Repertorio de la desesperación

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Aus der Reihe: Ciencias Humanas
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En la melancolía, la tristeza, el ánimo descendido, la depresión de la actitud, el retraimiento y el desinterés por el mundo exterior eran predominantes; aunque no se consideraban sus únicos síntomas, en ocasiones, se presentaba junto con trastornos orgánicos. Robert Burton mencionó el abatimiento como síntoma esencial de la melancolía, pero también incluyó dentro de esta las obsesiones los delirios, las quejas hipocondríacas y la conducta suicida.39

Burton diferenciaba la locura de la melancolía explicando que aquella era “un desvarío intenso o un delirio sin fiebre mucho más violento que la melancolía”, lleno de “ira y voces, miradas horribles, acciones, gestos, que perturba a los pacientes con mucha más vehemencia, tanto en el cuerpo como en la mente, sin temor y tristeza, con fuerza y arrojo tan impetuosas que a veces tres o cuatro hombres no los pueden sujetar”, aunque no había unanimidad al respecto.40

Entre algunos pensadores, la propensión suicida, resultado de la melancolía, fue progresivamente considerada una enfermedad y ya no un pecado satánico. Para el tratamiento de la melancolía, los médicos aconsejaban practicar sangrías (extracción de sangre del enfermo), ya que se pensaba que tenía que ver con el exceso de sangre y la acumulación de bilis negra en el encéfalo, y era necesario evacuarla.41

Sebastián de Covarrubias anotaba en su Tesoro de la lengua castellana, de 1611, que la melancolía era una “enfermedad conocida y pasión muy ordinaria, donde hay poco contento y gusto. Es nombre griego […] [que] suelen definir en esta forma: es mentis alienatio […]. Pero no cualquiera tristeza se puede llamar melancolía en este rigor: aunque decimos estar uno melancólico cuando está triste y pensativo de alguna cosa que le da pesadumbre”.42

Paulatinamente, entre los siglos XVI y XVII, la concepción del suicidio se va secularizando. La obra de Robert Burton marca un giro en la forma de considerar el homicidio de sí mismo. Su interpretación, aunque consentía la presencia de causas sobrenaturales en algunas ocasiones, les otorga un lugar secundario, privilegia causas naturales, como la mala dieta, la falta de ejercicio, los problemas de sueño y de vigilia, la soledad y la ociosidad,43 y así ofrece una visión más secularizada, que no fue del gusto de la Iglesia, la cual, al mismo tiempo, reforzó la condena moral del suicidio. Se dibujan a partir de entonces dos concepciones predominantes para pensar la muerte voluntaria. Una la explicaba por acciones demoniacas y subrayaba la presencia del vicio de la desesperación; mientras que la otra reforzaba la comprensión médica, somática, cada vez más compleja, que no veía en el suicida a un asesino ni a un gran pecador; sus adeptos abandonan las teorías sobre su origen sobrenatural y diabólico, y, así, para ellos, el suicida comenzó a verse más como un enfermo.44

La manía también se consideraba causa del suicidio. Durante muchos siglos manía y melancolía tuvieron significados distintos de los actuales.45 En la época clásica, “manía” era el término general utilizado para denominar la “locura”, y se definía por la presencia de ira, agresión, excitación y pérdida del control. En ella se incluían entidades que hoy se identificarían con la excitación catatónica, la intoxicación por drogas o el delirio. Este significado de la manía como sinónimo de “locura” permaneció sin cambios hasta el siglo XVIII. La muestra más clara de que en 1800 el término “manía” significa “locura” se encuentra en el médico francés Philippe Pinel (1745-1826), quien lo refleja en el título de su más importante obra Traité médico-philosophique sur l’aliénation mentale, ou la manie.46

Por su parte, los diccionarios del español del siglo XVIII definen así la manía: “enfermedad de la fantasía que la altera y desordena, fijándola en una especie, sin razón ni fundamento”.47 Y, a principios del siglo XIX: “especie de locura, que fija la imaginación en un solo objeto”.48

