Mis dos mundos

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Mis dos mundos
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«A través de una caminata por un parque, Sergio Chejfec no sólo ha creado un nuevo modo de narrar, sino que ha escrito uno de los relatos más conmovedores que la literatura puede mostrarnos del pudor y de la supervivencia.»

Raúl Zurita

«Chejfec se convirtió en una moneda rara, excéntrica, una de esas monedas que parecen existir para contradecir la “función monetaria”: para probar que hay cosas, al menos en la economía de la literatura, que no pueden intercambiarse con ninguna otra. Cosas –libros– únicos.»

Alan Pauls

«Se tiene la impresión de estar frente a un escritor completamente libre de cálculo, que confía encontrar sus lectores sin salir a buscarlos. Impertérrito, Chejfec escribe.»

Beatriz Sarlo

«“Sólo palabras son las que yo pongo aquí, y únicamente eso”, dice el narrador de Chejfec, y el lector sabe que miente. Entre “sólo palabras” y “únicamente eso” está toda la literatura escrita y por escribir.»

Alberto Manguel


© Sergio Chejfec, 2015

c/o Schavelzon Graham Agencia Literaria

www.schavelzongraham.com

© Enrique Vila-Matas, 2015, por el prólogo.

© Kindberg Editorial Ltda., 2015

www.kindberg.cl

editorialkindberg@gmail.com

Valparaíso, Chile

ISBN de la versión impresa: 978-956-9707-00-1

ISBN de la versión digital: 978-956-9707-11-7

Primera edición en Kindberg: agosto de 2015

Ilustración de portada: Cisnes, de Eduardo Stupía

Diseño: Sebastián Paublo

Conversión a libro electrónico: Tipográfica (tipografica.cl)

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso expreso de la editorial.

Índice

Prólogo

Mis dos mundos

Prólogo

por Enrique Vila-Matas

Empiezo como terminaré: a la deriva. Y lo hago preguntándome si tienen forzosamente las novelas que narrar una historia. La respuesta es más que sencilla: pretendan contarla o no, siempre la cuentan. Porque no hay un solo lector inteligente que, por mucho que le den a leer algo raro e incluso la novela más hermética del mundo, no sepa leer una historia detrás del impenetrable texto que hayan podido darle. Ahora bien, ¿qué puede suceder si el lector es inteligente y en cambio el novelista no lo es? Sospecho que en esos casos tiene lugar siempre una gran fiesta. Me acuerdo de Georges Simenon, que dijo que no es en absoluto necesario que un novelista sea inteligente, sino todo lo contrario: cuanto menos inteligente sea, más posibilidades se abren para él de ser novelista. Sin duda llevaba toda la razón del mundo, porque yo he tratado a grandes novelistas a lo largo de mi vida y ninguno me ha parecido muy inteligente, sobre todo comparado con otras personas que he conocido, personas dedicadas a otras artes, negocios o ciencias. Claro está que hay excepciones a esta regla. El gran novelista argentino Sergio Chejfec es una de ellas. Aunque, si lo pienso bien, Chejfec es alguien inteligente a quien no le cuadra bien la palabra novelista, porque él más bien crea artefactos, narraciones, libros, pensamiento narrado antes que novelas. Mis dos mundos, por ejemplo, es ante todo un libro que nos recuerda que hay novelas con historias, pero también novelas que no son tan ortodoxas –la de Chejfec se sitúa en este apartado–, aunque contienen asimismo historias. La que se cuenta en Mis dos mundos no es fácil de sintetizar porque, como sucede en todas las demás novelas de este escritor, lo importante parece ser excusa para destacar el papel dramático de lo accesorio. Y así, en Mis dos mundos, el efecto que provoca la vacilante búsqueda del narrador termina por hacernos ver cómo en el propio relato se va dibujando el sendero de una decepción: el camino que va forjando un cierto estado del alma del narrador que oscila entre el miedo, la confusión y la incertidumbre. Así las cosas, la inseguridad o perplejidad es visible en cualquier nueva frase que asoma y que nos parece el nuevo centro de significado del libro (y por fin una interpretación válida del mismo), pero que, sin embargo, termina irremediablemente diluido unos párrafos más adelante. En parte, todo esto es algo que el autor ha explicado en algún lugar refiriéndose a su gusto por ver cuánto puede resistir una frase, no en términos solamente técnicos, sino en una especie de tono: las frases estarían siendo empujadas hacia la expansión, porque existiría un mensaje, pero estaría constreñido por la fórmula, por la ecuación de la oración. A Chejfec le gustaría bordear ese límite, tratar de hacer elástica la frase, no hasta el punto de que ésta fuera incomprensible, pero sí trabajar con ese límite para que se viera que existía en cuanto tal. Por eso, seguramente, le gusta poner frases sin terminar y recomenzar con otra oración para evidenciar que la arbitrariedad del narrador también juega un papel en el campo más estrictamente lingüístico.

