Los carniceros y sus oficios

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El monarca, el 19 de marzo de 1301, ya había organizado la Iglesia menorquina:

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 la había colocado bajo la jurisdicción del obispo de Mallorca, había creado una pavordía en Ciutadella, una prepositura en Mahón, cinco parroquias y cuatro capillas, se había reservado la recaudación del diezmo y había aplazado la cuantificación de la cantidad que entregaría anualmente al clero local.

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A pesar de que las medidas de reordenación económica, urbanística y administrativa concebidas por los asesores de Jaime II de Mallorca también antepusieron la agricultura a la ganadería, los rebaños no tardaron en despegar, en iniciar una nueva fase de crecimiento. La principal aportación de los colonos a este despegue fue la introducción de los suidos, inexistentes en Menorca, como consecuencia del veto coránico que prohibía a los musulmanes el consumo de todos sus derivados. Los colonizadores cristianos –en cuyos sistemas alimentarios, la manteca, los embutidos y las salazones de cerdo jugaban un papel importante– tuvieron que traer, pues, los animales desde sus respectivos lugares de origen. El crecimiento de las piaras, al no poder apoyarse en un legado islámico, debió de ser algo más lento que el de los rebaños de ovinos, a pesar de que la abundancia de encinares facilitaba su alimentación.



De la incidencia del sector pecuario en la economía menorquina, para el período del reino privativo, solo se dispone, sin embargo, de unas pocas referencias indirectas y dispersas. Jaime II, en 1301, al reglamentar la recaudación del diezmo, estableció que el de la lana se pagaría en los seis meses siguientes al esquileo,

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 entre mayo y octubre, una restricción cronológica que tendría como objetivo reducir el fraude en una fuente de ingresos importante. Quince años después, su sucesor, Sancho I, acordó con el obispo de Mallorca Guillem de Vilanova que el diezmo se repartiría a partes iguales, con algunas reservas a favor de soberano, que serían compensadas anualmente en metálico.

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 El monarca retuvo los diezmos de la lana, los quesos, los cerdos y el pescado,

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 que debían de figurar entre los más rentables. Miquel Florejat, en 1325, declaraba haber invertido 6 libras y 5 sueldos mallorquines en la compra de unos pastos en la Mola d’Alaior.

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 Por esta época, el precio de los carneros oscilaba entre los 8 y los 10 sueldos,

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 y por una buena vaca se podían llegar a pagar 20 libras.

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 Los rebaños, por su alta rentabilidad, interesaban entonces no solo a las familias campesinas, tentaban también a algunos menestrales, que invertían capitales en comandas de ganado,

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 e incluso al monarca: Jaime III, adquiría, en 1331, dos alquerías y un rafal en la isla, por 350 libras, e instalaba en ellos una cuantas vacas.

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 Por esta misma época, autorizaba a la Universidad de Menorca a imponer una tasa sobre la venta de carne y de vino para pagar los salarios de los jurados, notarios, médicos y otros funcionarios municipales;

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 esta iniciativa fiscal demuestra que ambos alimentos gozaban entonces de una demanda sostenida pero no eran, a juicio de los asesores reales, tan básicos como el trigo.



Los campesinos menorquines, desde los primeros años del reino privativo, gozaban del derecho de introducir el rebaño en los yermos, barbechos y rastrojeras de sus vecinos, donde podía pacer desde la salida a la puesta del sol.

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 Esta práctica permitía un aprovechamiento más equilibrado de los recursos vegetales, pero tenía un inconveniente: el propietario no podía ejercer sobre el hato, desde el momento en que cruzaba las lindes de su explotación, un control directo, efectivo, lo que favorecía los robos de animales. Las sustracciones de reses, durante el segundo cuarto de la centuria, se incrementaron considerablemente. Los rebaños, especialmente los de los campesinos, se habían convertido, pues, en un bien muy vulnerable; su indefensión sería debida a la inexistencia de pastores y a un crecimiento más rápido que el de la capacidad de vigilancia de sus propietarios. Entre los ladrones preponderaban las personas pobres, gentes que bordeaban la marginalidad social; las cuales solían sustraer un cordero, un cabrito o un panal de miel para compartirlo inmediatamente con unos cuantos cómplices en un lugar apartado del término.

