Comunidad e identidad en el mundo ibérico

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Sin embargo el tratamiento dado por Jim a sus documentos no ha sido puramente empírico. Ha confiado en la intuición, como debe hacer cualquier historiador, para husmear respuestas a sus problemas, pero su intuición ha sido conformada por muchas influencias. Ignoro hasta qué punto esto pueda deberse a su larga asociación con la Universidad de East Anglia, pero la influencia de la Antropología social en su obra ha sido muy llamativa. Ha leído mucho y no sólo literatura antropológica habitual sino también historia de la Antropología, como demuestran las abundantes referencias a Le Play, Durkheim y Radcliffe Brown en su The History of the Family (1989). La sutileza de su tratamiento de la familia en ese libro debe claramente mucho en particular a la obra de Frédéric Le Play, que le ayudó a ver más allá de la familia como una estructura institucional y concebirla también como un sistema moral que generaba su propio conjunto de valores.4 Esta perspectiva derivada de sus lecturas de Antropología social le permitió abrir ventanas sobre las actitudes frente al linaje, el matrimonio y el parentesco en Granada, que de otro modo habrían permanecido cerradas, e hicieron que su Family and Community in Early Modern Spain fuese tan agradable de leer.5

Pero no es sólo en su tratamiento de la historia de la familia donde la influencia de los antropólogos en su obra ha sido intensa. Uno encuentra esa influencia en cada vuelta del camino. Por ejemplo, en un artículo del año 1988 sobre «Bandos y bandidos en la Valencia moderna» nos dice, basándose en el estudio de un pueblo turco que, «como historiadores tenemos una tendencia a asociar la violencia con la ausencia de gobierno; sin embargo los antropólogos nos hacen ver una evolución algo diferente, el aumento de violencia en sociedades que están pasando del estado tribal, donde las disputas se componen por intermediarios, al primer nivel de gobierno autoritario, donde los bandos se prohíben sin que los tribunales tengan la fuerza suficiente para imponer su propia justicia».6 Al momento las razones de la supervivencia del bandolerismo en la Valencia del siglo XVII se hacen mucho más claras.

Pero el entusiasmo de Jim por la Antropología ha sido siempre atemperado por el convencimiento de que él es, y sigue siendo, en el fondo un historiador, un historiador que, según creo, debe mucho en particular a Braudel, quien a su vez estuvo muy influido por las ciencias sociales. Lo que se necesita, como escribe en un artículo sobre el pueblo alpujarreño de Órgiva, es combinar la Antropología y la Historia.7 No teme a las estadísticas y ha hecho una obra valiosa sobre demografía histórica, particularmente en relación con los moriscos,8 aunque nunca se ha permitido olvidar los valores morales, espirituales y culturales que informan las estructuras institucionales y sociales de las que trata. En ese sentido es un verdadero humanista, que a menudo acepta las pruebas que aporta la literatura para sostener o iluminar un argumento. Las alusiones literarias de su libro sobre Granada van desde la obra de Pérez de Hita Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrajes, de 1595, hasta la Doña Perfecta de Pérez Galdós, de 1876, que utiliza para ilustrar los usos de los litigios como medio de hostigar a aquéllos que a uno le disgustan.9 Fue memorable también la alusión que hizo en su discurso al recibir el doctorado honoris causa en la Universidad de Valencia a la visión de Fabricio de la batalla de Waterloo, en la novela de Stendahl La chartreuse de Parme, como medio para ilustrar el modo cómo la historia política ha tendido estos últimos años a volver la espalda a una perspectiva amplia y estrechar su punto de vista a sólo un trozo del campo de batalla.10

El humanismo es también muy evidente en la mucha atención que presta a las historias individuales. Su libro sobre Granada está lleno de nombres de individuos que ha resucitado de los archivos, como Isabel de Ribas, viuda con pagos atrasados de las capellanías de que era responsable, o Juan de Teruel, que buscando el ascenso social, encontró una zancadilla al intentar convertirse en caballero de Santiago en 1632 y se expuso a revelaciones letales sobre su ascendencia judía por la línea materna.11 Son estas historias individuales las que sitúan firmemente a Jim en el campo de los historiadores y no de los científicos sociales.

