El accidente

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PARTE 2
EL AMOR


EL ENCUENTRO


Llevaba meses en el hospital con mi hermano. Aquel pasillo lo había recorrido cientos de veces, y la habitación 212, desde hacía un par de días, ejercía una poderosa atracción sobre mí. En ella, una sola cama. Un hombre de mediana edad, del cual solo llegaba a ver el perfil de su cara, reclama mi presencia, pero tuve que pasar varias veces antes de entrar.

Creo que fue a la tercera, por aquello de que a la tercera va la vencida, cuando me decidí a entrar.

La habitación, orientada al este, a esta hora casi del mediodía me ofreció un trasluz casi mágico y su rostro era reflejo de una serenidad sublime, de una tranquilidad apaciguadora, de dignidad majestuosa.

Lo contemplé desde varios ángulos, lo observaba, y sentía mi mirada sobre ese cuerpo inerte tan potente, que me daba la impresión que, por esto mismo, en cualquier momento le vería abrir los ojos, mirarme y sonreírme.

A sus pies, un nombre solo. Un nombre y un epígrafe.

Raúl Fernández

Traumatismo medular

Absorto en el rótulo y retumbando su nombre en mi cabeza, percibo un roce próximo, una presencia conocida.

—Hombre Luís, me parece que te has equivocado de habitación.

—Hola Rosa –apenas atino a contestarle. —No, ya sé que esta no es la de mi hermano, pero al pasar ya varia veces por la puerta y verlo aquí, con la puerta abierta, tan solo, no pude resistir el impulso de entrar.

—Bueno, no creo que le vayas a molestar. Viene de un grave accidente de tráfico.

—¿Está en coma?

—No, no lo está.

—Como no responde a nada.

—Está fuertemente sedado, lo tendremos así durante algunos días. Tiene que sufrir unas pruebas muy fuertes y dolorosas, y los médicos han decidido tenerlo prácticamente dormido durante el calvario.

—¿Y cuándo…?

El taconeo de unos zuecos lejanos, el sonido cada vez más próximo, llegó como respuesta. Era el celador, el calvario comenzaba ya.

Salí en silencio de la habitación y, recorriendo casi todo el pasillo, llegué a la habitación de mi hermano, la 234.

—¿Cómo lo llevas? —le dije con mi mejor sonrisa.

—Bueno, solo regular— me contestó Jorge.

—¿Y eso? ¿Ha sido dura la rehabilitación?

—Joder, Luís, hoy Santi está de descanso, y aunque Pep es un buen profesional, no tiene el mismo tacto, ni me trata con el mismo mimo, ya sabes.

—Ya sabes, es la última fase, y desde el principio sabemos que sería la más dura, por ser la etapa final y por estar cansados. Llevamos aquí muchos meses, lo sé, pero piensa cómo entraste y cómo estás ahora mismo. Sabes que no se daba un duro por ti después de que te cayeras en la obra, y ahora mismo ya te mueves con toda libertad con las muletas. En el gimnasio ya eres capaz de tener cierta independencia y, cuando tus piernas cojan fuerzas, empezaremos a prescindir de ellas. Cambiando de tema, hoy me he atrevido y he pasado a ver al enfermo de 212.

—¿Ese que me dijiste que anda en coma?

—Sí, el mismo. Se llama Raúl, y estando en la habitación ha llegado Rosa.

—O sea, que la sargento te ha pillado in fraganti.

—No la llames así, sabes lo bien que se porta contigo, y conmigo no digamos. Si llega a enterarse, nuestra estancia aquí no sería ni la mitad de cómoda de lo que es.

—No te preocupes, no se me va a escapar delante de ella.

—Es un accidente de tráfico.

—Vaya novedad, todos los que estamos aquí, es por un accidente… y de tráfico la gran mayoría. El hospital está especializado en eso.

—Rosa me dijo que no está en coma, que está sedado.

—¿Sedado?

—Sí, parece ser que le esperan pruebas duras y antes de trasladarlo optaron por dormirle y, si todo va bien, se despertará, cuando el suplicio haya pasado.

