Retos de la educación ante la Agenda 2030

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Aus der Reihe: LA NAU SOLIDÀRIA #25
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Particularmente, de estas dos últimas características –la sostenibilidad y la inclusión– se desprende que los ODS responden a una transformación de la mentalidad subyacente, al menos como una declaración de intenciones, lo que ya es un avance a nivel moral considerable, como intentaré mostrar. Los ODS son una constatación de que la naturaleza y la salud del Planeta entendido en toda su diversidad biológica –biótica y abiótica– deben tener estatuto moral y se configuran como una cuestión de justicia por derecho propio. Esta consideración es fruto de una trayectoria moral que se ha escrito sobre bases conceptuales marcadas por la lógica y los intereses de su tiempo y para justificar esta tesis realizaré un sucinto recorrido por la evolución del concepto de «desarrollo».

2. Hacia la dimensión ecológica del desarrollo

El término desarrollo ha sido objeto de una evolución conceptual en los últimos setenta años desde que se utilizara en su forma original para medir el progreso hacia el bienestar de los países dentro de los paradigmas propios de la economía neoclásica. Esta forma de concebir el desarrollo tomaba como indicadores de medición valores estrictamente económicos como el PIB o el crecimiento económico y se basaba en una noción de sujeto como «maximizador racional de preferencias», siguiendo los planteamientos de cierto tipo de neoutilitarismo reduccionista. Desde el siglo pasado y antes de que surgiera el enfoque de capacidades, pergeñado por Amartya Sen, el utilitarismo económico neoclásico dominó el ámbito económico. Este tipo particular de utilitarismo, como lo expresa Martha Nussbaum, se basa en tres premisas básicas: que los agentes para ser racionales deberían ser maximizadores interesados en optimizar su utilidad; que el concepto de utilidad refleja la satisfacción de las preferencias reveladas y, por lo tanto, no está sujeto a ningún proceso de deliberación introspectiva; y, además, esta utilidad debe entenderse como un criterio único y en términos de cantidad en lugar de calidad (Nussbaum,1997: 1197-98). Tanto Sen como Nussbaum, entre otros autores, han criticado esta variante del utilitarismo sobre la base de su excesivo reduccionismo al explicar el comportamiento humano. En particular, en artículos tales como «Rational Fools: A Critique of the Behavioral Foundations of Economic Theory», «Plural utility» o «The Living Standard» y en el capítulo de Utilitarianism and Beyond, escrito junto con Williams (Sen, 1977, 1980, 1984, 1990), Sen dirigió sus críticas contra la versión del utilitarismo utilizada en la teorías de la elección pública, que debe mucho al trabajo de Arrow (Arrow, 1951). Esta premisa básica que, según Sen, se encuentra en el corazón del utilitarismo económico y de la mayoría de los modelos económicos neoclásicos es la señalada por Edgeworth (Edgeworth, 1881), que establece que «cada agente actúa solo por interés propio». Sin embargo, es esencial tener en cuenta la sutil percepción que Sen enfatiza sobre este punto y, desde mi punto de vista, es lo que ilumina su propuesta del enfoque de capacidades. Esta suposición de que los agentes racionales son maximizadores egoístas, que se presumen en los modelos económicos neoclásicos, no es el fruto de una percepción defectuosa, sino el resultado de un intento de buscar un modelo para hacer predicciones. La noción de agente egoísta racional no fue concebida como imitación de un sujeto empírico, sino como un modelo con el que trabajar. Mediante este constructo se podían realizar predicciones a partir de las variables que representaban simples elecciones binarias cuya característica principal era la coherencia; de hecho, el significado real de la elección racional subyacente a estos modelos es la coherencia interna. De esta manera, la noción de utilidad relacionada con las preferencias reveladas se convirtió en una noción altamente operacional para ser aplicada a predicciones y modelos estadísticos. Sin embargo, esta es precisamente la crítica fundamental del enfoque de las capacidades a estas teorías de corte utilitarista: que el modelo simplista elegido es demasiado reduccionista; por lo tanto, no refleja ninguna situación real y no puede hacer frente a la complejidad de los problemas humanos.

