Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

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La segunda fue restringir la libertad de prensa aduciendo que los diarios eran los que incitaban a la gente a rebelarse en contra del oficialismo. La tercera, fue ejercer la represión política, proceder que alcanzó su máxima expresión en el panóptico bogotano: el miedo de los nacionalistas a una insurrección, paulatinamente generó que dicha cárcel se transformara “en una prisión política, en un símbolo del arresto arbitrario” y de la corrupción (Martínez, 2001, p. 500).37

La cuarta, fue “la profesionalización del ejército” siguiendo modelos militares extranjeros, objetivo que no pudo concretarse de forma exitosa por la falta de recursos (Martínez, 2001, p. 502).38 La quinta, finalmente, fue la “creación de la Policía Nacional” (p. 506), testimonio de lo cual es que el 5 de noviembre de 1891, Carlos Holguín expidió el Decreto 1000, por medio del cual se organizó “un Cuerpo” policial (Ministerio de Gobierno, 1892, p. 122).39

En el “reglamento general de la Policía Nacional de Bogotá”, la capital quedó “dividida en seis Circunscripciones”, cada una de las cuales poseía en “el punto más central posible” un “puesto de Policía” (Ministerio de Gobierno, 1892, p. 125):

La 1ª. formada por la parte de la ciudad comprendida dentro de los siguientes límites: al Sur, el río San-Agustín, desde el puente de “Bolívar” hasta los confines de la ciudad; al Oeste, su confluencia con el río San-Francisco; al Este, la carrera 4ª, desde el puente “Bolívar” hasta su cruzamiento con la calle 12; y al Norte, esta calle, en dirección al Occidente, hasta los límites de la ciudad.

La 2ª. formada por la parte de la ciudad comprendida dentro de los siguientes límites: al Sur, la calle 12, desde su cruzamiento con la carrera 4ª hasta los confines de la ciudad; al Este, la carrera 4ª, desde su cruzamiento con la calle 12, hasta encontrar el centro de la calle 18, y al Norte, el eje de esta calle, prolongada al Occidente, hasta los confines de la ciudad.

La 3ª. formada por la parte de la ciudad comprendida dentro de los siguientes límites: al Sur, la calle 18, desde el puente de “Colón”, en toda su prolongación, hasta los confines de la ciudad; el río San Francisco arriba hasta los confines de la ciudad, al Oriente; por el Norte, el río del Arzobispo; por el Occidente, los límites de la ciudad con los Distritos de Fontibón y Engativá.

La 4ª. formada de la parte de la ciudad comprendida dentro de los siguientes límites: por el Sur, el río San Agustín, desde el puente de “Bolívar,” hacia el Oriente, hasta su nacimiento; por el Occidente, la carrera 4ª desde el puente de “Bolívar” hasta su intersección con la calle 18; ésta, hacia el Oriente, hasta el puente de “Colón;” y de éste, por la margen izquierda del río San Francisco, hasta los confines de la ciudad.

La 5ª., [formada por] la parte de la ciudad que se [extendía] al Sur, desde la margen izquierda del río San Agustín en toda su extensión.

La 6ª., [formada por] todo el territorio que se [extendía] al Norte de la margen derecha del río del Arzobispo, hasta los límites del barrio de Chapinero con los Municipios de Usaquén, Engativá y Suba. (Ministerio de Gobierno, 1892, p. 125)40

La cristalización del proceso quedó a cargo del francés "Jean-Marie Marcellin Gilibert "(Martínez, 2001, p. 509). Los reportes elaborados por este funcionario para el ministro de Gobierno inicialmente fueron promisorios, pero progresivamente la entidad se tiñó de descrédito por los abusos cometidos por sus integrantes.41 El malestar social que reinaba en la capital bogotana originó que la Policía fuera usada por el poder central como órgano político. La “División de Seguridad”, compuesta de “miembros” que no estaban “obligados á llevar el uniforme como los demás empleados y agentes”, se erigió rápidamente en un instrumento de control gracias a que entre sus atribuciones figuraban:42 a) “recoger, con la mayor discreción, los informes conducentes á la averiguación de los delitos”; b) “vigilar á los vagos y gentes peligrosas”, y c) “tomar notas especiales de aquellos que [pretendieran] trastornar el orden y la tranquilidad por medio de maquinaciones secretas” (Ministerio de Gobierno, 1892, p. XLVII).43

Un acaecimiento que agudizó este devenir fue la llegada a la presidencia de Miguel Antonio Caro en 1892.44 Tras verificarse los comicios, la oposición arguyó que el oficialismo había ganado en las urnas gracias a los confinamientos, destierros y prisiones que había efectuado, denuncia en la cual se sustentaron quienes censuraban las prácticas regeneracionistas para reiterar su petición de reforma constitucional.