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Durante la primera mitad del siglo XIV se estableció un comercio de compensación interinsular. Menorca aportaba carne, cueros, lana, animales de trabajo y queso a los mercados baleares; Mallorca contribuía a su abastecimiento con vino, aceite y cereales;

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 Ibiza y Formentera, con sal.

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 La saca de animales debió de crecer, sin embargo, a un ritmo demasiado rápido, puesto que las autoridades menorquinas la vincularon al aprovisionamiento de carne del mercado interior: desde 1321, de cada cien carneros seleccionados por los carniceros mallorquines, quince se desviaban hacia los mataderos locales.

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 La medida, a pesar de las protestas formuladas por los perjudicados, que contemplaban impotentes como los agentes fiscales de Ciudadela les sustraían los animales mejores,

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 fue ratificada veinte años después.

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 Esta restricción cuantitativa y cualitativa tenía, sin embargo, una contrapartida: las extracciones de reses con destino a Mallorca estaban garantizadas incluso en las épocas de emergencia.

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 Nobles y eclesiásticos mallorquines también acudían a Menorca en busca de rocines; cuya salida de la isla, por razones estratégicas, estaba estrechamente controlada por las autoridades locales.

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 Antes de 1343, el ganado equino debió de circular también desde Menorca hacia Cataluña.

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Para la cabaña menorquina, la demanda exterior, en la época del reino privativo, ya debió de constituir, pues, un factor de desarrollo más importante que las necesidades de animales de trabajo y de estiércol de las explotaciones agrarias. Esta ganadería estante intensiva, comercial, debió de constituir el principal legado de los pobladores musulmanes a los conquistadores cristianos. Su evolución, durante el reino privativo, no puede reconstruirse, sin embargo, con el rigor que corresponde a su incidencia en la economía menorquina, por un déficit heurístico insuperable.



La reintegración definitiva del reino de Mallorca a la Corona de Aragón



Poco después de 1340, tras una etapa convulsa, las posiciones de la Corona de Aragón mejoraron en todos los frentes: restableció la paz con Génova, sofocó la revuelta sarda, contribuyó a la expulsión de los benimerines de la Baja Andalucía e incrementó su protagonismo internacional con motivo de la concentración de las monarquías francesa e inglesa en los pródromos de la Guerra de los Cien Años. Los consejeros de Pedro el Ceremonioso consideraron que esta favorable coyuntura permitía ejecutar un proyecto que se venía gestando desde 1318, la reintegración definitiva del reino de Mallorca a la Corona de Aragón.

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 La empresa contaba con el apoyo decidido de las ciudades mercantiles de la «confederación», en cuyas redes comerciales los territorios sometidos a la jurisdicción del monarca balear se habían convertido en enclaves de vital importancia. La operación se iniciaría con una ofensiva diplomática encaminada a privar a Jaime III de Mallorca de sus potenciales aliados y con una guerra de corso contra las embarcaciones baleares y rosellonesas, a fin de erosionar sus apoyos interiores. El pretexto desencadenante del conflicto serían unas pretendidas acuñaciones de moneda catalana falsa por parte del rey de Mallorca en Perpiñán.



El 23 de mayo de 1343, una flota catalana, en cuyo armamento la ciudad de Barcelona había invertido más de 76.000 libras,

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 desembarcaba en la Palomera, unos veinte kilómetros al este de la Ciutat de Mallorca, e iniciaba la conquista de la isla, que culminaría en pocas semanas.

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 La caída de Mallorca y el repliegue de Jaime III al Rosellón precipitaron las capitulaciones de Menorca, Ibiza y Formentera. La conquista de los condados de Rosellón y Cerdaña, en cambio, exigiría dos cruentas campañas estivales y se prolongaría hasta el 15 de julio de 1344, cuando Pedro el Ceremonioso efectuaría su entrada en Perpiñán.

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Jaime III, después de solicitar infructuosamente, durante cuatro años, el apoyo militar y financiero de Francia y la Santa Sede, vendió, en abril de 1349, a Felipe VI todos los derechos de que disponía sobre el señorío de Montpellier, su último refugio, por 120.000 escudos de oro, pagaderos en tres plazos. Convencido de que su causa era aún popular entre la población balear, se apresuró a invertir los primeros 40.000 escudos recibidos del erario galo en la preparación de una flota y en el reclutamiento de efectivos militares. La hueste mercenaria, integrada básicamente por genoveses y provenzales, desembarcó, el 11 de octubre de 1349, en la bahía de Pollença. El gobernador de Mallorca, Gilabert de Centelles, había concentrado detrás de los muros de la capital a la población rural, diezmada por los recientes estragos de la Peste Negra. Los invasores, después de recorrer unos campos casi desiertos, vacíos de alimentos y de posibles colaboradores, serían derrotados, el 25 de octubre, en la llanura de Llucmajor, donde Jaime III encontraría la muerte.

