Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

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Capítulo 2 | Los cimientos de la Regeneración

¿Qué hay de común entre el Departamento de Santander de hoy y el Estado de Santander de aquel caporal que autorizaba o encubría las bucaramangadas de septiembre […]? […]

No negamos que todo cuanto se hace en las regiones administrativas no es la perfección; pero, ¿dónde está en el mundo el gobierno intachable? Todos cometen faltas, todos tienen oposición delante, sin excluir el inglés ni el norteamericano que pasan por modelos, especialmente el primero.

En esta materia la perfección es relativa, comparativa; y sólo estando ciegos de alma y de cuerpo podrá ponerse en tela de duda el inmenso progreso cumplido a la sombra de la Regeneración tal como ha sido practicada por sus mandatarios. Seis años más de esfuerzos bien intencionados adelantarán seguramente la obra emprendida. (Núñez, 1946, pp. 252-253)1

La primacía que adquirió Bogotá en función de su capitalidad durante el lapso que va de 1886 hasta 1910 hace de ella un escenario idóneo para examinar la relación poder local-poder central que se produjo en el marco del centralismo instituido durante la Regeneración. Teniendo en cuenta lo anterior, en el presente capítulo se analizará ese nexo desde dos ángulos: por un lado, examinando cuál fue la lógica política que permeó la legislación expedida y las acciones puestas en marcha en lo concerniente a la esfera municipal, y, por el otro, dilucidando cuáles fueron las maniobras, las componendas y las estrategias que se maquinaron en la urbe con el propósito de mantener la injerencia del Gobierno sobre el entramado bogotano.

La explicación de ambos procesos constriñe a examinar el pensamiento político de los líderes del movimiento regenerador, en aras de entender el atraso exteriorizado por la ciudad desde finales del siglo XIX hasta comienzos del XX. Tal como lo acreditan las fuentes recopiladas, quienes la visitaron o vivieron en ella durante los años en estudio con frecuencia describieron su damero utilizando la palabra muladar. Inclusive, los viajeros extranjeros que arribaron a la urbe a principios de la década de 1880, al observar que no tenía una infraestructura acorde con su calidad de capital nacional resolvieron entonces exaltarla por aquello que no era visible a los ojos, pero sí al espíritu.

Inicialmente podría pensarse que con el advenimiento del régimen centralista este decurso cambió, pero lo cierto es que los problemas de insalubridad, inseguridad, falta de agua, etc., persistieron, con el agravante de que las necesidades de la población fueron en aumento. La consecuencia más palpable de ello fue que algunos letrados terminaron trazando un paralelo entre el deplorable aspecto que revelaba la capital colombiana y la degradación en la que se hallaba el país debido a la intolerancia política de los regeneradores.

La crisis generalizada en la que se sumió la patria al entrar al siglo XX generó a la postre que tanto desde la prensa como desde la academia se registrara un interés porque la administración municipal bogotana pusiera atención a ciertos elementos (la instrucción pública, la planificación, el carácter técnico de la gestión urbana) que eran indispensables para situar a Bogotá a la altura de las grandes capitales hispanoamericanas de la época.2 La tendencia de los lustros siguientes sería hallar la manera de crear los canales administrativos apropiados para alcanzar los adelantos materiales que se precisaban para demostrar, empíricamente, que la aspiración de modernización urbana podía ser una realidad.

Los antecedentes requeridos

Los problemas suscitados en razón del sistema político instituido por el liberalismo radical originaron que en los años setenta de la centuria decimonónica existiera “un cierto consenso” en el país “sobre la necesidad de introducir algunas reformas” a la Constitución de 1863, con miras a “moderar los excesos del federalismo” (González González, 2006, p. 63).