En esta línea de pensamiento, Denis Goulet (Goulet, 1999) añadió al término «desarrollo» el apelativo de «humano» para esclarecer que lo que debería normativamente considerarse propiamente desarrollo debía centrarse en la mejora de la calidad de vida de las personas reales. De estas consideraciones y reflexiones surgieron otros enfoques centrados en la vida real de las personas y en sus necesidades urgentes, y no tanto en indicadores abstractos, por ejemplo, el «enfoque de las necesidades básicas» de Paul Streeten y Frances Stewart (Streeten, 1978; Stewart, 1985). Si bien estas teorías de las necesidades básicas ya significaron una transformación considerable de los modos y métodos de concebir y medir el desarrollo humano, recibieron la crítica de que se trataba de propuestas prescriptivas, que imponían modelos de desarrollo externos a la propia autocomprensión de las comunidades. De este modo, el enfoque de las capacidades de Sen se configura como una revisión de estas teorías de desarrollo humano, preocupadas por mejorar las condiciones de vida de las personas de manera real, pero a su vez respetando su diversidad y libertad. Esta nueva teoría elaborada por Sen, que entendió que desarrollo no es maximización de preferencias, ni satisfacción de necesidades, sino la libertad para llevar la vida que uno tiene razones para valorar, se perfiló como el marco de pensamiento que actualmente utiliza el PNUD para elaborar sus informes anuales de desarrollo desde 1990.

Sin embargo, el concepto de desarrollo humano ha seguido evolucionando y actualmente, sobre todo a partir del Informe Brutland, incorpora en su compromiso ético de igual forma la idea de «sostenibilidad»: el desarrollo no solo tiene que garantizar las mejores condiciones posibles para lograr la calidad de vida de las personas y su libertad, sino que además debe atender al respeto y cuidado del planeta en su conjunto. El concepto de desarrollo que se está configurando en el nuevo paradigma, por tanto, se entiende como un concepto multilateral y dinámico que integra tres dimensiones básicas –económica, social y ecológica– que se retroalimentan y convergen en un mismo fin: la mejora de las condiciones de vida.

Desde esta premisa surge toda una lógica de acción cuya vocación es cristalizar en políticas públicas, modos de vida y proyectos institucionales que tengan como objetivo garantizar el mencionado desarrollo sostenible, esto en beneficio tanto de las generaciones presentes como futuras. La Agenda 2030, consciente de estas circunstancias, presentó este conjunto de ODS que se dirigen precisamente a preservar la salud del planeta y a garantizar las condiciones favorables para la vida digna de las personas. Sin embargo, todavía queda algo más por decir acerca de la efectiva vinculación entre las condiciones de vida dignas de las personas y la necesidad de incrementar la conciencia ecológica.

3. Conciencia ecológica y desarrollo humano

Definitivamente, la nueva forma de concebir aquello que es esencial en el desarrollo humano, que cristalizó en las teorías críticas con el utilitarismo neoclásico y las nuevas propuestas para el desarrollo fraguadas a partir de los años setenta, fue decisiva para la conceptualización de los ODM. Los ODM se centraron en la vida real de las personas: en erradicar la pobreza y el hambre y en el desarrollo de sus capacidades. Bien es cierto que la dimensión de la sostenibilidad ya estaba contemplada en el diseño de este plan de actuación, pero solo como objetivo específico, concretamente el 7: «garantizar la sostenibilidad y el medio ambiente». En este Proyecto del Milenio, el desarrollo sostenible constituía un objetivo particular, pero a su vez se entendía con entidad propia y separado de los demás ODM, como una meta a alcanzar de manera independiente de otros propósitos como la nutrición, la igualdad de género o las condiciones de vida saludables.