Pero el individuo en el mundo de Jim nunca es un ser humano aislado. Él o ella están ligados a otros por los lazos del parentesco, la dependencia, la familia o la comunidad, que han sido siempre sus centros de interés. Sus familias valencianas y andaluzas, con sus intrincadas redes de parientes políticos y primos, se extienden frecuentemente mucho en el espacio. Como Jim nos dice, «ser capaz de identificar un lugar de origen... y un “jefe de clan”» era importante para las familias móviles de Granada que ascendían socialmente. A pesar del tamaño de España y las dificultades de desplazamiento, nos muestra cómo las familias emigrantes que habían conseguido instalarse en Granada buscaban al jefe de la familia extensa y mantenían contacto con parientes distantes.12 Pero las familias también se extendían en el tiempo, como nos recuerda con fuerza en el conmovedor capítulo sobre «La sombra de los ancestros». El linaje era un arma de doble filo, ya que por una parte incluía a todas las líneas descendientes molestas, como aquellas que zancadillearon a Juan de Teruel en su intento de convertirse en caballero de Santiago, pero por otro lado ligaban a los individuos a una rama de la familia más alta, social o políti-camente influyente.13

Estos lazos eran potencialmente muy valiosos, y no sólo por las ventajas materiales o sociales que podían otorgar. Añadían a éstas unos activos intangibles a los que Jim concede una gran importancia: una noción de identidad. Como dice cuando habla de sus familias granadinas: «La memoria del clan podía durar varias generaciones, atravesando fronteras sociales y otorgando incluso a ciudadanos ordinarios un vago sentido de identidad con la elite».14 El sentido de identidad brota de la conciencia de la relación que se tenía con el mundo situado más allá del propio, la conciencia de intereses y valores compartidos con ciertos conjuntos o grupos de gente y no con otros. Es este sentido de identidad, y particularmente el sentido de identidad en términos de pertenencia, el que Jim examina en tantos de sus escritos y busca comprender qué es lo que mantenía a la sociedad unida en la España moderna.

La identidad, como nos hemos dado cuenta en tiempos recientes, es plural más que singular. Todos tenemos múltiples identidades y una u otra tomará precedencia dependiendo de las circunstancias del momento y la naturaleza del «otro» contra el que nos estamos midiendo. Sospecho que el trasfondo de Jim, como hombre del Ulster, le ha hecho especialmente sensible a la naturaleza múltiple y a menudo conflictiva de las diversas identidades que todos poseemos, y efectivamente lo dice cuando escribe, en la introducción a su colección de ensayos, La terra i els homes, cuánto le hizo pensar la lectura del libro de Joan Fuster, Nosaltres els valencians, sobre la sociedad dividida de su propio país, el Ulster, en sus propias palabras «un petit món semicolonial molt poc segur de la seva identitat».15 ¿Británico o irlandés? ¿Protestante o católico? Pensando en el reino de Valencia, con sus agudas diferencias sociales y económicas, su neta división entre una mayoría de cristianos viejos y una minoría de población morisca, y su incómoda relación con Madrid, debe haberse acordado frecuentemente del Ulster cuando entraba en su nueva época de turbulencias.