Insistiendo en que el Gobierno había sido imparcial en las elecciones, Carlos Holguín escribió una carta en la que dejaba ver la crisis sistémica en la que se encontraba la Regeneración:

De aquí la necesidad en que he estado de recordar lo que pasaba antes, á fin de que la generación que se levanta y los hombres olvidadizos no se dejen deslumbrar con promesas falaces de libertad, mil veces hechas y mil veces olvidadas por los mismos que hoy aspiran á tomar de nuevo la dirección de la cosa pública. Porque no es posible que ningún hombre patriota y honrado desée sinceramente que Colombia vuelva al estado de salvaje anarquía de donde logró sacarla la Regeneración. […]

Como la Nación entera está palpando las ventajas del nuevo orden de cosas, se trata de poner en duda las cosas más evidentes, aunque para ello sea preciso recurrir á los más descarados adefesios y falsedades. […] Que la prensa está amordazada, aunque nos inunden con periódicos, hojas y folletos en que dicen cuánto quieren sin ningún respeto á la verdad, y en ocasiones, ni á la decencia. Que el Ejército es malísimo porque se reclutan soldados, aunque [los radicales] los hayan reclutado siempre. Que los ciudadanos son víctimas de las facultades extraordinarias á fuerza de prisiones, destierros y confinamientos, aunque no haya ningún preso, ni un desterrado, ni un confinado por política. […] Que el país no ha progresado ni se ha enriquecido en estos años de paz, porque hay pobres en Colombia y miembros de partido triunfante que tienen casas y haciendas […].

Lo que se busca es mantener al país en agitación constante; que yá que no se puede hacer la guerra material á balazos, predominen la inquietud en los espíritus y la desconfianza en todo. Que el orden no se consolide, […] para que no se lleven á cabo las obras de progreso material que […] han de afianzar la paz y alejar toda esperanza de medros á la sombra de las revueltas. (Holguín, 1893, pp. 148, 151-153)45

La cita precedente adquiere su razón de ser dentro del contexto de las rebeliones anarquistas que se desencadenaron en suelo capitalino en las postrimerías del siglo XIX, ya que estas fueron interpretadas por los regeneradores como una degradación de la moralidad popular, como un signo de que el orden moral, social y civilizatorio que se había instituido en el país estaba siendo transgredido.

Las múltiples críticas proferidas en la prensa citadina por los abusos cometidos por el oficialismo se agudizaron ante la posibilidad de que Miguel Antonio Caro fuera reelegido en los comicios de 1898, temor que fue aplacado tan pronto el dignatario manifestó su respaldo a la postulación de Manuel Antonio Sanclemente. La precaria salud de este último, pero sobre todo, la debilidad que mostró para gobernar, propiciaron que el enfrentamiento con la oposición alcanzara su cúspide, hecho que fue claramente advertido por el filólogo bogotano cuando escribió: “Hoy el nacionalismo”, la “gran causa de la Regeneración de un país antes anarquizado”, se encuentra “amenazado de retroceso” (Valderrama Andrade, 1993, p. 17).46 La beligerancia alcanzada en virtud del clima político imperante tuvo, como se verá más adelante, una incidencia directa en el desarrollo urbano bogotano.

La capital regeneradora

La capital colombiana fue concebida, durante la Regeneración, en función de dos caras contrapuestas: una, respaldada por quienes exaltaban el triunfo de la riqueza espiritual sobre la material con el fin de justificar el atraso y las deficiencias urbanísticas, y otra, apoyada por quienes exigían la puesta en marcha de diversas obras tendientes a exhibir en su traza los adelantos inherentes a una capital nacional. Los partidarios de este último criterio argüían que, a diferencia de lo que sucedía en otros países del continente (como en Argentina, Chile y México), en Colombia el progreso material todavía no se había alcanzado debido a la primacía que tenía el “reinado de las ideas” (La Opinión, 1900b, p. 210) en la sociedad.