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 Su desaparición significaría el final del reino privativo.



DESDE MEDIADOS DEL SIGLO XIV A FINALES DEL XV



La reintegración de Menorca a la Corona de Aragón, en 1343, no implicó cambios económicos importantes; los carniceros mallorquines y los mercaderes catalanes continuaron adquiriendo ganado en la isla. Las nuevas autoridades ratificaron prácticamente todas las medidas reguladoras del mercado interior instauradas durante el reino privativo, incluida la imposición sobre la venta de carne.

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 El lugarteniente del gobernador, en marzo de 1346, ante la desafortunada coincidencia de una fuerte escasez de cereales

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 con los preparativos navales de Jaime III de Mallorca, prohibió la saca de carneros, cerdos, cabrones, cabritos, corderos, ovejas, cabras, cerdas, bueyes, vacas, terneros, terneras, caballos y rocines

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 y equino, especificando, sin embargo, que el veto no era aplicable a los contingentes destinados a Mallorca. El texto de la prohibición demuestra que el tráfico de ganado de carne entre ambas islas se había diversificado, con la incorporación de los suidos y los caprinos. La reintegración el archipiélago a la Corona de Aragón potenció también los envíos de ganado menorquín a Cataluña.

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Las repercusiones de la Peste Negra



La Peste Negra, en 1348, provocó una fuerte contracción demográfica en Menorca, a pesar de las medidas adoptadas por las autoridades locales, que, siguiendo el ejemplo de las de Mallorca, sometieron a cuarentena todas las embarcaciones llegadas a la isla, exigieron ayunos al conjunto de la población, organizaron procesiones expiatorias y obligaron a algún esclavo condenado por homicidio a atender a los enfermos.

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 Pedro el Ceremonioso, el 15 de junio de 1349, ordenó al lugarteniente general de las islas que enviara caballos armados y ballesteros a Menorca, puesto que la isla, a causa de la mortandad, había quedado casi desierta y no podría resistir un ataque de los partidarios de Jaime III.

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 Al día siguiente, le transmitía, sin embargo, la queja que la Universidad de Menorca había formulado contra su veto de extracción de caballos del archipiélago balear, alegando que era incompatible con algunos de los privilegios reales concedidos a los habitantes de la isla.

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El monarca, a principios de julio de 1349, ordenaba a la Universidad de Menorca gravar con una nueva imposición la venta de carne en la isla y consignar íntegramente la recaudación a la reparación de las murallas de Ciudadela y a la mejora de la infraestructura defensiva de la isla.

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 Los impuestos indirectos sobre el consumo de carne constituirían, pues, la vía más rápida de que disponía el monarca para obtener recursos económicos extraordinarios en los pródromos de un conflicto bélico. Su iniciativa fiscal debió de provocar tensión entre unos pobladores que se estaban reponiendo aún de los estragos de la epidemia, puesto que, en septiembre, el gobernador, para neutralizar la reciente subida del precio de la carne, bloqueaba las exportaciones de animales; el veto, como era de esperar, fue rápidamente desautorizado por el lugarteniente general de las islas, aduciendo que el derecho de compra de que gozaban los carniceros de Mallorca continuaba en vigor durante las coyunturas adversas.

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 Las actuaciones de los diversos niveles de la administración pública en la gestión de la crisis política y alimentaria subsiguiente a la Peste Negra no fueron, pues, plenamente concordantes, debido a la prioridad que cada uno de ellos concedía a la defensa de sus intereses específicos. En los períodos de emergencia, tanto el lugarteniente general como los tablajeros mallorquines procuraban preservar la circulación de reses entre las islas, cortando de raíz las interferencias puntuales de las autoridades menorquinas.

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La mortandad provocó una brusca redistribución de la propiedad inmobiliaria, un fuerte declive de la producción agrícola y una sensible reducción de la demanda de alimentos, especialmente de cereales: el concesionario de la recaudación de las rentas reales, a finales del 1348, declaró unas pérdidas del orden de las 200 libras.