La carta magna firmada en Rionegro se había cimentado en la idea de restarle poder al gobierno nacional con el fin de conjugar la amenaza de una dictadura; sin embargo, tan pronto fue superado este riesgo, un grupo de radicales —denominado el Olimpo Radical— formó una “red de relaciones políticas” (González González, 1997, p. 45) para intentar “suplir la debilidad del gobierno impuesta por la Constitución” mediante el afianzamiento “de una maquinaria política que coaligaba a sus seguidores y aliados en las regiones”, permitiéndoles de esta manera obtener “el control del Congreso y de la Corte Suprema federal” (p. 46). Lo anterior causó que en zonas “como el Gran Cauca” y “la Costa Atlántica”, la población comenzara a quejarse de que “las obras públicas planeadas e impulsadas por los gobiernos radicales sólo favorecían a las regiones de donde eran oriundos sus principales líderes” (p. 46).3

Las desavenencias originadas a la luz de esta situación estimularon el surgimiento de enfrentamientos de carácter político y religioso que desembocaron en la guerra civil de 1876-1877, la cual le abrió el camino de la presidencia al general Julián Trujillo y preparó la llegada de Rafael Núñez al mando.

El primer mandato del cartagenero (1880-1882) se distinguió por la aplicación, “de manera intermitente”, de medidas económicas de índole “proteccionista” que buscaban “contrarrestar” las dificultades generadas “por la caída de las exportaciones” (Ortiz Mesa, 2010, p. 233). El aumento de “las tarifas aduaneras” en ciertos rubros, el establecimiento de “aduanas” en las ciudades de “Colón y Panamá, donde había libertad de aranceles”, y el incremento de “los ingresos del Gobierno en lo relativo a rentas”, así lo atestiguan (p. 233).

No obstante, la “heterogeneidad de fuerzas tan disímiles” (González González, 2006, p. 56) que se reunieron en torno al nuñismo, por ser la personificación del rechazo generalizado hacia la oligarquía radical, pronto evidenció su fragilidad: con el paso de los meses, “varios liberales independientes” (p. 56) le quitaron el respaldo o retornaron a “sus filas originales” (Posada Carbó, 2015, p. 34), lo cual propició que en abril de 1882 subiera a la presidencia Francisco Javier Zaldúa.4 La muerte de este último mientras desempeñaba el cargo ocasionó que por un día el procurador general, Clímaco Calderón Reyes, tomara la regencia para luego entregársela a José Eusebio Otálora, quien se encargó de terminar el período presidencial.

La “consiguiente alianza de Núñez con el partido conservador” (González González, 2006, p. 56) lo llevó de regreso a la presidencia en 1884.5 Las diferencias ideológicas, mezcladas con los intereses regionales y particulares, redundaron en una férrea polarización que a la larga fomentó que los liberales radicales se alzaran contra el cartagenero.6 La derrota del liberalismo en la guerra civil que se prologó de agosto de 1884 hasta noviembre de 1885 fue lo que permitió que él pudiera concretar el programa regenerador.7 Melo (1989) sostiene al respecto que el mandatario

habría podido mantener la ficción de la legitimidad, y aprovechar el triunfo para convocar, de acuerdo con [la carta magna] vigente, [a] una convención que la reformara: contaba con la unanimidad de los estados [soberanos], pues aquellos que habían secundado la rebelión habían sido derrotados y sus jefes civiles y militares habían sido nombrados por el gobierno central [...]. [Empero], Núñez prefirió romper toda continuidad con el 63 y evitar los riesgos de un resurgimiento de la oposición antes de que una nueva Constitución estuviera expedida. (pp. 43-44)8

El triunfo de las tropas oficialistas legitimó entonces al Gobierno para cambiar por completo el andamiaje institucional. La instalación del “Consejo Nacional de Delegatarios” (Posada Carbó, 2015, p. 34), que se encargó de abolir el federalismo para instituir en su reemplazo un régimen centralista, se asentó en la certidumbre de que al decretar la unidad nacional se pondría fin a las rencillas regionales que habían caracterizado la historia del siglo XIX colombiano.9

Tal accionar se tipificó por la instauración de “un neotradicionalismo político” que, a diferencia de lo sucedido en buena parte “del continente hispanoamericano”, provocó “que la consolidación de las instituciones” se diera “bajo el signo” de “un conservatismo político forjado en la lucha contra el adversario liberal” (Martínez, 2001, p. 46).10 La proscripción de la oposición como máxima fundacional de la República suscitó que en adelante predominara “la lógica del conflicto por el poder, haciendo inútiles los esfuerzos por reducir la violencia, e irrisorias las escasas tentativas de conciliación entre los partidos” (p. 162).