La defensa de una u otra perspectiva repercutió en la manera en que por entonces se percibió la administración capitalina: para la primera, el poder local tenía que limitarse a solventar las necesidades básicas de dotación de servicios, policía, aseo y educación; para la segunda, en cambio, el poder local debía enfocarse en resolver de forma práctica y diligente los diferentes tópicos (sanitarios, rentísticos, habitacionales, arquitectónicos, etc.) que atañían a la esfera municipal, propósito que hacía indispensable que las localidades fueran ajenas a la “politiquería” (Aguilar, 1884, p. 72).47

La aceptación del principio precedente, aparte de propiciar que se clamara porque los negocios públicos no se atendieran bajo la óptica de los favoritismos de círculo, derivó en una preocupación por reivindicar la trascendencia del municipio en la consolidación de la República. La consecuencia más palpable de todo ello en el entorno bogotano fue que la falta de concordancia entre la ideología regeneracionista (entendida en función del proyecto político instaurado en la época) y el desarrollo técnico, ocasionó que la modernización urbana capitalina se erigiera en un proceso consecuente con el decurso del territorio patrio.

 

Vale advertir que la capital nacional sobre la cual se asentó el edificio de la Regeneración empezó a moldearse desde que Rafael Núñez subió por primera vez a la presidencia. Algunos de los extranjeros que visitaron Bogotá en los albores del decenio de 1880 se percataron de que el orden que él pretendía fundar tenía una traducción concreta en la dicotomía interior-exterior que denotaba el espacio físico citadino.48 La cultura e ilustración de los bogotanos, reflejada en los hogares de la élite, se erigió así en un elemento a exaltar frente a la falta de adelantos urbanísticos, ciertamente ostensibles en la apariencia de las calles, la carencia de infraestructura, etc.49

Quienes mejor señalaron esta realidad fueron los diplomáticos argentinos Miguel Cané50 y Martín García Mérou51 al arribar a la urbe en enero de 1882. La permanencia del primero en Colombia, como representante del gobierno del “general Julio A. Roca” (García Mérou, 1989, p. II), duró pocos meses, pero el segundo quedó “como Encargado de Negocios en Colombia y Venezuela” por “cerca de año y medio” (p. 6).

Hay que aclarar que el hecho de otorgarle preeminencia a estos dos autores no significa que fueran los únicos en esbozar esa correlación. Buena parte de los extranjeros que visitaron el espacio capitalino durante la segunda mitad del siglo XIX se encargaron de alimentar esa dicotomía interior-exterior al contrastar la miseria que reinaba en las vías citadinas, la precariedad urbanística y el desaseo, con la magnificencia de la élite que los acogía en su seno tan pronto pisaban suelo bogotano.52

La pertinencia de utilizar En viaje e Impresiones como fuentes primarias del análisis reside, no obstante, en que ellos fueron espectadores del “programa modernizador” producido durante “la pax roquista” (Terán, 2008, p. 14) y fue desde esta experiencia que interpretaron lo ocurrido en Bogotá.53 Los dos percibieron a la urbe como un claro reflejo de lo que era Colombia y delinearon, a partir de ello, una analogía entre la capital y el país, que permeó la historia colombiana en los lustros siguientes.

Tal como lo explica Terán (2008) para el caso específico de Miguel Cané, el progreso experimentado en el entorno porteño a partir de los años ochenta del siglo XIX originó que la “representación” del “fenómeno urbano” se ubicara en su pensamiento exactamente “en el punto de tournant” que iba, desde el “legado ilustrado”, que lo concebía como “ámbito virtuoso de la civilización”, hacia “la noción contraria de ‘la ciudad como vicio’” (p. 29), de manera que él pasó de observar con complacencia las transformaciones denotadas en la grilla a identificarlas poco después como un atentado no solo “contra la estabilidad del refugio hogareño” (p. 30), sino especialmente, contra el orden jerárquico tradicional.54

La llegada masiva de inmigrantes al territorio rioplatense se erigió de esta forma en el sustrato en el que Miguel Cané gestó su concepción de que las alteraciones sufridas en el entramado urbano comprobaban que la “modernidad acarrea[ba] un progreso material tan innegable como disolvente de viejas virtudes” (Terán, 2008, p. 49).55

