El accidente

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EL DETONANTE


Ese día amaneció triste y nublado. Me levanté de mal humor, como siempre me ocurría en este tipo de días, y Pedro al final terminó contagiándose.

Esa mañana la teníamos repleta. Compras, compromisos, etc., cuando lo que menos nos apetecía era salir de casa. A media mañana teníamos que pasar por la oficina de Pedro. Se había dejado allí unos papeles y el lunes, a primera hora de la mañana, tenía una presentación.

El recién estrenado otoño hacía gala de tiempo desapacible, habíamos tenido una noche de tormentas, y el descanso se había hecho difícil. Después, la lluvia, la impertinente y voraz lluvia, y ahora todo el día en el coche. Primero, las compras, después volver a casa y colocarlas y meternos en el centro de Madrid para recoger esa presentación y para que pudiera preparársela el fin de semana en casa. A mediodía, lo mejor, la comida con Riki, comida a la que le seguiría una larga sobremesa.

A Pedro le caía muy bien Richard, pero desde el principio siempre estuvo celoso de nuestra relación.

—Coño Raúl —me repetía montones de veces, —si Richard fuera tu hermano lo entendería, pero es solo un amigo.

—Pedro, ya lo hemos hablado muchas veces. Si fuera mi hermano de sangre, seguramente no sería tan importante para mí.

En esta ocasión, las palabras fueron más lejos. Estaba nervioso por la presentación y yo encima le había metido el mal humor en el cuerpo.

—A veces pienso que no sé qué haces conmigo. A veces me da la impresión de que, en esta relación a tres, sobro.

—¿Cómo? ¿Qué coño estás diciendo, Pedro?

—Sí, Raúl. A veces no lo entiendo, me cuesta mucho trabajo entenderte y entender tu relación con Richard. Oficialmente soy tu pareja y tengo la impresión de que me ocultas muchas cosas de tu vida que no le ocultas a él.

—Ya sabes que no tiene nada que ver lo uno con lo otro. A ti te amo y a él lo quiero, eso sí, como si fuera mi propia vida.

—Pues a mí esta relación me quema y me martiriza, ya lo sabes.

—Pedro, Richard y yo jamás hemos tenido nada sexual, ni te hemos dado motivos para que estés así.

—Odio vuestras largas conversaciones en la cocina, mientras ultima la comida, vuestras risas, vuestras confidencias, mientras a mí me entretenéis en el salón con otros invitados o simplemente escuchando esa colección de insoportable música clásica de la que tanto presume tu amigo.

—Nuestro amigo, Pedro, y bien que ha dado fe de ello con su comportamiento en más de una ocasión a lo largo de nuestra relación.

—Ya salió. Ya tardaban tus reproches.

—¿Reproches? ¿Quieres que haga un repaso de los favores y las ayudas que Richard nos ha dado?

—No, por favor, solo me faltaba eso. No gracias, no hace falta. Ya te encargas todos los días de ir recordándomelo.

—¿Recordártelo? Pedro, no sabes lo que dices. Mejor será dejarlo. Hoy no tienes un buen día, y mucho me temo que el mío no es mejor.

—Claro, cuando no te interesa la conversación prefieres callar, ¿no? Ya nos vamos conociendo.

—Pedro, tengamos el fin de semana en paz, ¿vale? Mira, si no te apetece, compramos, recogemos tu maldita presentación y volvemos a casa. Tú te quedas preparando tu presentación y yo te excuso con cualquier cosa delante de Richard.

—Claro, así todo perfecto. Los dos toda la tarde juntos, mientras yo preparo mi maldita presentación.

—Joder, otra vez los celos. Pero Pedro, que llevamos muchos años juntos, que sabes perfectamente…

—¿Qué es lo que sé perfectamente? ¿Que prefieres estar con él a estar conmigo?

—Sabes perfectamente que lo que estaba proponiéndote era otra cosa, pero claro, de lo que se trata es de sacar las cosas de quicio.

—No, si al final seré yo el que tiene ganas de montarla.

—Pues dime quién, entonces. Pero mira, hoy no te voy a seguir la corriente, no tengo ganas de discutir. Vamos a comprar, coge la lista de la puerta del frigorífico y en el mercado nos repartimos los puestos. Así será mejor y a ver si mientras piensas en lo que estabas diciendo y conseguimos tener un fin de semana como Dios manda.

