Bogotá en la lógica de la Regeneración, 1886-1910

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Introducción

¿Cuál es la composición social de las ciudades victorianas y de los concejos municipales? ¿Cómo eran el prestigio social y el poder económico reflejados en la acción política? ¿Hasta qué punto los cambios en la estructura social y las fluctuaciones de ingreso y empleo determinaron las líneas principales de la política ciudadana? ¿Cuáles fueron las relaciones entre los grupos “establecidos” y nuevos en la vida local? ¿Hasta dónde la creación de maquinaria continuada para la administración municipal cambió el carácter de la dirigencia local? Todas estas cuestiones pueden ser respondidas sólo en el contexto de la vida de ciudades particulares. (Briggs citado por Almandoz, 2008, p. 75)1

Hay que comenzar este escrito explicando bajo qué parámetros se concibe la conformación del Estado. La historiografía producida en torno a dicha temática para entender la esfera colombiana se ha caracterizado por partir de un sustrato común: la teoría de Max Weber, según la cual el Estado es entendido como “una comunidad humana que se arroga (con éxito) el monopolio del uso legítimo de la fuerza física dentro de un territorio dado” (Bolívar, 1999, p. 12).

Lejos de desconocer los reparos formulados por algunos investigadores en cuanto a que esta definición “es sólo uno de los modelos posibles de conformación” estatal, lo que se quiere remarcar es que quienes comulgan con el pensamiento weberiano coinciden en aceptar que “el monopolio de la violencia” se encuentra indefectiblemente “atado a la configuración del Estado” (Bolívar, 1999, p. 12).2

La manera de acercarse al problema desde “la sociología, la ciencia política, y en menor medida, la historia, ha sido el método comparativo”, pues se considera que es el modo más idóneo de hallar “regularidades y patrones mucho más generales” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232). Los análisis realizados para Colombia haciendo uso de la comparación señalan de modo ostensible el peso que tiene en ellos la obra de Charles Tilly, Barrington Moore y Michael Mann, cuyos textos son de citación obligatoria. No obstante, más allá de si la argumentación gira alrededor de preguntase por el “proceso de construcción del orden a partir del conflicto” (Ansaldi y Giordano, 2012, p. 15) o “de qué manera y hasta qué punto la organización denominada ‘Estado’ logra controlar los principales medios de coerción dentro de un territorio definido” (López-Alves, 2003, p. 24), lo cierto es que la guerra está en el centro de las disquisiciones.

Tal situación es, en efecto, la que explica por qué el contexto colombiano encarna un escenario inmejorable para poner a prueba dichos planteos; sin embargo, el hecho de reducir la explicación al fenómeno de la violencia, entendido como la capacidad o incapacidad del Estado para concentrar “de forma legítima el monopolio del poder de la coacción” (Forero Hidalgo, 2009, p. 232), ha fomentado que en el medio nacional no se tomen en consideración, o que se rechacen de plano, investigaciones realizadas desde otras perspectivas que son ciertamente pertinentes para comprender lo acaecido en el país.

En consonancia con lo que algunos años atrás sugirió Ingrid Bolívar (2010), acabar con este reduccionismo académico es esencial para poder replantear tesis historiográficas que continúan vigentes en la esfera nacional. La solución reside entonces en empezar a cuestionarse de qué manera “el conocimiento producido sobre el Estado” en virtud de este enfoque “tiende a ‘colonizar’, ignorar y/o despreciar experiencias políticas locales y regionales” (p. 94) que son cruciales para vislumbrar el proceso de configuración estatal en suelo patrio.

Un inconveniente que se denota al respecto es que ese universo comparativo recurrentemente está cimentado en un saber relativo a cada uno de los casos examinados. La propensión a centrar la atención en aquellos elementos que son cardinales para refutar o validar el referente teórico ocasiona que se recurra a las generalidades. La obsesión por definir las variables comparativas idóneas en función de un corpus teórico determinado suscita que los investigadores se olviden de que toda teorización es inútil si la interpretación dada no es consecuente con la realidad histórica.