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 Pedro el Ceremonioso, a pesar de su falta crónica de recursos, tendría que dispensar, en agosto de 1350, a la diezmada población de la isla de contribuir en el impuesto de maridaje, que se estaba recaudando con motivo de su matrimonio con Leonor de Sicilia.

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La brusca caída de la mano de obra provocada por la pandemia fue parcialmente contrarrestada con cautivos sardos, que se integraron como esclavos en el sistema productivo menorquín.

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 A pesar de esta aportación demográfica externa, los propietarios rurales y los campesinos tuvieron que optar por la ganadería, que exigía menos de fuerza de trabajo que la agricultura; redujeron la superficie destinada a los cultivos, prolongaron los barbechos y crearon nuevas áreas de pastos.



En la prioridad concedida por los propietarios rurales menorquines, en 1349, a los rebaños intervino además un incremento transitorio de la demanda exterior y local de carne. Apenas finalizada la epidemia, los supervivientes se apresuraron a resarcirse tanto del pánico que había pasado como de los sacrificios expiatorios que les habían impuesto las autoridades eclesiásticas y seculares. Según la literatura satírica italiana,

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 muchos de los que se habían enriquecidos con la acumulación de herencias, se autogratificaban gastronómicamente; frecuentaban las tabernas, organizaban fiestas y banquetes, comían y bebían sin medida,

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 exigían sistemáticamente una alta presencia de carnes frescas, especias, azúcar y vinos dulces en sus mesas.

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 Aunque la tácita finalidad moralizadora o crítica de sus autores desaconseja una lectura literal de estas obras, no se puede negar que reflejan, en parte, la realidad que se vivió a mediados del siglo XIV en las ciudades cisalpinas y en muchas otras regiones europeas, a las cuales una historiografía más pobre y menos expresiva ha privado de los testimonios correspondientes. Esta actitud hedonista debió de tener numerosos seguidores entre los colectivos más poderosos e influyentes de las sociedades balear y catalana, especialmente entre la aristocracia, el patriciado urbano y los profesionales liberales.



La desestabilización demográfica y económica de muchas familias campesinas permitió, en las décadas centrales de la centuria, a los caballeros y a los propietarios rurales acomodados ampliar a buen precio sus dominios,

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 con predios privados y lotes de baldíos comunales, empezar a cercarlos con paredes de piedra seca, dejando únicamente unos portillo muy estrechos para el paso de los rebaños de sus vecinos,

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 y solicitar licencias de veda. La expansión y la clausura de los patrimonios de los poderosos perjudicaban a los campesinos pobres, quienes, a medida que recuperaban la capacidad de análisis del nuevo contexto generado por la pandemia, denunciaban puntualmente la construcción de cercas.

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 Sus quejas fueron neutralizadas, sin embargo, por la presión de los poderosos: el soberano, en 1352, prohibía la caza a pie y a caballo en las tierras valladas, la destrucción de cercas y el tránsito de personas y animales por los vedados, bajo pena de 10 sueldos.

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 La medida debió de provocar un movimiento de defensa de los usos tradicionales, puesto que Pedro el Ceremonioso, cuatro años después, tendría que ratificar los citados vetos.

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A mediados del siglo XIV, la ganadería, como consecuencia de estos cambios, experimentó en Menorca una recuperación importante, como se desprende de la magnitud que alcanzaron entonces los contingentes de bueyes y ovejas,

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 caballos,

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 quesos,

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 lana y cueros

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 enviados a Cataluña, el destino más probable también de muchas de las licencias de extracción de equinos concedidas por el soberano tanto a miembros de la nobleza y oficiales de la administración como a algunos ciudadanos locales.

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 Las ventas al Principado no comprometieron la circulación de ganado entre las dos Gimnesias, que no solo se mantuvo, sino que además se diversificó.

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Los comerciantes mallorquines aprovecharon su acceso irrestricto a la cabaña menorquina para reexpedir cerdos y todo tipo de ganado a Cataluña. Estas nuevas operaciones mercantiles fueron denunciadas inmediatamente como fraudulentas por los jurados de Menorca ante el soberano, alegando que sus adquisiciones de animales tenían que destinarse exclusivamente al abastecimiento del mercado interior balear.