Durante el trayecto al mercado, Pedro conducía nervioso. Tal vez tendría que haber sido yo el que llevara el coche pero por fastidiar le dije que no me apetecía conducir y que además tendríamos que parar a llenar el depósito de gasolina, cosa que era mentira, estaba prácticamente lleno.

En el mercado era la típica mañana de sábado. Los puestos estaban con más gente si cabe que otros sábados. Al estar el día nublado y lloviendo de vez en cuando, muchos en lugar de irse a pasear al parque se daban vueltas por el mercado para matar las horas muertas antes de comer. La compra se me hizo eterna y no mejoró ni mucho menos mi estado de mal humor.

Al volver al coche, preferí mantenerme en silencio. Pedro me observaba, pero también callaba. Llegamos a casa y colocamos la compra. Serían las once. Aún nos daba tiempo para ir a la oficina y volver, y en el trayecto volveríamos a las andadas y tendríamos que retomar el tema de la comida en casa de Richard.

A mí no me importaba ir solo, al revés. Ya en otras ocasiones, Pedro a última hora se había echado atrás y, la verdad, eran unas comidas más íntimas entre los dos. Las aprovechábamos para hablar, para ponernos al corriente de nuestras últimas cosas, para conmemorar los viejos tiempos, para, en el fondo, estrechar nuestra larga amistad.

Le acompañé en silencio, no cruzamos ni una sola palabra a lo largo de casi una hora, solo alguna que otra mirada, y el silencio, un silencio aplastante e hiriente.

De vez en cuando, la lluvia descargaba ferozmente sobre la calzada y la visibilidad se hacía difícil, aminorábamos la velocidad y vuelta a empezar cuando escampaba. En un par de ocasiones, a nuestra derecha habíamos dejado algún que otro coche impactado, accidentes de poca importancia, resbalón con la grasa de la carretera y chasis abollados, pero nada más.

La lluvia, la maldita lluvia, no cejaba. El trayecto cada vez se hacía más pesado y estaba empezando a plantearme llamar a Richard y cancelar la comida juntos. La mañana se había vuelto demasiado gris y anodina como para volver a salir y mi estado de ánimo se había retorcido demasiado para compartirlo con él.

Cuánto añoraba en estos momentos la primavera, los rayos de sol luminosos y cálidos, que invitan a viajar, que te elevan el espíritu y cambian el estado ánimo.

La lluvia arreció y la visibilidad disminuyó. El coche de delante era apenas dos puntos rojos y más allá no se divisaba nada.

—¡Ten cuidado! —fueron mis primeras palabras después de muchos minutos.

—Sí, cuesta trabajo conducir y seguir adelante, voy a tener que parar en el arcén a ver si esto se calma un poco.

—Sí, creo que será lo mejor. Además, estoy pensando en llamar a Richard y decirle que, con este tiempo, no vamos a ir a comer.

Por primera vez en la mañana, Pedro me miró como solo él me sabía mirar y, por unos instantes y solo para nosotros, la mañana se despejaba, el sol se abría camino entre las nubes e iluminaba nuestro trayecto.

Después, el golpe atroz, el chirrido de las ruedas, el deslizar del coche por ese terraplén, y mi grito, ¡Pedro, Pedro!, pero Pedro no se movía, no me contestaba. Y de golpe, la oscuridad.

MI TRAGEDIA


Recuerdo la oscuridad, el frío y la humedad. Esos fueron mis compañeros durante interminables minutos. En mi fuero interno los viví como horas, horas de soledad, de amargura, de inmovilidad.

Algo impedía que viera, y cuando mi cuerpo empezó a responder, con las manos buscaba desesperadamente su cuerpo. Solo hierro, amasijos de hierro a mi alrededor, no reconocía el chasis del coche, no palpaba nada reconocido y la desesperación me corroía durante minutos hasta que nuevamente perdía el conocimiento.

Trataba de gritar, pero de mi garganta no salía sonido ninguno, me aferraba a todo lo que estuviera a mi alcance, me destrocé las uñas en el intento y volví a caer en la oscuridad.

Después, las sirenas, el ruido, los gritos.

—¡Aquí están! —gritó alguien.

Más gritos, correr de gente, sirenas, más sirenas.

Unas manos cogieron mi muñeca. «Ya está», pensé.

—¡Vive!

Y de nuevo la oscuridad, la humedad, el frío. Mucho frío… Y la negra oscuridad.