La ideología regeneracionista

La labor de reconstrucción que necesitaba emprenderse en suelo patrio encarnaba, en el pensamiento nuñista, un “renacimiento social” (Núñez, 1986, p. 40). Consciente de que el país se encontraba “en el término de una era política decrépita” (p. 40),11 al comenzar los años ochenta de la centuria decimonónica Rafael Núñez definió algunas de las cuestiones que estimaba prioritarias para reformar la carta constitucional con miras a conseguir que los colombianos entraran “con paso seguro en la vía de la verdadera civilización, que [era] también la del verdadero progreso” (p. 53).12

La fórmula esgrimida por el cartagenero para lograr este cometido se condensaba en lo que él llamó “la perfección moral” (Núñez, 1945b, p. 135).13 La médula de su disquisición sugería que las transformaciones producidas en la dimensión moral de los hombres originaban el perfeccionamiento de la vida social, económica y política: “el progreso de los sentimientos morales” era, en consecuencia, “causa y efecto de civilización” (p. 82).

 

La plasmación de este precepto en un ordenamiento concreto se afincó en la idea de que “la sola sanción legal”, consistente en la “imposición de penas a los infractores de las leyes, no [era] suficiente para determinar la buena conducta de los asociados, ni la marcha regular de un cuerpo político” (Núñez, 1945b, p. 81), por lo que era preciso que también hubiera una “sanción religiosa o moral” (p. 85):

La sanción religiosa o moral es, además, portadora de una grande esperanza, porque nos enseña que el sufrimiento es medio de purificación y convierte con frecuencia la cólera en sonrisa. ¿Cómo encadenar la serpiente de la miseria, sino haciendo aparecer en el antro infecto algunos rayos de la celeste aurora? ¿Cómo salvar de la desesperación a la viuda y al huérfano, si se les quita la perspectiva de una futura reunión con el sér que les arrebata inevitable muerte? La grande esperanza de que hablamos, es, a un tiempo, saludable dique y consuelo. (Núñez, 1945b, p. 85)14

La postura nuñista se afincaba en la certidumbre de que “el desarrollo moral que tra[ía] consigo la civilización verdadera” (Núñez, 1945b, p. 85),15 “síntesis final del progreso en todas sus formas” (Núñez, 1945a, p. 357),16 era “obra inseparable del sentimiento religioso”, pues de “otro modo” despertaba “apetitos funestos, incontenibles y destructores” (Núñez, 1945b, p. 85). A juicio de Rafael Núñez, el desarrollo moral era el que había “venido refinando la sociedad, facilitando las relaciones, embotando las espadas” y alejando, “en una palabra”, a los colombianos “de la situación lastimosa en que vegetaban las tribus antropófagas, y otras que, sin serlo, [eran], no obstante, bárbaras” (p. 85).

Todo “progreso bien entendido” (Núñez, 1945b, p. 82) tendía en su argumentación hacia la formación de un hombre netamente espiritualizado que medía su comportamiento social según criterios morales y/o religiosos, pero que además relegaba su existencia material a su esencia espiritual.17 Fundamentándose en esta concepción, aseveraba que la manera más idónea de lograr “la moralización de los sentimientos”18 (p. 135) era imponer “el principio de la garantía del orden” (Núñez, 1986, p. 50)19 en todo el territorio, so pena de conducir al país “a la anarquía, al crimen, al sufrimiento social, a la ruina” (Núñez, 1945b, p. 135).20

En un discurso pronunciado el 11 de noviembre de 1885 ante los delegatarios de los estados soberanos encargados de la elaborar la Constitución de 1886, expresó este último postulado como sigue:

Hemos visto aun a individuos encargados de funciones públicas condenándose a sí mismos en el seno del hogar, donde de ordinario los hombres abandonan sus opiniones ficticias. La tolerancia que hemos, muchas veces, encomiado, no ha sido a la verdad sino irritante intolerancia; del mismo modo que la excesiva libertad concedida a los pocos degenera pronto en despotismo ejercido contra la mayoría nacional.