Como la historia reciente del Ulster nos ha clarificado, entre las varias comunidades que conforman identidades y compiten por lealtades, una de las más persistentemente poderosas a lo largo del tiempo ha sido la que Jim llama, en el título de un capítulo de su historia social de la España moderna, «La comunidad de los fieles». «La religión», escribe en ese capítulo, «conformaba las relaciones humanas y proporcionaba el marco básico de la propia vida».16 La vida en Granada estaba saturada de espectáculos religiosos, como las procesiones en los días de los santos o el drama del Corpus Christi, y estaba envuelta de devoción y piedad religiosa, como se muestra, por ejemplo, en las obras caritativas de las cofradías. Pero la religión, como la presenta Jim, estaba lejos de ser un fenómeno estático. Como cualquier otra cosa en la sociedad cambia y evoluciona en el tiempo, y Jim es especialmente hábil en la identificación e ilustración de los cambios que pueden haber sido apenas perceptibles por los contemporáneos. Narra, por ejemplo, un revelador incidente cuando un pariente reprochó a Luis de Paz que llevara por las calles un colchón para una pobre mujer. ¿Qué pensaría la gente, dijo el indignado pariente, de una familia que le dejaba ir por la calle de esa manera? Pero, como sigue diciendo Jim, «ésta era una época de transición, en que la dignidad empezaba a definirse de modo diferente», y señala la creación por los jesuitas de la Congregación del Espíritu Santo en 1597, una cofradía que juntó desde el principio a «caballeros y plebeyos, ricos comerciantes y pobres jornaleros».17 En la misma línea muestra cómo las prácticas matrimoniales tradicionales, que se habían desarrollado a partir de una combinación de actitudes populares y código del honor, comenzaron a cambiar cuando la Iglesia ejerció un mayor control sobre el matrimonio en la era post-tri-dentina y cómo después estas prácticas volvieron a cambiar cuando la Iglesia perdió a favor del Estado, cuando el gobierno de Carlos III intervino el año 1776 con una ley que imponía nuevas reglas para reforzar el consentimiento de los padres.18

 

La Iglesia y el Estado, actuando a veces al unísono, en otras ocasiones de modo distinto, eran las dos instituciones que esperaban y pedían una lealtad sistemática. Pero, como Jim nos recuerda constantemente, había también otros dos imanes, más próximos, que exigían lealtad, y que podían ser más poderosos que las remotas y abstractas instituciones de la Iglesia y el Estado. En el mundo de la religión, a nivel local, estaban la parroquia y el cura, el cercano convento estrechamente asociado a la familia y las cofradías religiosas con su fuerte sentido de fraternidad. La vida seglar, por su parte, consistía en una serie de anillos concéntricos y solapados. Estaban el grupo doméstico y la familia extensa, la ciudad o pueblo natal y la comunidad más amplia de la región o provincia. Todos ellos estaban integrados en la comunidad más grande de todas la, a veces imprecisa, comunidad de la propia España, gobernada por un monarca que vivía lejos pero siempre intentaba, con mayor o menor éxito, afirmar su autoridad en los asuntos locales por medio de impertinentes agentes y funcionarios. Estas diversas instituciones creaban múltiples, y a menudo conflictivos, polos de lealtad y, al hacerlo, otorgaban a los individuos múltiples identidades.

Jim ha estado siempre atento a la compleja relación de estas diferentes comunidades y a la demanda de lealtades que inducían. Comienza su atractivo ensayo sobre el patriotismo valenciano, en el homenaje que tuve el honor de recibir hace algunos años, con la observación de que «la Europa moderna era un mosaico de unidades políticas solapadas, de ciudades-estado, señoríos e imperios trasnacionales. La geografía humana imponía solidaridades que podían ser mayores o menores que las fronteras políticas, mientras que los lazos de la religión, la casta o el clientelismo constituían focos de lealtad alternativos a los del Estado emergente».19 El sentido de identidad no sólo se conformó por la religión o la familia sino también por el hecho de pertenecer a una patria. Durante las últimas décadas los historiadores de España, con Jim destacando entre ellos, han mostrado los muchos matices evocados por la palabra patria, y las diferentes formas de comunidad a las que ésta se puede aplicar. La patria, con sus particulares tradiciones, costumbres e idioma, sus recuerdos compartidos, ofrecía, como muestra Jim, una forma de identidad autodefinida que los valencianos mantenían con orgullo, pero de la que nunca estaban seguros. Aquí había una sociedad casada con sus leyes e instituciones y que afirmaba su identidad colectiva mediante «la reconstrucción periódica de sucesos del pasado del país», pero cuyo idioma nativo, como se mostró durante el siglo XVII, estaba cediendo terreno gradualmente al castellano, mientras la elite del reino se rendía simultáneamente «al atractivo de la corte de Madrid».20