De pronto, la luz, esa luz cegadora que me caldeaba y me renovaba por dentro, esa luz cálida y acogedora. Abrí los ojos y allí, a lo lejos, estaba él, radiante, sonriente.

Su mirada cálida, su sonrisa, esa sonrisa que él tenía solo para mí. Con un ligero movimiento de mano, me anunciaba su despedida.

Pedro se despedía de mí. ¿Dónde estaba? ¿Qué estaba ocurriendo?

Al final, con mucho esfuerzo, pude abrir los ojos, y allí estaba la luz, y yo en el suelo sobre una especie de camilla.

—¡Vámonos, está estabilizado!

Carreras, ruidos, a lo lejos una herramienta chirriaba cortando hierros. Una puertas cerrándose, más sirenas, me muevo y de nuevo la oscuridad. Tengo miedo, la oscuridad cada vez me asusta más, pero ahora ya no siento ese frío gélido que la acompañaba antes. Algo está entrando en mi cuerpo que me relaja, que me va dejando en paz según me invade, y un sueño profundo me va venciendo. Me siento muy cansado y los parpados se me cierran.

 

Por fin algo conocido, la voz de Richard. La escucho muy bajita, como muy lejana, trato de moverme, pero mi cuerpo no responde. Concentro mi esfuerzo en mis manos, pero apenas consigo que mis dedos se tambaleen ligeramente. ¿Estaré muerto?

—¿Raúl? ¿Raúl, me oyes?

Nuevamente es la voz de Riki, es su voz, ahora sí, más fuerte.

Su mano sobre la mía, hago un esfuerzo supremo, trato de aferrarme a ella, pero es él, como siempre, quien me rodea la mía con las suyas, mientras una voz casi imperceptible, emocionada, empieza en la puerta a llamar a gritos a la enfermera.

Sí, también la reconozco, es la voz de Lucía, la hermana pequeña de Pedro, mi cuñada.

Oigo unos sollozos, es Riki, se los enjuga y, aclarándose la voz, le oigo que tímidamente, pero cada vez de forma más nítida, empieza la melodía y canta en voz muy baja.

Tú eres mi hermano del alma,

realmente un amigo,

que en todo camino y jornada

está siempre conmigo.

Y aunque eres un hombre

aún tienes alma de niño,

aquel que me da su amistad,

respeto y cariño.

Recuerdo que juntos pasamos

muy duros momentos,

que tú no cambiaste por fuertes

que fueran los vientos.

Es tu corazón la casa

de puertas abiertas.

Tu eres realmente lo más cierto

en horas inciertas.

En ciertos momentos difíciles

que hay en la vida

buscamos a quien nos ayude

a encontrar la salida

Y aquella palabra de aliento

y de fe que me has dado

me da la certeza de que siempre

estuviste a mi lado.

Tú eres mi amigo del alma

en toda jornada,

sonrisa y abrazo festivo

en cada llegada.

Me dices verdades tan grandes

con frases abiertas.

Tu eres realmente lo más cierto

en horas inciertas.

Yo no preciso ni decir

todo eso que te digo

pero sí es bueno sentir

que eres tú mi hermano amigo.

Yo no preciso ni decir

todo eso que te digo

pero sí es bueno sentir

que eres tú mi hermano amigo.

Mis ojos se llenaron de líquido acuoso, que corrió por mis mejillas. Me hubiera gustado cantarla con él, como tantas veces desde niños habíamos hecho. Era el himno de nuestro juramento de sangre, era nuestro himno, nuestra canción de hermandad.

Al terminar sentí su cuerpo cálido encima del mío, abrazándome y, ahora sí, ahora pude mover mis brazos, pude darle ese abrazo y abrir los ojos.

Estaba en una fría sala de hospital, con montones de aparatos a mi alrededor, y allí estaba Richard y también Lucía. Instantes después, llegaron enfermeras, médicos y los echaron, y para mí… Y para mí comenzó la tortura.


CAMBIO DE HOSPITAL


Apenas había vuelto de comer cuando recibí la llamada. Esa misma tarde trasladaban a Raúl a Toledo.

Era un tema que se llevaba manejando semanas, por no decir meses, pero hasta hoy siempre habían surgido dificultades, descontroles de algunos niveles, que si unas décimas de fiebre, que si hay que investigar, pero por fin hoy comienza la nueva etapa. Hoy es un gran día, un día para celebrar.

