La historia cultural

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Esta historia cultural, con un desarrollo genuinamente francés, participa, sin embargo, de los intercambios internacionales que se han venido acelerando desde los años sesenta. En este sentido, comparte algunos de los objetos que habitualmente se agrupan en el epígrafe de New Cultural History. Ciertos historiadores franceses –Roger Chartier desempeña un papel indiscutible de «mediadores»–36 han contribuido a la formulación de esta corriente transnacional. Sin embargo, nos parece que la historia cultural tal como se practica en Francia sigue siendo ampliamente comprendida como una modalidad de la historia social. Este French Style es percibido claramente por la crítica anglosajona.37

¿Hacia una historia sociocultural?

Otra singularidad francesa sigue siendo la relación entre la historia cultural y la historia social, sustentada por la mayoría de los historiadores. Jean-François Sirinelli por parte de los contemporaneístas es, junto con Jean-Pierre Rioux y Pascal Ory, el cabeza de filas de una historia cultural que se proclama como una forma de historia social; una «historia social de las representaciones», destaca Pascal Ory,38 con persistencia desde hace tres décadas. Roger Chartier, como hemos visto, alude a una «historia cultural de lo social».

Las relaciones con la historia social están en el centro de un debate que atañe a la legitimidad de esta forma de historia y al reconocimiento de sus virtudes heurísticas.39 En realidad, la historia cultural es tanto un dominio de investigaciones como una visión que permite hacer más fértiles otros sectores de la disciplina. La noción de «cultura de guerra» ha permitido principalmente una relectura de la historia militar y de la historia de los conflictos, especialmente de la Gran Guerra.40 Es obligado constatar que los objetos de la historia cultural se plantearon a partir de entonces –sin ser siempre reivindicados– por parte de historiadores que se proclamaban representantes de la historia social. Desde hace una década las entregas de Mouvement social y de La Revue d’histoire du xix siècle, entre otras, dan testimonio del afianzado anclaje de una historia «sociocultural» que mantiene objetivos cercanos a una historia total. Asimismo, la revista Clio, que fue lanzada en 1988, desarrolla, a partir de una historia de las mujeres, una historia cultural de los fenómenos sexuados. En este sentido, tener en cuenta las representaciones es algo cada vez más evidente para comprender fenómenos y procesos históricos. Frente a la afirmación de la historia cultural, la resistencia de la historia social, más o menos abierta, rara vez explicitada pero ampliamente difundida en el seno de la comunidad de historiadores, va camino de pertenecer al pasado. Dominique Kalifa, que sucedió a Alain Corbin en la Universidad de París I-Panthéon Sorbonne, aboga por una historia social sensible a

un enfoque etnoantropológico de las sociedades, preocupado por reproducir las apreciaciones, las sensibilidades, los valores, las creencias, los imaginarios, pero también las experiencias subjetivas de los actores, en resumen, el conjunto de las vías mediante las que los individuos y los grupos perciben, piensan y dan sentido al mundo que los rodea. Una historia, en resumen, que considera la cultura como un interrogante, como una mirada, un paradigma centrado en el estudio de la producción, de la circulación y de los efectos de sentido, y no como un dominio.41

De igual modo, Loïc Vadelorge, que practica una historia urbana sensible a las cuestiones culturales, subraya que

la historia cultural ha demostrado su capacidad de ampliar el campo de los estudios históricos, ha mostrado también que ningún tema de historia podía librarse de un estudio de las representaciones. Sin embargo, es cierto que no debe constituir el único objetivo de las investigaciones históricas. Si queremos recuperar un día la utopía de la historia total de los herederos de Braudel, hemos de aceptar también que la historia sea plural y no hemos de volver a tropezar con los escollos de una única manera de leer el pasado, ya sea económica y social, ayer, o cultural, hoy.42