Sin embargo, en el siglo xxi ya surgen voces cada vez más numerosas que señalan la evidencia de otros problemas como urgentes que, aunque no están sensu stricto centrados en las vidas individuales de las personas, sí que tienen un impacto directo sobre ellas. La crisis de las energías fósiles, el calentamiento global, los problemas de la capa de ozono y las amenazas de las energías nucleares, unidas al despilfarro propio de una economía bienestarista postindustrial, están poniendo en serio peligro al Planeta (Beck, 1998), que no es sino «el hogar» (oikos) de toda vida humana. También estamos asistiendo a otros desastres ecológicos causados por la mano humana que están dañando las otras formas de vida no humanas. Se estima que las cifras de especies en peligro de extinción van en aumento. En 2016 se clasificaron, según datos de la Lista Roja de Especies Amenazadas de la UICN, 4.898 especies en riesgo crítico de extinción y 7.323 en riesgo de extinción. No solo desaparecen al día gran cantidad de insectos y pequeños animales, sino que actualmente nos encontramos con un verdadero peligro de extinción de grandes mamíferos. Las causas por las que estos animales están desapareciendo se deben a razones de diversa índole. Por una parte, el cambio climático, la polución, la extinción progresiva de sus hábitats naturales provocada por la acción humana y, por supuesto, el comercio ilegal de especies protegidas y la caza, tanto furtiva como no furtiva. Además, cada vez son más frecuentes los incendios provocados por pirómanos, como los que asolaron Galicia este verano de 2017. No es desdeñable el aumento de la contaminación resultado de los residuos humanos, que llega incluso a desencadenar situaciones tan desastrosas como la del llamado «mar de plástico» situado en la frontera entre Honduras y Guatemala, un océano de basura que aniquila cualquier atisbo de actividad biológica. Todo ello ha propiciado que se acuñe la expresión de «terrorismo ecológico» para este tipo de delitos que atentan contra la integridad biológica entendida de forma comprehensiva. El término «terrorismo», hasta hace bien poco, estaba reservado para aquellos actos de violencia indiscriminada dirigidos exclusivamente a las personas, con el fin de generar pánico y desestabilizar el orden social. La extensión de este vocablo manifiesta una nueva conciencia que otorga cierto estatuto moral a la naturaleza y al Planeta per se.

 

Sin embargo, las grandes teorías paradigmáticas y clásicas de la justicia como las teorías del contrato social, en su versión más contemporánea, la sostenida por Rawls y la ética del discurso de Habermas, que siguen vigentes hoy en día, no han actualizado sus presupuestos para dar cabida moral a las formas de vida no humanas. A mi modo de ver, los planteamientos desde los que parten son insuficientes para responder a los nuevos retos ecológicos que se evidencian como una auténtica cuestión de justicia, como mostraré a continuación.

Estas teorías de corte contractualista tienen su piedra angular en la noción de reconocimiento recíproco entre seres que se reconocen como iguales y, a su vez, se basan en una noción restringida de sujeto de justicia (De Tienda, 2010). Las notas características de los seres que pueden tener estatuto moral según estas teorías están muy vinculadas a la noción de racionalidad o a la posesión de competencia lingüística y, por tanto, encuentran serias dificultades para incluir como sujeto moral a cualquier otra forma de vida que no sea humana. Por supuesto, mayores dificultades encuentran estas tesis para incluir los elementos abióticos que conforman los diferentes ecosistemas del Planeta dentro de ese ámbito privilegiado de protección moral por derecho propio.

En el lado opuesto de la argumentación, encontramos propuestas como la de Arne Naess con la deep ecology (Naess, 1989) o la teoría ecocéntrica de Aldo Leopold (Leopold, 1997), que centran su atención en la necesidad de preservar el equilibrio ecológico de los ecosistemas, llegando las posturas coherentemente más radicales a considerar que los seres humanos son prescindibles.

