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Plagio académico: el delicado sonido del trueno5

Desde hace tiempo se tiene la sospecha, y, en no pocas ocasiones, la certeza de que el plagio académico es una práctica común entre estudiantes, profesores e investigadores universitarios. No hay muchos datos que permitan calibrar las dimensiones de tales sospechas o certezas, pero da la impresión de que las prácticas plagiarias alcanzan ya el envidiable estatus de usos y costumbres en las aulas y cubículos de las universidades públicas o privadas, particularmente en el área de las ciencias sociales. Sin embargo, a falta de datos precisos, grandes y pequeños escándalos se han acumulado sin prisa pero sin pausa en el horizonte público mexicano en los últimos años. El más reciente se descubrió en la Universidad Michoacana, cuando un investigador de esa institución, el doctor Rodrigo Núñez, excoordinador de la maestría en historia de esa institución, fue acusado por plagiar no solamente un artículo de investigación de una académica española, sino incluso su propia tesis doctoral, presentada y avalada en el prestigiado Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, una de las instituciones académicas más serias y reconocidas del país y de América Latina (http://www.eluniversal.com.mx/articulo/cultura/letras/2015/07/6/nuevo-caso-de-plagio-serial-en-la-academia).

Pero no es el único caso. Hace un par de años, un historiador de la UNAM, el doctor Boris Berenzon, también fue descubierto en el acto. Como el de la Michoacana, también había alcanzado los más altos honores académicos de la carrera universitaria, incluyendo nombramientos, estímulos económicos y la pertenencia al Sistema Nacional de Investigadores (SIN), el esquema meritocrático más importante del país (http://www.jornada.unam.mx/2013/08/16/sociedad/034n1soc.). El académico y ensayista Guillermo Sheridan acaba de publicar en su columna habitual de El Universal, con envidiable sentido del humor, el sorpresivo descubrimiento de un plagio a su propia obra por parte de un investigador de El Colegio de San Luis, y también miembro destacado del SNI (el doctor Juan Pascual Gay) (http://www.eluniversal.com.mx/entrada-de-opinion/articulo/guillermo-sheridan/cultura/2015/06/30/candidato-fantasma-pide-auxilio).

Los casos, las instituciones involucradas y los personajes mencionados documentan, con preocupación y ciertas dosis de morbo, la expansión de una práctica que se cree o se creía controlada por la ética de la convicción académica, por la ética de la responsabilidad intelectual, o por las reglas básicas del oficio. Después de todo, la actividad académica exige, como todo oficio que se respete, códigos de honor, compromisos mínimos que tienen que ver con la honestidad intelectual, el respeto a las ideas y contribuciones de otros, el reconocimiento de los argumentos, los datos, los métodos, las obras y los logros de los colegas, maestros y discípulos de la academia y de la vida intelectual local, nacional o internacional. Esos códigos permiten alimentar con las flores simbólicas de la confianza el desarrollo de las rutinas más elementales de la enseñanza y la investigación universitaria: publicaciones, seminarios, clases, talleres, conversatorios.

Lo interesante del asunto es, por lo menos en parte, las reacciones que suscita. Y con el estallido ocasional de preocupaciones y escándalos pueden distinguirse por lo menos dos tipos de grandes posiciones en el campus universitario: el de los depredadores y el de los moralistas. Los primeros son aquellos que con variables dosis de cinismo, caradura u oportunismo puro y duro, se aprovechan de entornos poco exigentes con la evaluación de trayectorias escolares y académicas, o con la laxitud en la revisión de textos y publicaciones, y que aprovechan hábilmente la ausencia o debilidad de los mecanismos éticos o profesionales que teóricamente garantizan la honestidad intelectual y la confianza académica en los procesos de formación que tienen lugar en las universidades. Los moralistas, por su parte, son los que ven con indignación y hasta con escándalo cómo proliferan de manera incontrolable las prácticas de plagio en las universidades, tanto entre sus colegas como entre los estudiantes. Ambos tipos de posiciones coexisten con aquellas que ven con desinterés o aburrimiento las nuevas noticias de plagio en los mismos escenarios donde ocurren los casos del robo académico y sus protagonistas de ocasión.

Como ocurre con muchos otros fenómenos de la vida social, hay ciertos procesos de “naturalización” de prácticas que se consideran impropias, inadecuadas o inmorales (la corrupción, por ejemplo). Se observan como algo lógico, obvio, sin implicaciones graves para nadie, pues, se supone, todo mundo lo hace y, por lo tanto, si es más o menos tolerado significa que es más o menos correcto. ¿Qué explica este razonamiento que alimenta determinados comportamientos en la universidad, tanto de profesores como de estudiantes?