La afirmación de la historia cultural probablemente no se corresponde tanto con una nueva especialidad como con la continuación del proceso de ampliación del territorio del historiador. La cristalización de esta forma de práctica de la historia se explica por razones endógenas. Desde los años setenta la afirmación de la historia cultural ha sido para algunos historiadores una estrategia tendente a salir de los paradigmas de una historia económica y social fuertemente impregnada por los enfoques del cuantitativismo. La decadencia del marxismo, como teoría científica y horizonte político, y de las corrientes de pensamiento del determinismo socioeconómico en general, ha acelerado este proceso. En esta nueva coyuntura la historia cultural se proclama para algunos historiadores como una historia renovada de las instituciones, los contextos y los objetos de la cultura. Permite reincorporar al cuestionario del historiador las expresiones más elaboradas de la cultura y de los saberes sin descuidar, no obstante, las prácticas de la gran mayoría. La atención a los fenómenos de mediación, circulación y recepción de los bienes y objetos culturales da testimonio de la voluntad, ampliamente compartida, de escapar de las aporías de la antigua historia de las ideas. Para otros, algunas veces los mismos, hay que contemplarla sobre todo como una mirada que permite volver más fértil el conjunto de las subdisciplinas de la historia.

Podemos aventurar también razones exógenas al campo de la disciplina.43 El desplazamiento realizado por la historiografía francesa, desde lo económico a lo social y después de lo social hacia lo cultural, se ha producido –no sin desfases respecto a los períodos estudiados y las trayectorias individuales de los investigadores– al tiempo que el voluntarismo económico dejaba de tener valor de credo y dentro de la sociedad francesa se abría un espacio más amplio a los interrogantes sobre los usos políticos y culturales del pasado. Añadamos que la creciente autonomía de lo cultural (y de sus actores) en nuestras sociedades, el importante papel de las industrias culturales, el lugar reivindicado de nuevos usos del tiempo en la esfera del ocio, no pueden sino suscitar el interés de los historiadores y pesar en la elección y el desglose de los objetos de investigación. Al final, la historia cultural francesa se presenta sobre todo, según la expresión de Jean-Yves Mollier, como un «cruce de disciplinas».44

1. Para una exposición más completa nos permitimos remitir a Philippe Poirrier: Les enjeux de l’histoire culturelle, París, Seuil, 2004. Nuestro agradecimiento a Thomas Bouchet, Laurent Martin y Loïc Vadelorge, que aceptaron releer una primera versión de este texto.

2. Jean-Pierre Rioux y Jean-François Sirinelli (dirs.): Pour une histoire culturelle, París, Le Seuil, 1997; Laurent Martin y Sylvain Venayre (dirs.): L’histoire culturelle du contemporain, París, Nouveau Monde, 2005, y Pascal Ory: L’histoire culturelle, París, PUF, 2007 (2004). Véase también, Christian Delporte, Jean-Yves Mollier y Jean-François Sirinelli (dirs.): Dictionnaire d’histoire culturelle de la France contemporaine, París, PUF, 2008.

3. La mejor guía: Christian Delacroix, François Dosse y Patrick García: Les courants historiques en France. 19e20e siècle, París, Gallimard, 2007.

4. Louis Bergeron (dir.): Niveaux de culture et groupes sociaux, París, Mouton, 1967.

5. Michel Vovelle: De la cave au grenier. Un itinéraire en Provence au XVIIF siècle. De l’histoire sociale à l’histoire des mentalités, Québec, Serge Fleury Éditeur, 1980, e Idéologies ete mentalités, París, Gallimard, 1992 (1982).

6. Jacques Le Goff: «Les mentalités. Une histoire ambiguë», en Jacques Le Goff y Pierre Nora (dirs.): Faire de l’histoire, París, Gallimard, 1974.

7. Robert Mandrou: De la culture populaire en France aux XVIIs et XVIIF siècles. La Bibliothèque bleue de Troyes, París, Stock, 1964, y Michel de Certeau: La Culture au pluriel, París, Christian Bourgeois, 1974.