En la oficina tengo una reunión media hora más tarde. Apenas puedo centrarme en preparármela y mucho menos en el contenido. Todo lo oigo desde la lejanía y apenas intervengo de una manera automática. En el receso para el café, algún compañero me comenta que ando algo distraído, pero me evado del tema, argumentando un pequeño dolor de cabeza. Mi pensamiento no está aquí, pero tengo que cubrir el expediente y nada más pasar las seis, apago el ordenador, recojo mis cosas y me marcho.

El tráfico es soportable incluso a la salida de Madrid. Era un martes entresemana, un martes de principio de primavera. Ya habían pasado casi cinco meses desde el trágico accidente. Raúl en el hospital era prácticamente el más veterano, exceptuando a algún que otro paciente de largo recorrido. Los vecinos de control eran enfermos de paso comparados con él, ya habíamos familiarizado con los médicos, con las enfermeras, con todo el personal en general. Y ahora todo serían cambios, llegábamos de nuevo y había que volver a comenzar.

Antes de escaparme de la oficina, había mirado la ubicación del hospital y me había imprimido el plano, aunque realmente el camino lo llevaba gravado en la mente. Tanta tecnología y hoy precisamente no encuentro el maldito navegador, seguro que en algún momento lo he sacado del coche y se ha quedado perdido en algún cajón de casa, ya que en la oficina lo he revuelto todo y no lo he encontrado.

Cuando me quiero dar cuenta, ya estoy en la carretera de Toledo. El túnel que lleva casi desde Atocha a la plaza Elíptica es una maravilla. Recordaba haber hecho este trayecto en alguna otra ocasión hace tiempo y era lento y pesado, pero hoy sin darme apenas cuenta ya estaba en las poblaciones limítrofes a Madrid. En los carteles ya se anunciaban los primeros pueblos de la provincia de Toledo.

Como cuando era niño, empiezo a jugar con ellos, lIlescas, Yuncos, Yuncler. Me vienen imágenes a la memoria y sonrío. Se me presenta mamá, cuando viajábamos en metro y me hacía memorizar las estaciones de metro de la línea uno: Plaza de castilla, Valdeacederas, Tetuán, Estrecho, Alvarado, Cuatro Caminos, Ríos Rosas, Iglesias, Bilbao. Siempre era el mismo trayecto, de casa a casa de los abuelos. Cogíamos el autobús hasta plaza de Castilla y luego el metro, un aventura completa para mis cortos años, tendría cinco más o menos por entonces, y en toda mi infancia, el transporte público de Madrid casi exclusivamente fue eso. Me fascinaba sobre todo meterme en las entrañas del subsuelo de Madrid y salir en el centro. A veces, la abuela esperaba en la misma boca del metro. Entonces yo ya conocía la rutina, iríamos a esa cafetería pastelería que tanto les gustaba y, mientras ellas hablaban de sus cosas, yo disfrutaba de ese milhojas gigante que mi abuela me compraba, no sin que antes mi madre me hubiera camuflado con ese eterno babero que guardaba en el bolso para estas ocasiones.

Yuncler, Villaluenga, Cabañas de la Sagra, Olías del Rey… Miro el reloj, son casi las siete y empiezo a sentir algo de nerviosismo. Esta mañana, cuando he hablado con Raúl, estaba muy tranquilo, pero no sé cómo le habrá afectado la noticia del traslado. Deja de sonar el CD que llevo puesto, miro el display y, de pronto suena el teléfono, llamada entrante, Raúl.

Al llegar a la habitación me lo encuentro dormido, su llamada era solo para avisarme de que ya estaba en la habitación y lo iban a sedar, para relajarle de lo estresante del viaje. Acerco la silla y me siento a su lado. Su sueño es placido, su rostro refleja ilusión y esperanza, su voz por teléfono me sonó a intranquilidad, pero con esa sensación del niño expectante ante lo desconocido, el niño temeroso ante una nueva andadura, esta nueva afrenta, en la que ya no tendría un papel tan pasivo como hasta ahora, si no que sería el protagonista y ese papel estaría lleno de esfuerzo y dolor, de aguante y constancia, de sufrimiento y esperanza.

Le cojo la mano, que tiene a mi lado encima de la sabana, y una mueca, que se transforma en una especie de sonrisa, llena su cara, la dulcifica y un pequeño gesto, como queriéndome decir que sabe que vigilo su sueño, me reconforta.

A los pocos minutos se abre sigilosamente la puerta.