Sea en Valencia o en Granada, estaban aquéllos que se movían entre los dos mundos de la corte y la comunidad, peleando por mantener y equilibrar sus lealtades a cada una, al tiempo que hacían progresar sus propios intereses individuales y familiares. Una figura emblemática fue uno de los hombres más poderosos de la Granada del siglo XVII, Antonio Álvarez de Bohórquez, quien, según Jim, «parece haber desempeñado el papel de intermediario entre la corte y el país a la perfección, consiguiendo el favor de ambos», usando sus recompensas e influencia para extender sus propiedades agrarias y fortalecer sus redes de patronazgo. En una fascinante yuxtaposición Jim lo sitúa junto con su camarada procurador de Granada, el famoso «republicano» Mateo Lisón y Biedma, que encabezó la resistencia de las Cortes castellanas a los planes de Olivares y que, como representante de la ciudad en Madrid en los seis años que siguieron a las Cortes de 1621, llegó a convertirse en una espina clavada en el costado del condeduque. Pero si en algunos aspectos los dos hombres adoptaron líneas diferentes de aproximación a la política nacional, y controlaron sus propias y distintas redes de patronazgo, Jim muestra cómo, en este ejemplo particular, los vínculos personales embotaron el filo del desacuerdo político.21 La opción personal es siempre de suma importancia en el mundo de Jim, como ocurrió en la España del siglo XVII, y nunca podremos saber qué impulsa a los individuos a moverse en una dirección en vez de en otra. ¿Por qué, por ejemplo, después de su expulsión de la corte en 1627, abandonó Lisón y Biedma su resistencia al régimen y volvió a la vida como un patricio granadino? ¿Fue amenazado o sobornado para que se mantuviese en silencio? ¿Pensaba el patricio granadino que había ido demasiado lejos y había hecho peligrar las relaciones de la ciudad con la corte, o simplemente ya había tenido bastante?

Subsisten muchos misterios, pero a consecuencia de la obra de Jim y la de muchos otros ahora tenemos una percepción real de la complejidad de las relaciones entre el centro y la periferia. Entendemos mejor las realizaciones de la monarquía española que dependían, para funcionar con efectividad, de la cooperación de los miembros de las élites locales, como los patricios de Valencia o de Granada, con los funcionarios locales y centrales del gobierno del rey. Como resultado de esta comprensión mejorada, la dicotomía neta de centro y periferia se ha vuelto borrosa y tiende a disolverse. En cambio tenemos ahora el cuadro de una interacción continua y sutil entre el gobierno central y las élites locales, que de ningún modo pensaban estar situadas en la periferia. Al contrario, tendían a ver su reino o patria como el centro del mundo. La periferia de una persona, después de todo, es siempre el centro de otra.

En la España de las comunidades autónomas el equilibrio de intereses se ha desplazado comprensiblemente desde el gobierno central hacia la historia de las muchas patrias de las que se componía la monarquía hispánica, sea en la propia península Ibérica, en la Italia española, en los Países Bajos o en los virreinatos americanos. Esto ha enriquecido enormemente nuestro conocimiento de su organización social y política y de su vida cultural. Jim ha sido uno de los primeros que ha ayudado a conseguir este cambio. Hemos conseguido también un mejor sentido de los numerosos lazos que unían a las patrias con el rey y la corte, lazos que mantenía juntos la monarquía y le permitieron sobrevivir tanto tiempo. De nuevo Jim ha sido en esto uno de los pioneros.

