Anatomía de un imperio

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Imaginen a un indio cruzado con un negro, el producto de esa unión júnteselo con un chino, y lo que aflore de esa extraña mezcla no tendrá comparación alguna, ni siquiera a nivel cognitivo ni menos aún moral, con lo que conocemos por un filipino. (Silbey, 2007: 50)



Las opiniones y descripciones estadounidenses sobre la disciplina de los insurgentes no escapaban a la norma: en los testimonios y documentos nos encontramos con un extendido uso de epítetos racistas y un marcado menosprecio. Es común en el vocabulario del ejército y la prensa del continente la descripción de los nacionalistas como “turba de malhechores”, “granujada” y “ladrones”. En palabras de un oficial, “los insurgentes no son más que todos los delincuentes de Luzón juntos, deseando asesinar al primer hombre blanco que se les cruce por el camino” (

Ibíd.

: 51).

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La frágil tregua lograda por Merritt fue afectada por la decisión del presidente McKinley de tenerlo a su lado en las negociaciones del Tratado de París, dejando al frente del ejército a su segundo al mando, el general Elwell Otis, un racista que inflamó la animosidad de los filipinos. Otis comenzó demandando a Aguinaldo un retiro inmediato de las tropas; este accedió a replegar la línea de trincheras, aunque no se retiró. Aguinaldo a su vez estaba siendo presionado, por un lado, por una “Junta de Hong Kong”, un conglomerado de facciones de la clase dirigente filipina que lo financiaba; y por el otro, por muchos de sus comandantes, especialmente los que estaban apostados en el sitio de Manila, frustrados frente al desenlace de la situación (Silbey, 2007: 59).



La moral de las tropas estadounidenses tampoco era la mejor. Muchos soldados pensaban que la guerra había terminado al derrotar a los españoles, y que ya era hora de regresar. El factor que empeoró la situación fue el aburrimiento liso y llano. Los hombres empezaron a apostar en riñas de gallos, se emborrachaban con tuba, un licor de palmera, y sobrevino un brote de enfermedades venéreas. Las peleas y reyertas entre filipinos y norteamericanos pasaron a ser moneda común. En diciembre de 1898, un soldado escribió: “ creo que es cuestión de tiempo para que el próximo malentendido se transforme en guerra abierta” (

Ibíd.

: 64).





Una guerra desigual





El enfrentamiento entre los marines y las tropas filipinas comenzó la madrugada del 4 de febrero de 1899, tras un encuentro entre patrullas de ambos bandos en donde hubo un tiroteo (cuyo inicio los dos le adjudicaron a su enemigo) que se convirtió en una enorme balacera seguida de fuego de morteros a lo largo de todo el frente circundante a Manila.



Sobre los inicios de la contienda, las diversas explicaciones se concentran en dilucidar qué lado lanzó el ataque, si fue Aguinaldo tratando de cimentar su débil posición o si McKinley decidió ejecutar una acción que presionase al Senado para apurar la aprobación del Tratado de París. Lo cierto es que cualquier posibilidad de diálogo se cerró cuando las noticias de la Conferencia de París llegaron a Filipinas.



Es también muy probable que la batalla haya tomado por sorpresa a los altos mandos filipinos (Aguinaldo ni siquiera estaba en el frente cuando comenzaron las hostilidades), ya que no pudieron contener a sus tropas que se cansaron de esperar un levantamiento insurreccional en Manila.



Fueron los norteamericanos los que sacaron mayor provecho del enfrentamiento inicial. El brigadier general Arthur MacArthur, quien comandaba las tropas en el norte de Manila, preocupado por lo disperso de sus fuerzas sobre el terreno decidió que, en caso de un ataque, la mejor respuesta sería no esperar, sino contratacar de inmediato. Era esta una salida razonable a un problema táctico, pero garantizaba que cualquier disturbio gatillase una embestida estadounidense en toda la línea, como efectivamente ocurrió (

Ibíd.

: 66).



La mañana del 5 de abril, ambos bandos reunieron a sus tropas luego del enfrentamiento. Los combates habían sido entre escuadrones y pelotones que atacaron y contratacaron. Los altos comandos no contaban con suficiente información sobre lo que efectivamente había ocurrido. Ottis tenía alrededor de trece mil soldados. Once mil estaban en el frente circundante a Manila y los restantes dos mil en la ciudad. Ese día, siguiendo un ataque atenazado contra las fortificaciones filipinas, los estadounidenses forzaron el repliegue hacia el interior de las fuerzas de Aguinaldo. Sufrieron poco más de cincuenta bajas y doscientos heridos, contra unas trescientas bajas filipinas y más de quinientos heridos. Si bien todos estos números varían según las fuentes, está claro que los filipinos sufrieron una derrota contundente (

Ibíd.