Parecidos problemas tengo ahora como prologuista para resumir en una fórmula constreñida el inmenso material en expansión de este libro. Pero si tuviera que resumirlo de alguna forma, diría que estamos ante la historia de un escritor que está a punto de cumplir cincuenta años y, probablemente debido a esta fecha crucial, quisiera convertirse en un no-escritor. Esto lo sabremos cerca del final, aunque es una ilusión que organiza el relato. No la ilusión de escribir mal (ese sueño imposible de las vanguardias), sino la ilusión de que la historia se disuelva en su imposibilidad, o peor, en su inutilidad. Al final, no escribir y resignarse a una vida absurda podría venir a ser lo mismo que escribir y no resignarse a nada.

El escritor está visitando una ciudad del sur y decide recorrer su parque más emblemático. La caminata, el paseo, ocupa casi todo el libro. Allí encontrará elementos en los que descubrirá vínculos con su propio pasado, con su condición, con su identidad. La descripción de la naturaleza acotada entusiasma a este discreto viajero, que ve en el parque medio abandonado (incluyendo las barcas con forma de cisne, las aves cautivas, los peces y tortugas) señales de su propia condición incompleta, una prueba cósmica de que cualquier autenticidad es imposible.

Allí donde el narrador (cuyos dos mundos parecen confundirse tanto como en ocasiones se mezclan en el libro el estilo ensayístico con el narrativo) vacila y duda sobre lo que está narrando o bien se pregunta cómo hacerlo, Chejfec, en el fondo, no se lo pregunta jamás. Es más, está entre quienes dominan con mayor maestría tanto el arte de la digresión como el de la narración en la literatura actual. Ante Chejfec, en una primera impresión recordamos a muchos autores admirados, y en un segundo momento –más sólido y perdurable en el tiempo– advertimos que no se parece a nadie y que ha elegido un camino insólito, único, muy diferenciado, que tarda en distinguirse a causa de las exigentes y muy personales búsquedas que el propio autor realiza en su narrativa.

Me hacen recordar las páginas de este libro que me he ido encontrando, a lo largo del camino de la vida, con algún que otro novelista inteligente y que ha sido todo siempre muy curioso, pues en cuanto he dado con uno de ellos he terminado oyendo decir de él que era una lástima que no fueran adaptables al cine sus obras. Seguramente, esta casta de escritores –Chejfec parece uno de ellos– pertenece a un tipo, todavía hoy muy singular, que debió comenzar a existir allá por los tiempos en los que Marcel Proust mostró su desprecio por una novelística reducida a un desfile cinematográfico de las cosas. Siempre he pensado que esa suerte de desfiles, aparte de ser simplonas traducciones de la vida interior del narrador, operaban perniciosamente, actuaban como impedimento para que pudiéramos hundirnos en el fragmento de una historia –o en el detalle de un fragmento de esa historia– y dedicarnos por fin a la deriva feliz que podríamos hallar, por ejemplo, en el análisis a fondo de la condición de relato de un relato –nuestro propio mundo, sin ir más lejos– desprovisto, en realidad, por completo –para qué engañarnos– de sentido.

