. El riesgo no la asustaba; al contrario, le parecía estimulante. «La vida», escribió Freud, «pierde interés cuando en el juego de vivir no puede apostarse la ficha más valiosa: la vida misma». Finalmente, Sylvia asumió ese riesgo. Habiendo calculado que tenía las probabilidades a favor jugó por última vez, aunque quizá, deprimida como estaba, sin preocuparse mucho por si perdía o ganaba. Le salieron mal los cálculos y perdió.

Fue un error, pues, y de ese error ha nacido todo un mito. Creo que a ella no le habría gustado mucho, ya que es un mito del poeta como víctima propiciatoria que, arrastrado por las musas a través de todas las desdichas, se ofrenda en el altar último por el bien del arte. En estos términos, el suicidio pasa a ser el eje de la historia, el acto que convalida los poemas, les da interés y prueba la seriedad de la autora. Así, la gente se ve atraída hacia la obra de Sylvia muy a la manera en que finalmente Time la presentó: no por la poesía sino por un «interés humano» extraliterario, anecdótico y chismoso. Sin embargo, así como el suicidio no añade a la poesía nada de nada, el mito de Sylvia como víctima pasiva es una perversión total de la mujer que era ella. Desecha por completo su vivacidad, su apetito intelectual y su ingenio áspero, los grandes recursos de su imaginación, la vehemencia de sus sentimientos, el control que podía aplicarles. Sobre todo, deja de lado el valor con que supo transformar el desastre en arte. La pena no es que haya un mito de Sylvia Plath; es que el mito no sea, simplemente, el de una poeta de talento enorme a quien la muerte le llegó por descuido, por error, y demasiado pronto.

 

Durante un tiempo consideré su brillantez como una fachada; como si, de una manera más bien esquizoide, Sylvia pudiera darle la espalda al sufrimiento en favor de las apariencias, fingir que no existía. Pero tal vez podía mantener la desdicha a raya porque era capaz de escribir sobre ella, porque sabía que de tanto horror estaba rescatando algo maravilloso. El final sobrevino cuando empezó a sentir que no soportaba más el tema. Lo había agotado y estaba lista para algo nuevo.

El chorro de sangre es poesía,

no hay modo de pararlo.

La única forma de pararlo que entreveía, con la vista empañada por la depresión y la enfermedad, era esa última partida. Así que habiendo previsto, según pensaba, que la salvarían, se arrodilló frente al horno casi esperanzadamente, casi con alivio, como si estuviera diciendo «Puede que esto me libere».

El viernes 15 de febrero, en la húmeda, insípida sala del tribunal de instrucción de Camden Town, hubo una indagatoria: testimonios susurrados, largos silencios, llanto de la muchacha australiana. Por la mañana temprano yo había ido con Ted a la funeraria de Mornington Crescent. El ataúd estaba en la punta de una sala vacía con cortinajes. Sylvia yacía rígida, con una absurda gorguera al cuello. Solo se le veía la cara. Se había vuelto gris y ligeramente traslúcida, como de cera. Yo nunca había visto un muerto y por poco no la reconozco; los rasgos me parecieron demasiado finos, muy afilados. La sala olía a manzanas: un olor tenue y dulce pero no del todo limpio, como si las manzanas empezaran a pudrirse. Me alegró salir al frío y al ruido de las calles sucias. Parecía imposible que estuviera muerta.

Todavía hoy me cuesta creerlo. Había demasiada vida en ese cuerpo largo, plano y de huesos fuertes, en el alargado rostro de ojos marrones, hermosos, astutos y plenos de sentimiento. Era práctica y cándida, apasionada y compasiva. Yo creo que era un genio. A veces, caminando por Primrose Hill o el Heath, me sorprendo pensando infantilmente que me encontraré con ella y reanudaremos la charla donde la dejamos. Pero tal vez sea porque los poemas hablan tan claramente con su acento: veloz, sardónico, imprevisible, fácilmente inventivo, un poco enfadado y siempre absolutamente suyo.

1 El «túmulo funerario» era en realidad un fuerte prehistórico, y me dicen que probablemente «el muro de antiguos cadáveres» fuera el que separaba el jardín de los Hughes del cementerio adyacente.

2 En una nota al texto que escribió para la BBC, Sylvia dijo: «Este poema “Muerte y compañía” trata de la naturaleza doble o esquizofrénica de la muerte; de la frialdad marmórea de la máscara mortuoria de Blake, digamos, enguantada con la espantosa blandura de los gusanos, el agua y otros catalizadores metabólicos. Imagino estos dos aspectos de la muerte como dos hombres, dos compañeros de negocios, que han venido a llamar».