: 67).



Tendrían que pasar casi dos meses para que se declare formalmente la guerra, lo cual se produjo el 2 de junio, y fueron los filipinos los que se vieron obligados a hacerlo, denunciando la invasión estadounidense y la situación general, ya que Estados Unidos negaba la conflictividad en el archipiélago ante la opinión pública mundial y nunca habló abiertamente de una guerra, sino de una “rebelión” filipina (Wright, 1936: 13).



Las principales batallas de la guerra convencional entre Estados Unidos y Filipinas fueron la batalla de Caloocan, entre el 22 y el 24 de febrero de 1899; la captura de Malolos, la capital de la Primera República, por parte de los estadounidenses el 31 de marzo; la derrota del Katipunan en la batalla de Quinga, el 23 de abril, y en la batalla de San Jacinto, en noviembre, que forzó la orden de Aguinaldo de pasar a librar una guerra de guerrillas. Todas estas batallas las perdieron las fuerzas filipinas, y se libraron en Luzón, la principal isla del archipiélago (Silbey, 2007: 87).



Derrotadas por un ejército que las superaba tecnológicamente, las tropas filipinas tuvieron que replegarse para continuar una guerrilla coordinada desde la Cordillera Central de Luzón. Esto empujó a los estadounidenses a ensayar una áspera campaña antisubversiva en el camino del control absoluto de las islas. Mientras tanto, en la retaguardia y sobre todo en Manila, ejercieron un meticuloso y agresivo control policial para enfrentar cualquier tipo de resistencia (

Ibíd.

: 89).



Aguinaldo tuvo que escapar con las tropas enemigas sobre sus talones durante casi un año, y fue finalmente capturado en marzo de 1901, tras una arriesgada operación ideada por el general Frederick Funston, que simuló rendirse y, disfrazando a

scouts

 filipinos como soldados republicanos, entró en el campamento del poblado de Pelanan y tomó prisionero a Aguinaldo. Se lo presionó para que desmovilice a sus tropas, a lo que, resignado, accedió. El 19 de abril de ese mismo año, Aguinaldo juró lealtad a Estados Unidos y decretó el fin de la Primera República. Poco tiempo después declararía:



Mi captura, junto con la traición que la acompañó, me dejó enfurecido, anímicamente destruido, y casi por completo paralizado. Por otro lado, me sentí aliviado. Yo ya sabía que nuestra resistencia estaba destinada al fracaso, todo había terminado, y yo estaba vivo. (

Ibíd.

: 119)



Esta guerra contra las fuerzas dirigidas por el Katipunan es lo que los estadounidenses denominan la

philippine-american war

 (1899-1902), y en Filipinas se la denomina la Primera República (1898-1902).



Sin embargo, la conflictividad persistió. En una primera fase, hasta 1907, cuando los norteamericanos asesinaron en la clandestinidad al general del Katipunan, Macario Sacay, que negaba la rendición y había asumido la presidencia filipina tras la captura y el arresto domiciliario de Aguinaldo. Sacay, engañado por políticos filipinos con una falsa oferta de amnistía, fue entregado y ahorcado de inmediato por los militares estadounidenses.



En una segunda fase represiva, se desarrollaron una serie de “revueltas mesiánicas” entre 1903 y 1908, disipadas en alianza con sectores de las elites locales, que muchas veces dirigían personalmente la represión. Un tercer movimiento se llevó a cabo al enfrentar y reprimir duramente una serie de huelgas y a un activo movimiento de masas con influencia socialista en Manila entre 1907 y comienzos de 1911. Por último, en 1913 se doblegó la aislada y combativa minoría musulmana, denominados “moros”, de la isla de Mindanao, en el sur del archipiélago (

Ibíd.

: 131).



Desde temprano, y para reforzar la flota estacionada en Manila, los estadounidenses movilizaron gran cantidad de tropas. Para evitar el aprovisionamiento de las fuerzas filipinas, ya a comienzos de 1899 se aseguró un bloqueo casi total sobre el archipiélago. Desde San Francisco, en la costa oeste del continente, partían mensualmente buques con tropas compuestas por batallones del Ejército, brigadas de voluntarios (muchos de ellos reclutados en las universidades) y batallones afroestadounidenses de Buffalo Soldiers.