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 La finalidad de las quejas era evidente: obtener para los mercaderes y armadores locales el cuasi monopolio de las ventas exteriores de ganado. Apoyándose tal vez en estas arbitrariedades, el almotacén de Ciudadela, con la autorización tácita del consistorio, elevó la cuota de los animales seleccionados por los carniceros mallorquines que tenían que desviarse hacia los mataderos locales del 15 al 20%.

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 La réplica del municipio de la Ciutat de Mallorca fue casi inmediata: gravó con una tasa específica, de 2 sueldos y 6 dineros, los ovinos traídos por los mercaderes menorquines que no se vendieran a peso.

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 Esta escalada represalias acentuó el contencioso ya existente entre los consistorios de ambas islas por incrementar la participación de sus respectivos ciudadanos en las lucrativas sacas de ganado menorquín, disenso para el que, en 1368, todavía no se había encontrado una solución satisfactoria.

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La reaparición de los robos de animales, tanto por parte de esclavos

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 como campesinos,

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 demuestra que las ovejas y los bueyes, al pacer sin pastor por pastos dispersos, continuaban siendo una presa fácil. La sustracción de reses constituía, pues, uno de los costes principales de la expansión de las greyes y de la atenuación gradual de la capacidad de vigilancia de sus propietarios, especialmente de los pequeños.



La cabaña menorquina, a pesar de su desarrollo sostenido, todavía no podía cubrir sistemáticamente todos los segmentos de la demanda interior balear; en algunos momentos, algunas causas endógenas o exógenas podían provocar déficits sectoriales transitorios. En 1360, poco después que una flota castellana hubiese atacado Barcelona, el lugarteniente real, para garantizar la defensa del archipiélago, ordenó que, en Ciudadela y Mahón, solo se embarcasen caballos con destino a Mallorca.

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 Pedro el Ceremonioso, para acelerar el crecimiento de los rebaños de equinos, prohibía, tres años más tarde, a los nobles, a los

generosos

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 y a cualquier persona que, a juicio del gobernador y de los jurados, pudiese adquirir un rocín cabalgar en mulos, asnos o yeguas.

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 El precio de un buen caballo podía alcanzar entonces las 50 libras.

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Los efectos de la hambruna de 1373-1374



En una isla en la que la producción de cereales no satisfacía, ni en los años normales, la demanda interior, las crisis frumentarias podían convertirse en un flagelo muy importante. Las secuelas de la hambruna de 1373-1374, por ejemplo, han quedado reflejadas en la documentación coetánea con más precisión que las de la Peste Negra. El soberano y las autoridades menorquinas tuvieron que conceder moratorias de deudas a las familias con menos recurso,

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 otorgar salvoconductos a quienes trajeran cereales,

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 enviar síndicos a Cataluña, Aragón, Sicilia y Cerdeña para adquirir grano,

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 organizar incluso repartos de pan entre los hambrientos

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 y subvencionar con 7 libras la manumisión de esclavos, con la condición de que abandonasen la isla,

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 medida que permitió a un considerable contingente de cautivos sardos regresar a su tierra. La situación todavía no se había normalizado después de la mieses de 1375, puesto que, en septiembre de aquel mismo año, las autoridades menorquinas solicitaban a sus homólogas de Mallorca que autorizasen la salida de trigo, higos pasos y otros alimentos.

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 A pesar de las providencias adoptadas por el concejo, muchos vecinos de Menorca, bajo la presión del hambre, cometieron robos y, para escaparse de la justicia, se enrolaron como remeros en galeras armadas, acentuando con ello el déficit demográfico que ya padecía la isla.

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 La falta de pobladores alcanzó cotas tan alarmantes que Pedro el Ceremonioso, en enero de 1376, tuvo que prohibirles que participasen, como mercenarios, en la defensa del castillo de Cagliari.

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Dos años de meteorología adversa y de especulación con los alimentos básicos incidieron negativamente sobre la agricultura y la ganadería; provocaron una expansión puntual del área sembrada, un recorte de los barbechos, un retroceso de los yermos y una importante contracción de la cabaña. Grandes y medianos propietarios, ante la fuerte subida del precio de los cereales, ampliaron, en la medida en que se lo permitieron sus respectivas reservas de grano, las sementeras, a fin de compensar con soluciones de tipo cuantitativo la brusca caída de la productividad. Las familias campesinas pobres tuvieron que empeñar o vender gradualmente sus rebaños para poder comprar grano, especialmente en las épocas de la «soldadura» y de la siembra. Una vez agotadas sus provisiones de cereales secundarios, legumbres, salvado y otros alimentos de emergencia, incapaces de obtener nuevos préstamos, se vieron obligadas a sacrificar los pocos animales que les quedaban, desde las cabras hasta la yunta de bueyes. Dos años de sequía, al agostar unos pastos en retroceso y encarecer los derivados de los cereales secundarios, acabaron por diezmar también los hatos de las grandes explotaciones, redujeron el contingente de animales que no habían sido destinados al mercado o a la mesa de sus respectivos propietarios.