8. Jacques Le Goff: Pour un autre Moyen Age, París, Gallimard, 1977, y L’imaginaire medieval, París, Gallimard, 1985.

9. Hervé Martin: Mentalités medievales. Représentations collectives du Xľ au XV siècle, París, PUF, 1996-2001, 2 vol., citas en p. 236 y p. vi.

10. Pierre Nora (dir.): Les Lieux de mémoire, París, Gallimard, 1997 (1984-1992).

11. Reproducimos los elementos desarrollados en Philippe Poirrier: «L’histoire culturelle en France. Retour sur trois itinéraires: Alain Corbin, Roger Chartier et Jean-François Sirinelli», Cahiers d’histoire. La revue du département d’histoire de l’Université de Montreal 2, invierno de 2007, pp. 49-59.

12. Roger Chartier: Cultural History. Between Practices and Representations, Cambridge, Polity Press-Cornell University Press, 1988.

13. Roger Chartier: «Le monde comme representation)), Annales Esc 6, noviembrediciembre de 1989, pp. 1.505-1.520.

14. Este distanciamiento de Roger Chartier con respecto a la redacción de los Annales impide interpretar su definición de la historia cultural como un nuevo texto dogmático que sería la posición oficial de los Annales y del EHESS. Esta configuración confirma la pluralidad de prácticas que se pueden apreciar dentro del EHESS. La idea de una Escuela de los Annales, unificada alrededor de un corpus de prácticas y de teorías, se desmiente más que nunca en esta coyuntura historiográfica. Sobre el «giro crítico», véase Christian Delacroix: «La falaise et le rivage: Histoire du “tournant critique”», Espaces Temps 59-61, 1995, pp. 86-111. Una defensa del papel de los Annales desde una perspectiva interna: André Burguière: L’École des Annales. Une histoire intellectuelle, París, Odile Jacob, 2006.

 

15. Roger Chartier: Au bord de la falaise. L’histoire entre certitudes et inquiétude, París, Albin Michel, 1998.

16. Roger Chartier: «L’Académie de Lyon au xvшe siècle. Étude de sociologie culturelle», en Nouvelles Études Lyonnaises, Ginebra, Droz, 1969, pp. 131-250. La tesis doctoral de Estado de Daniel Roche, precedida por numerosos artículos, se publicó a finales de los años setenta: Daniel Roche: Le Siècle des Lumières en province. Académies et académiciens provinciaux (1680-1789), París, Mouton, 1978.

17. Alain Corbin: «Histoire et anthropologie sensorielle», Anthropologie et sociétés 14-2, 1990; véase también «“Le vertige des soisonnements”. Esquise panoramique d’une histoire sans nom», Revue d’histoire moderne et contemporaie 39, enero-marzo de 1992, pp. 103126. Este artículo, cuya intención historiográfica aparece más reafirmada que en el anterior, lleva al autor a construir una filiación que parte de Lucien Febvre, subraya el momento de las mentalidades y evoca las relecturas que en los años setenta permitieron las adaptaciones históricas de Michel Foucault y de Norbert Elias.

18. Anne-Emmanuelle Demartini y Dominique Califa (dirs.): Imaginaire etsensibilités au XIX siècle, Études pour Alain Corbin, París, Créaphis, 2005.

19. Stéfane Gerson (ed.): «Alain Corbin and the Writing of History», French Politics, Culture & Society, vol. 22, n.° 2, 2004.

20. Aunque no es necesario establecer una filiación demasiado rígida, Jean-François Sirinelli es también un atento lector de Daniel Roche y de Robert Mandrou. Asimismo, Pascal Ory, alumno como el anterior de René Rémond, estuvo durante su formación inicial fuertemente influenciado por Jean Delumeau y François Lebrun, modernistas y practicantes de la historia de las mentalidades.