Nada tiene, pues, de pasmoso que no hayamos podido establecer el imperio del orden, puesto que hemos desconocido sistemáticamente realidades ineludibles [...]. Las Repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente desorden y aniquilarse en vez de progresar. (Núñez, 1986, p. 76)21

Luego de ser aprobada la carta magna, el cartagenero escribió un artículo en el que aseguraba que este documento “satisfacía suficientemente la más apurada necesidad, que [era] el restablecimiento del poder público como entidad primaria del movimiento político y con independencia del gamonalismo local” (Francisco, 1983, p. 35). Lo que denota dicha aserción es que él ponía en el centro de “la problemática interna”, la ausencia de un gobierno capaz de contener el poder de las secciones, al igual que “de dirigir a la sociedad por [sí] mismo”, o sea, “sin claudicar ante [las] influencias” de la esfera regional (p. 35), razón por la cual resultaba imprescindible llevar a cabo una “Regeneración administrativa fundamental” para evitar caer en la “catástrofe” (Martínez, 2001, p. 433).22

Hay que aclarar, empero, que esta consigna base del programa regenerador había sido enunciada años atrás durante la posesión del general Julián Trujillo, acto en el que Rafael Núñez, en su calidad de “Presidente del Senado” (Francisco, 1893, p. 61), expresó lo que se transcribe a continuación:

El país se promete de vos, Señor, una política diferente; porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema: regeneración administrativa fundamental o catástrofe. Demostrad, Señor, en una palabra, que la moral política es la fuerza social que domina todas las formas de progreso, y restableced por ese medio la confianza. (Francisco, 1983, p. 61)23

La política diferente por la que abogaba el nuñismo consistía en priorizar el bien común frente a los intereses de quienes detentaban el mando, rompiendo con esto “la tradición casi sin escrúpulos” de los funcionarios oficiales de anteponer el beneficio personal al de la comunidad (Francisco, 1983, p. 62). El Gobierno era, por ende, el responsable de hacer respetar el interés general de acuerdo con las normas establecidas, precepto en el que se apoyaba el cartagenero para argüir que la libertad de los colombianos debía asegurarse, como también lo creía Miguel Antonio Caro, mediante el ejercicio de la autoridad, tarea primordial del Estado.24 Los conceptos de libertad y orden eran entendidos, dentro de este marco, como equivalentes:

Libertad y orden, son en su esencia elementos sinónimos, y no antagonistas o diversos siquiera, como erradamente se ha pretendido por muchos. La libertad abstracta es el seguro ejercicio del derecho simplemente, y la libertad concreta es el seguro ejercicio de ese derecho en todos y cada uno; de donde resulta el orden político y social.

Pero ¿qué es el derecho? El derecho es el sér mismo, la vida moral y material: sentir, pensar, discutir, moverse, asociarse, creer, producir —cada cual en su órbita—, esto es, sin invadir ni embarazar la vida moral y material de otro. […]

[…] El Gobierno es la garantía del derecho de todos. (Núñez, 1945b, p. 46)25

Tanta era “la importancia y la exigencia que [tenía] el oficio de gobernar” que el “liderazgo político del presidente” debía asegurarse no solo a través del recto desempeño de sus funciones, sino también, cuando fuera necesario, por medio del uso de la fuerza, puesto que era “su deber supremo, reinstaurar la confianza, el reconocimiento y el respeto de la autoridad” (Francisco, 1983, p. 63).

La conclusión a la que Rafael Núñez arribaba por esta vía sugería que no todos los seres humanos eran aptos para dirigir los destinos de un país; únicamente lo eran quienes fueran competentes para sobreponerse “a lo particular, al apasionamiento, a la soberbia”, y poseyeran “al mismo tiempo, la firmeza de carácter y la capacidad de análisis frente a las circunstancias inmediatas y la previsión y oportunidad de acción” (Francisco, 1983, p. 63).26 La facultad de gobernar estaba en consecuencia restringida a unos pocos que comulgaban con el ideal regenerador. En los términos de María del Pilar Melgarejo Acosta (2007):

La idea de que exis[tía] un “espíritu de la regeneración” encargado de penetrar o irradiar el cuerpo nacional, [era] sin duda una retórica que le da[ba] fuerza al programa político del gobierno pero que al mismo tiempo deja[ba] a la intemperie a aquellos que no [querían] participar bajo sus directrices. La llamada “regeneración práctica” se [convirtió] en una regeneración metafísica, “espiritual”, esta condición, el estar de cierta manera por fuera del ámbito de lo terrenal la [erigió] en una idea inaprensible —solo algunos pose[ían] su verdad— y al mismo tiempo en una idea totalizadora, bajo cuya sombra se cobija[ban] todos los ideales del gobierno: autoridad, orden, disciplina, paz, ley y religión. (p. 76)