—¿Y cuándo empezarán a torturarlo?, porque esto es una tortura, es padecer el infierno en la tierra, y todo para no se sabe muy bien qué. Hay días que sueño con el futuro, con volver a ser el de antes, pero otros… Otros caigo en la cuenta de que ese futuro no será nunca como el de antes y me hace volver a pensar si todo esto merece la pena. Hay días en que desearía que todo se acabara, que nada merece tanto esfuerzo, que la vida no es ningún camino de rosas que merezca tanto dolor y tanta penuria, para un futuro tan incierto.

—Pero somos conscientes de lo mucho que avanzas y ambos conocemos casos, desde que estamos aquí, de otros enfermos que han salido de aquí y su vida tiene un nivel de calidad similar al que tenía antes de la tragedia.

—Luís, ¿cuánto tiempo llevamos aquí?

—Sabes que llevamos 7 meses y 22 días.

—¿Cuántos pacientes tienes en mente, de los que hemos tratado más a fondo?

—No sé, quince, veinte.

—Y dime, ¿cuántos han salido llevando un nivel de vida similar a su vida anterior?

—Bueno, acuérdate de Andrés, el chico de Albacete, o de Basilio, el hombre de Cáceres, que se cayó desde la tercera planta de la obra, o de…

—O de quién. Sabes que, por mucho que trates de recordar, no hay muchos más, los demás seguimos estando aquí, jodidos y amargados, o se han marchado a casa desesperanzados, cansados de tanto pelear para nada.

—Ya veo que hoy no es tu día Jorge, lo ves hoy todo de una manera poco realista.

—Tal vez tengas razón, hoy no es mi día y estoy cansado y machacado.

—¿Quieres que te lea un poco la novela?

—No, pon la tele. Al menos me distraeré un rato, y con un poco de suerte, con el soniquete de fondo, me hecho un sueñecito.

Me acomodé en mi sillón, mirando la calle. Veía a la gente dirigirse hacia el parking del hospital y al fondo, el río. Volví la cara para mirar a Jorge y, tal como sospechaba, descansaba. Estaba con los ojos cerrados y parecía haber pillado ese sueño que tanto le gusta antes de comer. Seguramente al despertar, con el olor a comida que de golpe llena toda la planta, se comería el mundo y le cambiaría el ánimo.

Yo cierro los ojos, y vuelvo a la habitación 212. Se llama Raúl, y está prácticamente todo el día solo. Todo el día, salvo un par de horas por la tarde que viene un hombre de visita.

Entonces miro a Jorge y, sin levantar la voz, le digo.

—¡Eres un afortunado! Tú al menos me tienes a mí, que te cuido, te mimo y velo tu sueño.

Él está solo, no debe de tener a nadie, y lo siento tan desprotegido, tan indefenso, que me dan ganas de abrazarlo.

LUÍS


Mi nombre es Luís, me colé en esta historia de rondón, y por esas carambolas de la vida, terminé siendo uno de los protagonistas.

Soy un chico de provincias, y en mis 27 años de existencia apenas he salido del pueblo, un pequeño pueblo costero de Murcia.

Allí estudié hasta los catorce años y después he ido trabajando en lo que he podido. En principio, en los veranos aprovechando el tirón turístico, y después, buscando una mayor estabilidad, pero casi siempre en el sector turístico. Hace algunos meses pasé una mala racha y al final me fui a trabajar a la construcción con mi hermano Jorge.

Jorge es mi hermano mayor, tiene casi tres años más que yo, y para mí es lo único que tengo en la vida. Vivimos con mi padre, y cómo será nuestra relación con él que ni mencionar su nombre merece.

Jorge siempre ha sido mi protector, mi defensor, y muchas veces, por defenderme y sacar la cara por mí, se ha llevado las brocas y los palos que me tocaban.

Nuestra madre murió cuando apenas tenía diez años. Un maldito cáncer la alejó de nosotros. Bueno, la fatídica enfermedad y la mala vida que el malnacido de nuestro padre le daba.