21. N. de la T.: Khâgne es un término informal aplicado a los estudios preparatorios para el acceso a la Escuela de Formación del Profesorado (École Normale Supérieure). Tiene su origen en el adjetivo cagneux (patizambo), que es el que usaban como burla los estudiantes de las academias militares, en cuyo currículo se incluían actividades de educación física tales como equitación y esgrima, para referirse a los estudiantes de humanidades, a los que percibían encorvados y desarrollando defectos físicos por las horas de estudio.

22. Christophe Charle: Naissance des «intellectuels», 1880-1900, París, Éditions de Minuit, 1990.

23. Jean-François Sirinelli: Génération intellectuelle, París, Gallimard, 1988. Seguirán dos obras: Intellectuells et passions françaises. Manifestes et pétitions au XX siècle, París, Fayard, 1990, y Sartre et Aron, deux intellectuels dans le siècle, París, Fayard, 1995. Y un manual, firmado conjuntamente con Pascal Ory: Les intellectuels en France de l’Affaire Dreyfus à nos jours, París, Armand Colin, 1986.

24. Otros investigadores, preferentemente especialistas del fin del siglo xix, como Christophe Prochasson, vendrán a la historia cultural de la política por otros caminos: una historia social sensible a las cuestiones artísticas (Madeleine Rebérioux), a la que pronto tomaría el relevo una «historia conceptual de la política», iniciada por François Furet, y hoy encarnada por Pierre Rosanvallon.

25. Jean-Pierre Rioux y Jean-François Sirinelli (dirs.): Pour une histoire culturelle, París, Seuil, 1997.

26. Jean-François Sirinelli: Comprendre le XX siècle français, París, Fayard, 2005, p. 22.

27. Jean-François Sirinelli: Les baby-boomers. Une génération 1945-1969, París, Fayard, 2003 y Les vingt décisives, 1965-1985, París, Fayard, 2007. Dos investigaciones colectivas: Jean-Pierre Rioux y Jean-François Sirinelli (dirs.): La culture de masse en France de la Belle Époque à aujourd’hui, París, Fayard, 2002, y Jean-Yves Mollier, Jean-François Sirinelli y François Vallotton (dirs.): Culture de masse et culture médiatique en Europe et dans les Amériques 1860-1940, París, PUF, 2006.

28. Por ejemplo: Philippe Poirrier: «Le patrimoine: un objet pour l’histoire culturelle du contemporain? Jalons pour une perspective historiographique», en Soraya Boudia, Anne Rasmussen y Sébastien Soubiran (dirs.): Patrimoine, savoirs et communautés savantes, Rennes, Pur, 2008.

29. Jean-Claude Passeron (dir.): Richard Hoggart en France, París, BPI, 1999.

30. Stuart Hall: Identités et Cultures. Politiques des cultural studies, París, Éditions Amsterdam, 2007.

31. Erik Neveu: «La ligne Paris-Londres des Cultural Studies: une voie à sens unique?», Bulletin de l’Association pour le Dévelopement de l’Histoire Culturelle, julio de 2002, pp. 19-34.

32. Pascal Ory: «Qu’est-ce que l’histoire culturelle?», en Yves Michaud (dir.): Université de tous les savoirs, vol. 2, L’Histoire, la Sociologie et l’Anthropologie, París, Odile Jacob, 2002, pp. 93-106.