—Hola, soy Rosa, la enfermera.

—¿Debes de ser Ricardo?

—Sí, así es.

—Ya nos han informado de que tú eres la persona más allegada a él.

—No, realmente tiene algunos primos, pero tuve que hacerme yo cargo, de facto y también legalmente. Después, Raúl, cuando fue consciente, me dio un poder notarial para estos asuntos.

—Bien, Ricardo.

—Richard, por favor. Richard es como me conoce todo el mundo. Ricardo es casi un desconocido para mí.

—Bueno sí, mejor. Richard, hemos estado estudiando el historial de Raúl y al doctor Fernando Chozas le parece oportuno tener una reunión contigo y presentarte el plan de recuperación que tenemos previsto. Raúl estará dormido como una hora, así que, si te parece…

—De acuerdo —contesto, mientras me levanto y la sigo.

—Este es Ricardo, bueno Richard, el doctor Fernando Rozas, que llevará a Raúl, la doctora Margarita Rivas, la psicóloga, y bueno, ya sabes, yo soy Rosa.

—Encantado —respondo a media voz.

—Bienvenido —me dice el doctor Chozas. Margarita asiente con la cabeza.

En pocos segundos, me sentí envuelto en una atmósfera amigable, en un ambiente acogedor, familiar.

Poco a poco, me presentan toda la problemática, las complicaciones, los riesgos y, por fin, el resultado final si se salvan todas las dificultades.

Los oigo hablar y las voces me suenan distantes, al mismo tiempo que mi mente memoriza cada frase, cada gesto, cada una de la muecas, de los movimientos de manos o de cabeza y, conforme los oigo, me encuentro cada vez más cómodo, más animado, más positivo, más cercano a Raúl.

De camino a casa, le doy vueltas y vueltas a la reunión, cada frase que he escuchado la repito mentalmente. En mi cerebro resuenan una y otra vez las complicaciones, y mi mente se evade, se aleja y me lleva a nuestra primera juventud. Hoy todo es esperanza, hoy todos son recuerdos, mi mente va por libre y a cada instante abre retazos de memoria olvidada, pedazos de mi vida, secuencias de nuestras vivencias compartidas que reposaban en recónditos escondites, y que especialmente hoy afloran al recuerdo. Estamos en aquel cañón del río Piedra, cercano al Monasterio de Piedra, y allí, contemplando en lo más alto de las rocas los buitres planeando, estas frases, estos problemas, estas complicaciones, las rocas me las devuelven una y otra vez.

Son como el eco de mi conciencia, que quisieran aturdir mi conformidad, y de forma aplastante, enumeran una y otra vez cada uno de los datos adversos con que nos encontramos.

«Hemos perdido mucho tiempo, mucho tiempo, tiempo, empo…»

«Esto hace cuatro meses hubiera sido mucho más fácil, más fácil, fácil…»

«Tendremos que buscar un donante válido, buscar un donante válido, donante válido, válido…»

«El riesgo al rechazo es grande, al rechazo es grande, es grande, ande.»

«Necesitará una monitorización constante, torización constante, constante, ante…»

«Para rebajar el sufrimiento en las pruebas deberíamos sedarle, pruebas deberíamos sedarle, deberíamos sedarle, sedarle, arle…»

De pronto, me sobresalto. Los coches de atrás me tocan insistentemente el claxon. El semáforo hace rato cambió a verde y yo, absorto en mis pensamientos, no me he dado cuenta. Entro en la rotonda y salgo a la izquierda. La circunvalación que pasa cerca del hotel Beatriz me lleva en pocos minutos a la carretera que une Toledo con Madrid. Una vez me incorporo a esta, vuelvo a sentirme relajado, ya es terreno conocido. Ahora de nuevo mi mente se aleja del tráfico y se concentra en cómo planteárselo a Raúl, y me sumerjo en una nueva espiral, en un nuevo laberinto, que no me abandonará durante todo el trayecto, y en la entrada de Madrid, ya tengo una estrategia marcada, una forma clara de planteárselo, una manera de enfocarlo.

Nuevamente, mi mente se apodera de mí y me controla. Ahora pone en on la conversación que ayer mantenía con Lucía.

«¿Sabes? ¿No será que estás enamorado de Raúl?»

Sonreí para mis adentro, y mi corazón, y solo él, sabía la verdad. En lo más profundo de su interior estaba la respuesta, y esa respuesta solo la conocemos Raúl yo.