El vínculo entre locura, melancolía y suicidio se afirma progresivamente con más fuerza: entre muchos prospera la idea de que el suicidio estaba más relacionado con la locura que con la justicia o la religión. La actitud religiosa frente al suicidio fue siempre extremadamente cerrada, a diferencia del derecho secular, mucho más sensible, en ocasiones, a la evolución de las ciencias, de la filosofía y de las costumbres. Los trabajos científicos de los siglos XVII y XVIII contribuyen a desculpabilizar, poco a poco, el acto suicida: primero, al afirmar que el suicidio estaba más relacionado con la locura y, luego, pidiendo su despenalización (disociar suicidio y crimen). Muchos juristas estaban de acuerdo en que era odioso, bárbaro y absurdo castigar un cadáver y hacer sufrir a inocentes sanciones como la confiscación de los bienes del suicida.49

Como se verá, en la Nueva Granada, durante el siglo XVIII y entrado el XIX, se nota aún una fuerte reprobación hacia el suicidio. Para el mundo europeo en la misma época muchos autores coinciden en afirmar que se presentó un fortalecimiento de su secularización, en parte, debido a cierta pérdida de la influencia eclesiástica.50 En la Nueva Granada, estos matices empiezan a verse más claramente ya en la segunda mitad del siglo XIX. En la Europa de la Ilustración, la discusión sobre el suicidio se concentró en cuestiones relativas a los caracteres nacionales y a las diferencias culturales, algunos escritores discutieron el rol de los factores climáticos y de los problemas médicos y sociales en la conducta suicida, e instaron a acabar con las sanciones y a tener menos prejuicios frente a este acto. Estas posiciones cuestionaban la interpretación cristiana y propendían a un estudio de la conducta realizado a través de la observación empírica y de la razón crítica, y así consolidar las bases para un enfoque secular del suicidio. Otra tendencia que se afianza en la época es la que considera el suicidio como un problema médico, que se irá volviendo mucho más importante en el siglo XIX.51 Los filósofos de la Ilustración realizaron un trabajo de reflexión sobre el suicidio en una perspectiva moral,52 abordaron la legitimidad de las leyes que condenaban a los suicidas y la vigencia de los dogmas de la Iglesia en relación con la muerte voluntaria.53

En este contexto, aparece la figura del jurista italiano Cesare Beccaria (1738-1794), reformador de la justicia penal, y su obra de 1764, De los delitos y de las penas. Beccaria buscaba diferenciar, separar los conceptos de “pecado” y “delito”, y consideraba, además, que el suicidio no era en sí un delito susceptible de admitir una condena, ya que esta recaía sobre un cuerpo inanimado.54 Asimismo, hizo hincapié en que los familiares de “quien ha renunciado al bien de la vida” no deberían sufrir intromisión alguna de la ley y, en general, apuntaba a una humanización del derecho penal hacia un modo más racional y eficaz de aplicarlo.55 La obra de Beccaria incorpora varios artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 sobre la legalidad (nullum crimen sine lege); la igualdad ante la ley; el debido proceso; el sentido, el contenido y la legalidad de la pena; la presunción de inocencia, y el espacio acotado de la prisión preventiva.56 Respecto del suicidio, específicamente, expresa:

El suicidio es un delito que parece no admite pena que propiamente se llame tal, porque determinada alguna, o caerá sobre los inocentes o sobre un cuerpo frío e insensible. Si esta no hará impresión en los vivos, como no la haría azotar una estatua; aquella es tiránica e injusta, porque la libertad política de los hombres supone necesariamente que las penas sean meramente personales […] A este delito, una vez cometido, es imposible aplicarle pena; y el hacerlo antes, es castigar la voluntad de los hombres, no sus acciones; es mandar en la intención, parte tan libre del hombre que a ella no alcanza el imperio de las leyes humanas. […] Aunque sea una culpa que Dios castiga, porque solo él puede castigar después de la muerte, no es un delito para con los hombres, puesto que la pena en lugar de caer sobre el reo mismo cae sobre su familia. Si alguno opusiese que la pena puede con todo eso retraer a un hombre determinado a matarse, respondo que quien tranquilamente renuncia al bien de la vida, y de tal manera aborrece su existencia que prefiere a ella una eternidad infeliz, no se moverá por la consideración menos eficaz y más distante de los hijos o parientes.57

Así, pues, Beccaria, junto con Montesquieu, Rousseau y Bentham, representa la reacción contra la crueldad inútil y el atentado a la dignidad individual de la punición del suicidio, que se impondrá de forma continua e imparable en Europa —en cronologías diferentes— y luego en Hispanoamérica, y sustituirá las antiguas valoraciones de carácter religioso.