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La batalla por Manila y la victoria contra las fuerzas nacionalistas catapultaría a los norteamericanos por todo el territorio. La ocupación efectiva del mismo se completaría recién a comienzos de 1903, y para ello se necesitarían setenta mil soldados, cuatro mil doscientos de los cuales morirán, muchos de ellos debido a pestes tropicales (

Ibíd.

: 124).



La brecha del poderío y la tecnología militar entre ambos bandos fue determinante, y se midió desde lo básico para el combate: la munición. Los mandos norteamericanos notaron que eran muy pocas sus bajas si atacaban “a la carga” y frontalmente a las trincheras nacionalistas. Se comprobó que las balas del armamento filipino estaban compuestas de una pobre aleación de metales livianos, dado que las armerías locales eran más bien “herrerías móviles” que fábricas propiamente construidas y pertrechadas. Al ser disparada, la munición se elevaba rápidamente, errando la mayoría de las veces el blanco. Los estadounidenses dieron la orden de ataque directo sobre las trincheras, instaurando una psicología triunfalista en las tropas, que muchas veces desbandaban con sus asaltos a los filipinos. El hecho no menor de que la geografía de las islas, a través de sus canales y estrechos, facilitase la cercanía a los campos de batalla de los buques de la flota fue una enorme ventaja para los invasores, que convirtieron las trincheras nacionalistas en verdadera “carne de cañón” (

Ibíd.

:132).

 



La fuerza invasora derrotó en una serie de batallas convencionales a un ejército filipino compuesto en su mayoría por caciques locales que sostenían con sus tropas fuertes lazos clientelares. Estos “jefes” (en español, tal como se los denominaba) se irían rindiendo uno tras otro. Ya para comienzos de 1901 y luego de la temporada de los monzones, Aguinaldo afrontaría una amplia defección en las filas del propio Katipunan. Tan solo en enero de ese año se presentaron ante los estadounidenses más de ochocientos desertores (

Ibíd.

: 136).



Por otro lado, a la composición caciquil del ejército nacionalista se le sumaba el hecho de que Emilio Aguinaldo dirigía al Katipunan de manera dictatorial, fusilando a generales subordinados que se venían destacando en el conflicto, como el general Antonio Luna en mayo de 1899, tras la derrota de Malolos, la capital de la Primera República. Cualquier tipo de desafío a la disciplina impuesta por el Katipunan era tratado como traición y sujeto a serias represalias, incluyendo los reclamos y huelgas de trabajadores asalariados dentro de los territorios republicanos. Esto último jugó un papel desmovilizador en los principales centros urbanos, que temían las sanciones y castigos de Aguinaldo, produciendo escepticismo sobre las medidas democráticas prometidas por los nacionalistas, cuando no la defección directa hacia el bando contrario (

Ibíd.

: 139).



Luego de que los rifles de repetición, la artillería pesada y la rápida guerra de maniobras destruyeran las formaciones regulares del ejército filipino (entre febrero y noviembre de 1899), los estadounidenses pasaron los siguientes dos años y medio concentrados en operaciones contrainsurgentes de desmoralización (McCoy, 2009: 92).



Sin embargo, el sentimiento nacionalista no decaía. Reinaba en el ambiente una sensación de rotunda injusticia; la lucha independentista materializada en la Primera República estaba siendo arrebatada de manos de sus protagonistas. La resistencia, sobre todo en el campo y en los pequeños poblados, se mantenía expectante y lista para actuar.



En Balangiga, una pequeña villa portuaria crucial para la navegación de la isla de Sámar, los estadounidenses dispusieron una fortificación. Los aldeanos parecían colaborar solidariamente; demostraban sus habilidades en el

arnis

, el arte marcial nacional, practicado con un machete curvo de nombre

bolos

, o jugaban al béisbol con los soldados extranjeros y bebían tuba.



La guerrilla republicana, activa en la zona, visitó a los pobladores de Balangiga para expresarles su desacuerdo con las expresiones de confraternización hacia los estadounidenses, pero dejaron en claro que no tomarían represalias. El que sí tomó revancha al enterarse de la visita de los rebeldes del Katipunan fue el comandante estadounidense de la guarnición, Thomas Connel, que mandó encerrar a todos los hombres del poblado durante varias noches sin comida y confiscó las raciones de arroz de todas las familias locales. También quemó las plantaciones de los alrededores para asegurarse la hambruna entre los guerrilleros (Silbey, 2007: 189-196).