La pérdida del respeto de los subalternos frente a sus superiores, los temores emergidos “ante el carácter mercantilista de la nueva sociedad” o la “creciente presencia de las masas”, fueron factores que lo llevaron a interrogarse por un par de cuestiones: a) “cómo definir” el concepto de “aristocracia en un país republicano”, y b) cómo dibujar “de ese modo el límite entre quienes [tenían] derecho a pertenecer a [ese grupo] y aquellos otros ante los que [debía] erigirse un muro de diferencias” (Terán, 2008, p. 39).56

Fundamentado en las respuestas que obtuvo frente a estas inquietudes, el diplomático argentino acabó expresando abiertamente tres postulados: el primero, su aversión por las ciudades (como París) en donde se juntaban “desde las alturas intelectuales que los hombres venera[ban] hasta los íntimos fondos de corrupción cuyas miasmas se esparc[ían] por la superficie entera de la tierra” (Terán, 2008, p. 42); el segundo, su “repugnancia por todas esas imbecilidades juveniles que se llama[ban] democracia, sufragio universal, régimen parlamentario, etc.” (p. 42), y el tercero, su certeza de “que el progreso de las sociedades no depend[ía] de la institucionalidad política sino de ‘la cultura moral del individuo’” que a la postre “‘determina[ría] la cultura y la inteligencia de la masa’” (p. 48).57

Interesa llamar la atención sobre tales preceptos porque fue con base en ellos que Miguel Cané construyó su descripción del entorno bogotano; en particular, lo que descubrió en suelo citadino fue un lugar en el que divisó un arquetipo para sortear los problemas inherentes al mundo moderno. Un sitio en donde se anteponían el orden y la autoridad ante el ansia de enriquecimiento o el afán por lo material, en donde la inmigración era casi inexistente debido al miedo de las autoridades a que ingresaran a la patria individuos sediciosos que pusieran en riesgo la estabilidad republicana difundiendo el “'elemento socialista'” (Terán, 2008, p. 46), y en donde se mantenía una segregación social bastante marcada que en ningún momento ponía en riesgo la legitimidad de la élite.58

La trascendencia de su reflexión reside, dentro de este marco, en que identificó que las deficiencias urbanísticas de Bogotá (su falta de modernización urbana) eran comprensibles y justificables a la luz de la naturaleza antimoderna del régimen. No en vano, la inferencia que sacó de su paso por la capital durante el primer mandato de Rafael Núñez sugirió que los males intrínsecos a las “expresiones de progreso material” (Solari, 2001, p. 82) únicamente podían resolverse “desde arriba”, es decir, desde lo que él consideraba “un sector legítimo en el ejercicio de la dirección” (Terán, 2008, p. 60).

La apuesta de Miguel Cané por dejar el destino del territorio argentino en manos de “una minoría dirigente” capaz de “constru[ir] una sociedad”, que se “autolegitima[ba] en el linaje, el saber y la virtud” (Terán 2008, p. 60), encontró en “el liberalismo conservador que conoció en Colombia” su asidero, llegando incluso a proponer como “diseño final de su perfil político” un “liberalismo templado”, que se resumía en la premisa de que “'los verdaderos y únicos principios de gobierno consist[ían] en armonizar el orden con la libertad'” (p. 65).

La paradoja que revistió este proceso fue, empero, que la aspiración canesiana de reconstruir la nación argentina sobre ese vínculo armónico para contrarrestar la decadencia propia del “materialismo reinante” (Solari, 2001, p. 81) se concretó en una patria que no era la suya y abrazó unas singularidades que posiblemente nunca imaginó: a diferencia de lo que Miguel Cané buscaba, el programa político implementado por la Regeneración no se enfocó en atenuar los efectos de las transformaciones acaecidas en el territorio colombiano, sino en impedir que el país transitara durante el período en estudio por la experiencia y la conciencia de la modernidad.