La muerte voluntaria en el tribunal

Para explorar el fenómeno del suicidio, los historiadores se dirigen al archivo judicial, pues en el mundo colonial esta conducta era tratada como un crimen. La mayor parte de las fuentes que se emplearon para estudiar este problema está constituida por expedientes criminales, de ahí que el archivo judicial ocupe un lugar preponderante.

Los procedimientos judiciales revelan que la historia de un suicidio no puede limitarse a ser la historia de una muerte, también es una mixtura compleja entre el cuerpo, el sufrimiento, la moral y el miedo, que conjuga sentimientos individuales y colectivos. Cuando se juzga el homicidio de sí mismo se interroga la cordura, la voluntad, la lucidez y la autonomía del acusado. El proceso también pone en escena el tema ominoso de la “mancha” (macula) (lo impuro, lo sucio, lo contaminado): el mal que atraviesa a la víctima/victimario para transformarlo ante los ojos de otros.

 

En lo que sigue, se describirán los principales textos, leyes, cuerpos doctrinales y obras de tratadistas españoles que abordaban el homicidio de sí mismo y que servían de base a los jueces y abogados neogranadinos para aplicar a las causas que conocían. Asimismo, se presentarán las etapas que comprendía un juicio criminal en la época, para otorgar elementos de comprensión a la narración de los casos, que se realizará posteriormente.

Resulta interesante observar la manera como una sociedad, impresionada por el acto suicida, lo enjuicia. En los tribunales criminales y eclesiásticos del Antiguo Régimen, se penalizaba tanto la tentativa58 como el suicidio consumado; es claro que si se había cometido un intento de suicidio, la acusación caía sobre el sujeto, aún vivo; pero, en el otro caso, la inculpación se aplicaba al cadáver y a la memoria del fallecido. Luego del proceso, el difunto era reconocido como inocente cuando se registraba su estado de locura en el momento de cometer el acto; si no, se le inculpaba y condenaba. Esta consideración se basa en la idea de que no hay responsabilidad en la locura y, por ello, se exime de la pena a quien actúa contra la ley en ese estado.

Textos y disposiciones legales

En la América española, el derecho y la teología se concebían como dos facetas del mismo saber que se juntaban y entremezclaban. En la doctrina política que animaba la empresa colonizadora española, no había contradicción entre los dos sistemas, ya que uno reposaba sobre el otro. Los dogmas religiosos se veían promovidos a “doctrina de Estado” y a ideología política. En cualquier asunto, se apelaba siempre al “servicio de las dos majestades”. La función del dogma religioso como ideología política y el uso del aparato eclesiástico con fines políticos contribuía al sostenimiento del orden social.59

Las reglas del derecho formaban parte del saber adquirido por los teólogos e ilustrado por los filósofos. Ello se basaba en la consideración de la teología como “reina de las ciencias”60 y del derecho como “lo que dicta la naturaleza, o ha ordenado Dios, o definido la Iglesia, o han constituido las gentes, o han establecido los soberanos en sus dominios, o las ciudades, y pueblos para su gobierno particular”.61

Los escritos sagrados y el dogma cristiano desempeñaban un papel importante en los tribunales, no solo en virtud de la noción de “justicia”, también, incluso, como fuentes jurídicas de pleno derecho.62 La continuidad con las Siete Partidas —que concebía el trabajo judicial como el desempeño de un deber de conciencia de carácter moral y religioso— era todavía grande.63 En los procesos estudiados, una de las fuentes más citadas fue la Biblia, junto con algunas leyes que se verán a continuación.