Testimonio de lo anterior es el libro de Fernando López-Alves (2003) en el que las periodizaciones empleadas para abordar el ámbito colombiano omiten acaecimientos trascendentales para entender los principios sobre los cuales se erigió el Estado que forjó el movimiento regenerador. En tal dirección, afirmar que el mandato de Rafael Reyes va de 1904 hasta 1910 no solo supone eliminar la presidencia de Ramón González Valencia (1909-1910), sino, sobre todo, desconocer la relevancia que este último dignatario tuvo en la agudización de la lucha por la autonomía municipal, al mantener la política restrictiva y autoritaria del régimen reyista en materia local.3

Igualmente, aseverar que “el país experimentó un proceso intenso de centralización del poder y construcción del ejército durante las presidencias conservadoras de Rafael Núñez (1877-1889)” (López-Alves, 2003, p. 145) implica pasar por alto el origen liberal del cartagenero y negar la presidencia del general Julián Trujillo (1878-1880).4

En la misma línea, asegurar que la Regeneración “abarcó el período entre 1869 y 1900” (López-Alves, 2003, p. 146) obliga a hacer un recorte que si bien es justificable para la primera fecha si —y solo si— se acude al discurso pronunciado ante el Congreso el 1º de febrero de 1869 por el presidente electo, el general liberal Santos Gutiérrez,5 difícilmente podría aceptarse para el otro extremo de la cronología propuesta: aunque el golpe de Estado perpetrado por José Manuel Marroquín el 31 de julio de 1900 encarnó un acontecimiento trascendental en la época, otorgarle el fin del movimiento regenerador sería desconocer que fue precisamente la intransigencia de este dignatario frente a la insurgencia liberal la que dio pie para que se produjera la pérdida de Panamá y la posterior llegada de Rafael Reyes al mando.6

Finalmente, la interpretación proporcionada por López-Alves (2003) en lo que incumbe a la configuración del Estado colombiano sugiere que el siglo XIX debe entenderse como un continuo que va de 1810 a 1900. Tal posición es errada, pues es tangible que las medidas adoptadas por la Regeneración no se pueden equiparar a las medidas liberales de mediados de siglo ni a las medidas de la etapa posindependentista. La lectura que se haga de la centuria decimonónica debe afincarse en la asunción —y este es uno de los postulados medulares del presente libro— de que cada etapa histórica representó un decurso particular que debe ser examinado en su especificidad; si bien existieron problemas transversales para toda la centuria decimonónica (el municipio como ordenamiento político-administrativo es uno de ellos), su resolución atendió al contexto del momento.

Interesa llamar la atención sobre estas cuestiones porque ponen de manifiesto que el dato histórico no es simplemente un dato, sino un testimonio de lo acaecido. Ignorarlo o tergiversarlo no es un asunto menor: únicamente conociendo las bases de la ideología regeneracionista es factible hablar de la génesis del movimiento.

Progreso, modernidad y modernización

Una segunda acotación que se debe hacer concierne a la forma en la que aquí se enuncian los términos modernidad y modernización: el argumento que en esta dirección se sostiene es que ambos deben entenderse a la luz de la noción de progreso que se impuso entre los letrados de la época en estudio, la cual lo concebía como un estadio ideal (tipificado por una sociedad justa, próspera, y democrática) al que se debía arribar.7

En 1900, Antonio José Uribe dio relieve a esta conceptualización en un editorial publicado en el periódico La Opinión, en el cual aseveró que el país vivía en el atraso a pesar de tener “muchas riquezas naturales, una juventud enérgica é inteligente, una numerosa clase social de gran cultura, un Ejército disciplinado, de valor incomparable, y una masa popular sufrida, en su mayor parte laboriosa” (U., 1900a, p. 101).8 A su juicio, todos estos elementos, “dirigidos con acierto”, podrían llevar a Colombia “á un grado de progreso en el cual nada tendría que envidiar á sus hermanos de la América española” (p. 101).