Desde aquel momento, nuestra casa fue a la deriva durante meses. La falta de comida, de limpieza, de orden nos abarcó por completo.

El caos reinaba en nuestro hogar pero Jorge fue capaz de establecer un plan de acción y fue corrigiendo esta situación tan caótica.

Empezó a trabajar los fines de semana como reponedor en un supermercado de la zona, y así, con el poco dinero que cobraba, estableció un mínimo orden, organizó la casa y las comidas.

Eso nos dio una cierta estabilidad, pero los maltratos psíquicos y físicos no cesaron por ello. Afortunadamente, la casa era de la familia de mi madre, y tan pronto Jorge pudo, controló los gastos de la casa y desde entonces lo llevamos todo al día.

Aunque seamos tres, a la hora de organizar las cosas solo somos dos. Mi padre, con el tiempo, se fue distanciando y desapareciendo por temporadas, para volver cuando menos lo esperábamos en unas condiciones nada optimas, ni de salud ni por supuesto de higiene.

Cuando terminé el colegio, empecé a ocuparme en pequeñas cosas. Fui cajero en el mismo supermercado donde mi hermano trabajaba de reponedor, y esto nos permitió empezar a controlar nuestras vidas y permitirnos ciertos caprichos en la casa.

Con el tiempo, nos dimos cuenta del error, y esto nos llevó a la ruptura total con mi padre, a pesar de seguir viviendo bajo el mismo techo, salvo en sus escapadas.

 

Mi padre nunca ha tenido un trabajo fijo. Su sueldo siempre ha sido inestable y, de no ser por mi madre y el sueldecito que se sacaba matándose a trabajar limpiando casas de otros, hubiéramos carecido de lo más imprescindible.

En este momento nos encontramos solos los dos. Mi padre, a pesar de los meses que llevamos en el hospital, no ha dado señales de vida y, por instrucciones de Jorge, he cambiado las cerraduras de nuestra casa para que no vuelva a entrar allí mientras no estamos.

Nos consta que es conocedor del accidente de Jorge, pero es tan malnacido que ni siquiera hemos tenido una llamada telefónica de él. Aunque en el fondo creo que estábamos deseando algo así, para romper definitivamente y vivir nuestra vida.

Mientras vivía mi madre, Susana, la relación con la familia de mi padre era buena. No soportaban a mi padre y casi ninguno de sus hermanos se hablaba con él.

Al morir ella, trataron de cuidarnos, de hacerse cargo de nosotros, pero el cabronazo les cerró las puertas y poco a poco desistieron. En estos meses los hemos recuperado. Sus llamadas de apoyo no nos faltan, y mis tíos y algún primo se han desplazado desde Murcia hasta aquí, para animarnos.

Para Jorge ha sido la mejor terapia, y para mí ha sido toda una explosión de energía, que me ha dado las fuerzas necesarias para superar esto y poder arropar y ayudar a mi hermano.

Por mi tío Luís nos enteramos de que había sido mi propio padre el que lo había contado en un bar. En cuanto le informaron a mi tío del accidente, hicieron lo imposible por encontrar mi número de teléfono y el de Jorge y reanudar una comunicación rota años atrás.

Desde ese momento, no nos faltaron llamadas casi a diario. Daba la impresión de que se habían organizado tíos y primos para que no nos faltara su apoyo a diario, y aquel sábado que me avisaron desde recepción de que tenía allí a un familiar. Mis lágrimas rodaron por mis mejillas. Jorge me cogió de la mano, me la apretó y, a media voz, me dijo:

—Anda, baja. No le hagas esperar.

Mientras salía de la habitación, giré la cabeza y pude ver la emoción que atenazaba la garganta a mi hermano en la expresión de su cara, y en mi mente, solo una idea: «Después de todo, no estamos solos».

A pesar de los años, pude reconocer al tío Luís, jovial, simpático y dicharachero como siempre, e imaginé que la señora que estaba a su lado sería la tía Pepi, su mujer, tan callada y prudente como siempre.