Los corpus legislativos en materia criminal que rigieron en el mundo hispanoamericano fueron los mismos que estaban vigentes en la metrópoli; en ellos se basaron los jueces y abogados para sustentar sus posiciones frente a esta práctica. Uno de estos fueron las Siete Partidas (1252-1284), que hasta el siglo XIX fue el código español más completo. La partida más importante en materia criminal era la séptima, referida a las acusaciones, los delitos y las penas. Allí, en el título 27, Ley 1, las explicaciones sobre el homicidio de sí mismo son claras, los argumentos para condenarlo son de orden religioso y toman el concepto de “desesperación” como clave: “De los desesperados que se matan a sí mismos o a otros por algo que les dan y de los bienes de ellos”. La desesperación, como se ha dicho, era considerada un pecado mortal y sucedía cuando un hombre “pierde la confianza en Dios, aborreciendo su vida y codiciando la muerte”. La Ley 1 consagraba:

Y hay cinco maneras de hombres desesperados: la primera es cuando alguno ha hecho grandes yerros, que, siendo acusado de ellos, con miedo de la pena y con vergüenza que espera tener por ellos, mátase él mismo con sus manos o bebe hierbas a sabiendas con que muera. La segunda es cuando alguno se mata por gran cuita o por gran dolor de enfermedad que le acaece, no pudiendo sufrir las penas de ella. La tercera es cuando lo hace con locura o con saña. La cuarta es cuando alguno que es rico y poderoso y honrado, viendo que lo desheredan o lo han desheredado o le hacen perder la honra y el poderío que antes tenía, desespérase, metiéndose a peligro de muerte o matándose él mismo. La quinta es la de los asesinos y de los otros traidores, que matan a hurto a los hombres por algo que les dan.64

La Ley 10 del título VIII trata sobre el acto de dar armas al suicida, quien lo hiciere se castigaba “como si él mismo lo matase”, siempre que el suicida estuviese “sañudo, embriagado, enfermo de gran enfermedad, sandio65 o desmemoriado”.66

También se encuentra la Recopilación de las leyes de Indias (1680) que recoge una serie de reales cédulas expedidas por los monarcas españoles para resolver asuntos de derecho criminal. Su libro VII, título VIII, se dedica a “los delitos y penas y su aplicación”, pero el homicidio de sí mismo no aparece entre los delitos que contempla.67

Por último, en 1806, se publicó la Novísima recopilación de las leyes de España, dividida en 12 libros, de los cuales el duodécimo se consagra a los delitos, las penas y los juicios criminales. Esta legislación no alcanzó a tener vigencia durante la Colonia, pero fue ampliamente usada en el siglo XIX, pues, en la Nueva Granada, el derecho español fue utilizado hasta bien entrada la República.

En 1770, Carlos III (1759-1788) designó para preparar la elaboración de un nuevo Código Penal al jurista novohispano don Manuel de Lardizábal y Uribe. Esta obra, titulada Discurso sobre las penas, contraído a las leyes criminales de España, para facilitar su reforma (1782), trata sobre los aspectos centrales del derecho penal, plasma por primera vez en España los principios ilustrados y proclama la ley como única y exclusiva fuente del derecho penal, de los delitos y de las penas. En cuanto a las penas, núcleo fundamental de su Discurso, destaca lo siguiente: a) su imposición por una potestad superior y según sentencia judicial que aplica lo previsto por la ley; b) aplicación contra la voluntad del que la padece; c) solo se puede imponer al responsable del delito; d) debe derivarse de la naturaleza de los delitos sancionados; e) ha de haber proporcionalidad con los delitos; f) debe ser pública; g) pronta; h) irremisible; i) necesaria, y j) lo menos rigurosa posible. A pesar de que afirma el principio de igualdad, no ve, sin embargo, objeciones a la aplicación a los ciudadanos de penas diferentes en razón de su pertenencia a uno u otro grupo social. El fin de la pena es, para Lardizábal, la seguridad de los ciudadanos y la salud de la República, pero a su lado incluye unos fines particulares, entre ellos, la corrección o enmienda del delincuente.68 Sobre el suicidio, específicamente, explica su prohibición, al valorar la vida como bien mayor y al considerar que el hombre no tiene facultad para disponer de ella.69

El Código Penal que se esperaba saliera de esta obra de Lardizábal no se realizó, solo en 1822 se publicó el primer Código Penal español, inspirado en el Código napoleónico. En la Nueva Granada, un primer paso hacia una codificación penal se dio con la Constitución de 1821, en la que se estableció “la igualdad de todos ante le ley” y se modificaron ciertos principios del derecho penal español que establecía diferencias entre los acusados debido su pertenencia a ciertos grupos sociales. Sin embargo, solo hasta 1837 (ley de 27 de junio) se expidió el primer Código Penal neogranadino, basado en el derecho penal francés.