Esto provocó la furia de los habitantes locales, que organizaron (sin ayuda de la rama local del Katipunan) una emboscada bajo una fachada de festividad católica. A la espera de una visita de oficiales superiores, Connel autorizó el festejo para demostrar el grado de “entusiasmo” del poblado. La noche previa a la emboscada, hombres disfrazados de mujeres ingresaron con pequeños ataúdes llenos de machetes. Los soldados de la guardia se negaron a abrir los cofres por temor a que portasen pestes tropicales. La fiesta había empezado temprano por la tarde, y los filipinos se aseguraron de que los estadounidenses bebiesen mucho alcohol. La mañana del 28 de septiembre de 1901, sonaron las campanas de la iglesia, anunciando el ataque. Rápidamente los pobladores entraron al campamento, y en pocos minutos ultimaron a treinta y seis soldados norteamericanos, incluidos Thomas Connel y toda la oficialidad. Ocho quedaron gravemente heridos, y cuatro desaparecieron. Solo treinta alcanzaron a llegar a la orilla y escapar en las canoas que encontraron. Cuando volvieron las tropas, Balangiga había sido abandonada por sus habitantes. Los soldados destruyeron el poblado y se llevaron las campanas de la iglesia (

Ibíd.

: 197).

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A partir de ese momento y bajo las órdenes del comandante Jacob H. Smith, se llevó adelante la infame campaña de Sámar. Smith despachó una orden con una frase que sería ampliamente repudiada por las crecientes manifestaciones antimperialistas que por ese entonces se estaban desarrollando en Estados Unidos: “Maten a todo aquel mayor de diez años”.



Smith era un veterano de la masacre de Wounded Knee (ocurrida en Nebraska el 29 de diciembre de 1890), donde fueron ametrallados y semienterrados en una fosa común ciento treinta y cinco indios lakotas (entre ellos, setenta y dos mujeres y niños). Las tropas a su mando se ensañaron con los civiles filipinos. Los antimperialistas estadounidenses denunciarían entonces la “masacre de Sámar” y la adecuación de verdaderos “campos de concentración” en las islas (

Ibíd.

: 201).



El resultado de todo esto sería una catástrofe demográfica de proporciones descomunales. Mientras las tropas rebeldes apenas podían sobrevivir en las montañas, sus pares morían de a miles en los poblados y los nuevos campos de concentración, que de hecho no eran más que alambradas bajo vigilancia fuertemente armada. En los mismos se desarrolló rápidamente una epidemia de cólera. En brutales condiciones de hacinamiento, y con las cosechas de kilómetros a la redonda arrasadas en nombre de la lucha antisubversiva, los alimentos comenzaron a escasear. En abril de 1902 estalló la epidemia, que azotó a todo el archipiélago y se cobró más de doscientas mil víctimas.

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Theodore Roosevelt, elegido presidente luego de la muerte anticipada de McKinley, aprovechó la situación de absoluta zozobra en las filas nacionalistas para decretar unilateralmente (un simbólico 4 de julio) el fin de la guerra en Filipinas.

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Un “laboratorio” de dominación





Desde 1898 y durante los años que duró la guerra, el Ejército estadounidense combinaría operaciones de combate, innovaciones técnicas aplicadas a tácticas policiales y reformas civiles para aplastar la resistencia filipina. El resultado fue la creación de un gobierno de ocupación confiado a sucesores civiles, que forjó un nuevo estado colonial de molde coercitivo (McCoy, 2009: 103).



Una vez completada la dominación militar, la tarea del momento fue crear una nueva administración que legitimase la ocupación y sostuviera sus aspiraciones de gobierno impuesto. Se abrieron rápidamente llamados a licitación para inversores y contratistas privados que cubrieran los servicios básicos de las principales ciudades. El ejército abrió el acceso a negociados de todo tipo llevados adelante por militares y representantes políticos del Gobierno estadounidense. Se fundaron firmas que administraron los ferrocarriles, las empresas públicas y las nuevas obras de infraestructura. Esto atrajo a los hombres de negocios filipinos, que pronto pasaron a ser parte de estas sociedades, legitimando de paso la presencia de los capitales norteamericanos.