La dicotomía interior-exterior

La primera impresión que el mencionado diplomático recibió de Bogotá fue “más curiosa que desagradable” pues, convencido de que “a centenares de leguas del mar” era imposible encontrar “un centro humano de primer orden”, arribó a la urbe “con el ánimo hecho a todos los contrastes, á todas las aberraciones imaginables” (Cané, 2005, p. 179). A medida que “el carruaje avanzaba con dificultad” por los linderos de “la plazuela de San Victorino”, puerta de entrada por el occidente, el “cuadro” (p. 179) que acaparó su atención fue el de “una atmósfera pesada y de equívoco perfume” (p. 180), compuesta por un nutrido grupo de indios (entre los cuales había un número considerable de mujeres) que impedían el paso de su coche. El paisaje que contempló correspondía a un día de mercado, momento en el que los “agricultores de la Sabana, de la tierra caliente y de los pequeños valles” circundantes, iban a vender “sus productos” a la ciudad (p. 180).

Después de escuchar las explicaciones dadas por los capitalinos frente a esta percepción primigenia, la sensación de Miguel Cané cambió: pronto se halló “transportado a la España del tiempo de Cervantes” en donde primaban “las casas bajas y de tejas”, con “balcones de madera”, similares a los que podían apreciarse, dentro del territorio rioplatense, en suelo cordobés (Cané, 2005, p. 181). El frente de esas residencias estaba presidido por “puertas enormes” que daban paso a “calles estrechas y rectas, como las de todas las ciudades americanas” (p. 181), por donde circulaba un “arroyo” que bajaba de la montaña causando un “ruido monótono, triste y adormecedor” (p. 182).

La función principal de ese “caño” era transportar los desperdicios de los habitantes, pero en su recorrido obstaculizaba el tráfico, contaminaba con olores putrefactos el ambiente e incitaba la formación de focos de infección, ya que cuando el agua cesaba de correr los residuos domésticos se aglomeraban sin que “la acción municipal, deslumbrante en su eterna ausencia” (Cané, 2005, p. 182), tomara algún interés por remediarlo.

Un asunto que lo sorprendió fue que “la municipalidad” atendiera las tareas de “limpieza e higiene pública” con “un desprendimiento deplorable”, incluso a pesar de que “los vecinos” pagaban un alto impuesto de aseo que, en su concepto, bastaba para mantener a la capital en “inmejorable condición higiénica” (Cané, 2005, p. 182).59

La glosa que hacía a la mala administración municipal estaba estrechamente vinculada en su pensamiento a la reminiscencia del pasado hispánico que, según él, pululaba por todos los rincones: la ausencia de paseos urbanos, la austeridad de las pocas plazas que poseía el entramado, la inexistencia (con excepción del altozano)60 de sitios de reunión, la presencia de un damero reducido que en vez de extenderse a medida que iba creciendo la población, se densificaba provocando con ello problemas serios de salubridad, eran, desde su perspectiva, signos palpables de ese legado colonial.61

El panorama descrito se agudizaba aún más al constatar las pésimas condiciones habitacionales tanto de “la gente baja”, tipificadas en la proliferación de “cuartos estrechos” en donde dormían “cinco o seis personas por tierra” (Cané, 2005, p. 186), como de los extranjeros que llegaban a Bogotá de manera “transitoria”, pues los hoteles no solo eran lamentables a causa de que la ciudad no era “punto de tránsito para ninguna parte”, sino también porque el número de viajeros que arribaban a ella no era lo suficientemente alto para que fuera posible sostener “un buen establecimiento de ese género” (p. 211).

Las deficiencias urbanísticas que por entonces exhibía la capital nacional fueron contrapuestas por el diplomático argentino a la intimidad de los hogares de la élite en los cuales, a su modo de ver, el desenvolvimiento intelectual de la sociedad denotaba su superioridad incontestable:

Llegaba al frente de una casa, de pobre y triste aspecto, en una calle mal empedrada, por cuyo centro corre el eterno caño; salvado el umbral, ¡qué transformación! Miraba aquel mobiliario lujoso, los espesos tapices, el piano de cola Ehrard [sic] o Chickering y sobre todo los inmensos espejos, de lujosos marcos dorados, que tapizaban las paredes, y pensaba en el camino de Honda a Bogotá, en los indios portadores, en la carga abandonada en la montaña, bajo la intemperie y la lluvia, en los golpes á que estaban expuestos todos esos objetos tan frágiles. (Cané, 2005, p. 197)

Los notables atributos que ostentaban los bogotanos compensaban, en su narración, el atraso imperante que exteriorizaba el país: al observar a la “sociedad culta, inteligente” e “instruida” (Cané, 2005, p. 210) de la capital, él llegó a afirmar:

Colombia se ha refugiado en las alturas, huyendo de la penosa vida de las costas, indemnizándose, por una cultura intelectual incomparable, de la falta completa de progresos materiales. Es, por cierto, curioso llegar sobre una mula, por sendas primitivas en la montaña, durmiendo en posadas de la Edad Media, a una ciudad de refinado gusto literario, de exquisita civilidad social y donde se habla de los últimos progresos de la ciencia como en el seno de una academia europea. No se figuran por cierto en España, cuando sus hombres de letras más distinguidos aplauden sin reserva los grandes trabajos de un [Miguel Antonio] Caro o de un [Rufino José] Cuervo, que sus autores viven en la región del cóndor, en las entrañas de la América, a veces, y por largos días, sin comunicación con el mundo civilizado […].

 

Pero ¡cómo se allanan las dificultades materiales de la vida en el seno de aquella cultura simpática y hospitalaria! (Cané, 2005, pp. 210-211)62

Las descripciones efectuadas por Martín García Mérou (1989) con respecto a la urbe coincidían igualmente en remarcar esa diferencia entre el hogar y la calle. El planteo con el que inauguraba su relato sugería que solamente estando en el “interior” de la ciudad se podía distinguir su talante de “capital de una Nación” (p. 106), pues la imagen que de inmediato se quedaba en la mente del forastero al entrar a ella era la de una “turbamulta abigarrada y compacta” (pp. 106-107) conformada por una “baja población indígena, doblegada por la [pobreza]” (p. 107).63

El “espectáculo de la miseria”, término que él usaba para definir el pauperismo de la ciudad decimonónica, lo impresionó de tal modo que dedicó unas cuantas líneas a detallar la condición de los mendigos que, arrastrándose “por todas partes”, ocupaban cada esquina en busca del “óbolo de la caridad” (García Mérou, 1989, p. 108).

La fisonomía urbana también dejaba mucho por desear: la insalubridad de las vías estaba a la orden del día a causa de los “caños, especie de cloacas descubiertas y casi a flor de tierra” (p. 108), en las que se arrojaban “todas las inmundicias” de los moradores, lo cual propiciaba el surgimiento de enfermedades como la viruela que se propagaban sin cesar por las tiendas, una suerte de “tabucos sórdidos y mezquinos con una sola entrada”, donde habitaban “las clases pobres” (García Mérou, 1989, p. 109).

En el plano arquitectónico y urbanístico su estilo le recordaba nuevamente la herencia colonial, ejemplificada en la carencia de lugares de esparcimiento o de reunión, en la proliferación de monumentos que despertaban poco interés en los espectadores y particularmente, en el escaso atractivo de la traza.

La percepción anterior difería de la de Miguel Cané en que rescataba algo de esa marca ancestral; desde su perspectiva, la contemplación de Bogotá provocaba que “la curiosidad se desp[ertara], la imaginación se exalta[ra], y se pens[ara] que, después de todo”, eran tan valiosas “esas calles extrañas que conserva[ban] el sello del pasado, como las avenidas tiradas a cordel” de las “metrópolis mercantiles” que le eran familiares (García Mérou, 1989, p. 110).

Afincado en lo anterior estimaba que si bien había en “el pueblo” rasgos propios “de un salvajismo primitivo” (García Mérou, 1989, pp. 114-115), el espacio capitalino merecía destacarse por su excepcionalidad:

Perdida en un picacho de Los Andes, no es el exterior lo que conforta; es la cultura moral e intelectual, la sociedad amena y distinguida, el hogar lleno de franqueza y de virtud, la leal y cariñosa hospitalidad con que se acoge al extranjero; condiciones que existen en todos los pueblos americanos, pero que, en ninguno como este, están tan desarrolladas y se manifiestan de formas tan agradables. (García Mérou, 1989, p. 117)64