Por primera vez, entre sus brazos, al calor de su cuerpo y su protección, se esfumaron mis temores y, a pesar de sentirme desvalido en ese momento, fue la recarga necesaria para que el hombre que soy saliera a flote y, desde ese momento, por el simple hecho de no estar solo, de reencontrarme con mi familia y de ser más consciente que nunca de que ahora era yo el que tendría que proteger a Jorge, me sentí maduro, me sentí un hombre total.

Camino de la habitación, la tía no dejó de acariciarme la cara, de mirarme a los ojos, de besarme una y otra vez. Las lagrima no afloraron a sus ojos, pero la emoción se notaba en su voz, en el brillo de sus ojos, en el temblor de sus manos.

Hablamos y hablamos, no como unos desconocidos, que en realidad es lo que éramos, sino como seres humanos obligados a la distancia y ansiosos por decirse todo lo que estos años nos habían negado. El carácter tranquilo y bonachón del tío me dio la tranquilidad que me faltaba, la sensación de que una persona mayor controlaba la situación, y me daba confianza.

Al entrar en la habitación, los tíos mantuvieron en un principio las distancias con Jorge, como tratando de evaluar la situación.

Fueron unos segundos, instantes vividos con intensidad, pero al acercarse a mi hermano y besarlo, todas la barreras cayeron, al fundirse en un generoso abrazo Jorge y el tío Luís. Fue como si el tiempo no hubiera transcurrido, como si ese instante fuera el siguiente al último abrazo en el entierro de mi madre. Y sí, de los ojos del tío brotaron grandes goterones, que corrieron abundantemente por su cara. La tía Pepi estuvo presta a sacar el Kleenex y limpiarle mientras ella cogía la mano de Jorge y la acariciaba.

Después de las frases de rigor, y una vez vencida la cortesía, la tía casi me arrastró a la cafetería con ella, con la excusa de necesitar tomar una infusión.

Yo me dejé llevar inconscientemente. Después Jorge me contaría la conversación con el tío Luís.

Con la tía Pepi, en tan solo unos segundos, la nostalgia de mi madre me sobrecogió. Sentí tan profundamente su carácter protector, lo que la añoranza a la madre, a pesar de los años, llenó mi corazón.

Después, el temido interrogatorio.

—¿Cómo estáis, Luisito?

—Bueno, al menos nos tenemos el uno al otro. Ha sido un palo, ya te lo comenté por teléfono, pero pude alquilar una habitación aquí en un piso cercano, y en el hospital apenas gasto nada. En cuanto nos queremos dar cuenta, nos han dejado un par de bandejas de comida, en lugar de la de Jorge solo, sobre todo al mediodía. Flori siempre lo hace, y alguna otra compañera, también con la merienda. Después de la cena, con el cambio de turno, una de las enfermeras me acerca con el coche al piso, donde apenas voy a dormir y a asearme un poco. A primera hora de la mañana cojo el autobús y, después de desayunar aquí, en la cafetería, me paso todo el día en el hospital.

—¿Se te hará tremendo, tantas horas aquí encerrado?

—Sí, cuesta un poco, pero me gusta leer, y no me faltan revistas y libros que me dejan las enfermeras. Además, conozco a casi todo el mundo por aquí, y a veces, cuando se llevan a Jorge al gimnasio o a realizar pruebas, me dedico a visitar a otros enfermos y así se va matando el tiempo.

—¿Cómo andáis de dinero?

—Bueno, sin grandes alegrías, porque hasta que el seguro no pague, las cosas apenas se cubren con el sueldo de Jorge, ya que yo dejé el supermercado para venirme con él, y claro, tampoco es para desparramar mucho.

—¿Sabéis algo de tu padre?

Desde el principio estaba temiendo esa pregunta y, por más que me había tratado de concentrar para dar un tipo de respuesta coherente, fue imposible.

Un fuerte nudo atenazó mi garganta y los ojos se me llenaron de lágrimas.

La tía me abrazó y nos levantamos para pagar las consumiciones y volver a la habitación.