La pregunta que resta por hacernos es ¿en qué polo de los dos extremos se hallan los ODS?. Los 17 objetivos se encuentran atravesados por la preocupación ecológica en su totalidad, pero no se configuran como propósitos que tengan por objeto preservar el equilibro del Planeta de manera nuda. Por el contrario, los ODS fueron resultado de una negociación en la que de forma expresa se decidió que estarían centrados explícitamente en las personas (Pedrajas, 2017: 85) y en la mejora de sus condiciones de vida. Es necesario indagar un poco más en el matiz diferencial con respecto a los ODM que, a mi modo de ver, aunque sea de forma tácita, consiste en la protección del Planeta e incluso en cierta consideración moral de suyo.

4. Los problemas ecológicos son cuestiones de justicia

De la observación empírica de determinadas situaciones fácticas que asolan nuestro mundo se desprende la conexión existente entre la justicia y el tratamiento que se le da al planeta. Y es que los problemas de justicia están íntimamente relacionados con la dimensión ecológica (Guerra, 2001):

1. Hay datos estadísticos que evidencian la existente relación entre las divisiones de clase sociales y las condiciones medioambientales en las que viven los diferentes grupos humanos. Estas correlaciones han sido estudiadas por autores ecosocialistas como Jorge Riechman (Riechman, 2000).

2. Existe un paralelismo, al menos teórico y conceptual, entre la dialéctica que se ha desarrollado en torno a la relación con la naturaleza como una relación de dominio y la subyugación y la violencia ejercida sobre la mujer. La metáfora de la Madre Tierra para representar la Naturaleza mediante la figura femenina y los mitos y alegorías de dominio hunden sus raíces en la narrativa baconiana. Por tanto, la consideración de proceder a potenciar la igualdad de género y a limar las relaciones de poder debe cuestionar la misma mentalidad que concibe a la Naturaleza como un sujeto inferior, caprichoso e irracional al que es necesario domar y transformar.

3. De igual forma, se percibe que existe una correlación entre las condiciones medioambientales degradadas y la desigualdad por razones de raza o religión. La cuestión de las minorías étnicas y religiosas está relacionada de facto por la desigualdad en la distribución de las cargas ambientales. Es evidente que el prejuicio racial desemboca también en una cuestión de justicia ambiental, que bien podría paliarse aumentando la conciencia ecológica de carácter holístico.

4. Es manifiesto el desigual impacto ecológico entre los países más desfavorecidos del planeta y los que gozan de economías y sistemas sociales estables. Estamos acudiendo no solo a un expolio de los recursos naturales de los países más pobres y con nulo poder sobre la política global, sino también a la deforestación a gran escala de grandes bosques como el Amazonas o a la contaminación de ríos y aire. Pero, además, con mayor frecuencia se suceden los asesinatos de líderes de pueblos indígenas que, a su vez, son también activistas medioambientales, como son los casos recientes de los activistas Chutt Wutty en Camboya o Berta Cáceres en Honduras, entre muchos.

Es patente que esta conexión entre las condiciones de vida de los colectivos más vulnerables y el impacto ecológico se encuentra captada por la mentalidad que subyace a los ODS. Además, esta circunstancia nos indica que si se quieren resolver cuestiones de justicia «centradas en las personas» tiene que progresarse en la profundización de la conciencia ecológica y ello solo se puede conseguir mediante la educación para incrementar esa sensibilidad moral ecológica que es el sustrato básico de toda forma de vida. Me gustaría recoger esta última apreciación para terminar afirmando que, a mi modo de ver, los ODS sí que suponen un progreso a nivel moral, revolucionario y transformador, sobre todo por la incorporación de la nueva dimensión ecológica de manera transversal como una cuestión de justicia por derecho propio.

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* Lydia de Tienda es profesora de Filosofía Moral en la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido investigadora del programa del Ministerio de Economía y Competitividad «Juan de la Cierva-Incorporación», dentro del Departamento de Filosofía de la Universidad de Valencia. Ha sido investigadora posdoctoral JSPS en la Universidad de Hokkaido. Es licenciada en Derecho y en Filosofía y se doctoró en Filosofía por la Universidad de Valencia tras la obtención de una beca FPU.

1 Resolución aprobada por la Asamblea General el 25 de septiembre de 2015 (70/1) «Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible».

2 Especialista en Políticas de Desarrollo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).