Sugiero tímidamente incluir a Chejfec dentro del grupo de los novelistas que de un tiempo a esta parte vienen esforzándose –dentro de la línea más noble de la literatura en lengua española, más concretamente del sur de América, aunque Chejfec tiene todo el aire de ser el rey de las prosas apátridas– por traducir su vida interior al género del pensamiento narrado, género del que, aun no sabiéndose mucho, se sabe al menos que escapa con inteligencia ensayística de la corriente de aire limitado de los grandes novelistas con tendencia obtusa al desfile cinematográfico de las cosas. Y de paso sugiero que pensemos Mis dos mundos como una narración que intenta tanto transmitir una experiencia de percepción como mostrar, con ficticia indolencia, hasta qué punto un escritor bien dotado mentalmente puede concederle vacaciones a un lector y permitirle a éste ver de pronto potenciadas todas sus posibilidades de alegría al descubrir que se ha aventurado en un libro que parece creer a fondo que en arte, y especialmente en literatura, cuentan únicamente los que se lanzan hacia lo desconocido. Porque no se descubre tierra nueva sin acceder a perder de vista, primeramente, y por largo tiempo, toda costa.

 

Preferiría no hacerlo, pero si tuviera que adscribir este libro a algún apartado concreto de la literatura contemporánea, lo situaría en la vertiente más viva y más precisamente contemporánea de esa misma literatura. Situaría Mis dos mundos como una rara avis de la narrativa actual, entre esos libros que aún son capaces de abrir nuevos caminos a la azarosa trayectoria de la historia de la novela moderna. Sus referentes pueden ser autores europeos, pero también cierta narrativa latinoamericana –digamos que ampliamente despierta y cerebral– que no se ajusta del todo al latinoamericanismo literario en boga. Y es que Chejfec, en Mis dos mundos, se alinea con los escritores que no temen la alta mar y que saben congeniar con una clase de lectores que llevan seguramente tiempo queriendo abandonarse a sí mismos en territorios inestables, perderse por los territorios dramáticos de lo accesorio, de lo que parece no tener importancia, de lo que «generalmente no se anota, lo que se nota, lo que no tiene importancia, lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes», que diría Georges Perec.

En este sentido, o quizás en otro –quede así constancia de mi absurda voluntad, tal vez completamente inútil, de neutralidad respecto a esta novela que admiro tan especialmente–, Mis dos mundos me sigue pareciendo, meses después de haberla leído por primera vez, el paseo más completo que hasta el día de hoy he podido hacer por la siempre incompleta geografía de los territorios dramáticos de lo accesorio, por la solitaria geografía de nuestras fisuras, por la honda geografía de esos huecos que suelen ser precisamente puertas que dan a lo desconocido, a sitios olvidados que disparan nuestra imaginación y también nuestras derivas y hasta disparan la celebración de fiestas de cumpleaños que a veces –en esas raras ocasiones en las que cae la tarde de un modo distinto– no exigen que haya previamente ni tan siquiera un tiempo vivido. Basta con el crepúsculo.

Mis dos mundos

Quedan pocos días hasta un nuevo cumpleaños, y si decido comenzar de este modo es porque dos amigos a través de sus libros me hicieron ver que estas fechas pueden ser motivo de reflexión, y de excusa o de justificación, sobre el tiempo vivido. La idea se me ocurrió en el Brasil, mientras pasaba dos días en una ciudad del sur. En realidad no entendía cómo me había plegado a trasladarme hasta allí, sin conocer a nadie y sabiendo muy poco sobre el lugar. Era por la tarde, hacía calor, y andaba caminando en busca de un parque del que no tenía casi ninguna referencia, salvo su nombre medianamente musical, y por lo tanto promisorio, según mi criterio, y el hecho de aparecer como la superficie verde más grande en el plano de la ciudad. Pensaba que siendo tan extenso sería imposible que no fuese bueno. Para mí los parques son buenos cuando no están impecables, en primer lugar, y cuando la soledad se ha apropiado de ellos de tal modo que se ha convertido en una seña propia y una divisa compartida por los caminantes, que pueden ser esporádicos, pero que desde mi punto de vista deben estar irrevocablemente abstraídos, o absortos, también un poco confundidos, como cuando se camina por un sitio ajeno y familiar a la vez. No sé si llamarlos lugares de abandono; algo parecido a regiones relegadas es lo que quiero decir, donde el entorno se suspende momentáneamente y uno puede imaginar estar en un parque de cualquier lugar, aún en las antípodas. El sitio arrumbado, indistinto, o mejor todavía, el sitio donde la persona, movida quién sabe por qué tipo de distracciones, se ausenta, se convierte en nadie y ella misma termina siendo imprecisa.

