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Más allá de los contenidos, las contradicciones y los efectos no deseados (o perversos) de las reformas, o de las inconsistencias lógicas de su diseño e instrumentación, lo que importa destacar es el hecho de que de manera explícita, el gobierno federal asumió que el núcleo de las reformas descansaba en la capacidad de gestión e instrumentación de los cambios —la gobernanza educativa—, para lo cual se tomó la decisión de construir un andamiaje legal-normativo y una coalición política promotora de las reformas —integrada por el gobierno federal, los gobiernos estatales, partidos políticos, organismos empresariales y asociaciones civiles, y la burocracia sindical del SNTE—, que permitieran gestionar de manera efectiva los cambios y ajustes asociados al proyecto reformador.

Sin embargo, como bien sabemos, los conflictos estallaron en diversas arenas y espacios de la educación básica. El espectáculo de movilizaciones, violencia, huelgas, marchas y paros dominó el escenario educativo nacional en diversas entidades y ciudades del país. Mientras que en algunos territorios y poblaciones las reformas se instrumentaron de manera “suave”, en otros las iniciativas y acciones reformadoras fueron furiosamente bloqueadas y cuestionadas. En el ámbito intelectual y académico, las reformas produjeron reacciones encontradas, que se expresaron en posturas diversas: el apoyo franco o cauto de los críticos y los escépticos respecto tanto de las propuestas de reforma, como de los críticos a la misma (Acosta, A., 2018).

En este escenario, la gestión del conflicto se convirtió en la bestia negra de las reformas educativas. Los problemas de gobernanza considerados como el núcleo duro de la acción del gobierno fueron desplazados sistemáticamente por los problemas de gobernabilidad del sector. La tensión entre cambios y conflictos se convirtió en la seña de identidad de una reforma que aún requiere ser valorada y evaluada en sus distintas dimensiones, alcances y componentes. Quizá ha llegado el momento de iniciar la autopsia de una reforma que no logró consolidarse en el ánimo público.

c) El futuro educativo y el nuevo gobierno

La hora de gobernar, de hacer gobierno, ha comenzado para el lopezobradorismo. En las próximas semanas y meses asistiremos al proceso de transición de la administración pública federal que culminará con la toma de posesión del nuevo presidente de la república el 1 de diciembre de este año. Durante este periodo se forjará la agenda gubernamental básica que dará sentido al programa de gobierno sexenal y a los programas sectoriales respectivos.

La formulación teórica y las evidencias empíricas del campo del análisis de las políticas y del papel de los gobiernos nacionales en la gestión de los asuntos públicos indican que ninguna política ocurre en el vacío histórico e institucional. En cada campo de la acción pública hay legados, herencias, estructuras e intereses que determinan de manera significativa las posibilidades de acción de un nuevo gobierno. Esa característica fundamental estará presente, sin duda, en el campo educativo mexicano.

Lo interesante del momento mexicano es la fuerza con la que llega un nuevo gobierno a enfrentar la combinación de déficits y logros que se han acumulado en cada sector. Y aquí, el lopezobradorismo llega con una fuerza política y social como no había ocurrido en ninguna otra experiencia de alternancia desde el año 2000. El viejo sistema de partidos concentrado en tres grandes fuerzas (PRI, PAN y PRD) ha sido sustituido por una fuerza hegemónica inocultable representada por Morena, una organización pragmática, no ideológica, que absorbe intereses diversos y contradictorios, que combina rasgos del nacionalismo posrevolucionario, tendencias al hiperpresidencialismo, prácticas de neocorporativismo y neopopulismo, junto con elementos del socialismo cristiano, del conservadurismo moral (aportados por el Partido Encuentro Social, el PES), y unos toques del radicalismo revolucionario marxista, o más bien, neostalinista (aportados por el Partido del Trabajo, el PT). Claramente antineoliberal, el perfil del nuevo gobierno anticipa una transición interesante y un conjunto de desafíos inéditos para un gobierno electo democráticamente.

Para el sector educativo, la transición perfila tres tipos de asuntos que, desde mi punto de vista, constituyen el núcleo estratégico de la acción y las decisiones del gobierno para el periodo 2018-2024. El primero de ellos tiene que ver con la reforma educativa diseñada e instrumentada de manera accidentada y heterogénea por el actual gobierno federal. El segundo tiene que ver con el paradigma de políticas y el sistema de creencias que predomina desde hace treinta años en la educación superior. El tercero tiene que ver con el problema del gobierno educativo.

En aras del tiempo, me concentraré en enunciar brevemente los contenidos y características de cada uno de estos tres asuntos y de sus respectivos dilemas, reconociendo que tanto su complejidad, como los dilemas educativos, requieren mayores elementos explicativos.