Antes de guardarse el monedero, saco un billete de cien euros y me lo dio.

—No estáis solos y no quiero que te prives de un simple café, que te haga el tiempo más llevadero. El primo Luís vendrá a estudiar a Madrid, y vendrá a verte. Cualquier cosa que necesites, no dudes en decírselo, o comentármelo cuando hablemos por teléfono. Hemos estado muy alejados, pero somos familia y para tu tío sois su propia sangre y ya sabes lo que esto significa para él.

Un par de horas después, los tíos abandonaban el hospital. Yo los acompañé hasta el parking del hospital y les indiqué hacia dónde debían ir hasta salir de Toledo y coger la carretera, que les llevaría hasta el cruce de la nacional IV cerca de Ocaña.

Al volver a la habitación, nos acogió un gran silencio. Apenas teníamos ganas de hablar y, al coger a Jorge de la mano, nos fundimos en un fuerte abrazo y lloramos.

Lloramos de felicidad, lloramos al sentirnos arropados, lloramos por el tiempo perdido, por sentirnos queridos, por contar el uno con el otro y por saber que hay otras personas que nos quieren y que nos echan de menos.

Perdimos la noción del tiempo, y tan solo la camarera con la cena nos despertó de nuestro letargo.

CONVERSACIÓN ENTRE
EL TÍO LUÍS Y JORGE


Después de cenar y antes de marcharme a casa, hubo un largo silencio, entre Jorge y yo. Ambos sabíamos que teníamos un tema pendiente, y en su mirada vislumbraba preocupación y percibía cómo sufría, tratando de encontrar la fórmula más adecuada de planteármelo.

—Jorge, ¿qué te ha contado el tío Luís? En un principio, pensé que la tía quería salir de la habitación. Después no tardé en darme cuenta de que trataban de separarnos, y a mí no me ha contado nada del otro mundo, o sí, bueno, me ha dado cien euros para pasar unos días más desahogados. Pero creo que de lo que se trataba era de que el tío Luís hablara contigo. ¿Es algo importante de nuestro padre?

—Sí y no, veras. Nada más salir vosotros por la puerta, el tío se ha distanciado un poco de mí y ha comenzado diciendo:

—Veras Jorge, erais muy pequeños cuando murió tu madre —lo dejó unos segundos en suspenso y continuó—. Susana, tu madre, era una mujer en todo el sentido de la palabra. Sencilla, trabajadora, limpia y hasta el último momento os quería a cegar, tanto a vosotros como al desagradecido de tu padre, por el que bebía los vientos. A tu tía Pepi y a mí nos pidió que no os abandonáramos. Pese a que tu padre es mi hermano, no te voy a decir nada respecto a nuestra relación. Como bien sabes, nunca ha sido buena. En los últimos años en vida de tu madre, cada vez que nos veíamos era para echarle en cara a tu padre su actitud, su forma de tratarla y de trataros, y sobre todo, lo irresponsable que era a la hora de llevar una familia. Unas semanas antes de su fallecimiento, casi llegamos a las manos. Sabes que soy persona tranquila, pero me sacó de mis casillas y llegamos a niveles de agresividad muy altos. Creo que no me he puesto así en ninguna otra ocasión. Cuando tu madre nos pidió que os cuidáramos, la tía Pepi y yo lo hablamos y decidimos hacernos cargo de vosotros. Después del entierro, hablamos con tu padre. Mis hermanos Antonio y Dolores nos apoyaban y estaban de acuerdo con nosotros. Tu padre montó en cólera, nos llamó de todo, nos acusó de tratar de quitarle a su familia, lo único que tenía, y nos expulsó de la casa. Nos amenazó con llamar a la Guardia Civil, e incluso nos denunció a todos. La denuncia no llegó a ningún lado, pero consultamos a un abogado y nos aconsejó un distanciamiento, su conducta no era normal. De todas formas, en aquellos años tampoco hubiéramos podido hacer gran cosa. Hoy en día lo hubiéramos tenido más fácil, pero en aquellos tiempos… Al cumplir tú la mayoría de edad, estuvimos muchas veces tentados de llamarte, de contactar contigo, pero tampoco sabíamos muy bien cómo sería recibida la llamada. Preguntábamos por vosotros a los conocidos y, salvo que estabais bien, que tu trabajabas, que a veces Luís también trabajaba los fines de semana en el supermercado y que se os veía bien y arregladitos. Poco más conseguíamos saber. En una ocasión, después de ser mayores de edad los dos, hará cerca de nueve años, una tarde nos acercamos el tío Antonio y yo, aparcamos el coche y, cuando nos acercábamos a la casa, vimos a tu padre salir. No salía solo, una mujer lo acompañaba, y a pesar de no haber oído ningún comentario, dedujimos que había organizado su vida y entonces todo sería diferente para vosotros y no éramos quienes para inmiscuirnos en vuestras vidas. En todos estos años, hemos oído hablar de las borracheras de tu padre, de que si, además del alcohol, tomaba alguna cosa más. De vosotros, absolutamente nada, solo de que estabais bien, y que ibais tirando. Cuando le preguntaron a la tía Dolores en la calle que qué tal andabas del accidente, creo que le dio un mareo, pero en cuanto se repuso nos llamó y nos reunimos enseguida en su casa. Enseguida nos llegaron noticias de tu padre, de lo que iba diciendo de ti y de tu accidente, y la tía Pepi no tardó en averiguar tu número de teléfono.