Una de las fuentes explicativas del fenómeno tiene que ver con la expansión acelerada y anárquica de la carrera académica como opción laboral para no pocos jóvenes universitarios. Nunca como en años recientes se ha incrementado tanto la competencia por honores, dinero y prestigios entre los académicos mexicanos. Un vistazo a algunos datos nos muestra la magnitud de la expansión. En 1970, sólo estaban registrados 5,953 estudiantes de posgrado en México (incluyendo especialidades, maestrías y doctorados); en 2010, ya fueron más de 208 mil. Casi 70 por ciento de los estudiantes de posgrado son de maestría, contra 20 por ciento de las especialidades y solamente 11 de doctorado. Pero si concentramos la atención en este último nivel, se observa que en 1980 había un total de 1,308 estudiantes registrados; treinta años después la cifra supera los 23 mil. En términos de oferta de programas doctorales, en 1960 había 20 en todo el país; en 2010, son casi 700 (http://www.comepo.org.mx/images/publicaciones/diagnostico-del-posgrado-en-mexico.pdf).6 En 2013 egresaron de dichos programas 4,871 nuevos doctores, la mayoría del campo de las ciencias sociales y las humanidades (http://www.conacyt.mx/siicyt/index.php/indicadores-cientificos-y-tecnologicos/indicadores-actividades-cientificas-y-tecnologicas).

Estos datos muestran que México ha dejado de ser el país de los licenciados que Ibargüengoitia se imaginaba en los posrevolucionarios años sesenta, para convertirse aceleradamente en la república (imaginaria) de los posgraduados. Para muchos de los miembros de los estratos medios y altos urbanizados y escolarizados de la sociedad, la licenciatura ya no basta. Desde hace años, en algunos círculos sociales con extrañas pretensiones académicas o intelectuales, obtener una maestría o un doctorado se ha vuelto un deporte nacional, una obsesión para alcanzar estatus y posiciones en el mundillo académico y laboral mexicano. Las políticas públicas de estímulos a la calidad de la educación superior que hemos observado desde hace casi un cuarto de siglo, combinada con las restricciones a la contratación masiva de posgraduados tanto en las universidades públicas como privadas, han desatado entonces una feroz lucha por las becas y por los nombramientos académicos, desatando sentimientos de frustración y envidia, oportunismos y desarrollo de habilidades de algunos individuos para alcanzar dinero, influencia, poder.

El problema es que esa lucha está en función de la obtención de certificados y diplomas, de la productividad individual, de la publicación a toda costa de artículos, ensayos, ponencias, producto de investigaciones reales o imaginarias de corta o larga duración, con resultados específicos y, por supuesto, publicables en revistas indizadas, arbitradas, de preferencia internacionales y en inglés. Como cada vez son más los individuos que compiten por el acceso a dichas publicaciones, y por los recursos y puestos asociados a la productividad académica, la competencia se vuelve más dura y encarnizada, y se construyen estrategias para optimizar los esfuerzos individuales. También está el tema de la dirección de tesis, de impartir cursos en programas de posgrado de calidad reconocidos por el Conacyt, de tener presencia en comités y juntas académicas, comisiones variopintas de evaluación, dictaminadores de revistas. En fin. Es el conocido mundo de lo que algunos autores han denominado como el “capitalismo académico”, un sistema que se basa en la competencia por los recursos escasos y la acumulación de capital académico que pueda ser intercambiado por recompensas monetarias, burocráticas o simbólicas.

Ese parece ser el mar de fondo del plagio académico, el ecosistema que explica el comportamiento de los moralistas y depredadores académicos. Pero más allá de los lamentos morales o denuncias por la pérdida de los valores, lo que tenemos es una especie de “tropicalización” de la vida intelectual y académica universitaria, es decir, la irrupción a mayor escala de prácticas de tolerancia al oportunismo académico e intelectual en el campus. La simulación, el plagio, el robo intelectual, el secuestro de ideas y obras, sin ser asuntos inéditos ni recientes en la historia de las universidades, forman parte de las nuevas estrategias de promoción de los intereses individuales de hombres o mujeres en el territorio académico universitario. O sea, la academia como un espacio social más de las prácticas de cálculo para la obtención de los mayores réditos, en un contexto institucional que desde hace tiempo tolera por incapacidad, por dolo o por comodidad, la expansión de comportamientos depredadores o canallescos de algunos para apropiarse de manera poco escrupulosa de los productos creados por otros. Quizá ello explica el hecho de que cada nuevo escándalo de plagio académico resuene en el campus universitario como el delicado sonido del trueno, justo como al que se refería, con la fuerza metafórica del rock, el Pink Floyd de hace un par de décadas.

 

5 Nexos en línea, agosto de 2015.

6 Los datos del documento de COMEPO se complementan con información tomada del libro de Concepción Barrón Tirado y Gloria Angélica Valenzuela Ojeda, El posgrado. Programas y prácticas, IISUE/UNAM, México, 2013.