Reforma educativa: destruir la reforma, reformar la reforma o promover una nueva reforma educativa

Durante su campaña, AMLO se refirió a la reforma como una “falsa reforma”, concentrada solamente en lo laboral y no en lo educativo. Habló en muchas ocasiones de que cancelaría o suspendería la reforma, aunque en uno de los debates afirmó también que probablemente conservaría algunos aspectos considerados en la reforma peñanietista. Estas ambigüedades corresponden claramente al modo electoral del lopezobradorismo, que ahora, enfilado al “modo gubernativo” tendrán que ser explicadas, argumentadas y organizadas en un proyecto con mayor precisión y claridad.

Aquí el punto conflictivo, delicado, tiene que ver con la evaluación docente. Muy probablemente, la primera acción del nuevo gobierno será la suspensión de la evaluación tal y como está planteada, para iniciar una metaevaluación de la reforma (“evaluar la evaluación”), y diseñar un nuevo sistema evaluativo no sólo de los docentes, sino también de los diferentes perfiles de los maestros y de los muy diversos tipos de contextos en los cuales se desarrollan los procesos socioeconómicos, pedagógicos, educativos y cognitivos que influyen en el desempeño escolar de los niños y los jóvenes mexicanos.

Pero el foco de atención de una nueva reforma, cualquiera que esta sea, tiene que ver con los aprendizajes. Si el fin de todo sistema educativo es lograr aprendizajes significativos, adecuados y pertinentes para la formación intelectual y cognitiva de niños y jóvenes, es necesario colocar a la evaluación como un medio para alcanzar los fines y no al revés, como frecuentemente han sostenido los críticos de la reforma peñanietista. Aquí, sin embargo, hay muchas dudas: ¿cuál es o puede ser el papel del INEE en el proceso? ¿De qué manera participarán los maestros y maestras? ¿Cómo se organizará la participación de partes interesadas (gobernadores, empresarios, partidos políticos, padres de familia, expertos, grupos de interés, grupos de presión) a lo largo del proceso? ¿Cómo se legitimarán las propuestas de reforma y de qué manera se instrumentarán?

Educación superior: continuidad o ruptura con el paradigma de políticas en educación superior

La educación superior se caracteriza hoy por varias paradojas y tensiones. Con más de 7 mil establecimientos públicos y privados, que albergan a más de 4 millones de estudiantes y a más de 370 mil profesores e investigadores, este sector constituye uno de los más grandes de América Latina, sólo después de Brasil. Sin embargo, es también uno de los más inequitativos de la región: sólo cuatro de cada diez jóvenes entre 19 y 23 años tiene acceso a la universidad. Por otro lado, existen brechas de desigualdad social que también se reflejan en la divergencia educativa superior: los jóvenes de los deciles de las familias de ingresos más altos y de mayor escolaridad de los padres tienen cinco veces más posibilidades de acceso que los jóvenes de los familias de ingreso más bajos y de padres con escolaridades más bajas. Eso se traduce en un efecto de sobrerrepresentación de los estratos altos y medios respecto de los estratos más bajos de la sociedad mexicana.

Las políticas de modernización y de calidad instrumentadas en los últimos treinta años no han podido resolver este déficit de inclusión y equidad. Tenemos un sector público sobrerregulado coexistiendo con un sector privado cuasirregulado o subregulado compuesto por un puñado de instituciones de élite de alto costo y alta selectividad y miles de establecimientos particulares de bajo costo y baja selectividad.

El lopezobradorismo no ha mostrado un posicionamiento claro sobre las políticas hacia este sector, más allá de algunos pronunciamientos sobre becas para todos los jóvenes, o acceso universal a la educación superior. Sin embargo, revisar justamente las políticas de acceso y de regulación del sistema superior implica considerar por lo menos cuatro temas políticamente delicados e importantes: el tema del financiamiento; el de la autonomía de las universidades públicas y de las instituciones públicas no universitarias (universidades e institutos tecnológicos, escuelas normales superiores, universidad pedagógica nacional); el del papel y regulaciones de las instituciones privadas; y el de la articulación de la ciencia, la tecnología y la innovación con el desarrollo nacional, que incluye subtemas clave como el del Sistema Nacional de Investigadores o el de la expansión del posgrado.

En cualquier caso, la promesa de una cuarta gran transformación nacional anunciada por el nuevo presidente incluye la construcción de un nuevo arreglo institucional en el sector de la educación superior, que supone evaluar y reformar el paradigma bifronte que ha caracterizado la acción pública federal en este campo durante las pasadas tres décadas.