El día anterior había asistido a una conferencia sobre literatura, a cuyo término había paseado por la plaza donde se organizaba la Feria del Libro local, en uno de los sectores antiguos de la ciudad, presumí, aunque ya muchas reliquias o marcas históricas parecían definitivamente ausentes. La gente caminaba despacio, llenando las vías de circulación como consecuencia del mismo tumulto. Yo habré sido el único paseante solitario de la jornada, cosa que de todos modos y por suerte no extrañó a nadie, porque las familias, los grupos de amigos o las parejas siguieron en lo suyo mientras estuve andando por ahí. Durante el tiempo que aguardé en el salón desierto el comienzo de la conferencia, leí en el periódico que cada año, cuando se organiza la Feria del Libro, los artesanos habituales mudan de la plaza sus quioscos y tablas a calles cercanas. Ignoro por qué esa información me pareció importante y, más aún, por qué se me quedó grabada. (Al día siguiente encontré el lugar provisorio de los artesanos, en unas cuadras aledañas a la plaza, donde se ordenaban por rubros y parecían reunidos por alguna prevención o emergencia.) Después, al término de la charla no hice ninguna pregunta; más aún, fui el primero en abandonar la sala y en buscar rápido el camino hacia la calle. Bajé por unos ascensores de vidrio que miraban hacia un amplio jardín interior, y cuando por fin dejé el edificio de eventos, algo que parecía haber sido un ministerio, sumarme a la procesión de la gente, como si fuera un fugitivo que precisa disimular, resultó ser mi única opción.

El trazado de aquella plaza es como tengo dicho de los antiguos: una manzana cuadrangular con dos diagonales y dos líneas cruzadas que se tocan en el centro, donde hay una estatua. Pese a tan simple diseño, igual llegó un momento en que me sentí extraviado, probablemente a causa de la multitud, a lo que habría que sumar el volumen de la vegetación y la oscuridad nocturna. Cada tanto terminaba atracando en los mismos puestos de libros, en realidad eran muy pocos los que ofrecían títulos que despertaran mi curiosidad, por otra parte muy endeble, y sólo al rato de observar las mesas por entre los hombros de un ejército de curiosos, advertía que ya había estado en ese lugar, y que por supuesto me había detenido ante los mismos libros. Pero como presentía que quedaban lugares por recorrer, tampoco estaba seguro de los ya visitados. Por lo tanto volvía al flujo de la procesión y me dejaba llevar por ella. Recuerdo que mientras caminaba me adormecía la sucesión reiterada de las lámparas incandescentes que adornaban los puestos, tal como ocurre en algunas películas. De espaldas a la plaza teniendo en cuenta la orientación de la estatua central, sobre un corto pasaje que daba a un conjunto de edificios públicos, se ordenaban los puestos de comida de la Feria del Libro, también repletos. Los vahos de las cocinas, en general de frituras o de grasa fundida, llegaban según la brisa; y en varias oportunidades pude notar al levantar la vista las ráfagas de las humaredas atravesando las lámparas y los flecos o ribetes de los toldos. En fin. Debo decir que fue esta sensación de encierro dentro de la continua marea de gente la que me llevó a pensar en la existencia del parque que me gustaría visitar. Pensaba en la justicia de que se produjera una compensación.

Uno consulta el plano de la primera ciudad que se le ocurre y todos los lugares parecen accesibles: sólo es necesario obedecer el mapa. Pero en la tarde que vengo mencionando, y como pasa casi siempre, la realidad se me reveló distinta. Los muros de contención de las calles elevadas, los costados de accesos y de puentes, las rampas de circulación peatonal o las exclusivas para autos, a cada momento y de distintas formas me impedían dejar atrás el punto de la zona céntrica al que había llegado con el solo objeto de continuar hasta el parque. Por otra parte, si intentaba un rodeo me exponía al riesgo de perderme o, peor todavía, a caminar a tientas y hasta el fin del día por calles indistintas y fatalmente tristes; porque si el mapa se había mostrado inútil para orientarme en el camino más corto, era absurdo obedecerlo para tomar el más largo.