Gobernanza y desempeño en educación superior7

Desde hace por lo menos un par de décadas se instaló firmemente en la agenda nacional e internacional de las reformas de la educación superior el tema de la gobernanza. Por razones intelectuales, políticas y de políticas públicas poco exploradas y menos discutidas, el énfasis en la gestión de las reformas se asoció de manera implícita al gobierno de las transformaciones impulsadas por la configuración de un nuevo entorno de políticas de educación superior, basadas en un paradigma dominante que combina institucionalización de la evaluación, aseguramiento de la calidad, diversificación de la oferta y la demanda pública y privada, promoción de la internacionalización, financiamiento gubernamental condicionado, competitivo y diferenciado. Por alguna razón, el tema clásico del gobierno de la educación superior fue subordinado al enfoque de la gobernanza sistémica e institucional del sector, un enfoque inspirado en las teorías de la Nueva Gerencia Pública. Para decirlo en breve: desde los años noventa del siglo pasado, la música de fondo de las reformas y los cambios en la educación superior está dominada por la clave de la gobernanza.

Aunque existen varias definiciones del concepto (que no siempre resultan complementarias, sino, inclusive, rivales), la idea de la gobernanza se impuso poco a poco en el terreno de las interpretaciones orientadas hacia la solución de los problemas más que hacia la comprensión de los mismos. De algún modo, la gobernanza se colocó como la lente conceptual principal en la búsqueda de cooperación entre diversos actores para identificar objetivos y estrategias comunes orientadas hacia el cambio institucional, entendido básicamente como el proceso de adaptación de los sistemas e instituciones de educación a las transformaciones ocurridas en sus entornos locales y globales. De este modo, los problemas clásicos del poder, la autoridad y el gobierno de la educación superior fueron reinterpretados a través de los cristales y anteojos de la gobernanza.

El dato duro es que los nuevos lentes desplazaron claramente al énfasis tradicional en la gobernabilidad como eje del gobierno de la educación terciaria, y ese giro interpretativo constituyó una novedad importante en el campo. En otras palabras, la gestión del cambio (la gobernanza) sustituyó a la gestión del conflicto (gobernabilidad). La expansión de las ofertas y demandas de la educación superior, la diversificación y diferenciación institucional, los cambios en las relaciones entre lo público y lo privado, la continua mezcla de diversos instrumentos de políticas que combinan estímulos financieros y recompensas simbólicas para la promoción de cambios en las instituciones y sistemas, se colocaron en el centro de la acción pública, aunque sus hechuras específicas varían de manera significativa entre un país y otro, y también al interior de los sistemas nacionales de educación terciaria de cada país.

Importa, desde luego, considerar el contexto en el cual se impulsó la perspectiva de la gobernanza como el eje de las reformas de la educación superior. Una compleja mixtura de ideas generales e intereses específicos se conjugaron para formular una perspectiva de acción pública que colocó el acento en los principios de la gestión y coordinación sistémica e institucional de la acción pública en varios campos de políticas, y no sólo los relacionados con la educación. De manera silenciosa, el lenguaje de la gobernanza ha dominado la configuración de los cambios institucionales, y buena parte de los esfuerzos y prácticas universitarias se comenzaron a justificar como expresiones de mejoramiento de las gobernanzas institucionales y aún sistémicas: calidad, eficiencia, cobertura, competitividad, equidad, evaluación, “empleabilidad” de los egresados. Las palabras y las cosas de la educación superior están hoy relacionadas con este lenguaje tecnoburocrático, cuyo significado, aunque ambiguo, legitima los procesos de diseño e implementación de las políticas gubernamentales en el sector.

Ello no obstante, es preciso indagar más lejos y más al fondo sobre el supuesto general del enfoque que sostiene que la gobernanza está relacionada con el desempeño o rendimiento del sistema y de las instituciones de educación superior. De entrada, tendría que advertirse la existencia de distintos tipos de gobernanza que se relacionan con distintos tipos de desempeño. El contexto institucional, el entorno de políticas, los actores involucrados, los usos y costumbres de las organizaciones, son factores que determinan fuertemente el tipo de comportamientos institucionales asociados a las relaciones entre gobernanza y desempeño.

Más aún: la lógica de la gobernanza no parece sustituir a la lógica de la gobernabilidad ni en la educación superior ni en cualquier otro campo de la acción pública. Los conflictos observados a lo largo del siglo XXI en las universidades públicas mexicanas (cuyo recuento incluiría las movilizaciones estudiantiles contra las reformas al IPN o a la UACM, los crónicos conflictos sindicales en la UABJO, los problemas en la Junta de Gobierno de la UABC, la destitución de rector general en la UdeG, los cíclicos pleitos contra la elevación de las cuotas en la UNAM) son problemas de gobernabilidad más que de gobernanza institucional. Es paradójico, curioso o contradictorio que la generalización del enfoque y el discurso de la gobernanza coexistan con las escenas de ingobernabilidad que estallan de cuando en cuando en el mundo universitario mexicano.