 

Gobierno educativo: gobernabilidad o gobernanza

Finalmente, pero no al último, me parece que el tema del gobierno de la educación es fundamental para articular cualquier proceso reformador dirigido a resolver consistentemente los problemas críticos del sector en el mediano y largo plazos. Aquí, la herencia de los últimos años se caracteriza por una tensión permanente entre la gestión de los conflictos y la gestión de los cambios. Asumiendo de entrada que cualquier proyecto de transformación institucional implica riesgos de ingobernabilidad, también es preciso reconocer que la gestión de los cambios supone la creación de estructuras y coaliciones mínimas que disminuyan la conflictividad y aseguren umbrales satisfactorios —no óptimos— de gobernabilidad para el procesamiento e instrumentación de las reformas. Atendiendo las lecciones del pasado reciente de la educación mexicana, concluimos que puede haber gobernabilidad sin gobernanza, pero no gobernanza sin gobernabilidad.

Aquí aparecen en el escenario la valoración del tipo y calidad de los posibles aliados y adversarios de las reformas. Pero de manera relevante supone la revisión del tipo de gobierno que requiere un sistema educativo flojamente articulado, heterogéneo, naturalmente complejo, y atravesado por inconsistencias, inequidades y desigualdades de muy diverso alcance, tipo y profundidad. ¿Reformas normativas y regulativas? ¿Descentralización o centralización de las decisiones clave? ¿Creación de nuevas agencias gubernamentales, con los riesgos de la burocratización que ya conocemos? ¿Esquemas de coordinación flexibles y claros, con reglas mínimas de orientación, evaluación y presupuestación a nivel federal, estatal y municipal? ¿Evaluación de los aprendizajes y los desempeños escolares como tarea del gobierno y sus agencias? Estas cuestiones, me parece, están en el horizonte de los dilemas que habitan el tema del gobierno educativo.

Reflexiones finales

El ánimo de renovación y optimismo que parece inundar nuestra vida pública luego del proceso electoral es una buena oportunidad para revisar, valorar e imaginar un nuevo futuro para la educación nacional. El gobierno entrante, que parece representar la inauguración de un nuevo ciclo para la democracia mexicana —con sus riesgos, vacíos y ambigüedades—, tiene frente a sí un amplio territorio educativo que exige definir prioridades y decisiones estratégicas.

El problema, como siempre, es el tiempo, el “maldito factor tiempo”, como solía denominar el fallecido sociólogo chileno Norbert Lechner a esa tensión permanente e inevitable entre el tiempo político y el tiempo social. Para el caso mexicano lo sabemos muy bien desde que comenzó la era de la alternancia: los primeros tres años son claves para promover coaliciones y definir agendas, programas e instrumentar acciones del gobierno. Ya ha comenzado a configurarse un relato sexenal que promete crecimiento, prosperidad y desarrollo para todos (la “cuarta transformación” que prometió López Obrador en campaña). Lo que esperamos en los próximos meses son las señales claras de un cambio sustancial en la educación que atienda los déficits de la acción gubernamental y reconozca los logros que en el pasado remoto y reciente han caracterizado el desempeño educativo nacional. De otro modo, se corre el riesgo de que un nuevo príncipe, en el afán de cambiarlo todo para que nada cambie —justo como el viejo síndrome de Lampedusa—, termine expulsando a nuestros ángeles junto con los intentos de exorcizar a nuestros demonios.

Referencias

Acosta Silva, Adrián (2018), “La educación como espectáculo”, Revista Mexicana de Investigación Educativa, Vol. XXIII, N.77, abril-junio, 2018, COMIE, México, pp. 627-641.

Escalante Gonzalbo, Fernando (2011), El Principito, o sea oficio de políticos, Cal y Arena, México.

Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, Aguilar, México, 1976.

16 Esta es una versión ampliada y modificada del texto de la conferencia presentada en el foro de discusión “Educación en México: políticas y reformas”, organizado por la Facultad de Ciencias para el Desarrollo Humano, Universidad Autónoma de Tlaxcala, 6 de julio de 2018, Tlaxcala.

Corrupción académica: ángeles y demonios17

Ya se sabe: la vida académica no es ni ha sido nunca un lugar inmune a las prácticas de corrupción que existen en la sociedad general. Aunque los campus universitarios son representados como sitios apacibles asociados a la reflexión intelectual, la investigación científica y el debate político, la irrupción de pequeños escándalos mundanos sacude de vez en cuando la imagen de tranquilidad cotidiana en sus bibliotecas, aulas y edificios. Acoso, chantaje, sobornos, simulaciones, plagios académicos, mal uso de los dineros públicos, forman parte de la colección de comportamientos que se comentan en voz baja en diversas universidades, pero que provocan en ocasiones escándalos, escenas de indignación moral, reclamos airados a las autoridades, pleitos entre las comunidades universitarias, denuncias penales. Las causas son variadas; los hechos específicos, múltiples, pero lo que destaca es el manto de invisibilidad individual y colectiva que cubre frecuentemente buena parte de esos comportamientos que lastiman la vida académica e institucional universitaria.