—¿Qué va diciendo mi padre de nosotros, tío?

—Nada. Para nosotros fue suficiente saber que no os llevabais bien para hacer la llamada que debíamos haber hecho años atrás.

—Tío, ¿de qué os habéis enterado en estos meses?

—Poca cosa, solo eso, que prácticamente no os veis, que de vez en cuando aparece por la casa, pero cada vez menos. Jorge, no sabes lo pesarosos que estamos de no haber hecho algo más por vosotros. Ahora sabemos que estos años no han debido de ser nada fáciles para vosotros.

—No te preocupes tío, hace ya tiempo que las cosas cambiaron.

—¡Qué solos os dejamos, cuando más nos necesitabais!

—No le des más vueltas tío. Cuando más os necesitamos es ahora, sobre todo Luís, y cada llamada vuestra es una fiesta, y vuestra visita no te puedes hacer una idea de lo que significa para nosotros.

—¿Cómo os ha ido estos años? ¿Cómo habéis vivido? ¿De qué manera habéis conseguido salir adelante? ¿Cómo os ha tratado ese….?

 

—Al principio no nos enteramos de muchas cosas, solo notábamos las necesidades y las privaciones a las que nos vimos abocados, pero siempre hubo alguna vecina que en silencio nos ayudó, y cuando sabía que estábamos solos, acudía con algo de comida, o con algo de ropa que se le había quedado pequeña a sus hijos mayores. En la vida, tío, hay gente muy buena. Un día próximo a reyes, nos llevó una bolsa con ropa, también un roscón de reyes, el primero que tuvimos ocasión de probar en años. Entre la ropa había un par de prendas a las que se le había olvidado quitarle las etiquetas de la tienda. No te puedes imaginar lo que aquello significó para nosotros, lo que la señora Lucía representó en aquellos años en nuestra vida.

—¿Cómo fue la relación con tu padre en aquellos años?