A un costado tenía el predio de un hospital gigantesco, como los de antes, con pabellones enormes y jardines interminables. Frente a mí se levantaba un viaducto, con rampas y caminerías que no daban a ningún lado cierto. Y hacia el otro costado una vía rápida cortaba en dos la trama de las calles. No obstante yo era el único ser indeciso en esa parte del mundo, porque el resto de la gente iba y venía, segura de su camino y con ejemplar naturalidad. Pude notar que cuanto más miraba el mapa menos lo entendía; aparte, por tener la vista ya malograda y por carecer del aumento adecuado, mi actitud era seguramente muy lastimera, ya que debía poner el mapa casi sobre mi cara para verlo por encima de los anteojos. De cuando en cuando levantaba la vista hacia la calle con la esperanza de encontrar un punto o un cartel orientador, pero enseguida entendía que era un esfuerzo vano y bajaba otra vez los ojos, debiendo ocupar un valioso tiempo en ubicarme de nuevo dentro del mapa. Estuve así un buen rato. Veía que mi sentido de la orientación, del que secretamente había estado siempre orgulloso, por otra parte casi lo único de lo que podía vanagloriarme, también de pronto me había abandonado.

Y curiosamente, debido quizás al flujo incesante de gente que corría a mi lado, nadie se detuvo a ofrecer ayuda, o a preguntarme si todo estaba bien. Me sentía invisible, como si tuviera el rostro oculto y no quisiera comunicarme con nadie. En un momento alguien chistó hacia el lugar donde yo estaba. Era un vendedor ambulante que debía levantar un bulto pesado y ponerlo en un carrito de dos ruedas, de esos que se empujan. Pensé que me llamaba a mí, lo miré entre curioso y esperanzado: a lo mejor se compadecía y me hacía señas para que fuera a su encuentro porque no quería dejar sola su mercadería. Pero resultó que se dirigía a otra persona que pasaba por detrás de mí, un hombre joven, a quien le pidió ayuda para levantar el pesado bulto. O sea que la ayuda hay que pedirla, pensé... Me puse a imaginar una vista aérea de esa zona de la ciudad, parecida probablemente a la dibujada en el mapa, con mi silueta inmóvil mientras alrededor no dejaban de pasar personas y autos. No sé por qué, esa imagen física de mi soledad o desamparo me impacientó. La consecuencia fue que movido por un impulso injustificado comencé a mover el mapa para poder verlo desde otro ángulo y a girarlo incluso como si fuera un manubrio; acaso eso aclararía las cosas, pensé. El observador aéreo que me estaba mirando daba vueltas, supuse enseguida, y por eso el mapa giraba de ese modo.

En mi paseo de la noche previa, en la Feria del Libro, recién comencé a alarmarme cuando me asomé por novena o décima vez al stand de la sociedad histórica local. Pero lo que me inquietó no fue sentir en cada nueva vuelta el mismo candor de los primeros momentos, o sea, mi ansiedad por descubrir un libro importante, algo que esperaba acaso desde hacía años sin advertirlo y que me permitiría acceder a un saber muy difícil y medio guardado; no, más bien me alarmó que la misma repetición a la que me plegaba hubiese dejado de impacientarme. Hasta cuando alzaba la vista al cielo, buscando encontrar algo simple y nítido para aliviar mi confusión, descubría sobre todo las ráfagas de humo que volaban rápido desde las parrillas; casi ninguna otra cosa veía, nada que pudiera encontrar como consuelo o inspiración. Otro puesto de venta que ya me resultaba bastante familiar era el de la asociación de editores, y también el de una librería que ofrecía un compendio de títulos de moda. Quise olvidar el motivo de mi visita a la ciudad y hasta me tentó la idea de olvidar mi propio nombre y tratar de ser otro, alguien nuevo.

Arrancó en ese momento una larga disquisición mental que no vale la pena resumir. Sólo digo que ser otro significaba no tanto un nuevo comienzo o una nueva personalidad, sino más bien un mundo nuevo, o sea, que la realidad y todos los individuos perdieran o dejaran de lado su memoria y me admitieran como un miembro hasta entonces desconocido, recién llegado, o como alguien sin ostensibles ataduras con el pasado. Después, como tengo dicho, cuando la multitud empezó a cansarme tomé la decisión de conseguir apenas pudiera un plano de la ciudad, para ver si confirmaba la existencia de ese gran parque, uno bien extenso y a la medida de mis intenciones.