Inscritos en este ámbito, los regeneracionistas vieron en la Constitución de 1886 el comienzo de una nueva época: basados en que era imperioso emprender un resurgimiento frente “a las amenazas que [volvían] al hombre en un ser egoísta, soberbio y materialista” (Francisco, 1983, p. 67), le otorgaron al movimiento regenerador el carácter de revolución moral. Rafael Núñez explicaba esta cuestión como sigue:

En la general condición de las cosas al presente, la reacción religiosa —que es la reacción moral— se hará sentir en todos lados, porque no queda otra solución a tantas dificultades […] estamos en Colombia en época de revolución moral; revolución que no es sino breve rama de lo que ocurre en todo el mundo civilizado, al cual puede también aplicarse el lema de 1878: Regeneración ó Catástrofe. (Francisco, 1983, p. 67)27

Un elemento a destacar es que el papel que tanto Rafael Núñez como Miguel Antonio Caro le asignaron a la religión católica como “guía de los pueblos” fue el sustrato a partir del cual el filólogo bogotano acuñó su idea de virtud, asiento “de la felicidad privada y pública” (Mesa Chica, 2014, p. 93). Desde su perspectiva, “la virtud [era] la perfección de la vida moral, perfección de la conducta y de los propósitos, con base en los principios del cristianismo” (p. 94).

Las “doctrinas políticas”, por ende, debían derivarse de “principios morales” y estos, a su vez, de “verdades religiosas” (Mesa Chica, 2014, p. 98), precepto en el que se fundamentó para proponer un par de premisas que igualmente eran compartidas por el nuñismo: a) que “el progreso material”, “para ser ‘plausible’”, debía “estar subordinado al orden moral” cimentado en el credo católico (p. 95), y b) que el político tenía que ser un “hombre virtuoso y su acción desinteresada, porque le [correspondía] la tarea de educar y orientar a la sociedad” (p. 111).

La forma de lograr el bien común radicó para ambos en la conjunción de tres nociones (orden, justicia y perfección) que estaban estrechamente ligadas a la preponderancia del catolicismo en la sociedad.28 Instaurar el orden político y social que ambos pretendían requirió, por consiguiente, de la puesta en marcha de un par “empresas prioritarias”: por un lado, llevar a cabo una reforma legislativa de gran alcance, para lo cual se procedió a sancionar la carta magna de 1886, y por el otro, otorgarle a la “Iglesia” un papel primordial en la escena nacional concediéndole, entre otras cosas, la potestad absoluta sobre la instrucción pública y la vida familiar (Martínez, 2001, p. 432).

La firma del Concordato con el Vaticano en 1887 fue lo que garantizó que la Iglesia se erigiera en “un actor de primera importancia en la sociedad colombiana” al permitir que recuperara las propiedades que anteriormente le habían sido confiscadas y fuera indemnizada por aquellas otras que habían sido vendidas “a particulares en cumplimiento de los decretos de desamortización” (Martínez, 2001, p. 432). Igualmente, recobró “el fuero eclesiástico” y le fueron confiados “el estado civil, los cementerios y la inspección educativa” (p. 432).

La unión del poder temporal con el espiritual se explica, de acuerdo con el análisis efectuado por José David Cortés Guerrero (1997), tanto en virtud de las directrices trazadas por los regeneradores, como en función de los intereses particulares de la Iglesia.29 En su lenguaje:

Los gestores de la Regeneración fueron conscientes de que la Institución eclesiástica y la religión católica constituían elementos ideológicos fundamentales que no podían desestimar, máxime cuando se buscaba justificar el orden social existente por medio de las explicaciones respaldadas por leyes naturales y divinas, que la Iglesia argumentaba en defensa de sus privilegios y los de sus pares. […]

[La actuación seguida por los regeneradores coincidió, además, con] un proceso propio de la Iglesia católica a nivel mundial, la Romanización-ultramontismo […]. Ambos procesos tuvieron características similares: vieron un enemigo que debían combatir; lucharon por reconquistar privilegios perdidos o en peligro; [y] buscaron reafirmación a nivel de la sociedad […]. (Cortés Guerrero, 1997, p. 4)30

Téngase en cuenta que la “aspiración de los grupos dirigentes a ver fortalecida la autoridad social” para combatir “la anarquía que amenazaba con disgregar el país”, aparte de implicar que la Iglesia expandiera su control sobre la población, utilizando la mediación estatal, también supuso la construcción de una “formidable empresa retórica” que, negando el cosmopolitismo del mundo moderno, prohibía “la entrada de las ‘ideas disociadoras’ que llega[ban] de ultramar” (Martínez, 2001, p. 433).