33. La bibliografía francesa sobre el tema ha sido muy pobre durante largo tiempo. El monográfico de la revista Réseaux (CNET-CNRS ) era una de las únicas referencias a las que se podía recurrir: «Les Cultural Studies», Réseaux 1 80, noviembre-diciembre de 1996. Disponemos ya de un manual, un ensayo sociohistórico: Armand Mattelart y Erik Neveu: Introduction aux Cultural Studies, 2003. Varias publicaciones, poco habituales entre los historiadores, dan testimonio también de este nuevo interés: Anne Challard-Fillaudeau y Gérard Raulet (dirs.): «Pour une critique des “sciences de la culture”», L’Homme et la société 149, 2003; André Kaenel, Catherine Lejeune y Marie-Jeanne Rossignol (dirs.): Cultural Studies-Études culturelles, Nancy, Presses universitaries de Nancy, 2003; Stéphane Van Damme: «Comprendre les Cultural Studies: une approche d’histoire des savoirs», RHMC 51-4, 2004 («Faut-il avoir peur des Cultural Studies?»), y Bernard Darras (dir.): «Études Culturelles & Cultural Studies», Médiation et Information 24-25, 2007. Un signo adicional de esta coyuntura lo constituye el seminario «Histoire culturelle-Cultural Studies», animado por Pascal Ory, que se celebró en 2006-2007 en el Instituto de Historia del Tiempo Presente del CNRS .

34. François Dosse: La marche des idées. Histoire des intellectuels-histoire intellectuelle, París, La Découverte, 2003 (trad. cast. La marcha de las ideas. Historia de los intelectuales, historia intelectual, Valencia, puv, 2007), y Bertrand Müller: «Linguistic Turn», en Dictionnaire des idées, París, Encyclopaédia Universalis, 2005, pp. 468-470.

35. Los trabajos de Dominique Kalifa (L’encre et la sang. Récits de crimes et de sociétés à la Belle Époque, París, Fayard, 1995; Crime et culture au XIX siècle, París, Perrin, 2005), y de Antoine de Bæcque (Le corps de l’histoire. Métaphore et politique 1770-1800, París, Calmann-Lévy, 1993; Les éclats du rire. La culture des rieurs au XVΠľ siècle, París, Calmann-Lévy, 2000) se citan algunas veces en esta perspectiva.

36. Esta postura de «mediador» se concreta principalmente en las reseñas que Roger Chartier regularmente aporta a Le Monde desde 1987. Otorga un lugar importante a los historiadores extranjeros, italianos (Carlo Ginzburg, Giovanni Levi), americanos (Natalie Davis, Svetlana Alpers, Michael Fried, Anthony Grafton, Keith Baker, Robert Darnton), ingleses (Francis Haskell, Geoffrey Lloyd) o españoles (Francisco Rico). Esta voluntad de hacer accesibles las obras extranjeras, traducidas o no, el autor la presenta como un deber científico y cívico, pero también como una manera de superar las simples tradiciones nacionales. Se trata, pues, de explicar que «la historia, al igual que los otros saberes, las producciones estéticas o las prácticas culturales, ha entrado en la era de los mestizajes. No hay nada que lamentar en esto, al contrario. Más bien hay que aprovechar esta invitación para llevar más lejos todavía la mirada» (Roger Chartier: Le jeu de la règle, Lectures, Bordeaux, Presses Universitaires de Bordeaux, 2001, p. 14). Desde principios de los años noventa este trabajo, realizado con continuidad, pretente también contrarrestar los enfoques preconizados por los adeptos del Linguistic Turn. Roger Chartier no desaprovecha ninguna ocasión para recordar la necesaria adscripción de la disciplina histórica dentro de las ciencias sociales y para denunciar las aporías reductoras del Linguistic Turn. Véase: Roger Chartier: «La nouvelle histoire culturelle existe-t-elle?», Cahiers du Centre de recherches historiques 31, abril de 2003 pp. 13-24.

37. William Scott: «Cultural History, French Style», Rethinking History 3-2, verano de 1999 pp. 197-215.

38. Pascal Ory: «Pour une histoire culturelle de la France contemporaine (1870-...) État de la question», Bulletin du Centre d’Histoire de la France contemporaine 2, 1981, pp. 5-32; «L’Histoire culturelle de la France contemporaine, question et questionnnement», Vingtième Siècle. Revue d’histoire 16, 1987, pp. 67-87. Véase también la selección Pascal Ory: La culture comme aventure. Treize exercises d’histoire culturelle, París, Complexe, 2008.