La alusión del diplomático antioqueño a que, dirigidos con acierto, esos atributos conducirían al país al grado de progreso que lo pondría a la par con las demás repúblicas hispanoamericanas no era un recurso retórico, sino un indicio palmario del enfrentamiento que por entonces había entre dos posturas antagónicas que convivieron durante la Regeneración y que causaron una serie de debates que son imprescindibles para entender adecuadamente dicha etapa:9 una, fue la postura preconizada por aquellos letrados que anhelaban ser espectadores de las transformaciones materiales que, desde su perspectiva, traerían consigo la prosperidad del territorio patrio, y la otra, fue la postura defendida por los regeneradores, quienes reivindicaban la ausencia de esos cambios con el fin de priorizar la exaltación de los valores sobre los cuales se edificaba la ideología regeneracionista (por ejemplo, la virtud y el perfeccionamiento moral).10 La persistencia del antagonismo entre ambas posiciones no solo marcó los decenios en estudio, sino que además sentó las bases del decurso histórico posterior.

Inscrito en este horizonte, un interrogante que hasta ahora no se ha mirado con detenimiento, para los años que van de 1886 hasta 1910, es hasta dónde los procesos de transformación que la historiografía colombiana ha identificado acudiendo a esa noción de progreso se inscriben dentro de la “idea de modernidad” (Gorelik, 2014, p. 8).11 Tal como lo plantea Adrián Gorelik (2014), no se “trata, entonces, de definir un comienzo ontológico” de la misma, “sino de situar en la historia el momento” en que esos cambios “fueron interpretados como modernos, a la vez que fueron coloreados por esa interpretación, dotándolos de una dinámica” que incide “en las representaciones” (p. 7). La “espiral” que resulta de esa ida y vuelta es justamente lo que dicho autor llama modernidad (p. 7).12

 

Las pesquisas más relevantes en la materia señalan que esa la idea de modernidad supone la confluencia de la conciencia y la experiencia de un mundo que transmuta; en otras palabras, la “conciencia de tiempo específico, es decir, la de tiempo histórico, lineal e irreversible”, que camina “irresistiblemente hacia adelante” (Calinescu, 1991, p. 23), debe estar acompañada de las “transformaciones sociales y materiales” (Gorelik, 2014, p. 8) que cristalizan esos signos de cambio en la realidad. Y este último proceso es precisamente el que se conoce como modernización.13

La pertinencia de la definición anterior reside en que permite vislumbrar por qué la ciudad moderna se erige en “el sitio por antonomasia” de dicha metamorfosis, pues al identificarla con la noción “de progreso (o con sus costos)” (Gorelik, 2014, p. 8) se convierte en un instrumento inmejorable para arribar a ese estadio ideal de desarrollo.

Hablar de ciudad moderna implica, por consiguiente, hablar de un momento histórico en el que se da la confluencia de un proceso de modernización urbana con el nacimiento de una variedad de “valores y visiones” (Berman, 1991, p. 2) que daban cuenta de esas transformaciones. La experiencia del cambio, reflejada en las alteraciones físicas que sufre el espacio urbano, tales como la ruptura de los patrones tradicionales de asentamiento, la variación en el uso de ciertas áreas, la creación de barrios obreros, la dotación de servicios domiciliarios, etc., se une así a las representaciones surgidas de esos cambios, dándole de esta forma origen a esa ciudad moderna.14

Hay que hacer énfasis en este punto porque una dificultad persistente en las investigaciones que se enfocan en el espacio urbano bogotano de fines de la centuria decimonónica hasta mediados del siglo XX es la utilización indiscriminada de los conceptos ciudad moderna, modernización y modernidad, sin atender a las particularidades de cada uno de ellos. Lo que en esta dirección se quiere subrayar es que para comenzar a reflexionar adecuadamente sobre la materia es indispensable comprender que “la idea de ‘ciudad moderna’” nace de una “idea de modernidad” que, tal cual ha sido definida por los especialistas en el tema, “combina una experiencia histórica con una conciencia histórica” (Gorelik, 2014, p. 8).