Cada vez más filipinos tomaban parte en los asuntos administrativos, posponiendo la lucha por la independencia hacia una fecha no determinada. Además de sustraer la lucha independentista, la hegemonía estadounidense logró cercenar toda posibilidad de cambio de régimen en las Filipinas, estableciendo la superioridad sobre su nuevo “hermanito marrón” y remodelando de ahí en más el carácter y el perfil de esta nación. William Howard Taft, primer gobernador civil de Filipinas, le aseguró al presidente McKinley que en Filipinas “ nuestros hermanitos marrones (

little brown brothers

) necesitarían unos cincuenta o cien años de estrecha vigilancia para poder desarrollar algo parecido a las habilidades políticas anglosajonas” (Miller, 1984: 134).



Esta nueva gimnasia hegemónica demandó de la naciente potencia imperialista una rápida puesta a punto en su estrategia colonial. De manera tortuosa, la guerra contra los nacionalistas reconfiguró el escenario político de Filipinas. Los estadounidenses abrieron nuevas parcelas de poder que minaron la cohesión política interna que los sectores dominantes locales demostraron poseer cuando enfrentaron a España (

Ibíd.

: 135).



Con la captación y cooptación de ciertos sectores de la elite incorporados en forma subordinada a los beneficios del imperialismo (y sobre los cuales se estableció una hegemonía ideológica y cultural) y el aplastamiento con mano de hierro de la resistencia de sectores sociales y étnicos marginados (que nunca lograron ser absorbidos en el régimen establecido), Estados Unidos facilitó la tarea de la imposición de su poderío y construyó una hegemonía frágil y conflictiva. Se liberaron los obstáculos burocráticos del viejo imperio español y se readecuó el sistema judicial, instrumentando una nueva legislación en inglés basada en preceptos puritanos de corte prohibicionista. Esto redefinió nuevos espacios de poder listos para ser “repartidos” entre aquellos filipinos dispuestos a colaborar con los recién llegados (McCoy, 2009: 107).



A las tempranas controversias entre imperialistas y antimperialistas en el escenario doméstico estadounidense, prosiguió un panorama en el que se publicitaban las inversiones en el archipiélago y se alentaban diversos negociados para sociedades comerciales beneficiarias directas de la ocupación. En el continente, el emporio de la prensa sensacionalista del magnate William Randolph Hearst atizó la causa imperialista, demonizando a los independentistas filipinos, exhibiéndolos siempre como simples “bandidos” y “malhechores” (

Ibíd.

: 127).



En las islas se recurrió entonces a una represión desembozada, que se apoyó sobre toda una serie de instituciones creadas durante la invasión. Como ejército de ocupación en una nación lejana y desconocida, los estadounidenses tuvieron que reelaborar muchos de los enfoques a los que estaban acostumbrados en el continente.



Los altos mandos persiguieron el objetivo de desarrollar cuerpos de represión internos y un ejército filipino compuesto por tropas nativas dirigidas por estadounidenses. Se fundaron el temido Constabulario filipino y diversas agencias de inteligencia, como así también policías municipales, cantonales y un ejército nacional (los Philippines Scouts), todos ellos formados y dirigidos por oficiales estadounidenses.



Frente al racismo exacerbado en las tropas, se abogó por un tipo de soldado diferente sobre el terreno. En una carta de mayo de 1904, el capitán W.C. Rivers demandaba a sus superiores que ahora “ los requisitos para ser un buen oficial de tropas nativas serán: poseer una educación liberal, tacto y versatilidad. Sobre todo no debe ser un racista o alguien que considera el ‘asunto filipino’ como un segundo ‘frente indio’” (

Ibíd.

: 129).



En un primer momento, el desconocimiento del archipiélago y de las fuerzas sociales que operaban en el proceso obligó a un rápido despliegue de fuerzas para materializar un avanzado aparato de espionaje, que fusionaría la inteligencia militar con la vigilancia y la extorsión a los políticos opositores. A los avances registrados por la inteligencia del Ejército se les sumaron nuevas técnicas de manejo de datos (se confeccionaron cartillas de información sobre todo el arco político de la isla y se tomaron las huellas dactilares de la mayoría de la población masculina).



Fue necesario hacer uso de nuevos métodos y maniobras coercitivas. Se destacó la División de Información Militar (DMI por sus siglas en inglés), parte de la Unidad de Reconocimiento y de la Unidad de Inteligencia, dos organismos fundados en Filipinas y primeros de su tipo en el Ejército estadounidense. El DMI se dedicó de lleno a la “identificación y disrupción” de “objetivos políticos antagónicos”, y estableció un archivo sobre los independentistas filipinos, el Bureau of Insurgent Records (

Ibíd.