La legislación penal española continuó vigente varias décadas después de la Independencia. Mientras se constituía en forma sólida el poder judicial, se estableció que tanto en el ámbito penal como en el civil rigieran, en un orden predeterminado, las leyes y los decretos que en lo sucesivo dictara el Congreso, y las pragmáticas, cédulas y leyes españolas vigentes hasta 1808. Subsistieron la pena capital, la de azotes, la de vergüenza pública, la prisión, la confiscación, los trabajos forzados, el confinamiento, la privación o pérdida del oficio y las multas, entre otras.70

El Código de 1837 no se ocupa del suicidio en sí, pero trata en detalle el homicidio.71 ¿Quizá este silencio puede interpretarse como una actitud de mayor tolerancia ante la conducta? El Código dividió las penas en “corporales” y “no corporales”. Las primeras comprendían los trabajos forzados, “la vergüenza pública”, la expulsión del territorio nacional y el encierro carcelario que se denominaba “prisión”, “presidio” o “reclusión”, según el número de años de condena. Las penas no corporales estaban constituidas por la “declaración de infamia”, la privación o suspensión de los derechos políticos y civiles, la inhabilitación, la suspensión o la privación del ejercicio del empleo, la profesión o el cargo público, la multa, la vigilancia por las autoridades, la fianza de buena conducta, el arresto o encierro no superior a cuatro años, y el “apercibimiento” o llamado de atención por un juez de la república.

Con la pena de muerte concurrían los castigos de “vergüenza pública” y la declaratoria de “infamia”. Estas dos sanciones se aplicaban simultáneamente en un ritual público que comenzaba sacando al reo de la cárcel con las manos atadas, “descubierta la cabeza, y sobre un jumento”, mientras un pregonero indicaba el nombre, la patria, la vecindad, el delito y la pena que iba a sufrir. Luego, el condenado era instalado por dos horas amarrado en el centro de la plaza pública sobre un tablado y con un cartel con las indicaciones ya señaladas. Concluido el tiempo, y sin permitir que el condenado fuera maltratado o injuriado, se le devolvía a la cárcel en las mismas condiciones en que había salido.72

Posteriormente, el Código Penal de 1936 no aborda el suicidio en sí, en su artículo 368 solo trata sobre la inducción que hace otro a esta conducta.73 Agrega, además, que si se apela al principio de legalidad, para que pudiera ser castigada, una conducta debía haber sido determinada expresamente por escrito como delito. Al no estarla, no es delito.74 No hubo una expresión manifiesta de que se terminaba la punición del suicidio, simplemente dejó de consagrarse esta conducta como delictiva en el Código Penal desde 1837.

El juicio criminal

El juicio criminal tenía por objeto la averiguación de un delito, la determinación de quién lo había cometido y la imposición de una pena a este último.75 El proceso penal podía comenzar por pesquisa, denuncia o acusación. La pesquisa era una investigación que hacía de oficio el juez para inquirir y conocer los delitos que se cometían y castigar a sus autores. Había varias especies de pesquisa, la forma más común, y la que se verá también con más frecuencia en este trabajo, es la llamada pesquisa particular o especial, la cual tenía relación con la reciente ejecución de un delito, del cual se ignoraba el autor.76

Las fases de un proceso criminal eran dos. En la primera, llamada juicio informativo o parte sumaria, se conocían el delito y sus autores, y contenía diligencias como el examen del agraviado; el reconocimiento del o de los facultativos en caso de delitos violentos, como heridas, violaciones, homicidios y suicidios; la identificación y recolección de los instrumentos con los cuales posiblemente se había cometido el delito; el interrogatorio de los testigos; el arresto del posible autor y de sus cómplices (si había); el embargo de sus bienes; y la confesión del reo, es decir, de quien había cometido un delito, del acusado. En la segunda fase, el juicio plenario, se discutía sobre la inocencia o culpabilidad del reo, y se culminaba con la sentencia, proferida por el juez. Incluía también la acusación, hecha por el fiscal, la defensa y las pruebas que presentaba cada parte.77