La traducción de estos planteamientos al período en estudio constriñe a proponer una tesis central del libro: si bien no se puede negar que la actitud exhibida en estos años por algunos letrados colombianos anunciaba de modo incipiente (al exigirle al Gobierno que se pusieran en marcha los adelantos que requería el país para progresar) esa conciencia de tiempo específico de la que habla Matei Calinescu, lo cierto es que todavía no estaban dadas las condiciones para que en ese momento confluyeran, “en relación necesaria, las transformaciones sociales y materiales con las representaciones culturales que buscaban comprenderlas, criticarlas o guiarlas” (Gorelik, 2014, p. 8). Todavía no se había producido el cambio estructural requerido para que se juntaran, usando la terminología de Marshall Berman, “los procesos de ‘modernización’ y los ‘modernismos’” (p. 8).15 Bogotá, analizada bajo este lente, no experimentó ese cambio estructural durante la Regeneración porque los regeneradores legitimaron su poder en valores que marcaron “la vida institucional del país con el sello de la lucha contra la modernidad” (González, 1997, p. 49).

Las bases historiográficas

Tras realizar las aclaraciones de tipo teórico-conceptual, es preciso aludir de modo sucinto al sustrato historiográfico del que se nutre esta investigación. Una primera observación a efectuar es que, aunque en las últimas décadas se ha propagado la idea de que “el espacio local constituye una unidad analítica peculiar” (Ternavasio, 1992, p. 56) que posee una validez indiscutible dentro de la historia política para examinar el proceso de conformación de los Estados nacionales, la anuencia a este precepto no ha estimulado con la misma diligencia en todos los países del continente americano la iniciación de pesquisas sobre el tema.16

Tal vacío historiográfico se debe a las dificultades que se presentan para encontrar fuentes que permitan analizar a profundidad la [esfera municipal], así como a las singularidades del medio andino que, buena parte de las veces, se acentúan en el territorio [colombiano. Consecuencia] de lo anterior es que los investigadores han tenido que recurrir a formular planteamientos de tipo general que, o se encuentran a la espera de ser corroborados, precisados o refutados, en investigaciones posteriores, o no son pertinentes al revisar el problema desde la escala local. (Suárez Mayorga, 2018, p. 778)17

Más que abordar en detalle las diferentes fuentes secundarias consultadas, lo que se pretende en este apartado es enunciar algunas precisiones acerca de la manera en la que en la esfera latinoamericana se ha estudiado el papel cumplido por la administración local en el transcurso del siglo XIX. Con frecuencia, el acercamiento a este problema se ha presentado esclareciendo cuál fue el accionar de los cabildos luego de la declaración de emancipación del imperio español y qué modificaciones se dieron con la sanción de la Constitución de Cádiz, en aras de explicar la continuidad o la ruptura que sufrieron algunas instituciones coloniales.18

La predilección por aproximarse de este modo a dicha cuestión ha generado un cierto auge de la perspectiva constitucionalista, la cual se afinca en la idea de que, después de las guerras independentistas, el municipio se convirtió en la “célula política básica detentadora de soberanía” y las “comunidades locales” se erigieron “en fuentes de derechos políticos” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).

Lo sucedido en el territorio neogranadino es diciente a la luz de esta conceptualización: pese a que tan pronto se dio la ruptura con la Metrópoli se promulgaron actas de independencia y textos constitucionalistas (testimonio de lo cual es la Constitución de Cundinamarca del 4 de abril de 1811), ninguno de esos documentos estableció un ordenamiento administrativo basado en el ámbito local. Solo a partir de la promulgación de la carta magna gaditana, se reivindicó al municipio como pieza esencial del engranaje gubernamental.19

La característica fundamental de la Constitución Política de la Monarquía Española, aprobada el 19 de marzo de 1812 y jurada en los territorios americanos meses después, fue en efecto, la regulación “en materia de organización territorial del poder” de un “Estado unitario descentralizado” (Salvador Crespo, 2012, p. 11), situación que generó que la discusión sobre los artículos relativos a los municipios y a las provincias se estructurara alrededor de la preservación de la autonomía local y la función de las localidades como órganos de representación popular.20