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 La contracción de las manadas no fue debida, sin embargo, solo a causas internas; dimanó también de algunos factores exógenos, como el incremento de las compras de ovejas, cabras y cerdos por parte de los carniceros mallorquines, que hicieron valer, durante la prolongada crisis alimentaria, su derecho de acceso irrestricto al mercado pecuario menorquín.

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 El tirón simultáneo de las demandas local y foránea elevó los precios de la carne y del queso hasta cotas nunca vistas. Los recaudadores de la fábrica de la catedral de Mallorca, que obtenían anualmente de las seis parroquias menorquinas unos 130 quesos, se quejan, en 1373, por no haber podido alcanzar la cantidad acostumbrada,

per so que els formatges hi eren tant cars que

 [

els pagesos

]

no li’n volien donar

.

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 La subida inicial de los precios de los cereales acabó, pues, por arrastrar al alza los del ganado de carne y otros alimentos básicos, aunque con un ritmo no sincrónico.

 



Durante la fase álgida de la hambruna, las autoridades locales, mediatizadas por los colectivos privilegiados, autorizaron la división de los pastos compartidos.

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 Para acelerar la regeneración de la principal fuente de recursos de la isla, Pedro el Ceremonioso, en 1376, prohibió el sacrificio de ovejas en condiciones de procrear, bajo pena de 10 morabetinos de oro.

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 La elevada cuantía de la sanción evidencia la importancia que el soberano concedía entonces al crecimiento de la cabaña menorquina.



El relanzamiento de finales del siglo


XIV



El cambio de coyuntura se produjo hacia 1380, cuando empiezan a aparecer en la documentación referencias indirectas de una reactivación económica, en la que la ganadería volvería a jugar un papel decisivo. El soberano, en abril de 1383, autorizaba la salida de carneros;

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 dos años después, en noviembre de 1385, concedía a los habitantes de Menorca el derecho a extraer libremente rocines y caballos para venderlos en el mercado mallorquín.

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 La privatización de los baldíos comunales se aceleraba.

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 Las autoridades menorquinas, alarmadas por el incremento de los robos de reses y la rotura de cercas por parte de los cautivos, habían tenido que instaurar, en 1382, un procedimiento judicial acelerado para este tipo de delitos, crear un cuerpo de

encerquadors

 (rastreadores), para detener a los delincuentes, y establecer una escala de sanciones en función del número de animales sustraídos y del grado de reincidencia del reo, que iba desde los azotes públicos hasta la pena de muerte.

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 El protagonismo de los esclavos no respondería tanto a un movimiento de protesta social por parte de una fuerza de trabajo sobreexplotada y hambrienta, como a su instrumentalización por los respectivos propietarios, interesados en acelerar el crecimiento de sus hatos, en reducir la competencia de los pequeños ganaderos. Los ladrones depredarían, pues, los rebaños más vulnerables, los de los campesinos pobres, y respetarían los de los poderosos. Este colectivo, en Menorca, estaba integrado por unos caballeros exentos de inmunidad fiscal

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 y con unas rentas que apenas les permitían mantener el nivel de consumo y el rango propios de la baja nobleza, y por los

generosos

, terratenientes acomodados con obligaciones militares pero sin título nobiliario.

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 Tanto para unos como otros, los hatos se estaban convirtiendo en su principal fuente de recursos. Es posible también que estas reiteradas sustracciones de animales fueran una de las secuelas económicas de la lucha de bandos que, desde 1349, sacudía intermitentemente la sociedad menorquina.

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La multiplicación de las denuncias evidencia, en todo caso, que la ganadería constituía entonces una actividad clave para la mayoría de los estamentos sociales menorquines, una hipótesis que cuadra bien tanto con el avance de la clausura de las alquerías, como con la solicitud que las autoridades locales habían cursado, en