La médula de sus disquisiciones apuntaba a que en un “pueblo aislado y pobre” como el bogotano, sin teatro ni “ninguna de las [...] diversiones que hac[ían] la vida tan rápida en Europa” o en las “metrópolis modernas”, era “necesario buscar en el fondo del hogar, en ese home respetado y querido donde se complac[ía] la virtud” (García Mérou, 1989, p. 118).65 Un lugar en donde se encontraban

todas las mil comodidades […] que faltaban en el exterior. Así, y no de otra manera, se [explicaba] la originalidad y el poder de este espíritu bogotano, desde la más remota antigüedad, así se [comprendía] que, sin estímulo de ninguna especie, sin apoyo de ningún género, aquel pueblo se [enorgulleciera] de haber producido en épocas pasadas a sabios de la talla de [José Celestino] Mutis y [Francisco José de] Caldas, y en la presente [contara con] hombres distinguidos de toda especie y una literatura […] rica, original y propia. (García Mérou, 1989, pp. 118-119)

García Mérou revelaba en lo concerniente a este punto una agudeza que no se percibía en su compañero de recorrido: en su discurso, el interior de la ciudad, su alma o su “espíritu” (García Mérou, 1989, p. 118), encarnado tanto en la intimidad de la casa bogotana como en la cultura, los modales y la educación de los citadinos, era equiparable a la hegemonía que mantenía el centro en el ámbito nacional. La aserción precedente la ratificaba arguyendo que los “nombres distinguidos en la ciencia, en las artes y en la política” que habían llenado los anales de la “historia de Colombia” se habían “acogido” a su “seno cariñoso”, pues era usual que “los talentos más notables” acudieran “a ella del confín de la República, como creyendo indispensable su consagración” (p. 117).

El extranjero que logró enunciar de forma más explícita la importancia que tenía Bogotá en la esfera nacional fue el suizo Ernst Röthlisberger,66 quien curiosamente había coincidido a finales de 1881 en La Guaira con los dos diplomáticos argentinos.67 Las apreciaciones que efectuó sobre la realidad citadina trascendieron la dualidad interior-exterior para convertirla en una antítesis centro-región.68

Su llegada a la urbe se produjo porque había sido contratado por el Gobierno, gracias a las gestiones de “Carlos Holguín, Ministro Plenipotenciario de Colombia acreditado ante las cortes española e inglesa” (Röthlisberger, 1993, p. 17), para dictar en el “curso académico” (p. 18) que arrancaba en 1882 “la cátedra de Filosofía e Historia de la Universidad Nacional” (p. 17). Las discrepancias existentes entre las costumbres que observó en las regiones y la cultura que percibió en la capital no solo lo condujeron a certificar la primacía intelectual de esta última sobre el resto de la patria, sino que a la vez lo habilitaron para calificar a Colombia como un entorno “de violentos contrastes” (p. 85).

Usando la misma correlación capital-país identificada por Miguel Cané y Martín García Mérou, él aseveró que, aunque muchas casas parecieran insignificantes en su portada, adentro se distinguían “por la comodidad”, la “pompa de la instalación” y el lujo de los salones (Röthlisberger, 1993, p. 124). La otra cara de la moneda estaba personificada por los arrabales de la ciudad, donde era frecuente encontrar

a los indios […] agrupados a docenas en algunas de las muchas tabernas o tiendas, de pie junto al mostrador tomando la bebida popular, la chicha, un líquido amarillo y espeso, parecido al vino nuevo y hecho de maíz fermentado [que poseía] […] fuertes efectos embriagantes. (Röthlisberger, 1993, p. 107)69

Un tópico que es pertinente resaltar es que García Mérou no vio con la misma aquiescencia que Miguel Cané el hecho de que el entorno bogotano exteriorizara las carencias urbanísticas antes señaladas: aunque admitió en Impresiones que la urbe progresaba, fue reiterativo en que la forma en que lo hacía era demasiado lenta, bien fuera porque se encontraba “entrabada por mil causas extrañas”, o bien porque era “detenida por mil corrientes contrarias” (García Mérou, 1989, p. 119).

La legitimación de esa primacía del interior (el espíritu bogotano) sobre el exterior (el desarrollo de la capital) es palpable en su discurso, pero esto no le impidió cuestionar el papel cumplido por el poder central en la falta de modernización urbana que presentaba Bogotá. Llama la atención que la responsabilidad de ese devenir recayó en su relato en las “instituciones”, las cuales a su modo de ver “ha[bían] llevado el respeto y el anhelo de la libertad, hasta un extremo peligroso y perjudicial”, convirtiéndose así en “una amenaza constante para la tranquilidad pública y el desenvolvimiento de la riqueza nacional” (García Mérou, 1989, p. 119).