39. Antoine Prost: «Sociale et culturelle, indissociablement», en Jean-Pierre Rioux y JeanFrançois Sirinelli (dirs.): Pour une histoire culturelle, París, Seuil, 1997, pp. 131-146.

40. Antoine Prost y Jay Winter: Penser la Grande Guerre. Un essai d’historiographie, París, Seuil, 2003.

41. Dominique Kalifa: «L’histoire culturelle contre l’histoire sociale?», en Laurent Martin y Sylvain Venayre (dirs.): L’histoire culturelle du contemporain, París, Nouveau Monde Éditions, 2005, pp. 75-84.

42. Este punto lo desarrolla particularmente Jean-Pierre Rioux: «Histoire culturelle», en Sylvie Mesure y Patrick Savidan (dirs.): Le Dictionnaire des sciences humaines, París, PUF, 2006 pp. 549-551.

43. Jean-Yves Mollier: «Histoire culturelle», en Paul Aron, Denis Saint-Jacques y Alain Viala (dirs.): Dictionnaire du littéraire, París, PUF, 2002, pp. 266-267.

44. Ibíd., pp. 266-267.

LA HISTORIA CULTURAL EN ITALIA*

Alessandro Arcangeli

Trazar el panorama de los estudios italianos en materia de historia cultural, limitándonos necesariamente a una muestra1 y concediendo un amplio espacio a la historia moderna, tanto por las competencias de su autor como por el papel decisivo que este sector ha desempeñado metodológicamente, requiere algunas precisiones preliminares, que se refieren, en parte, al «nombre» y, en parte, a la «cosa». Está claro para el lector de este volumen (al menos lo estará al final de su lectura) que la noción de historia cultural no está desprovista de ambigüedad y que se presta a una pluralidad de usos que, en parte, representan variantes o usos regionales. Una de las particularidades italianas de este asunto proviene de una resistencia que los historiadores manifiestan a dicha expresión. Tanto en la investigación como en la docencia, encontramos pocos indicios de historia cultural en el mundo académico italiano. En el transcurso de estos últimos años la excepción ha estado representada por algunos seminarios (la fórmula, tímida, que permite que penetren las novedades metodológicas). La asignación a Carlo Ginzburg en la Scuola Normale Superiore de Pisa de un curso titulado «Historia de las culturas europeas» (2006) representa un giro desde este punto de vista.

Sin embargo, si dejamos por un momento de lado la cuestión del nombre, el estudio de los aspectos culturales de la historia está muy arraigado en la tradición historiográfica italiana, en el sentido de que no representa la marginalidad que Peter Burke reconoce a la experiencia británica en su aportación a este volumen. Sobre ésta ha pesado (por la importancia que se concede a los hechos culturales) el idealismo de Benedetto Croce durante la primera mitad del siglo xx. Dos maestros entre los historiadores de la generación siguiente, Federico Chabod y Delio Cantimori –ambos nacidos en 1901 y en activo durante la Segunda Guerra Mundial–, se distinguieron igualmente, entre otras cosas, por la importancia que le atribuían a la construcción de las ideas políticas y religiosas. Para un historiador italiano de su generación, así como de las generaciones posteriores, dar un curso o publicar un ensayo sobre un personaje como Maquiavelo era una actividad normal e incluso inherente a su profesión, que obligaba a medirse con las grandes etapas de la evolución del pensamiento, y no solamente con las instituciones y las prácticas sociales. Si bien a partir de un determinado momento determinadas historias particulares, como la de las doctrinas políticas (o de la filosofía, de la ciencia o de las religiones), se hicieron un hueco, no por ello se sustrajo su campo a la curiosidad del historiador general.