—A las penurias se incorporó el estado de miedo, el pánico a las palizas, el terror a las sinrazones. Cuando cumplí los dieciséis años, mi cuerpo se había desarrollado bastante. El trabajo en el supermercado me había hecho fuerte, y al menos la comida no faltaba. Entonces tuvimos el primer enfrentamiento de hombre a hombre. Marqué mi autoridad y, desde entonces, para mí, las cosas se tranquilizaron. Semanas después descubrí que, a cambio, era en Luís en quien se empleaba, y aquel día que le pillé pegándole como a un animal. Le falté al respeto por primera vez y le pegué. No es algo de lo que me sienta orgulloso, pero tampoco me arrepiento. A partir de entonces, se estableció un equilibrio en la casa. Nosotros llevábamos nuestra vida y el la suya. A veces desaparecía por temporadas, para un día reaparecer borracho, en los huesos y lleno de mugre. Nos limitábamos a ponerle un plato más de comida en la mesa y un cambio de ropa limpia en la silla de su habitación. Durante años aprendimos a convivir de esa manera. Hará unos cinco años, ya llevaba más de tres meses sin dar señales de vida. En alguna ocasión anterior, y siendo ya mayor de edad, cuando desaparecía iba al cuartelillo y hablaba con la Guardia Civil, pero desde el primer momento nos dijeron que, siendo una persona adulta y en sus cabales, no se podía hacer nada. Cada vez que nos veían aparecer de nuevo, eran ellos quienes nos informaban de sus andanzas y de sus estancias en diversos cuartelillos hasta que se le pasaba la borrachera. Pero en esas ocasiones, ya no era solo el alcohol. Habíamos estado ahorrando. Tanto a Luís como a mí, nos encanta el futbol y, por fin, poco antes del mundial, logramos comprarnos una televisión. Al llegar Luís a casa un día, lo encontró saliendo con la tele en brazos. En la puerta, otro tío más colgado que él lo esperaba con un coche viejo y medio desvencijado. Lleno de impotencia, Luís se abalanzó sobre él mientras me llamaba por teléfono. Llegué a tiempo para impedir que se la llevara, pero en esa ocasión ya sacó una navaja, una navaja tío, contra sus propios hijos, que trataban de impedir que el muy cabrón les robara. No tuvimos problemas, estaba muy colocado. Conseguimos echarlo de casa y llamamos a la Guardia Civil, denunciando el intento de robo. Solo pudieron anotar el número de la matrícula, ya que no tenían vehículo disponible en ese momento para seguirles. Era un coche de desguace, estaba dado de baja y no conseguimos más información. Desde entonces, no ha vuelto a casa, aunque seguía teniendo las llaves. Cuando tuve el accidente, Luís dejó el trabajo y se vino conmigo. Con mi sueldo solo cubrimos gastos, pero nos defendemos. Al salir del coma, le pedí a Luís que volviera a casa y cambiara la cerradura. Habían pasado varias semanas y él no había dado señales de vida. Decidí que ya no formaba parte de nuestras vidas. Comprenderás, tío, que ya más daño no puede hacernos, sean cuales sean los comentarios que haga de nosotros. En el pueblo todo el mundo nos conoce y nos respeta…

—Has hecho muy bien, Jorge —le dije a mi hermano—. No tenemos de qué avergonzarnos. Hemos luchado por vivir, lo hemos conseguido dignamente y me siento muy orgulloso de nosotros.

Nos fundimos en un abrazo pero enseguida noté que había algo más.

—Veras, Luís, lo más impactante al terminarle de contar esto al tío fue mirarle. Nunca había sentido tanto dolor reflejado en un rostro. Su mandíbula apretada y desencajada, los dientes apretados y dos lagrimones que fluían desde sus ojos y recorrían su cara regordeta.

Lo he abrazado y hemos llorado juntos un buen rato, mientras solo sabía pedirme perdón. Más de cien veces ha salido de sus labios la palabra perdón, y dime tú, Luís, de qué les tenemos que perdonar a ellos, si han sido tan víctimas como nosotros de la sinrazón.

—Tranquilízate. Ha sido un día con la sensibilidad a flor de piel, pero en el fondo ha sido un gran día para nosotros.

Me despedí de Jorge como cada noche y, al salir por el control, hablé con Charo, la enfermera que le atendía, y le dio un tranquilizante.

Charo me esperó en la cafetería un buen rato. Volví a la habitación para asegurarme de que estaba durmiendo y, al verle plácidamente dormido, con una cara de serenidad desconocida para mí, pensé para mis adentros «sí, hoy ha sido un gran día para nosotros, hoy ha sido un día feliz».

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