 

La comprensión adecuada de este planteo obliga a recordar que, aunque en su primer mandato Rafael Núñez había recurrido a la experiencia europea como fuente de legitimidad de su programa político, al materializarse el proyecto regenerador, cuestionó su validez para dar cabida a una nueva legitimidad afincada en la “autenticidad” de los colombianos, dando con esto origen al “discurso nacionalista de la Regeneración” (Martínez, 2001, p. 363).

Europa se erigió de esta forma, para el cartagenero y para sus seguidores, en un lugar que encerraba una “honda complejidad” que podía resultar negativa para la consolidación del Estado (Francisco, 1983, p. 20). Factores tales como “el gran contraste de su desarrollo material, coexistiendo con la proliferación infinita de la miseria”, “la amenaza moral y religiosa del materialismo ateo” y “la ciega e inhumana competencia económica” (p. 20), ocasionaron que el imperio del orden fuera instituido sacando a la luz los errores provenientes del extranjero.

Francia fue el país que simbolizó para “las elites colombianas la quintaesencia del mal europeo y el arquetipo de la corrupción moral y social” (Martínez, 2001, p. 438), al grado que la “imagen de París como una nueva Babilonia, ciudad de placeres, vicios y corrupción” (p. 440) se volvió frecuente entre los connacionales.31

Inglaterra, en contrapartida, fue el modelo a seguir desde el punto de vista político, mientras que España lo fue desde el punto de vista moral: en cuanto a la primera, la reivindicación de “la sabiduría política” (Martínez, 2001, p. 451) de los ingleses se debió a que, en antítesis a la impronta desestabilizadora del modelo francés, en aquélla “el espíritu de libertad est[aba] contrabalanceado por la conciencia de la necesidad del orden” (p. 452). Frente a la segunda, el mundo hispánico fue enaltecido tanto por simbolizar a la madre patria, como por encarnar la fe católica, principio sine qua non de la Regeneración.

Fruto “del miedo a la contaminación europea” (Martínez, 2001, p. 449) fue igualmente el rechazo a la inmigración.32 En el discurso pronunciado por Rafael Núñez ante el “Congreso constitucional” (Núñez, 2014, p. 1217) instalado el 20 de julio de 1888 él arguyó al respecto lo siguiente:

Tampoco es dado á la mano del hombre acelerar el cronómetro providencial del destino de cada pueblo, como no le es posible anticipar el cambio de las estaciones. […]

La inmigración en larga escala debe, por consiguiente, ser precursora de la multiplicación de los rieles; y sólo Dios sabe —como lo hacen temer ejemplos contemporáneos— si el problema de la inmigración no guarda en su seno amenazadoras incógnitas, que pueden ser causa de relativo consuelo de su retardo, mientras logramos fortificar elementos propios suficientes para la defensa de nuestra nacionalidad. (Núñez, 2014, p. 1229)33

Lo interesante de este devenir es que la defensa de la nacionalidad llevó a ensalzar la autenticidad nacional, noción que en Carlos Holguín mutó hacia un encumbramiento de la felicidad nacional frente a la felicidad ficticia que exhibían otros países, ratificando así la ideología anticosmopolita que distinguió a la retórica oficial de las postrimerías del siglo XIX.