Tal vez habría que reconocer, con prudencia republicana, que la gobernanza no elimina ni sustituye la gobernabilidad, y que, en el extraño mundo de las prácticas universitarias del siglo XXI, puede existir gobernabilidad sin gobernanza, pero no gobernanza sin gobernabilidad. Mirar ambas caras del gobierno universitario (gobernabilidad/gobernanza) quizá ayude a comprender de mejor manera cómo se relaciona con el desempeño de las instituciones de educación superior.

7 Campus Milenio, 2 de noviembre de 2017.

¡Fiesta en el Campus!8

Con entusiasmo envidiable, el gobernador de Jalisco y el rector de la Universidad de Guadalajara inauguraron, junto con un pequeño ejército de funcionarios y promotores, el “Campus Party 2017”, un evento que desde hace varios años se celebra en Guadalajara y se anuncia como el más importante del mundo en su género. Talleres, presentaciones, conferencias sobre nuevas tecnologías, aplicaciones, empresas tecnológicas, coaching, información sobre patentes, planes de negocios para nuevas empresas. Todo eso se junta durante unos pocos días en un gigantesco espacio dedicado indistintamente a ferias de libros y de muebles, exposiciones de moda y artículos para el hogar, negocios de ferretería y muebles de baño, juguetes y artículos para mascotas.

No es claro para qué se reúnen durante tres días cientos de jóvenes a conversar y platicar sobre sus gustos, aficiones y novedades. Tampoco por qué una universidad pública patrocina un evento privado, o un gobernador entusiasta promueve con alegría y convicción (y varios miles de pesos en becas para los participantes) la “fiesta en el campus” como una expresión de innovación, de creatividad, de productividad, de imaginación, de reunión de talentos jóvenes que auguran con certeza un futuro promisorio. Parece más claro el interés de los organizadores privados por promover sus empresas (Campus Party, en tanto “Marca Registrada”, entre ellas), por ofrecer contratos de trabajo a algunos jóvenes (“oportunidades”, dicen ellos), por vender la ilusión de que el presente está en manos de los jóvenes y de las propiedades casi milagrosas de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación para potenciales “emprendimientos” (“start-ups”). Pero resulta aún más extraño que algunos periodistas y analistas entusiasmados dediquen su atención al evento como “el futuro de la economía”, como la fuente potencial de salvación de nuestros males productivos y financieros, como las” semillas” de una era imaginaria de prosperidad económica y felicidad tecnológica. El texto de Diego Petersen al respecto no tiene desperdicio (“Sembrar futuro”, El Informador, 06/07/2017).

Un nuevo lenguaje habita esos eventos. “Internet de las cosas”, “Networking”, “Big data”, “Smart cities”, coexisten con conceptos viejos y enmohecidos como la “triple hélice”, que no sirven mucho para explicar la realidad de las cosas, pero sí para prometer un futuro lleno de posibilidades. En el abultado programa del evento se anuncian cosas como “e-Sports”, “Creando negocios eficientes en 5 pasos”, “Robótica social”, “Hacker space”, “Dificultades tecnológicas para la conquista del planeta Marte”. La retórica del novedismo se impone, proyectos con nombres alucinantes, las palabras como pociones verbales para nombrar lo que no existe.

La legitimación de los negocios asociados al fetichismo tecnológico parece estar en el centro de este y otros eventos similares, que ocurren lo mismo en Seattle que en Shanghái, en París o en Nueva Delhi. Y eso ocurre y seguirá ocurriendo con o sin la participación de universidades públicas y gobiernos, de sus profesores y funcionarios. Alejadas cada vez más de la ciencia y el razonamiento científico clásico y contemporáneo, las nuevas tecnologías parecen adquirir vida propia en manos de empresarios listos y jóvenes hambrientos en busca de oportunidades de trabajo. Una vaga sensación de búsqueda de milagros flota en los relatos de eventos como el Campus Party, en su publicidad, en el impresionismo que suscita entre no pocos observadores y cronistas, en el ánimo festivo, entusiasta y lúdico que invade la imaginación y las palabras de los promotores del evento. Dell, Lenovo, IBM, Google, Oracle, Facebook, WhatsApp, Amazon, empresas y proyectos para hacer buenos negocios, como patrocinadores y grupos de interés, forman el paisaje de fondo, o las fronteras infranqueables, o los Big Brothers de la fiesta en el campus.

Seguro. Frente al escepticismo como ánimo público, la fe en la tecnología, la retórica de la innovación, el comienzo de una nueva era, el emprendurismo como aceite de serpiente. Es el signo de los tiempos. Seguramente.

8 Nexos en línea, septiembre de 2017.