En muchos de los procesos por homicidio de sí mismo o por tentativa, que se llevaron a cabo en la Nueva Granada entre 1727 y 1848, no se realizaron todas las etapas, en ocasiones, por negligencia, por actuaciones irregulares de los jueces o porque el inculpado moría o huía en el curso del proceso (en casos de intento de suicidio). La especificidad de este delito provee también elementos singulares: cuando se juzgaba un suicidio consumado, el reo era el cadáver.

 

Desde el punto de vista jurídico, la denuncia era “la manifestación que se hace al juez del delito cometido por o contra otro, no para tomar satisfacción para sí, sino solo para excitar al juez al castigo del delincuente”.78 En los casos que se estudiarán, quienes denunciaban a veces no estaban seguros del tipo de situación que ponían en conocimiento de la justicia, en general iban a informar que alguien estaba herido o muerto, y lo primero que suponían era que había sido lesionado o asesinado por otro. El suicidio se revelaba posteriormente, durante el accionar de la justicia. En ocasiones, quienes encontraban a alguien muy herido iban, primero, a buscar a un sacerdote y, luego, denunciaban el hecho ante las autoridades; otras veces acudían, primero, a las autoridades llevando al herido o el cuerpo del suicida a la cárcel. Estos denunciantes eran, por lo general, los vecinos, los criados, los amigos, los amos o los compañeros de trabajo, como se verá.

La parte sumaria del proceso

Una vez informado de la situación irregular, el juez o el escribano acudía al lugar donde se había cometido el posible delito, para averiguar la verdad del hecho; luego, mandaba a reconocer por los facultativos el cuerpo del delito, es decir, el cuerpo de la persona muerta o herida, y las armas o los instrumentos con que se había realizado. Se llama “cuerpo de delito” “el cuerpo de [quien] fue muerto ó herido, la cosa robada que se llevaba el ladrón, el quebrantamiento de puerta ó arca, y las armas o instrumentos con que se hizo”.79 Posteriormente, si era posible, y esto en caso de los suicidios fracasados, se le tomaba declaración al injuriado, que, en este tipo de situaciones, es el mismo injuriante (el victimario es la víctima); si estaba gravemente herido, se le ponía un guarda para que lo vigilara, mientras se le curaba o se recuperaba.

En esta fase, el escribano recibía las declaraciones de los testigos y practicaba otras diligencias conducentes a la averiguación del delito, el delincuente y los posibles cómplices. A los testigos se les preguntaba sobre el hecho y sus circunstancias (lugar, día, hora), si conocían al reo, a qué se dedicaba y demás interrogantes pertinentes para conocer en detalle el hecho y al culpable.80 Estas declaraciones servían —en caso de tentativas de suicidio— para detener al reo y para embargarle sus bienes; si el reo no estaba muy herido, se le encarcelaba para evitar su fuga y se le mantenía incomunicado hasta recibirle confesión.

Reconocimiento del cuerpo del delito

La pretensión de averiguar la verdad acerca de los hechos criminales que se presentaban a los tribunales de justicia obligó a que los jueces acudieran al nombramiento de reconocedores en ciertos asuntos, para que estos declarasen lo que les parecía justo y proporcionado en relación con tales hechos. Como a los jueces no les era posible tener todos los conocimientos necesarios para resolver por sí mismos las dudas que surgían en la investigación del crimen, los magistrados buscaron “entendidos” de distinta naturaleza que apoyaran su labor.

Hubo distintas actividades de “reconocimiento” (hoy peritaje) relativas a aspectos médicos en el desarrollo de procesos criminales por homicidio de sí mismo en la Nueva Granada. El momento que se explora es anterior a la institucionalización sistemática de los estudios de medicina y cirugía en este territorio y también, por ende, de la medicina luego llamada legal, que solo entra en las aulas universitarias a mediados del siglo XIX. En esta época, se precisaba de médicos para reconocimientos judiciales de diversa índole (relacionados con la edad, identidad, fecundidad, esterilidad, impotencia, estado mental, parto, aborto, estupro, violación, rapto, sodomía, envenenamiento, entre otros).