: 113).

 



Luego de tres meses de operar en el terreno, el DMI comenzó a recolectar y diseminar información a lo largo de todos los mandos, provocando el arresto de unos seiscientos individuos sospechados de “subversivos” y de doscientos cincuenta oficiales nacionalistas en el área de Manila solamente. En 1901 se haría cargo de esta unidad el capitán Ralph Van Deman, conocido posteriormente como “el padre de la inteligencia militar estadounidense” (

Ibíd.

: 116). Van Deman innovaría en este terreno, transformando los archivos e informes en actividades operativas que pronto se convertirían en una guía sobre cada aspecto de la resistencia filipina (y en un verdadero manual de contrainsurgencia), que incluía tareas tales como: diferenciar las guerrillas activas; incluir el apoyo civil, las finanzas, sus armas, su ideología, el tipo de propaganda; interferir sus comunicaciones, identificar movimientos y descripciones del terreno de operaciones, personajes, agentes y colaboradores, y actuar de forma expeditiva allí cuando fuese necesario. Desde un comando en Manila se combinaron reportes de los más de cuatrocientos cincuenta puestos de información del Ejército con data provista por agentes encubiertos, para así producir un nuevo tipo de inteligencia, ejecutable en el terreno de operaciones mismo. Las unidades del DMI tenían completa libertad y se las alentaba a tomar la iniciativa. Pronto demostraron ser ágiles a la hora de perseguir grupos revolucionarios y determinar con exactitud los momentos para atacar campamentos y puestos de la retaguardia enemiga (

Ibíd.

: 133).



La “experiencia filipina” ayudó al ejército ocupante a desarrollar un elaborado sistema de contrainteligencia con el que no contaban los estadounidenses antes de la guerra, y capacitó a sus fuerzas represivas en las “artes” de las operaciones de espionaje y represión interna. Estas verdaderas “lecciones” coloniales arribaron a la metrópoli durante la Primera Guerra Mundial para proveer las innovaciones y el personal que precedieron a la formación de las agencias de inteligencia estadounidenses y que eventualmente ayudaron a fundar el FBI (Federal Bureau of Investigation). El capitán Van Deman sería puesto a cargo del Comando de Inteligencia Militar durante la Primera Guerra Mundial, y se ocuparía sobre todo del terreno político doméstico, atacando de manera predilecta a los militantes de los Industrial Workers of the World (IWW) y a miembros del Partido Socialista de Estados Unidos, preferentemente de su ala izquierda, fundadora del Partido Comunista (

Ibíd.

: 137). En la periferia, y liberado de las ataduras democráticas, el régimen colonial fusionó el uso de la nueva tecnología (el telégrafo, el teléfono y la máquina de escribir, tres inventos estadounidenses de la década de 1870) para transmitir y recolectar información en tiempo récord. La conquista de Filipinas demostró el potencial de estas nuevas tecnologías para conformar un nuevo tipo de régimen capaz de brindar apoyo logístico y darle la delantera a un ejército que estaba enfrentando a un enemigo que incluía desde un ejército regular como el Katipunan, pasando por sindicatos militantes y movimientos mesiánicos hasta separatistas musulmanes (McCoy, 2017: 46).





El reacomodamiento de la dirigencia filipina





Bajo una serie de resoluciones de la Suprema Corte, los gobernadores estadounidenses de Filipinas ejercían de hecho un poder considerablemente más profundo que cualquiera de sus colegas en la madre patria. Ya en 1901, el nuevo gobernador civil de las Filipinas (y futuro presidente de los Estados Unidos), William H. Taft, impuso un rígido control sobre la información, utilizando leyes draconianas para restringir el debate público y una policía secreta habilitada para monitorear comunicaciones privadas (Silbey, 2007: 115). Luego de la captura de Aguinaldo y la caída de la Primera República, silenciada la resistencia abierta tras el episodio de Balangiga y las masacres en Sámar, la cohorte del régimen estadounidense consiguió aceptación al principio y posteriormente legitimidad en una parte no mayoritaria pero sí significativa de la población de Manila y de los principales centros urbanos.



Para cimentar sus objetivos de dominación, los estadounidenses concentraron sus esfuerzos en tres áreas que consideraron críticas: educación, salud y la promesa de “orden” materializada en un nuevo sistema judicial de carácter prohibitivo. Cerca de la mitad del presupuesto colonial fue destinado a estos propósitos, con la educación llevándose más de un millón de pesos filipinos por sobre fuerz

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