“El gobierno interior de los pueblos” quedó allí establecido mediante la creación de “ayuntamientos” (Constitución de Cádiz, 1813, p. 101) en “aquellos lugares de población inferior a mil almas y cuyas circunstancias particulares, agrícolas o industriales lo aconsejasen” (Salvador Crespo, 2012, p. 31).21 Las atribuciones que se les otorgaron quedaron circunscritas a: desempeñar “la policía de salubridad y comodidad”; “auxiliar al alcalde” en todo lo que perteneciera a “la seguridad de las personas”, los “bienes de los vecinos” y la “conservación del orden público”; administrar e invertir “los caudales de propios y arbitrios conforme á las leyes y reglamentos”; recaudar y repartir “las contribuciones”, remitiéndolas a la “tesorería respectiva”; “cuidar de todas las escuelas de primeras letras” y demás instituciones “de educación” que se pagaran “de los fondos del común”; velar por “los hospitales, hospicios, casas de expósitos” y el resto de “establecimientos de beneficencia”, bajo las reglas que se prescribieran; vigilar la “construcción y reparación de los caminos, calzadas, puentes y cárceles, de los montes y plantíos del común, y de todas las obras públicas de necesidad, utilidad y ornato”; “formar las Ordenanzas municipales” y “presentarlas á las Cortes para su aprobación por medio de la diputación provincial”, y “promover la agricultura, la industria y el comercio [según] la localidad y circunstancias de los pueblos”, así como todo aquello que les fuera “útil y beneficioso” (Constitución de Cádiz, 1813, pp. 104-105).22

Los ayuntamientos adquirieron gracias a las competencias reseñadas “algunas características descentralizadoras y democráticas”, en la medida en que se reconoció que “los vecinos de los pueblos” eran las únicas personas que conocían “los medios de promover sus propios intereses” y que no había “nadie mejor que ellos” para adoptar las prescripciones oportunas en el instante en que fuera preciso “el esfuerzo reunido de alguno o de muchos individuos” (Salvador Crespo, 2012, p. 23).

Empero, si bien existió esa voluntad de permitir que los municipios se encargaran de dirigir su propio rumbo, es tangible que los constitucionalistas no estaban pensando en avalar la total autonomía municipal, razón por la cual en la norma se ordenó “la inspección de la Diputación Provincial” y “la imposición del jefe político como presidente de la corporación” (Salvador Crespo, 2012, p. 24).23 El corolario de lo anterior fue que el ayuntamiento se erigió en un ente en el que sus miembros debían ser

elegidos por los vecinos en razón de la eficacia, pero donde [era] oportuno el control de una autoridad política legitimada por la voluntad nacional. De este modo, el régimen municipal de la Constitución de 1812 [pretendió] un municipio que recupe[rara] la tradición nacional, pero en realidad condu[jo] a una institución sometida al poder ejecutivo. (Salvador Crespo, 2012, p. 24)

La dualidad que encarnó esta situación ocasionó que en el transcurso del siglo XIX los municipios lograran constituirse en “un poder que limitaba la capacidad de injerencia del Estado en las sociedades locales”, suscitando en consecuencia numerosos choques entre ambos “formatos representativos” en torno a la “pervivencia de las libertades territoriales y corporativas” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 24).

En términos de gobernabilidad republicana, ello provocó un continuo riesgo en dos sentidos: a) de disgregación del territorio, porque las discrepancias con las comunidades fueron un sustrato fértil para el surgimiento de movimientos secesionistas, y b) de debilitamiento del gobierno central, pues a medida que la esfera municipal fue adquiriendo mayor injerencia, los distintos regímenes instaurados se vieron en la necesidad, o bien de concertar las medidas a adoptar, o bien de restringir, por medio del uso del fuerza o de la implementación de disposiciones de tipo autoritario e incluso dictatorial, las atribuciones del ámbito local.

La tendencia que se percibió a lo largo del siglo XIX fue a aumentar paulatinamente el control sobre las localidades, lo cual estimuló que, desde la prensa u otros organismos de deliberación, se empezara a debatir cuál era el verdadero significado de las dicotomías Estado nacional-autonomía municipal, centralización-descentralización y ciudadano-vecino. Lejos de ser una problemática coyuntural, la preocupación por estas cuestiones no solo se extendió hasta la centuria siguiente, sino que además denotó una ampliación de la discusión a otros asuntos, que fue congruente con la complejidad que adquirió el sistema político.