Hacia 1892, posiblemente influido por “las reflexiones de su cuñado Miguel Antonio Caro, quien predica[ba] sin cesar la paciencia frente a las ilusiones de la modernidad” (Martínez, 2001, p. 466),34 Carlos Holguín enunció cuáles eran a su modo de ver las condiciones bajo las cuales los connacionales podían ser felices:

Debemos aprender [...] a vivir con lo que tenemos, y a no vivir atormentados con el espejismo del extraordinario progreso material de otros países. Ni la riqueza es por sí sola elemento de felicidad para los pueblos, como no lo es tampoco para los individuos, ni a su consecución se pueden sacrificar otros bienes de orden superior. Colombia sería uno de los países más felices de la tierra, con sólo que nos diéramos cuenta de nuestra felicidad. […] Veo un peligro serio en la impaciencia que se ha apoderado de algunos espíritus porque lleguemos de un salto a ser millonarios, a decuplicar nuestras rentas, a ver nuestro territorio cruzado por ferrocarriles, y a decuplicar también nuestra población trayendo los sobrantes de otras regiones. […]. Yo querría que muchos de nuestros conciudadanos fuesen a los grandes centros de la civilización […] a penetrar algo en el fondo de aquellas sociedades, y nos dijeran si habían hallado la felicidad en el seno de aquellas multitudes […]. Yo las he visto de cerca durante años enteros y puedo deciros que somos muy felices, que no cambiaría nuestro atraso por la prosperidad de ninguno de los países que he visitado. Nuestra gran necesidad aquí es la paz, para que a su sombra se vayan desarrollando paulatinamente, pero de modo estable, los gérmenes de nuestras diversas industrias. Y esto sin gravar a las generaciones venideras con el pago de empréstitos, y sin poner en peligro nuestros derechos señoriales con grandes masas de emigrantes. (Martínez, 2001, pp. 466-467)35

Los planteamientos proferidos en la cita no solo exhortaban a reivindicar el progreso moral frente al progreso material, sino que además insistían en la amenaza que podría suponer para la élite colombiana la entrada al territorio patrio de numerosos inmigrantes que, con sus ideas y costumbres, pusieran en riesgo la estabilidad del orden regenerador.

Lógicamente, la postura de Carlos Holguín no era producto de la casualidad sino que constituía un testimonio tangible de la crisis en la que se hallaba el régimen: el inconformismo sentido por la población a causa de las penurias económicas que exteriorizaba el país, patentizadas en el exceso de papel moneda, en el exclusivismo político, en la represión estatal y en las irregularidades electorales perpetradas por el partido nacionalista, ocasionó que al iniciar los años noventa, desde distintos ámbitos, se clamara por reformar la Constitución de 1886.

Una petición semejante suponía para los líderes del movimiento un peligro inminente, pues sabían que en el pasado esa exigencia había marcado el comienzo del fin para el radicalismo liberal. En vista de lo anterior, ellos comprendieron que la manera de permanecer en el poder era cimentar el orden social en el afianzamiento de la autoridad estatal.

La urgencia era doble: a corto plazo, “contener la sociedad para evitar” la “explosión” de un conflicto mayor, y a largo plazo, "transformar” esa sociedad “inculcando a las generaciones futuras el respeto” a la institucionalidad plasmada en la carta magna (Martínez, 2001, p. 470). La conservación de la paz en la cual fundaba Carlos Holguín la prosperidad de la patria implicó, en consecuencia, hacer uso de todos los medios posibles para asegurar que la anarquía no se apoderara de Colombia.

Vale subrayar que las críticas elevadas al poder central, propiciaron que Carlos Holguín empezara a culpar a la oposición de tener “dos morales”, porque no aplicaba a “la cosa pública los mismos principios con que se [gobernaba] en lo privado” (Holguín, 1893, p. 5).36 Tal dualidad lo llevó a aseverar que existía una clara diferenciación entre la “conciencia” que se manifestaba en “la casa” (el ámbito de lo privado) y la que se mostraban en “la calle” (el ámbito de lo público) (p. 19), argumento que rememoraba la crítica proferida en 1885 por Rafael Núñez en contra de los funcionarios que en el seno del hogar abandonaban “sus opiniones ficticias” (Núñez, 1986, p. 76).

La materialización de un orden autoritario supuso entonces llevar a cabo cinco operaciones. La primera fue contratar congregaciones religiosas europeas para que a través de la educación disciplinaran a los colombianos, accionar que, si bien rindió sus frutos en cuanto al robustecimiento del catolicismo en el país, no obró de la misma forma en cuanto a contener a las masas. Una muestra de ello es que en la revuelta urbana que se produjo en 1893 en Bogotá, los artesanos culparon a los salesianos de representar una “competencia desleal” para “los modestos talleres de la ciudad” (Martínez, 2001, p. 491).