 

Naturalmente, el lector ha de ser consciente de que historia cultural e historia de la cultura no son lo mismo. Una gran tradición se ha centrado durante largo tiempo en la historia de las ideas, concebida, ante todo, como una reconstrucción de grandes personajes, de páginas y giros fundamentales en la historia del pensamiento (sobre este punto existe en Italia una escuela específicamente turinesa, con Franco Venturi, Furio Diaz, Luigi y Massimo Firpo, Giuseppe Ricuperati, Luciano Guerci, hasta llegar a Vincenzo Ferrone y Edoardo Tortarolo). Pero no es aquí donde podemos encontrar opciones metodológicas acordes con la historia sociocultural, que desde los años setenta era teorizada y practicada por los protagonistas de la investigación internacional y que asociamos comúnmente con la «historia cultural» (encontraremos resistencias, incluso con bastante frecuencia). El enfoque de la cultura que entonces comenzaba a tomar forma era, por el contrario, el aplicado al discurso medio, más que a sus expresiones mayores; más aún, la atención se situaba en la diversidad de grupos sociales y culturales, y sus relaciones (niveles de cultura es una expresión que aparece frecuentemente en los títulos de volúmenes y coloquios de esos años). Una serie de factores concurrieron para producir este tipo de discurso. Entre ellos, sin duda, la influencia de las ciencias sociales, que animaba a atribuir al término cultura una acepción más amplia, antropológica; una atención renovada hacia una historia social, entendida, sobre todo, como historia del pueblo, de los grupos sociales menos privilegiados (sobre este punto, la historiografía británica de inspiración marxista, acogida en Italia con vivo interés, ejerció una influencia patente: Eric Hobsbawm, E. P. Thompson, Christopher Hill). Más concretamente, la obra de Antonio Gramsci constituyó una fuente de inspiración, en especial sus Quaderni del carcere, publicados a título póstumo entre 1948 y 1951, que ponían en el orden del día del debate político-cultural y de la investigación histórica el estudio del papel desempeñado por los intelectuales en los momentos clave de la historia nacional (tema que seguirá siendo fundamental para los estudios de historia contemporánea, incluso con relación al problema de la adhesión al régimen fascista); 2 y, de manera más general, la naturaleza ideológica de las relaciones de dominación («hegemonía»), nunca limitadas a puras y simples relaciones de fuerzas entre grupos de poder o clases sociales.

En este sentido, la noción de cultura popular (que, en ese momento, fuera de Italia, ocupaba a investigadores del período moderno como Peter Burke, Natalie Zemon Davis y más de un historiador francés) se reveló fundamental. Esta noción no estaba desprovista de una ambigüedad de la que eran perfectamente conscientes los investigadores. Se corría el riesgo de hacer hipóstasis de la existencia de un «pueblo» con su propia identidad y visión del mundo (casi una «conciencia de clase» ante litteram proyectada hacia atrás a partir de las experiencias del movimiento obrero y socialista del siglo xx). Tropezaba, además, con un dilema existencial del que dependían, para remontarse a la cultura de las clases subalternas, de fuentes indirectas, en principio «adversas». Sin embargo, la conciencia de estos problemas permitió a los que evolucionaban en este dominio desarrollar investigaciones que han hecho época, convirtiéndose en clásicos de la historiografía internacional. Es el caso, especialmente, de dos de las primeras monografías de Carlo Ginzburg, que tienen en común el hecho de basarse en una documentación de los archivos del tribunal de la Inquisición de Udine: I benandanti (1966) e Il formaggio e i vermi (1976).3