La historiografía reciente, al poner tanto énfasis en el desarrollo de los llamados reinos o regiones periféricos ha dejado de prestar quizás en demasía atención al centro, que experimentó su propia forma de evolución. Jim siempre se ha mostrado atento al impacto de la presión fiscal emanada de Madrid y al creciente atractivo de la corte y la cultura cortesana para las oligarquías provinciales. En su versión de la historia, repulsión y atracción se hallaban presentes en la misma medida. Esa versión nos recuerda que hacen falta dos para bailar un tango y que, aunque durante mucho tiempo los socios cooperaron, hubo momentos en los que el uno o el otro decidieron parar el baile. Comprendemos mejor ahora por qué las oligarquías locales respondieron al ritmo de la música de la forma cómo lo hicieron. Pero queda todavía mucho que precisa ser explicado acerca de la respuesta de la élite dirigente en el centro del poder. ¿Por qué, por ejemplo, Madrid traspasó los límites en ciertos momentos, no sólo durante el ministerio de Olivares, sino todavía más en 1707, cuando de repente dio por concluido el tango aboliendo las libertades de la Corona de Aragón?

Jim ha escrito que «l’èmfasi en la petita comunitat local ens pot fer oblidar que aquestes comunitats no es poden estudiar de manera aïllada, sinó que formaven part d’una comunitat més àmplia: la burocràtica de l’Estat i la cultural de l’Església».22 Son palabras sabias. Al proporcionar un caso práctico de cómo combinar la historia política, social y cultural a escala local, nos alerta del hecho de que el estudio del centro requiere una combinación de enfoques similar. La historia social y cultural no se puede separar de la historia política, como tampoco la historia política se puede separar de la cultural y social. Jim siempre ha sido consciente de su estrecha y continua interrelación, y esta conciencia intuitiva de la telaraña sin costuras del pasado ha hecho de él el fino historiador cuya obra festejamos en este volumen.

1 James Casey, The Kingdom of Valencia in the Seventeenth Century, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, p. 97.

2 J. Casey, The Kingdom of Valencia..., p. 201.

3 Ver, por ejemplo, James Casey: «Patriotism in Early Modern Valencia», en Richard L. Kagan y Geoffrey Parker, eds.: Spain, Europe and the Atlantic World, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 188-210; las citas son de las pp. 202 y 207.

4 James Casey, The History of the Family, Oxford, Basil Blackwell, 1989, especialmente pp. 14 y 168.

5 James Casey, Family and Community in Early Modern Spain. The Citizens of Granada, 1570-1739, Cambridge, Cambridge University Press, 2007.

6 James Casey, «Bandos y bandidos en la Valencia moderna», en Homenatge al doctor Sebastià Garcia Martínez, Valencia, Generalitat Valenciana, 1988, I, pp. 407-420; la cita es de la p. 418.

7 James Casey, «Matrimonio y patrimonio de un pueblo alpujarreño: Órgiva, 1600-1800», en Sierra Nevada y su entorno, Actas del Encuentro hispanofrancés sobre Sierra Nevada, Granada, 1988, pp. 183-200; la cita es de la p. 183.

8 James Casey, «Moriscos and the Depopulation of Valencia», Past and Present, 50, 1971, pp. 19-40.

9 J. Casey, Family and Community..., pp. 9 y 224.

10 James Casey, «Epíleg. Homenatge a València», en La terra i els homes. El País Valencià a l’època dels Àustria, Catarrojabarcelona, Afers, 2005, pp. 330-331.

11 J. Casey, Family and Community..., pp. 210-211 y 179-180.

12 J. Casey, Family and Community..., pp. 189-190.

13 J. Casey, Family and Community..., pp. 179-180.

14 J. Casey, Family and Community..., p. 190.

15 J. Casey, La terra i els homes..., pp. 21-22.

16 James Casey, Early Modern Spain. A Social History, Londresnueva York, Routledge, 1999, p. 244.

17 J. Casey, Family and Community..., p. 258.

 

18 J. Casey, Family and Community..., pp. 134-144.

19 J. Casey, «Patriotism in Early Modern Valencia», p. 188.

20 J. Casey, «Patriotism in Early Modern Valencia», pp. 196 y 205.

21 J. Casey, Family and Community..., pp. 267-268 y 277-278.

22 J. Casey, La terra i els homes..., p. 330.

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