Las palabras “reconocer” y “reconocedor” se empleaban entonces para nombrar a quienes ejercían estas actividades de asistencia a la administración de justicia.81 A pesar de que, en teoría, las autoridades neogranadinas debían velar por que quienes ejercían oficios de curar estuvieran autorizados por el Real Tribunal del Protomedicato, muy frecuentemente ello no se llevó a cabo, pues la institución funcionó de manera muy irregular en este territorio.82

Había, además, muy pocas personas con los estudios necesarios para obtener tal permisión, que consistía en la aprobación de un examen realizado ante jurados catedráticos nombrados por esa institución. Sin embargo, no es solo esa la razón por la cual cuando los enfermos precisaban de ayuda en sus dolencias o cuando se necesitaban reconocedores en los tribunales, los jueces o alcaldes acudían a una variedad de personas que no siempre podían certificar las competencias requeridas oficialmente. En muchas ocasiones, la diligencia de reconocimiento, por ejemplo, la hacía un curandero, el mismo juez, el escribano o algunas personas “legas” o “profanas”,83 nombradas para este fin. Quienes no tenían los títulos, ni habían pasado el examen y se dedicaban a las artes de curar, eran barberos, boticarios, parteras, curanderos,84 yerbateros, cirujanos empíricos, entre otros. Las actividades de reconocimiento del “cuerpo del delito” pusieron en escena en este territorio tres tipos de actores: a) los testigos, legos o profanos, convocados a veces por el juez para que lo acompañaran en estas diligencias de reconocimiento; b) quienes ejercían algún arte de curar sin los títulos o las autorizaciones requeridos, y c) los médicos y cirujanos certificados.

En los casos que se trabajarán en este estudio, se realiza siempre este tipo de reconocimiento, con algunos de los agentes mencionados. Los informes que estos entregan a la autoridad judicial no son homogéneos; algunos son detallados y otros muy cortos y simples, como se observará.

Los testigos

Los testigos eran las “personas fidedignas que pueden manifestar la verdad o falsedad de los hechos controvertidos”.85 Para ser testigo, se necesitaba edad, conocimiento, probidad e imparcialidad. Todas las personas estaban obligadas a declarar cuando se les mandaba, y el juez podía apremiarlos a ello hasta con prisión y embargo de bienes. El juez tomaba a los testigos juramento de que dirían la verdad sobre lo que sabían del hecho investigado. A cada testigo se le recibía declaración, que estaba orientada por un cuestionario redactado con antelación por el juez separadamente, y el escribano iba poniendo por escrito la información que el testigo le suministraba. Por último, este leía la declaración al testigo, por si tuviere que añadir o enmendar algo, y ambos la firmaban. No bastaba un solo testigo para hacer prueba, “la razón exige dos testigos a lo menos”.86 El número de los testigos que declararon en los procesos por homicidio de sí mismo o tentativa estudiados fueron variados: mientras en unas causas se llamaba a cuatro, cinco o seis testigos, otras convocaban solo a dos o tres.

En este tipo de procesos, el cuestionario al que eran sometidos los testigos giraba en torno a preguntas como las siguientes: se les indagaba su origen, calidad, vecindad, oficio y edad. Si sabían si alguien habría podido matar o herir (según el caso) al reo u occiso o si pensaba que lo había hecho él mismo, se preguntaba por la conducta general del inculpado horas o días antes de su paso al acto; si estaba perturbado o loco; el lugar donde se cometió el delito; los instrumentos o las armas empleados para realizarlo; y otras preguntas que se consideraran pertinentes para obtener información verídica sobre la causa. En la mayor parte de los casos, como se verá, los testigos se limitan a responder con un sí o un no a la pregunta que el escribano le formulaba, lo que no contribuía mucho al estudio de la causa. En otras ocasiones, muy pocas, los testigos aportaban detalles e informaciones pertinentes para comprender el accionar o las motivaciones del reo.