La primera muestra al lector una Inquisición inicialmente incrédula frente a una creencia popular desconocida y después activa al interpretarla en el sentido de la demonología; de este modo, sugiere el papel decisivo del inquisidor, que inspira la respuesta a los testigos y sospechosos (guardando después el autor las distancias al subrayar la larga permanencia de la brujería europea como mito, cuando no incluso como rito, y no como pura invención de la Inquisición). Como en todos los estudios posteriores sobre estos fenómenos, la cuestión de la documentación y su uso es esencial: Ginzburg, por otra parte, volverá a hablar varias veces sobre las implicaciones metodológicas del papel del historiador y las ambigüedades del interrogatorio llevado a cabo por el inquisidor, que se asemeja a un antropólogo (o al propio historiador) en su manera de intentar establecer y contar la verdad. La segunda obra tiene como protagonista al heterodoxo molinero Menocchio –destinado a convertirse en una verdadera estrella por la cantidad de citas que se propagaron en libros ajenos–. Y la clave de las páginas esenciales de Ginzburg es precisamente la relación de Menocchio con los libros. La original visión que el sospechoso tiene del mundo (la que, impenitente, lo conduce finalmente al patíbulo) se había construido, efectivamente, mediante la lectura de libros, unos de su propiedad y otros prestados, una vía abierta a los historiadores que hoy se interesan en la circulación de los textos, la mediación oral de la conversación con otros, la subjetividad de los usos y la libertad de interpretación, de asimilación personal. Por esta razón Menocchio figura, incluso fuera de su país, en más de un ensayo dedicado a la historia de la lectura, como ejemplo de una compleja relación entre niveles de cultura (el molinero era, a su manera, un mediador entre diferentes grupos sociales). Como ocurre en general con la microhistoria, de la cual Il formaggio e i vermi es un caso paradigmático, la cuestión que se plantea es saber si este estudio de caso es representativo. Pero Carlo Ginzburg era perfectamente consciente de este punto. Una vez hecha esta advertencia –nos resulta difícil estimar cuántos «Menocchios» poblaban Italia y el mundo del pasado–, el historiador puede consultar las fuentes. Rebuscar es difícil pero no imposible, y algunas de las vías de investigación desarrolladas en los años siguientes, a las que aludimos en las páginas que siguen, han ido en esta dirección, lo que ha producido resultados.

Que hayamos acabado hablando de libros para introducir los temas y los enfoques de la historia cultural era inevitable: la historia de las formas de comunicación ha sido en todas partes el terreno preferido de esta manera de hacer historia.4 En el panorama de los estudios italianos destaca la figura de Armando Petrucci, investigador en el que se aúnan las competencias y alternativas de archivista, bibliotecario y profesor de paleografía y de diplomática. Pionero en la investigación sobre la historia de la escritura y la lectura, se ocupó (con casi veinte años de retraso respecto a la publicación original) de la traducción italiana de La naissance du livre de Lucien Febvre y Henri-Jean Martin (1977). En esta fecha Petrucci ya había escrito importantes e influyentes ensayos, pero también había colaborado en varias obras colectivas (como una serie de publicaciones en el dominio en el que se distinguió la editorial Laterza5 en la segunda mitad de los años setenta). La sensibilidad hacia las diferentes formas de alfabetismo y el compromiso cívico han mantenido su atención en los problemas del presente.6 En este singular terreno escogido (la Edad Media italiana) sus investigaciones han hecho emerger «la ciudad de la Alta Edad Media como lugar de producción, de uso, pero también de enseñanza de la escritura, como escuela y scriptorium, sobre todo de los laicos, desde los notarios a los jueces, los médicos, los propietarios y los expertos, e, incluso los administradores locales».7 En su trabajo, Petrucci recorre libremente la historia de Occidente, desde la Antigüedad hasta nuestros días, en busca de usos y funciones de las escrituras expuestas (epigráficas) y del uso funerario de lo escrito, es decir, de la representación que se quiso transmitir del muerto.8 En conjunto, su lección pone al día, con términos nuevos, un objeto cuyas numerosas facetas merecían ser reconocidas: la variedad de textos, las características de sus soportes materiales, su multiplicidad de usos. Con respecto a la revolución, tan debatida en los medios de comunicación, que se remonta al Renacimiento, conviene, en definitiva, no olvidar la supervivencia del manuscrito incluso en la época de la imprenta, teniendo en cuenta los elementos de continuidad, más que de ruptura, que caracterizan el surgimiento de ésta junto con aquél.