Ni los códigos del political correctness ni los protocolos de ética institucional han logrado inhibir la aparición de casos donde el plagio, el obsequio de calificaciones a cambio de favores sexuales, la laxitud en la elaboración de exámenes de grado o en la confección de tesis profesionales o aun de posgrado aparecen en España, en México, en Gran Bretaña, en Estados Unidos o en Alemania. Es muy conocido el hecho de la existencia de políticos o funcionarios prominentes que, al mismo tiempo que se dedican a las labores propias de su oficio, estudian carreras o posgrados universitarios, tratando de obtener con ellos la legitimidad académica o intelectual que necesitan para fortalecer sus trayectorias políticas o burocráticas presentes o futuras. Tampoco es desconocido el hecho de que esposas o esposos, novios o novias, hijos o hijas de personajes importantes del gobierno o de las propias universidades se les dispense un trato especial en sus años de formación universitaria, siendo objeto de deferencias escolares y excepciones académicas que facilitan su tránsito por la universidad.

Pero es en el sector de los “desheredados” donde las prácticas de corrupción encuentran un contexto de bajo riesgo y alta impunidad. Ahí la manera más burda de corrupción aparece en forma de acoso sexual. Las mujeres —en su mayoría estudiantes, pero también no pocas profesoras— son el segmento que concentra abrumadoramente la mayor cantidad de prácticas de acoso por parte tanto de profesores más o menos respetados, como de burócratas universitarios de alto o bajo rango. La denuncia suele ser una decisión muy cara para quienes son objeto del acoso, pues, en tanto delito, supone careos, dichos, que difícilmente pueden ser comprobables.

Pero sea en el tema sexual, en el uso de los recursos públicos o en el ámbito estrictamente académico, la corrupción es una bestia multiforme. Desde hace tiempo el fenómeno dejó de ser solamente una colección de anécdotas y chismes para convertirse en un comportamiento social más complejo y profundo. Aunque los actos de corrupción son individuales y ocurren en contextos específicos, las dimensiones, componentes y alcances de esas prácticas forman parte del orden institucional universitario contemporáneo, y su magnitud se ha vuelto mayor debido a los procesos de masificación que la educación superior ha experimentado en los últimos treinta años. Después de todo, la universidad es una institución de poder, que confiere títulos, diplomas y certificaciones, que contribuye significativamente a la movilidad social ascendente, asigna posiciones y puestos, que recibe y distribuye recursos, que proporciona status, un sitio, un lugar, a los individuos y grupos en la vida social, política y académica.

Por ello, por ese poder institucional, la universidad se ha consolidado como un espacio política y socialmente apreciado. Ahí se configuran redes familiares y sociales que frecuentemente se expresan también como redes políticas, académicas y profesionales. Pero esta dinámica no se deriva automáticamente de una lógica de corrupción, pues la configuración del capital académico e intelectual de grupos e individuos pasa también por prácticas de probidad y exigencias éticas que se heredan de generación en generación en las distintas disciplinas científicas y campos profesionales que coexisten en la universidad. Ese es en realidad el núcleo duro, simbólico y práctico de la legitimidad y prestigio institucional de la vida universitaria.

El problema de la corrupción es que no sabemos muy bien cómo identificarla y enfrentarla con eficacia. En el ámbito sexual, hay un orden institucional —un “orden de género”, dirían las especialistas del tema— que naturaliza el acoso y el chantaje como prácticas cotidianas, y se expresa en los códigos de comportamiento de profesores y autoridades, que supone complicidad y umbrales de tolerancia, digamos, muy elásticos. En el ámbito académico, hay también un orden que tiene que ver con el trato diferencial hacia políticos y famosos, pero que coexiste con los efectos perversos de las políticas de calidad que determinan los apoyos y recursos externos a las universidades: contratación de profesores con doctorados de dudosa reputación, exigencias de altas tasas de eficiencia terminal de estudiantes de licenciatura o posgrado, producción de indicadores de éxito laboral de los egresados. En el ámbito administrativo, el desvío de recursos, la malversación de fondos, son prácticas que muestran el lado más grotesco e irritante de la corrupción.

El fenómeno, sus evidencias, sus complejidades, están ahí. El problema es que no sabemos muy bien cómo reconocerlo y qué hacer con él. Cuando el orden institucional naturaliza o vuelve invisibles esas prácticas, tenemos dificultades mayores para diferenciar, matizar, distinguir las distintas formas de corrupción universitaria. Y los actos de fe nunca son suficientes para exorcizar sus demonios sin correr el riesgo de expulsar también a nuestros ángeles.

17 Campus Milenio, 21de junio de 2018.

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