Importa hacer hincapié en esto último porque los delegatarios que redactaron la Constitución de 1886 regresaron al discurso doceañista para sentar las bases de la descentralización administrativa propugnada por la Regeneración: sustentados en que la esfera local debía administrar sus propios negocios, les confirieron a las municipalidades múltiples atribuciones que en la práctica no pudieron materializarse debido a que entraban en pugna con las funciones asignadas a los distintos agentes de la autoridad central. La tónica de los años subsiguientes fue, precisamente, el surgimiento de numerosas críticas orientadas a exigir la concreción de ese espíritu autonómico.

 

Una temática que historiográficamente está ligada a la exposición previa es la de la representación política en la esfera local. Frente a este ítem es pertinente señalar que durante muchos años “la historia electoral latinoamericana” estuvo “prisionera de una nueva Leyenda Negra” que estipulaba que la “representación política moderna” en “el continente” había sido “un fracaso” por el protagonismo que los caudillos, el fraude, la violencia, etc., habían tenido sobre ella (Annino, 1995b, p. 7).24

Tras el giro historiográfico acaecido en los años noventa del siglo pasado, dicha concepción fue revaluada, procedimiento que no solo implicó enfocar el problema desde abajo, es decir, investigando el conjunto de prácticas que habían definido “la “entrada” de votantes heterogéneos” en un “mundo supuestamente homogéneo” (Annino, 1995b, p. 8), sino también analizarlo a través de la interacción de “las instituciones, los valores y los actores”, tres categorías políticas que generalmente pertenecían a áreas de estudio separadas (p. 9).

La puesta en práctica de esta opción metodológica significó asumir que, allende los fraudes perpetrados, cada debate electoral estaba ligado a un proceso histórico específico que debía examinarse con una lupa particular.25 Tomando esta ruta se logró constatar que, aunque “la idea de nación moderna, liberal”, apuntaba en la teoría “a la construcción de una monoidentidad colectiva”, en la práctica originó “polidentidades” que marcaron las particularidades de cada país (Annino, 1995b, p. 9).26

La “democracia de las urnas”, corriente disciplinar que nació a raíz de la aplicación de tales preceptos, se concentró entonces en reivindicar la pertinencia de abordar el problema desde las dimensiones constitucionalista, electoral e institucionalista, con el fin de explicar el funcionamiento político de la región, apartándose de la mirada tradicional que concebía a las elecciones “como una farsa o un instrumento de clase”; a los partidos políticos como “un formalismo elitista” (Irurozqui Victoriano, 2004, p. 21) o como “un cuerpo de notables ajeno a los principios de competencia y participación” (p. 26) y a la legislación como un organismo distanciado de la sociedad.27

Utilizando esta tríada analítica se llegó a concluir que la paulatina complejización del acto comicial propició, primordialmente, tres cosas: la primera, que los sufragantes estuvieran por lo general “enrolados en fuerzas electorales, movilizadas colectivamente por las facciones o los partidos” (Sabato, 1999, p. 21). La segunda, que se estimulara la creación de entidades (asociaciones profesionales, sociedades de ayuda mutua, clubes, etc.) que fueron cruciales para la consolidación de la modernización política en Latinoamérica, debido a que terminaron formando “una esfera pública” que se constituyó tanto en un espacio de acción para amplios sectores de la sociedad, como “en una instancia de mediación entre sociedad civil y Estado” (Sabato, 1998, p. 10). Y la tercera, que las personas aptas para votar no siempre desearan hacer uso de su derecho al sufragio.