Ya casi me había dado por vencido cuando se me ocurrió una idea bastante obvia, aunque en esas circunstancias me pareció providencial: antes que al recorrido preciso de las calles o a la continuidad de nombres, debía obedecer a la ubicación relativa de los lugares. Las calles dibujadas en el mapa señalaban caminos no solo imposibles sino también inverificables, en cambio la organización espacial del conjunto difícilmente podía ser falsa, a lo sumo sería aproximada, lo que de todos modos representaba una ventaja y nunca me expondría a hacer demasiado camino de más. En ese momento arrastraba el cansancio y la sensación de haber estado pululando por la ciudad durante demasiado tiempo, desde que había salido del hotel por la mañana temprano, cuando aún estaba fresco. En más de una ocasión, al recorrer la misma cuadra por segunda o tercera vez, por supuesto de manera involuntaria, lo había hecho porque el azar y la desorientación, o directamente el desinterés, me habían llevado de nuevo hasta ahí; en más de una ocasión había creído notar miradas de sorpresa, o quizá sencillamente de curiosidad, ante este visitante foráneo que actuaba raro y se repetía.

 

El vagabundeo se me ha convertido en una de esas adicciones pasibles de ser tanto la ruina como la salvación. Contraje la costumbre en la infancia, cuando por las secuelas de una enfermedad dejé de caminar. Me sentaban en el umbral para ver pasar la gente y los autos. En esa época, usar las piernas llegó a ser una lejana y elegante virtud anatómica para la que yo no estaba preparado, quién sabe por qué oscuros motivos, una virtud que incluía el don del desplazamiento. Al cabo de un año, un nuevo dictamen autorizó a que me pusiera de pie, y para mí fue recuperar una disposición física gracias a la palabra, como si un dios me delegara parte de su libertad. A esa corta edad no podía sino ir hasta la esquina o dar vueltas a la manzana; pero como dicen las personas de éxito, desde entonces ya nada me detendría. Aún antes de poder aprenderlo y asumirlo como certeza, probablemente el instinto me indicó que el principal argumento de la caminata es su velocidad; era lo más indicado para la observación y el pensamiento, e incluso más, la experiencia corporal con la mejor sintaxis para acompañar la vida. Sin embargo, temo no estar seguro.

Es verdad que han cambiado muchas cosas relacionadas con el caminar, algunas de las cuales enseguida referiré, pero la misma costumbre que he conservado, aún en épocas de desdichas o de altibajos en general, apoya esta idea que me hago de eterno caminador; y es también lo que en definitiva me ha salvado, es cierto que no sé muy bien de qué, acaso del peligro de no ser yo mismo, cosa que me tienta cada vez más, como recién puse, porque caminar es poner en escena la ilusión de autonomía y sobre todo el mito de la autenticidad. De este modo, la misma costumbre actual me ayuda a sostener esa versión, porque apenas llego a una ciudad la primera decisión que tomo es salir, quiero conocer el ámbito circundante, compenetrarme a través de la acción más sencilla, más socorrida y más a la mano como es el andar a pie.

Apenas estuve de regreso en el hotel pregunté en la recepción si podían darme un plano de la ciudad. Dada la noche avanzada, y posiblemente debido también a la costumbre de los empleados de verme todo el tiempo entrar y salir, saludando a cada momento y haciendo preguntas o comentarios anodinos, este pedido los tomó por sorpresa. Por lo tanto esperé un buen rato acodado contra el mostrador. No puedo decir que tuve el recuerdo de experiencias similares, porque en realidad no recordé nada en particular. Más bien tuve la clara convicción de haber pasado por ese género de trances. Las esperas en los mostradores de hotel, el mundo insólito, entre clandestino y deshilvanado, al que uno se asoma cuando espera algo en la recepción. De repente pusieron un plano frente a mí, de esos que se doblan en ocho o en doce y que llevan publicidad de comercios importantes. Mi primera reacción fue buscar en el mapa la mancha verde. No me demoré nada: la vi entera, casi redonda, derramada como una tinta a duras penas contenida. Me sentí aliviado de saber que al día siguiente me sumergiría en ella. Después quise ubicar el hotel, cosa que me llevó más tiempo y al final conseguí gracias a la ayuda de un recepcionista. Entonces me puse a planificar la caminata, que por otra parte no requería demasiada preparación; se trataba solamente de una preparación mental.