Hay que anotar, de cualquier modo, que este ausentismo no originó que la población en general —“el hombre (en tanto sujeto de intereses, inclinaciones y expectativas particulares, que se agrupa para bregar colectivamente por éstas)” (Palti, 2007, p. 237)— se marginara de la actividad que se desenvolvió alrededor de cada elección, pues existieron otros mecanismos de intervención.28

La experiencia colombiana es ilustrativa en este sentido: los sujetos que se consagraban “a los menesteres políticos” sabían que no podían actuar despreciando a aquellos “sectores de opinión a los que era necesario persuadir y convencer” (Posada Carbó, 1999, p. 166), más allá de que no cumplieran con las condiciones requeridas para votar. Esto fue así porque, pese a que gran parte de la población era analfabeta, las personas que sabían leer comunicaban sus lecturas en “las conversaciones callejeras, en las tiendas, desde el púlpito” (p. 173), accionar que fomentó que se crearan escenarios de discusión política que estaban por fuera de los canales tradicionales de cooptación. La opinión pública se erigió así en una fuente inequívoca de legitimidad del poder político, ya que en función de ella correspondió a la población, encarnada en las voces emanadas desde los diarios o desde las distintas asociaciones que surgieron a lo largo de la centuria, controlar el gobierno representativo.29

La labor de la prensa alcanzó una fuerza notable en este proceso por dos razones primordiales: a) porque cumplió la misión de dirigirse a una audiencia general con la intención, tanto de “captar voluntades nuevas”, como de incidir “sobre la opinión pública en formación”, convirtiéndose de este modo “en un factor de peso creciente en la vida política local” (Sabato, 1995, p. 134) al politizar el clima de la ciudad, y b) porque se encargó de efectuar “un verdadero despliegue del tema electoral” (p. 133), usualmente organizado a conveniencia de las agrupaciones o de los dirigentes políticos que secundaba. Una de las empresas que acometió, dentro de este ámbito, fue relatar todo lo concerniente a la actividad comicial, reseñando de manera detallada las reuniones que se iban a realizar, citando a asambleas, convocando a sus lectores para que se registraran en las listas de sufragantes, narrando las jornadas electorales y denunciando los fraudes cometidos por la oposición.30

Vale advertir, sin embargo, que la condición sine qua non para garantizar el principio de deliberación fue permitir que los periódicos opinaran libremente, pues esto favoreció que, aparte de representar a la opinión pública, también la constituyeran como tal, desempeñando así una función excepcional “en la definición de las identidades colectivas” al permitir “a los sujetos identificarse como miembros de una determinada comunidad de intereses y valores” (Palti, 2007, p. 198).

La censura ejercida sobre las publicaciones capitalinas en las postrimerías del siglo XIX permite hacer, en conformidad con lo anterior, una doble lectura de lo ocurrido en la época: por un lado, es ostensible que las restricciones impuestas por el Gobierno a los periódicos que no comulgaban con el partido regente (o en contrapartida, los incentivos otorgados a aquellos afines al oficialismo) influyeron notablemente en el decurso de las elecciones municipales, justamente por erigirse en mecanismos de control político.31 Por el otro, es patente que, en su calidad de voceros de la población, algunos de esos periódicos actuaron como un catalizador de la inconformidad que sentían los citadinos frente a la Regeneración, lo cual propició que se pusieran en tela de juicio las bases del sistema que legitimaba la Constitución de 1886.32

La adecuada comprensión de la disquisición hasta aquí expuesta obliga a proporcionar unas directrices finales sobre la ciudadanía: a grandes rasgos, la conformación del ciudadano implicó crear un “universo abstracto de iguales que gozaban de los mismos derechos (y obligaciones) en las nuevas repúblicas en formación” (Sabato, 2010, p. 55). No obstante, la plasmación de estos preceptos en el orbe latinoamericano tropezó con una realidad disímil que no siempre encuadró dentro de los límites definidos por la norma: desde la perspectiva de los “protagonistas populares”, la construcción del vínculo con las autoridades fomentó la formación de “una cultura política específica, cimentada en prácticas de diversa índole”, desplegada en entornos variados, “no exclusivamente políticos” (Gutiérrez y Romero, 2007, p. 155), de las que no solo se derivaron instituciones concretas o instancias de intervención amplia, reguladas y controladas desde arriba —caso de las organizaciones electorales—, sino también de organismos informales, más autónomos, a partir de los cuales se fueron fraguando actitudes, valores e ideas que acabaron generando un tipo de actor particular.