Si bien durante todos mis años disfruté de las caminatas, y lo sigo haciendo hasta el punto de sentirlas como un componente esencial de mi verdadera vida, una costumbre sin la cual no me reconocería a mí mismo, de un tiempo a esta parte caminar se ha ido vaciando de significado, o por lo menos de misterio, y a veces tan solo me queda el antiguo entusiasmo, que por lo general se disipa a la media hora como un humo demasiado liviano. A veces he pensado que son las mismas ciudades las que tienen la culpa. La uniformidad visual y económica, las grandes cadenas comerciales, las modas y los estilos transfronterizos, que relegan lo particular a un segundo plano, a un fondo borroso de colores envejecidos. Me cuesta encontrar modales propios en las calles, aun en el caso en que los encuentre y reconozca, como si el idioma local hubiera hecho silencio y se impusieran las señales de un lenguaje práctico y omnipresente, archisabido por todos e indistinto, incluso innecesario, sin modos particulares.

Pero también es probable que yo mismo sea el culpable; que llegado un momento, y por distintos motivos, ya solo me queden ojos para distinguir lo repetido. Incluso he llegado a advertir, para mortificación propia, cómo el aliento de aventura, en todo caso de intriga, que siempre me ha acompañado en mis interminables excursiones callejeras a través de cada nueva o conocida ciudad o localidad que me pongo a recorrer, cada vez más frecuentemente ese deseo de aventura cede paso al desgano, al interés de poco vuelo o directamente a la confusión. Camino cantidad de cuadras, comienzo con avidez y entusiasmo, digamos que observo todo sin dejar escapar los menores detalles, pero poco a poco me va invadiendo una sensación de desgano y de hartazgo por anticipado.

Es un sentimiento de inutilidad y de tedio inminente. La jornada promete ser interminable; pienso que me queda el resto del día para seguir andando, cuadras y cuadras, tránsito enredado, esquinas ruidosas, gentíos, etc., o al contrario: desamparo, soledad, orden o descuido. Presumo también que las sorpresas no serán importantes, verdaderas sorpresas, sino experiencias de menor importancia; por otra parte sé que nunca estuve a la caza de sorpresas, la palabra sorpresa siempre me ha producido rechazo, cuando no verdadero temor; entiendo que mi sensibilidad de viajero admite como sorpresas, en el lenguaje privado del pensamiento, ciertas impresiones cercanas al reconocimiento, estados de satisfacción ante un objeto o hecho novedoso, o inadvertido, cualquier cosa, una conexión entre el pasado y la novedad, a veces un poco exótica, encontrada en ese momento en la aglomeración poco conocida de cuadras de que se trate, etc. La verdad es que he dejado de buscar sorpresas porque creo que me resulta ya muy difícil encontrarlas. Por lo tanto conservo del antiguo anhelo el mecanismo básico, una suerte de tic físico y social a la vez, que es la caminata.

Una vez que dejé la recepción del hotel fui hasta la sala de internet, ubicada también en la planta baja, para ver si podía revisar el correo. Como era tarde encontré una computadora libre. Desde el día anterior había entendido que uno debe ir a la sala de internet a esas horas, digamos la noche avanzada, porque si va temprano en la noche encuentra gente, y si va cuando ha pasado el tiempo y ya es de madrugada, también: uno encontrará a los insomnes. Abrí el correo y me intrigó un mensaje anónimo, o más bien de alguien que a lo mejor quería ocultar su identidad, sin éxito si era el caso. El mensaje tenía una o dos líneas, creo que una sola, se expresaba en estilo irónico y me sugería abrir un enlace pegado más abajo, cuyo contenido me resultaría muy interesante o provechoso, no recuerdo bien cómo decía. No tenía motivos para dudar; así que, curioso, seguí las instrucciones. El enlace daba a una nota crítica aparecida pocos días antes en un periódico, sobre una novela que yo había publicado en los meses previos.

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